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ТИНТ: испанский – 1000
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Описание:
Тексты на испанском языке длиной 1000-1100.Словарь в стадии наполнения базы.
Автор:
Велимира
Создан:
5 июня 2020 в 20:11 (текущая версия от 12 июня 2020 в 07:02)
Публичный:
Нет
Тип словаря:
Тексты
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Содержание:
1 Los rayos del sol caían con violencia sobre la mar calma, como si se estrellasen sobre superficie diamantina produciendo una polvareda de centellas, un vapor de luz deslumbradora que cegaba la vista y agobiaba el cerebro con su trémulo brillo. El capitán Whalley no contemplaba nada de esto. Cuando el fiel serang se había acercado al amplio sillón de bambú que llenaba cumplidamente para informarle en voz baja de que había que cambiar el rumbo, se había levantado enseguida y había permanecido en pie, mirando al frente, mientras la proa del buque giraba un cuarto de círculo. No había dicho palabra, ni siquiera para ordenar al timonel que mantuviese el rumbo. Era el serang, un viejo malayo muy despierto, de piel muy obscura, el que había musitado la orden al hombre del timón. Y entonces el capitán Whalley se había sentado de nuevo lentamente en el sillón del puente para clavar la mirada en la cubierta que tenía bajo los pies. No albergaba esperanzas de ver nada nuevo en aquella ruta marina. Llevaba tres años por aquellas costas.
2 Desde el Cabo Bajo hasta Malantan había cincuenta millas, que eran seis horas de navegación para el viejo barco a favor de la marea, y siete en contra. Luego enfilaba recto hacia tierra y pronto se recortaban en el cielo tres palmeras altas y delgadas, cuyas irregulares copas formaban un ramo, como criticando confiadas a los obscuros mangles. El Sofala se acercaría a la sombría franja costera, que en un momento dado, al llegar a ella oblicuamente el barco, mostraría varias fracturas claras y llenas de luz: el estuario pletórico de un río. Luego, surcando un líquido pardo, tres cuartas partes agua y una cuarta parte tierra negra, por entre bajas costas, tres cuartas partes tierra negra y una cuarta parte agua salada, el Sofala se abriría camino cual arado corriente arriba, como lo hacía una vez al mes desde hacía siete años o más, mucho antes de que él tuviese conciencia de la existencia del barco, mucho antes de que se le viniese a las mientes que pudiese tener relación con aquel barco y sus viajes invariables.
3 El viejo cascarón tenía que conocer el camino mejor que la tripulación, que en todo ese tiempo había ido cambiando; mejor que el fiel serang, que él se había traído de su último barco para hacer las guardias del capitán; mejor que él mismo, que sólo llevaba tres años de capitán del buque. Este merecía toda la confianza. Sabía encontrar el camino, no perdía la brújula. No había que preocuparse, pues era como sí los años le hubiesen dado sabiduría, prudencia y firmeza. Avistaba las escalas con precisión de rumbo, y cumpliendo el horario casi al minuto. Aun sentado en el puente sin levantar la mirada, o tumbado en el camarote, con sólo calcular el día y la hora podía saber en cualquier momento dónde estaba, el punto exacto de la ruta. El mismo capitán se sabía de memoria aquella monótona ruta de vendedor ambulante, estrechos arriba y estrechos abajo; se sabía el orden y los paisajes y la gente. Empezando por Malaca, donde entraba de día y salía de noche, cruzando con una rígida estela fosforescente aquel camino real del Lejano Oriente.
4 No era una vida con mucho aliciente para el capitán Whalley, Henry Whalley, por otro nombre Harry Whalley el Temerario, del Cóndor, clíper famoso en su época. No era aliciente aquello para un hombre que había servido en compañías famosas, al mando de barcos famosos (varios de ellos propiedad suya); que había realizado travesías famosas, descubriendo rutas y tráficos; que había dirigido sus barcos por zonas desconocidas de los mares del Sur, y había visto salir el sol encima de islas que no constaban en los mapas. Cincuenta años en el mar, y cuarenta en Oriente («un aprendizaje de lo más completo», solía observar, sonriendo) le habían convertido en hombre conocido y respetado por toda una generación de armadores y comerciantes de todos los puertos, desde Bombay hasta donde el Este se funde con el Oeste, en la costa de las dos Américas. Su fama había quedado escrita, no muy ampliamente, pero con toda claridad, en los mapas del Almirantazgo. No había en cierto punto situado entre Australia y China una Isla Whalley y un bajío Cóndor.
5 De la fortuna perdida le quedaba un barquito precioso, Fair Maid, que había comprado para ocupar su ocio de marinero retirado, «un juguete», como él mismo decía. Se había declarado formalmente cansado del mar el año anterior al matrimonio de su hija. Pero una vez que la joven pareja hubo ido a instalarse en Melbourne, descubrió que no conseguía ser feliz en tierra. Era demasiado capitán de mercante como para que le pudiesen satisfacer los paseos de placer. Necesitaba la ilusión de los negocios; y la adquisición del Fair Maid preservaba la continuidad de su vida. En diversos puertos presentó a sus amistades el barco como «el último que mando». Cuando fuese demasiado viejo para poder mandar un barco, lo inutilizaría y desembarcaría para que le enterrasen, dejando instrucciones de que el día del entierro se remolcase el barco a alta mar, y lo hundiesen dignamente. Su hija no podría quejarse de que tuviese la satisfacción de saber que ningún forastero mandaría tras su muerte su último barco.
6 Con la fortuna que iba a dejarle, el valor de un barco de quinientas toneladas no tenía importancia. Todo esto lo decía guiñando el ojo con picardía: aquel enérgico anciano tenía demasiada vitalidad como para caer en sentimentalismos amargos; y lo decía con cierta nostalgia, porque se encontraba a gusto en la vida y disfrutaba realmente con los sentimientos y las posesiones; gozaba de la dignidad de su reputación, del amor que sentía por su hija y de la satisfacción que le daba el barco, juguete de su ocio no compartido. Había dispuesto el camarote de conformidad con su simple ideal de comodidad en el mar. Un lado estaba ocupado por una gran librería (era un señalado lector); frente al lecho tenía el retrato de su última esposa, un óleo bituminoso y desvaído que representaba el perfil y un largo mechón ondulado, negro, de una mujer joven. Tres cronómetros le ayudaban con su tic tac a dormirse y le saludaban al despertarle con la pequeña competición de sus timbres. Se levantaba todos los días a las cinco.
7 El oficial de la guardia de mañana, que se tomaba el primer café a popa, junto al timón, oía por el amplio orificio de los respiradores de cobre los chapoteos, soplidos y restregones que hacía el capitán al lavarse. Ruidos seguidos por un murmullo sostenido y profundo, el del Padrenuestro recitado en voz alta y firme. Cinco minutos más tarde emergían por la escotilla la cabeza y los hombros del capitán Whalley. Invariablemente, se detenía un momento en las escaleras, girando la mirada para abarcar todo el horizonte; levantaba la vista para ver la posición de las velas; inhalaba profundamente el aire fresco. Sólo entonces salía a la toldilla, devolviendo el saludo de la mano puesta en la visera con un solemne y benévolo Buenos días. Recorría las cubiertas hasta las ocho en punto. Alguna vez, no más de dos días al año, tenía que utilizar un grueso bastón, parecido a una porra, a causa del agarrotamiento de la cadera, lo que suponía una leve traza de reuma. Aparte de eso, desconocía todas las enfermedades de la carne.
8 Al capitán Whalley ya no le aguardaba un sillón y una calurosa bienvenida en un despacho particular, ni la disposición a facilitarle algún negocio por mor de los servicios prestados. Tras las mesas de despacho de la habitación donde él tenía libre entrada en tiempos del viejo Gardner, aún mucho después de haber dejado la casa, se sentaban ahora los yernos. Los barcos de la compañía llevaban ahora chimeneas amarillas con cimera negra, y un calendario de rutas similar al de un maldito servicio de tranvías. Les daban lo mismo los vientos de diciembre que los de junio; los capitanes (que él no dudaba serían jóvenes excelentes) estaban, sin duda, familiarizados con la isla de Whalley, porque en los últimos años el Gobierno había instalado un faro fijo blanco en el extremo norte de la misma (estableciendo un sector rojo de peligro en el arrecife Cóndor), pero la mayor parte de ellos se habrían sorprendido muchísimo de oír que todavía existía un Whalley de carne y hueso... un anciano que iba por el mundo tratando de encontrar carga aquí y allá para su pequeño barco.
9 Y en todas partes ocurría lo mismo. Desaparecidos los hombres que habrían asentido complacidos a la sola mención de su nombre y se habrían sentido obligados por su honor a hacer algo por Harry Whalley el Temerario. Desaparecidas las oportunidades que él habría sabido cómo aprovechar; y con ellas la bandada de clíper de blancas alas que vivían en la vida incierta y agitada de los vientos, rescatando grandes fortunas de la espuma de los mares. En un mundo que disminuía los beneficios hasta un mínimo irreductible, en un mundo capaz de contar dos veces al día el tonelaje desocupado y en que los fletes se establecían por cable con tres meses de antelación, no había posibilidad alguna de fortuna para un individuo que erraba al azar con un pequeño barco... no podía haber rincón ninguno para él. Cada año se le hacía más difícil la cosa. Sufría mucho con la nimiedad de las transferencias que podía mandar a la hija. Había renunciado a los buenos cigarros, e incluso limitó a seis diarios la ración de puritos corrientes.
10 Nunca le contaba a ella sus dificultades, y ella nunca se extendía en contarle su lucha por la vida. La confianza que había entre ambos no necesitaba explicaciones, y la perfecta comprensión mutua se mantenía sin protestas de gratitud ni de pesar. Le habría pasmado que ella se hubiese deshecho en frases de agradecimiento, pero encontró perfectamente natural que le dijese que necesitaba doscientas libras. Había llegado con el Fair Maid lastrado a buscar carga al puerto donde estaba matriculado el Sofala. Allí recibió la carta. El tenor de ésta era que no valía la pena embellecer las cosas. No le quedaba más remedio que abrir una casa de huéspedes, para la que juzgaba había buenas perspectivas. Al menos lo bastante buenas como para que ella le dijese francamente que con doscientas libras podría ponerla en marcha. El hombre arrugó con el puño el sobre abierto y lo echó impulsivamente a la cubierta, donde se lo había entregado el representante de los abastecedores, que trajo el correo en el momento de anclar el barco.
11 ¡Doscientas libras para empezar! ¡El único recurso! Y él no tenía forma de conseguir ni doscientos peniques. El capitán Whalley se pasó la noche recorriendo la toldilla del buque anclado, como si estuviese a punto de arribar a tierra con temporal, sin saber a ciencia cierta en qué posición se hallaba tras una singladura de muchos días grises sin ver el sol, la luna ni las estrellas. La negra noche parpadeaba con las linternas de los marines y las inmóviles hileras de farolas de la costa; y todo alrededor del Fair Maid las luces de posición de los barcos arrojaban rastros temblorosos al agua del fondeadero. El capitán Whalley no vio ningún destello en ninguna parte hasta que vino el alba y cayó en la cuenta de que tenía toda la ropa empapada por el denso rocío. El barco había despertado. Se detuvo en seco, se sacudió la húmeda barba, y bajó por la escalera de toldilla de espaldas, arrastrando los pies. Al verle el primer oficial, que vagaba dormitando por la toldilla, se quedó boquiabierto en mitad de un bostezo matinal.
12 Y así sucedió que cierta tarde el capitán Whalley se encontró bajando las escaleras de una de las oficinas de correos más importantes del Oriente con un pedazo de papel azulado en la mano. Era el recibo de una carta certificada que contenía un talón por doscientas libras, dirigida a Melbourne. El capitán Whalley se metió el papel en el bolsillo del chaleco, empuñó el bastón que llevaba bajo el brazo y echó a andar calle abajo. Era una avenida recién abierta, y mal acabada, con rudimentarias aceras y una capa de polvo que cubría a modo de colchón toda la anchura de la calle. Uno de los extremos daba a la abigarrada calle de tiendas chinas de cerca del puerto, y el otro se adentraba unos tres kilómetros por áreas despobladas llenas de manchas de vegetación de jungla, hasta las verjas de la nueva Consolidated Docks Company. Las frías fachadas de nuevos edificios gubernamentales se alternaban con las vallas lisas de solares sin edificar, y el vasto espacio de cielo parecía dar más amplitud aún al panorama.
13 El capitán Whalley no se sentía pequeño ante la soledad de una calle de trazado tan anchuroso. Tenía demasiado buen porte como para eso. Era sólo una figura solitaria que caminaba concienzudamente, con una gran barba como de peregrino, y un grueso bastón que parecía un arma. A un lado, el nuevo Palacio de Justicia tenía un pórtico bajo y sin ornato de columnas cuadradas medio ocultas por unos pocos árboles vetustos que habían dejado en pie a la entrada. Al otro lado, los pabellones que formaban las alas del nuevo Tesoro Colonial llegaban hasta la altura de la calle. Pero el capitán Whalley, que ya no tenía casa ni barco, recordaba al pasar que, en aquel mismo sitio, cuando él llegó por primera vez procedente de Inglaterra, había un poblado de pescadores, unas pocas tiendas de lona levantadas con palos, entre un entrante del mar lleno de limo y un embarrado camino que serpenteaba adentrándose en una selva enmarañada, sin ningún almacén ni depósito de agua. Sin barco ni casa. Y su pobre Ivy lejos, también sin casa.
14 Una casa de huéspedes no tiene nada que ver con un hogar, aunque pueda sustentarle a uno. Sólo pensar en la casa de huéspedes hería profundamente sus sentimientos. Desde su posición, mantenía profundamente arraigada esa concepción genuinamente aristocrática caracterizada por el desprecio de los oficios vulgares y por prejuicios sobre la naturaleza degradante de ciertas ocupaciones. Por su parte, siempre había preferido dirigir buques mercantes (ocupación muy noble) a comprar y vender mercancías, tarea cuya esencia es conseguir lo más posible de otro en el regateo... en el mejor de los casos una indigna prueba de astucia. Su padre había sido el coronel (retirado) Whalley, del servicio del Honorable Regimiento de las Indias Orientales, con recursos muy escasos aparte de la pensión, pero relacionado con gente distinguida. Podía recordar que, siendo niño, los camareros de los cafés, los comerciantes del campo y gente de ese tipo se dirigían con un «My Lord» al antiguo guerrero, de porte vigoroso.
15 Tal vez se había ido dando cuenta de eso desde hacía tiempo, sin querer confesárselo. Pero ella, allí lejos, tenía que haberlo percibido intuitivamente, y había tenido redaños para mirar la verdad de cara y valor para hablar... todas las cualidades que habían hecho de su madre tan excelente consejera. ¡Tenía que llegar a eso! Era una suerte que ella le hubiese forzado. Al cabo de uno o dos años más, la venta hubiera sido una ruina. Año tras año se había ido comprometiendo, cada vez más, para mantener el barco en funcionamiento. Se encontraba sin defensas ante los embates insidiosos de la adversidad, a cuyos ataques más abiertos podía hacer frente con firmeza; como un acantilado que se yergue inconmovible ante las arremetidas francas del mar, ignorando arrogante la erosión traidora que mina su base. Tal como habían ido las cosas, una vez pagado todo, cumplida la petición de la hija, y sin deber un penique a nadie, le quedaba de la operación todavía una suma de quinientas libras para poner a buen recaudo.
16 El irregular edificio de ladrillo, tan ventilado como una jaula de pájaro, resonaba con las incesantes sacudidas de persianas de caña hostigadas por el viento entre los encalados pilares cuadrados que daban al mar. Las habitaciones eran altas, y raudales de luz solar las llenaban hasta el techo. Las periódicas invasiones de turistas de algún vapor de pasajeros atracado en el puerto irrumpían por entre el polvo de las estancias, zarandeado por el viento, con el tumulto de sus voces no familiares y sus presencias fugaces, como relevos de sobras migratorias condenadas a dar vueltas corriendo a la tierra sin dejar nunca rastro. La babel de sus irrupciones se esfumaba tan de repente como había aparecido; los espaciosos pasillos y las chaise longues de las terrazas ya no conocían su prisa por ver ni su reposo exhausto; y el capitán Whalley, constante y dignificado, abandonado solo de noche en el vasto hotel por todos los presurosos, se sentía, cada vez más, como un turista varado, sin objetivo a la vista, como viajero perdido y sin hogar.
17 Fumaba pensativo en la soledad de la habitación, contemplando los dos cofres de marino que contenían todo lo que podía llamar suyo en este mundo. En un rincón, apoyado en la pared, veíase un grueso fajo de mapas en funda impermeable; debajo de la cama asomaba la caja plana que contenía el retrato al óleo y las tres fotos carbón. Estaba cansado de discutir condiciones, asistir a inventarios, de toda la rutina comercial. Lo que para las otras partes era meramente la venta de un barco, era para él un acontecimiento importante que implicaba una forma radicalmente nueva de ver la existencia. Sabía que después de aquel barco no habría ya ninguno más; y las esperanzas de la juventud, el ejercicio de sus capacidades, todo sentimiento y logro de su madurez, habían estado indisolublemente ligados a los barcos. Había servido en barcos, había poseído barcos, e incluso los años de su auténtica jubilación del mar habían sido soportables sólo gracias a la idea de que le bastaba con extender la mano llena de dinero para hacerse con un barco.
18 Ni una sola arruga traidora, ni una señal de preocupación desfiguraba la estampa reposada de su rostro. Era éste lleno y sin broncear; y de la exuberancia de pelo plateado de abajo emergía imponente y calma la parte superior, con tez clara de chocante delicadeza y poderosa anchura de frente. El primer destello de su mirada le resultaba a uno cándido y pronto, como de chiquillo; pero el irregular alero de paja blanca de las cejas daba a su afable atención el carácter de un agudo e inquisitivo indagar. La edad le había hecho más abundante de carnes, aumentando su diámetro como un viejo árbol que no presenta síntomas de decadencia; e incluso el opulento y lustroso vello blanco del pecho parecía atributo de vitalidad y vigor inextinguibles. Orgulloso en otro tiempo de su gran fortaleza física, e incluso de su aspecto personal, consciente de lo que valía y firme en su rectitud, le había quedado como herencia de una prosperidad pasada el porte tranquilo de un hombre que en todo se había mostrado a la altura de la vida que eligiera.
19 Imperecedera y un tanto descolorida, esta prenda permitía distinguirle de lejos en medio de las multitudes más abigarradas. Nunca había querido pasarse a la moda relativamente moderna de los salacot. Le desagradaba la forma; y confiaba en poder mantener la cabeza fría hasta el fin de sus días sin todos esos ingenios para la ventilación higiénica. Llevaba pelo corto y camisas de blancura inmaculada; el terno de franela gris liviana, desgastado pero cepillado escrupulosamente, flotaba en torno a sus recias piernas, dando mayor amplitud aún a su aspecto por lo holgado del corte. Los años habían moderado el buen humor y la audacia imperturbable de los años mozos, tornándolos en un aire sereno y resuelto; y el tranquilo repiqueteo de la punta de hierro del bastón acompañaba sus pasos con sonido que daba confianza. Era imposible relacionar un porte tan distinguido y un talante tan tranquilo con las angustias de la pobreza; toda la existencia de aquel hombre parecía pasar por delante de uno, fácil y cómoda, con libertad de medios tan anchurosa como el corte del traje.
20 Acariciaba la esperanza de que si todo lo demás fallaba las quinientas le sirviesen para conseguir algún trabajo que, garantizándole la subsistencia (no muy costosa), le permitiese ser útil a su hija. En su forma de verlo, estaba invirtiendo un dinero de ella para respaldar al padre en beneficio de ella misma. Una vez trabajase, podría ayudarla con la mayor parte de lo que ganase; todavía podía durar muchos años, y aquel asunto de la casa de huéspedes, se decía, fuesen las que fuesen las perspectivas, en ningún caso resultaría desde el principio una mina de oro. Pero ¿en qué podía trabajar? Estaba dispuesto a asirse a cualquier posibilidad decente con tal de resolver pronto el problema; porque las quinientas libras había que guardarlas para cualquier eventualidad. Eso era lo fundamental. Con las quinientas intactas, se sentía como respaldado; pero le parecía que si bajaban a cuatrocientas cincuenta, o incluso a cuatrocientas ochenta, aquel dinero perdería toda su virtud, como si la cifra redonda tuviese cualidades mágicas.
21 Había dejado atrás las ardientes calzadas flanqueadas por fachadas de piedra que seguían la ondulación de los muelles como imponente acantilado; y se abría ante él un panorama ilimitado de aspecto ordenado y silvestre, con enormes manchas de hierba acamada, como piezas de una alfombra verde suavemente ensartadas, largas hileras de árboles alineados en colosales porches de oscuros pilares y bóvedas de ramaje. Algunas de aquellas avenidas acababan en el mar. Era una costa rodeada de columnatas; y más allá, en el llano panorama, profundo y brillante como la mirada de un ojo azul oscuro, una franja oblicua de difuminada púrpura se alargaba indefinidamente por la brecha que dejaban un par de islas gemelas verdes. Muy lejos, en los fondeaderos exteriores, surgían directamente del agua los mástiles y vergas de unos pocos barcos, formando fino enrejado de líneas rosas trazadas a pincel sobre la clara sombra del flanco oriental. El capitán Whalley les dirigió una larga mirada. Allí estaba anclado el barco que fuera suyo.
22 Antes de que la compraventa se hubiese consumado, cuando todavía tenían que entregarle dinero, pasaba cada día algún tiempo a bordo del Fair Maid. Pero aquella misma mañana le habían dado todo el dinero y de repente, no había ya ningún barco al que pudiese subir cuando le viniese en gana; ningún barco que necesitase su presencia para trabajar... para vivir. Era una situación increíble, demasiado extraña como para poder durar mucho. Si el mar estaba lleno de embarcaciones de todos tipos. Allá estaba aquel prao tan quieto, resguardado por el cobertor de hojas de palmera cosidas... también el prao tenía su hombre indispensable. El malayo que él nunca había visto, y aquella cosa de popa alta y escaso tamaño que parecía descansar tras larga travesía, vivían uno gracias al otro. Y cada uno de aquellos barcos que se veían cerca o lejos, cada uno tenía un hombre, el hombre sin el que el mejor barco es algo muerto, un tronco que flota sin objeto. Tras echar esa única mirada al fondeadero siguió adelante, pues no había motivo para mirar atrás, y hay que pasar el tiempo.
23 Las avenidas de grandes árboles desembocaban rectas en la Explanada, cortándose entre sí con ángulos diversos, columnares abajo y exuberantes arriba. Allá arriba, las entrelazadas ramas parecían dormir; no se movía ni una hoja, y en mitad de la avenida las estiradas farolas de hierro fundido, doradas cual cetros que empequeñecían en la profunda perspectiva, con sus globos de porcelana blanca en lo alto, semejaban bárbaro decorado de huevos de avestruz desplegados en hilera. El cielo llameante llenaba de tenue resplandor carmesí la brillante superficie de cada concha de cristal. Con la barbilla un poco hundida, las manos tras la espalda, y trazando en la grava con la punta del bastón una leve línea ondulada tras los tacones, el capitán Whalley meditaba que si un barco sin hombre era como cuerpo sin alma, un marinero sin barco no valía mucho más en este mundo que un tronco a la deriva en el mar. El tronco podía ser muy bueno, lleno de nervio, difícil de destruir... pero ¡para qué! Un repentino sentimiento de inutilidad irremediable lastró sus pies como una enorme fatiga.
24 Por el recién abierto paseo marítimo venía rodando una retahíla de coches descubiertos. Al otro lado de los parterres de césped se podían ver los discos vibrátiles que formaban los radios al girar. Las rutilantes copas de las sombrillas se inclinaban levemente hacia fuera como prietas flores en el cuello de un jarrón; y la quieta sábana de agua azul oscuro, cruzada por una franja de púrpura, servía de fondo al girar de las ruedas y a la vigorosa acción de los caballos, mientras los turbantes de los criados indios se elevaban sobre la línea del horizonte marino para adentrarse en el azul más pálido del cielo. En un espacio abierto cerca del puentecillo cada carruaje describía al trote una solemne curva alejándose de la puesta del sol; y entonces, de una embestida, enfilaban la gran avenida formando una fila de lento movimiento con la quietud aún muy roja del cielo a la espalda. Los troncos de potentes árboles se erguían teñidos todos de rojo por el mismo flanco, el aire parecía encendido bajo el alto follaje, y hasta el suelo que pisaban los cascos era rojo.
25 El rápido movimiento de aquel carruaje singular hizo que todos los demás pareciesen claramente inferiores, deficientes, condenados a arrastrarse laboriosamente a paso de tortuga. El landó dejó atrás a toda la hilera en una especie de arremetida sostenida; los rasgos de sus ocupantes desaparecieron de la vista dejando una impresión de miradas fijas y ausencia impasible; y una vez que se hubo desvanecido como de un vuelo, a pesar de la larga fila de vehículos que refrenaban sus caballerías al paso, el amplio panorama de la avenida pareció quedar desierto de vida, como en augusta soledad. El capitán Whalley había levantado la cabeza para mirar, y su mente, viendo interrumpida la meditación, se volvió admirada (como ocurre con las mentes humanas) hacia materias sin importancia. Le chocó que fuese a este mismo puerto en que acababa de vender el último barco, a donde había venido con el primer buque de su propiedad, con la cabeza llena de planes para inaugurar una nueva ruta comercial con una zona distante del archipiélago.
26 Había salido del cabriolé para estirar las piernas, le explicó, antes de ir a casa a cenar. Sir Frederick tenía buen aspecto para estar en la vejez, ¿no? El capitán Whalley no podía decirle; sólo había visto pasar el coche. El Delegado General, sumergiendo las manos en los bolsillos de una chaqueta de alpaca demasiado corta y ajustada para un hombre de su edad y aspecto, caminaba con una leve cojera, y la cabeza le llegaba apenas al hombro al capitán Whalley, que caminaba ágilmente, mirando al frente. Años atrás habían sido buenos compañeros, casi íntimos. Por entonces Whalley mandaba el famoso Cóndor, y Eliott tenía a su cargo el casi tan célebre Ringdove, propiedad de los mismos armadores; y cuando se creó el puesto de Delegado General Whalley hubiera sido el único candidato que le pudiese hacer sombra. Pero el capitán Whalley, que entonces estaba en la flor de la vida, había decidido no servir a nadie más que a su benévola fortuna. Muy lejos, atendiendo a sus negocios, se alegraba al oír que al otro le había ido bien.
27 La procesión de coches se estaba rompiendo. Uno tras otro dejaban la fila para salir al trote, animando la vasta avenida con su despliegue de vida y movimiento; pero pronto volvió a tomar posesión de la ancha y recta vía el aspecto de majestuosa soledad. Un edecán de blanco iba conduciendo a pie un poney birmano enganchado a un coche de dos ruedas barnizado; y el conjunto, parado en la curva, no parecía mayor que un juguete de niño olvidado bajo los exuberantes árboles. El capitán Eliott se dirigió hacia allí con andares balanceantes, como si fuese a trepar adentro, pero se contuvo; apoyando lánguidamente una mano en la barandilla, cambió de conversación, pasando de la pensión, las hijas y la pobreza de nuevo al único otro tema de su vida: el Departamento de Marina, los hombres y barcos del puerto. Se puso a sacar ejemplos de lo que tenía que hacer; y su gruesa voz se adormeció en la calmada atmósfera como si fuese el obstinado zumbido de un enorme moscardón. El capitán Whalley ignoraba qué fuerza o qué debilidad le impedía decir buenas noches y alejarse.
28 Como si se sintiese demasiado cansado para hacer ese esfuerzo. Qué raro. Más extraño que ninguno de los ejemplos de Ned. ¿O sería que un sentimiento apabullante de vacío le hacía permanecer allí escuchando aquellas historias? Ned Eliott no se había visto tumbado nunca por nada realmente serio; y gradualmente empezó a detectar en él, como envuelto en aquel monótono y sonoro zumbido, un resto de la voz clara y animosa del joven capitán del Ringdove. Se preguntaba si él habría cambiado también en la misma forma; y le parecía que la voz del antiguo compañero no había cambiado tanto... que era el mismo. No era mal tipo aquel agradable y jovial Ned Eliott, siempre amigable, siempre responsable en sus tareas, y siempre un poco fanfarrón. Recordó cuánto divertía a su pobre esposa. Esta le adivinaba los pensamientos. Cuando el Cóndor y el Ringdove coincidían en el mismo puerto, ella le pedía muchas veces que invitase al capitán Eliott a cenar. Desde aquella época no se habían visto con frecuencia. A veces pasaban cinco años sin verse.
29 Los propietarios del Sofala habían encargado en Europa un nuevo vapor porque éste resultaba demasiado pequeño y poco moderno para el tráfico que realizaba, y lo vendían a buen precio. Se lanzó a comprarlo. Aquel hombre nunca había mostrado síntomas de ese tipo de intoxicación mental que puede producir la posesión de una gran suma de dinero... hasta que consiguió un buque propio; pero entonces se salió de casillas inmediatamente: irrumpió en el Departamento de Marina por un asunto de transferencias, con el sombrero caído sobre el ojo izquierdo y jugando con un pequeño bastón, y les contó a cada uno de los oficinistas que: «Ahora nadie me puede echar ya. Ahora me toca a mí. Ya no tengo a nadie por encima, ni nunca más tendré a nadie encima». Daba vueltas hinchado por entre las mesas de la oficina, hablando a pleno pulmón, y temblando todo el rato como una hoja, de forma que todo el tiempo que estuvo allí se interrumpió el trabajo de la oficina, y todos los presentes se quedaron con la boca abierta contemplando al bufón.
30 Aun siendo una buena compra, el precio del Sofala le llevó casi todo el dinero que le había tocado. No le quedó capital para trabajar. No era mucho problema, porque aquellos eran tiempos de prosperidad para el tráfico costero de vapor, hasta que algunas navieras de la metrópoli pensaron en establecer flotas locales para alimentar sus líneas principales. Una vez se organizaron estas flotas, naturalmente, se llevaron la parte del león; y al mismo tiempo una banda de condenados bribones alemanes pasó al este del Canal de Suez y fue a por todas las migajas. Recorrían ávidamente la costa y todas las islas, yendo a lo barato, como una manada de tiburones, dispuestos a zamparse todo lo que uno dejase caer. Se habían acabado para siempre los buenos tiempos; él valoraba que durante años el Sofala no había hecho otra cosa que ir tirando bien. El capitán Eliott consideraba como un deber ayudar por todos los medios a que no fuese desplazado un navío inglés; y era evidente que si por falta de capitán el Sofala empezaba a perder viajes, pronto perdería el mercado.
31 Llenaban los extremos orientales de la avenida como si aguardasen sólo una señal para efectuar un avance en toda la línea por los espacios abiertos del mundo; se estaban concentrando abajo entre los hondos flancos de piedra del canal. El prao malayo, medio oculto por el arco del puente, no había cambiado de posición ni un cuarto de pulgada. El capitán Whalley pasó largo tiempo mirando hacia abajo, inclinado sobre la barandilla, hasta que al cabo la inmovilidad flotante de aquella cosa maldita pareció infundirle un sentimiento inexplicable de alarma. La media luz abandonaba el cenit; sus destellos reflejos abandonaban el mundo que tenían debajo, y el agua del canal parecía volverse alquitrán. El capitán Whalley acabó de cruzar el puente. Faltaban pocos pasos para el desvío a la derecha que conducía a su hotel. Se detuvo de nuevo (todas las casas que daban al mar estaban cerradas, el paseo del muelle desierto salvo un par de nativos que caminaban a lo lejos) y empezó a calcular el montante de la factura.
32 Le dio la impresión de que la primera comida costeada con aquel dinero le sentaría mal... sin ninguna duda. Era inútil razonar. Le guiaba el sentimiento, que nunca le había engañado. No giró a la derecha. Siguió andando, como si todavía hubiese en el fondeadero un buque al que pudiese hacerse llevar por la noche. Lejos, más allá de las casas, en la ladera de un promontorio añil que cerraba el panorama de los muelles, la tenue columna de una chimenea de fábrica humeaba tranquila recto arriba por el claro aire. Un chino, agachado en la popa de uno de la media docena de sampanes que flotaban más allá de la punta del espigón, percibió una mano que le hacía gestos. Se puso en pie de un brinco, se enrolló la coleta en torno a la cabeza rápidamente, se aseguró con dos rápidos movimientos los anchos pantalones obscuros mucho más arriba de las amarillas caderas, y con un solo y sigiloso movimiento de los remos como aletas, dirigió el sampán hasta ponerlo junto a los peldaños con la facilidad y precisión de un pez que evoluciona en el agua.
33 Cuando a la vuelta desembarcó en el muelle, a su espalda, Venus, como gema selecta encastrada en la orilla del cielo, lanzaba una estela de suave oro sobre el fondeadero, liso como un suelo de piedra obscura pulimentada. Sobre su cabeza, las altas bóvedas de las avenidas estaban obscuras, y los globos de porcelana de las farolas semejaban perlas de forma de huevo, gigantescas y luminosas, desplegadas en una hilera cuyo extremo más lejano parecía descender a lo lejos hasta la altura de las rodillas. Se puso las manos atrás. Tenía que considerar pausadamente si era un paso conveniente, antes de dar al día siguiente la última palabra. Sus pasos aplastaban ruidosamente la grava... si era conveniente. Más fácil hubiera sido valorarlo de haber tenido alguna alternativa viable. Sin duda era un trato decente: le hacía un favor al hombre; periódicamente, su sombra saltaba densa a su lado sobre los troncos de los árboles, para alargarse luego oblicua y obscura, alejándose sobre la hierba, repitiendo sus pasos.
34 Un vapor parado era algo muerto, sin duda; un velero en cierto modo parece siempre dispuesto a saltar vivo con el aliento del cielo incorruptible; pero un vapor, pensaba el capitán Whalley, con los fogones apagados, sin que te reciban en las cubiertas los cálidos soplos que vienen de abajo, sin el silbido del vapor ni los tañidos de hierro en su pecho... yace tan frío, inmóvil y sin pulso como un cadáver. En la soledad de la avenida, toda negra por arriba e iluminada por abajo, consideraba el capitán Whalley la conveniencia de tomar aquel camino, y topó como por azar con el pensamiento de la muerte. Lo apartó con desagrado y desprecio. Casi se rió de él. Y con la inquebrantable vitalidad de sus años pensó en lo poco que necesitaba para mantener el alma en el cuerpo. Aquel sólido armazón del padre no era una mala inversión para la pobre mujer. Por lo demás, en cualquier caso, el acuerdo tenía que ser claro: las quinientas le serían pagadas íntegramente a ella en el plazo de tres meses. Íntegramente.
35 Se rió un poco con íntimo desprecio de su prudencia mundana. Era claro que con un sujeto de aquella especie, y dada la peculiar relación que iba a darse entre ambos, no hubiera sido conveniente explicarle claramente su situación. No le caía bien el sujeto. Le desagradaban su arrebatos de locuacidad pretenciosa y sus explosiones de resentimiento. En definitiva, un pobre diablo. No le hubiera gustado estar en su piel. Al fin y al cabo, los hombres no eran malos. Le desagradaba su pelo lustroso, su rara forma de estar en pie dándole a uno el lado, con la nariz elevada y mirándole a uno por encima del hombro. No. En conjunto, los hombres no eran malos... sólo eran torpes o desgraciados. El capitán Whalley había terminado el análisis de la conveniencia de dar aquel paso... y todavía tenía la noche entera por delante. Cuando la luz le daba de lleno la larga barba brillaba como peto de plata que le cubriese el corazón; en los espacios que mediaban entre las farolas su magna estampa pasaba más confusa, alcanzando proporciones colosales, tambaleante y misteriosa
36 Sterne bajó sonriendo con afectación y sin mostrar ningún desconcierto, pero el maquinista Massy permaneció en el puente, paseando con aires de inquieta autoafirmación. A bordo, todos eran sus inferiores... todos sin excepción. El les pagaba el salario y les alimentaba. Comían su pan y se embolsaban su dinero, sin merecérselo; y no tenían que preocuparse de nada, mientras él debía hacer frente solo a todas las dificultades de un armador. Cuando contemplaba toda la amenazadora realidad de su posición, le parecía que desde hacía años era presa de una banda de parásitos; llevaba años lleno de náusea por todos los relacionados con el Sofala, a excepción, tal vez, de los fogoneros chinos que lo mantenían en marcha. Estos tenían una utilidad manifiesta: eran una parte indispensable de la maquinaria que le pertenecía. Cuando recorría las cubiertas empujaba brutalmente con el hombro a cualquiera que se le cruzase en el camino; pero los marineros malayos habían aprendido a apartarse. Se veía obligado a tolerarlos debido a la necesidad de trabajo manual en el barco.
37 Los pasajeros nativos del Sofala yacían en esteras, bajo los toldos; el humo de la chimenea parecía la única señal de vida, relacionada, en misteriosa forma, con el movimiento deslizante. El capitán Whalley, de pie, con unos prismáticos en la mano y el pequeño malayo al lado, como un viejo gigante servido por pigmeo anémico, estaba llevando el buque por las aguas poco profundas del bajío. La cresta submarina de barro, arrancada por la corriente al blando lecho del río, para amontonarlo fuera, lejos, sobre el duro fondo del mar, era difícil de franquear. No teniendo la costa aluvial señales distintivas, había que rastrear la posición del punto de travesía por referencia a la forma de las montañas del interior. Había que buscar una forma aplanada y de cima desigual como una muela, y otra forma más suave, como de silla de montar, entre la gran luminosidad sin nubes que parecía deslizarse flotando como una densa niebla seca que llenase el aire y viniese del agua, velando las distancias y abrasando los ojos.
38 En ese velo de luz sólo destacaba firmemente el borde próximo de la costa, negro azabache casi, de solidez opaca e inmóvil. A cincuenta kilómetros de distancia, la serranía del interior se extendía por el horizonte con perfiles y formas azules, lánguidos y trémulos como un fondo de gasa sutil pintado sobre la textura ondeante de una impalpable cortina tendida hasta el llano de suelo aluvial; y las aberturas del estuario parecían con sus blancos destellos como pedazos de plata engastados en los espacios cuadrados recortados limpiamente en el cuerpo de aquella tierra rodeada de mangles. En la parte de delante del puente el gigante y el pigmeo se hablaban con frecuencia en tranquilos murmullos. Tras ellos Massy estaba de lado con expresión de desdén e inquietud. Sus ojos globulares estaban perfectamente inmóviles, y parecía haber olvidado la larga pipa que sostenía en la mano. En la cubierta de delante del puente, tapada por las apretadas pendientes blancas de los toldos, un marinero nativo había trepado hasta situarse fuera de la batayola.
39 Era un hombre de media edad y modales distraídos, aparentemente sumido en una preocupación tan taciturna por sus máquinas que parecía haber perdido la facultad de hablar. Cuando alguien se dirigía directamente a él, no respondía más que con un gruñido o exclamación inarticulada, según la distancia. En todos los años que llevaba en el Sofala nadie recordaba que hubiese intercambiado ni un franco buenos días con ninguno de sus compañeros de tripulación. No parecía ser consciente de que por el mundo circulaba gente; no parecía ver a nadie. En realidad, cuando estaba en tierra hacía como que no conocía a sus compañeros. Se pasaba las comidas (los cuatro blancos del Sofala compartían mesa) mirando desapasionadamente el plato, y cuando acababa se ponía en pie de un brinco y se lanzaba hacia abajo como si se le hubiese ocurrido repentinamente que alguien pudiese robar las máquinas mientras él comía. Cuando el Sofala rendía viaje en el puerto de destino, él desembarcaba regularmente sin que nadie supiese dónde ni cómo empleaba las noches.
40 En tales ocasiones volvía a bordo en hora más temprana que de costumbre; recorría la cubierta bamboleándose con los brazos extendidos como un equilibrista en la cuerda floja; cerraba la puerta del camarote y empezaba a conversar y discutir consigo mismo durante toda la noche en los tonos más variados; tormentas, burlas y lamentos se sucedían con inagotable persistencia. En su cubil contiguo, Massy, incorporándose sobre el codo, descubría que su ayudante recordaba el nombre de cada uno de los blancos que habían pasado por el Sofala durante años y años. Recordaba el nombre de los que habían muerto, de los que habían vuelto a Inglaterra, de los que se habían ido a América; recordaba con las copas el nombre de hombres cuya relación con el barco había sido tan breve que Massy casi había olvidado las circunstancias y apenas podía evocar sus rostros. La voz ebria del otro lado del mamparo se extendía en comentarios sobre todos ellos con un veneno extraordinario e ingenioso lleno de invenciones escandalosas.
41 Cualquiera hubiera imaginado que aquella costa era nueva para el capitán Whalley, que por la gracia de las quinientas libras había mantenido el mando durante tres años. Parecía incapaz de bajar los prismáticos, como si se hubiesen incrustado bajo las contraídas cejas. Aquel ceño fruncido daba a su rostro un aire de severidad invencible y justa; pero el codo que tenía levantado temblaba ligeramente, y el sudor que caída por debajo de la gorra como sí un segundo sol se hubiese encendido de repente en el cenit junto al globo ardiente y firme que estaba ya allí, a cuyo calor blanco y cegador giraba y brillaba la tierra como una mota de polvo. De cuando en cuando, sin bajar los prismáticos, levantaba la otra mano para limpiarse el sudor del rostro. Las gotas resbalaban por las mejillas y caían como lluvia sobre el blanco pelo de la barba, y de repente, como movido por un impulso incontrolable y angustiado, el brazo alcanzó el pulsador del telégrafo de la sala de máquinas. Abajo, sonó el gong.
42 La ilusión de perfecta inmovilidad pareció caer sobre él desde la luminosa cúpula azul sin una sola mancha que se arqueaba sobre un cielo liso sin una sola arruga. La tenue brisa que el propio barco causaba expiró, como si de golpe el aire se hubiese hecho demasiado espeso para moverse; incluso se apagó el leve silbido del agua en la proa. El casco estrecho y alargado, siguiendo su camino sin el menor chasquido de agua, parecía aproximarse a escondidas a las aguas poco profundas del bajío. La zambullida de la sonda con el grito luctuoso y mecánico del marinero se producía a intervalos más largos; y los hombres del puente parecían contener el aliento. El malayo que iba al timón miraba fijamente la rosa de los vientos y el capitán y el serang tenían la vista fija en la costa. Massy había dejado la lumbrera y con andares patosos volvió sigilosamente al mismo punto del puente que había ocupado antes. Una lenta y prolongada sonrisa dejó al desnudo la hilera de dientes blancos; en la sombra del toldo brillaban uniformes como el teclado del piano en una habitación obscura
43 No le asombró en absoluto verlo. Estaba seguro de que la quilla del Sofala tenía que estar levantando limo, y por eso había ido a mirar por la borda. Sus ojos penetrantes, oblicuos, en un rostro de tipo chino, pequeño e impasible, como tallados en viejo roble oscuro, le habían informado mucho antes de que el barco no abordaba el bajío adecuadamente. Despedido del Fair Maid junto con el resto de la tripulación una vez consumada la venta, había aguardado con su traje azul gastado y su amplio sombrero gris a las puertas de las oficinas del puerto, hasta que un día, al ver que el capitán Whalley iba a contratar tripulantes para el Sofala, le había salido discretamente al paso con sus pies desnudos en el polvo y mirando mudo hacia arriba. Su antiguo patrón había posado la mirada en él bien dispuesto debía de ser un día de suerte y en menos de media hora los blancos de la oficina habían escrito su nombre en un documento como serang del Sofala. Luego había escudriñado repetidamente aquel estuario, aquella costa, desde aquel puente y desde aquel lado del bajío.
44 Estaba seguro de sus hechos, pero esa seguridad pesaba muy poco frente a la duda de si la respuesta agradaría. Cincuenta años antes, en una aldea de la jungla, y antes de que tuviese un día de vida, su padre (que murió sin llegar a ver nunca un rostro blanco) había hecho vaticinar sobre su nacimiento a un hombre experto y sabio en astrología, porque la disposición de las estrellas puede revelar hasta la última palabra de cualquier destino humano. Su destino había sido prosperar en el mar gracias al favor de diversos hombres blancos. Había fregado las cubiertas de los buques, había estado al timón, había sido pañolero, y la fin había llegado a serang; y su plácida mente seguía siendo incapaz de penetrar en los motivos más simples de aquellos a quienes servía lo mismo que éstos eran incapaces de penetrar la corteza de la tierra para conocer la naturaleza secreta de su corazón, que no saben si es fuego o piedra. Pero no le cabía la menor duda de que el Sofala estaba fuera del curso correcto para cruzar el bajío de Batu Beru.
45 Al volverse para bajar Massy percibió la cabeza de Sterne, el segundo, que vagaba por allí con su sonrisa maliciosa y confiada, su bigote rojo y ojos parpadeantes, al pie de la escalera. Antes de incorporarse al Sofala, Sterne había sido oficial subalterno en una de las navieras más importantes. Había dejado el puesto, decía, «por un principio general». Se quejaba de que la promoción en el empleo era muy lenta, y pensaba que ya era tiempo de que intentase conseguir algo en la vida. Parecía como si nadie fuese a morirse nunca ni a dejar la firma; todos estaban aferrados a sus puestos hasta pudrirse; estaba cansado de esperar; y se temía que cuando se produjesen vacantes los mejores servidores de la empresa no fuesen recompensados adecuadamente. Además, el capitán a cuyas órdenes estaba, el capitán Provost, era un hombre absolutamente incomprensible al que había caído mal sin saber por qué. Probablemente, por ser demasiado celoso en el cumplimiento de su deber. Cuando hacía algo mal, aguantaba las reprimendas como un hombre.
46 Había pedido, lisa y llanamente, al capitán Provost, que le dijese qué delito había cometido, y el capitán Provost, con el mayor desprecio, le había dicho que era un perfecto oficial, y que si le disgustaba la forma en que le hablaba allí tenía la pasarela... podía desembarcar en el acto. Pero todo el mundo sabía qué tipo de persona era el capitán Provost. De nada servía apelar a las oficinas de la firma. El capitán Provost tenía demasiada influencia. De todos modos, tenían que dar buenas referencias de él. Decidió que nada en el mundo iba a cerrarle el paso, y como se había enterado de que el segundo del Sofala estaba hospitalizado por una insolación, pensó que no perdería nada mirando si... Se presentó al capitán Whalley recién afeitado, con el rostro colorado, enjuto, sacando el poco pecho que tenía; recitó su breve historia con toda seguridad y hombría. De vez en cuando parpadeaba ligeramente, y se atusaba con la mano el extremo de un bigote exuberante; sus cejas eran rectas y espesas, de color castaño, y la franqueza de su mirada parecía rozar el descaro.
47 Ahora había conseguido ser fijo, y cumplía sus obligaciones con aire de aplicación seria y concentrada. En cuanto le hablaban empezaba a sonreír atentamente, y toda su actitud expresaba gran deferencia; pero el rápido parpadeo que no le dejaba tenía algo de inquietante, como si poseyese el secreto de algún truco universal, impenetrable para los demás mortales, y capaz de burlar a toda la creación. Grave y sonriente, contemplaba cómo Massy bajaba peldaño a peldaño; cuando el primer maquinista alcanzó la cubierta, él le salió al encuentro y se encontraron cara a cara. De parecida estatura pero profundamente distintos, se enfrentaban como si hubiese algo entre ellos... algo más que la brillante faja de luz solar que caía por el amplio espacio de entre los dos toldos, cruzaba de través las estrechas planchas de la cubierta y separaba los pies de los dos como si fuese una corriente; algo profundo y sutil, incalculable, como una comprensión mutua no expresada, un misterio secreto, o algún tipo de miedo.
48 Esta teoría romántica e ingenua le había causado problemas más de una vez, pero era incorregible; y su temperamento era tan instintivamente desleal que siempre que llegaba a un barco en el fondo de su pensamiento llevaba la idea de hacer perder el puesto al capitán para ocupar su lugar. Era algo que había venido a considerar normal. Llenaba los ratos de ocio fantaseando con planes minuciosos y descubrimientos comprometedores, y llenaba los sueños con imágenes de acontecimientos felices y accidentes favorables. Se contaban muchos casos de capitanes que habían enfermado y muerto en alta mar, circunstancia inmejorable para que un segundo despierto pudiese demostrar de qué madera estaba hecho. También había oído un par de casos de capitanes que se caían por la borda. Y otros... Pero era como innato en él considerar que no había capitán cuya conducta pudiese resistir la prueba de una atenta vigilancia por parte de un hombre que supiese lo que se traía entre manos y que mantuviese los ojos muy abiertos todo el tiempo.
49 Una vez consiguió empleo fijo a bordo del Sofala dio rienda suelta a sus perennes esperanzas de llegar muy arriba. Para empezar era una gran ventaja tener de capitán a un anciano: es gente que fácilmente dejan el puesto pronto por una razón o por otra. Sin embargo, le produjo gran pesar averiguar que aquel hombre no mostraba indicio alguno de dejar el oficio. De todos modos, la gente mayor se desmorona muchas veces de la noche a la mañana. Además, tenía al propietario maquinista al alcance de la mano, con lo que podía impresionarle con su celo y firmeza. Sterne no dudaba, ni por un instante, de lo obvios que eran sus propios méritos (y realmente, era un oficial excelente); sólo que actualmente los méritos profesionales no bastan para que uno llegue todo lo lejos que puede. Tiene que tener uno cierto empuje, y tiene que poner todas sus facultades en acción. Decidió que si alguien heredaba el mando de aquel vapor, sería él; y no es que apreciase el mando del Sofala como una gran presa, sino simplemente que, sobre todo en Oriente, todo era empezar, y un mando conduce a otro.
50 Y así acababa un viaje, y otro, y había empezado el tercero sin ver aún una ocasión a la que aferrarse con alguna esperanza de éxito. Todo era muy raro y muy oscuro; algo estaba sucediendo cerca de él, como separado por un abismo de la vida normal y de la rutina de las labores del barco, que era exactamente como la vida y la rutina de cualquier otro vapor costero de aquel tipo. Mas llegó el día en que hizo el descubrimiento. Se le ocurrió tras tres semanas de atenta observación y de suposiciones que le dejaban perplejo; de repente, como la solución largo tiempo buscada a un problema que de repente se le hace a uno presente como en un relámpago. Aunque no con la misma certeza, ¡santo cielo! ¿Era posible? Tras permanecer unos pocos segundos como herido por el rayo, trató tenazmente de apartar de su mente la idea, como si fuese producto de un deslizamiento insano hacia lo increíble, lo inexplicable, lo nunca oído. ¡La locura! Aquel momento de iluminación había tenido lugar durante el viaje anterior, en el trayecto de vuelta.
51 Por el Este cerraba el panorama un enorme macizo cubierto por irregular vestido de opulentos matorrales y enredaderas retorcidas. El viento había empezado a cantar en el aparejo; el mar era, a lo largo de la costa, verde y parecía como hinchado un poco por encima de la línea del horizonte, como si de cuando en cuando se derramase, con lenta caída y estrépito de trueno, sobre las sombras del cabo de sotavento; y al otro lado del espacio abierto la más cercana de un grupo de pequeñas islas permanecía envuelta en la neblinosa luz amarilla de un amanecer con mucha brisa; más lejos aún emergían inmóviles las formas redondeadas de otras isletas por encima del agua de los canales intermedios, azotada despiadadamente por la brisa. La ruta habitual del Sofala lo conducía tanto a la ida como a la vuelta a cruzar aquella región infestada de escollos. Seguía un ancho camino de agua y dejaba atrás uno tras otro aquellos grumos de la corteza terrestre que semejaban un escuadrón de galeones desarbolados encallados sin orden ni concierto en un fondo uniforme de rocas y bancos de arena.
52 Las tormentas de la costa estallaban con frecuencia en aquel archipiélago, que se ensombrecía entonces en toda su extensión; se obscurecía más aún y aparecía como más quieto a la luz de los rayos; como más silencioso entre el fragor de los truenos; sus formas borrosas se desvanecían, difuminándose a veces totalmente entre la densa lluvia, para reaparecer nítidas y negras a la luz de la tormenta sobre la sábana gris de las nubes, desperdigadas sobre la redonda mesa de pizarra que era el mar. Invulnerables en las tormentas, resistiendo la labor de los años, imperturbadas por las luchas del mundo, permanecían intactas tal cual aparecieran cuatro siglos antes a los primeros ojos occidentales que las contemplaron desde una carabela de alta popa. Era uno de esos lugares retirados que pueden hallarse en el poblado mar, lo mismo que en tierra da uno a veces con el racimo de casas de una aldea respetada por la inquietud de los hombres, por sus anhelos, por su pensamiento, como olvidada por el tiempo mismo.
53 Pensaba indiferente: «¡Ea! el barco de fuego que cada luna va y viene a la bahía de Pangu». No sabía mas de el. Y en cuanto detectaba el leve ritmo de la hélice que sacudía el agua encalmada a milla y media de distancia, había negado el momento en que el Sofala cambiaba de rumbo, y las luces apartaban de él su triple haz, y desaparecían. Unas pocas familias miserables y semidesnudas, algo así como una tribu de malditos de largas melenas, flacos, de mirada salvaje, luchaban por la vida en la silvestre soledad de aquellas islas que yacían como avanzadillas abandonadas de la tierra a las puercas de la bahía. Bajo sus ligeras y viejas canoas, talladas en el tronco de un árbol, el agua era mas transparente que el cristal, entre las pendientes y rugosidades de las rocas, las formas del tondo se ondulaban levemente al hundir el remo; y los hombres parecían suspendidos en el aire, encerrados entre las fibras de un tronco oscuro y manchado, pescando pacientemente en un aire extraño, nítido y verde, por encima del fondo poco profundo.
54 Realmente, era un hallazgo demasiado turbador. Había «una debilidad», y con recochineo, y era simplemente aterrador encarar la certidumbre moral de lo que ocurría. Sterne había estado vagando por la popa tan despreocupado que, por una vez, no pensaba mal de nadie. En el puente, su capitán se le ofrecía como una visión totalmente natural. Qué insignificante y casual fue el pensamiento que disparó el curso del descubrimiento... como una chispa casual que hace estallar la carga de una mina tremenda. Bajo la arremetida de la brisa, los toldos de popa se hinchaban y deprimían lentamente, y por encima de su pesado palmoteo, la tela gris de la amplia chaqueta del capitán Whalley ondeaba sin cesar en torno a brazos y tronco. Afrontaba el viento con toda decisión, apretada contra el pecho, la gran barba plateada; las cejas colgaban pesadamente sobre las sombras desde las que sus ojos parecían mirar agudamente al frente. Sterne podía detectar apenas el brillo gemelo del blanco del ojo deslizándose bajo los sombríos arcos del ceño.
55 Sterne nunca podía evitar ese sentimiento cuando tenía ocasión de hablar con su capitán. Le disgustaba. Qué hombrón parecía allá arriba, con aquella menudencia de serang atento a todos sus deseos... como era normal en aquel extraordinario vapor. Maldita y absurda costumbre. Le hacía daño. Bien podría el viejo cuidar del barco sin tener al lado a aquel engorroso nativo. Sterne se encogió de hombros disgustado. ¿Qué era aquello? ¿Indolencia? El viejo patrón tenía que haberse vuelto vago con los años. Todos se volvían vagos allí en Oriente (Sterne era muy consciente de su propia actividad sin par); se cansaban. Pero aquel hombre estaba muy erguido en el puente, imponente; y abajo, a su lado, como un niño que apenas asoma del borde de la mesa, el gastado sombrero blando y el rostro moreno del serang miraba por encima de la lona blanca de la batayola. Sin duda, el malayo estaba más atrás, más cerca del timón; pero la gran disparidad de talla entre ambos divirtió a Sterne como si observase un extraño fenómeno de la naturaleza.
56 El piloto busca la certeza no en una visión más penetrante, sino en un conocimiento más extenso, la certeza sobre la posición del barco, de la que puede depender la buena fama de uno y la paz de su conciencia, la justificación de que hayan depositado en sus manos confianza, y su propia vida, que rara vez le pertenece a él solo, y las vidas humildes de otros arraigados en afectos distantes, tal vez, y que vienen a ser tan gravosas como si fuesen vidas de reyes, por el peso de los misterios desconocidos. El conocimiento del piloto alivia al capitán del barco y le da seguridad; pero el serang, comparado fantásticamente a un pez piloto que auxilia a una ballena, no podía tener, por ningún concepto, un conocimiento superior. ¿Por qué iba a tenerlo? Los dos habían embarcado a la vez, el mismo día: el blanco y el moreno; y, naturalmente, un blanco podía aprender más en una semana que un hombre de color en un mes. El capitán lo tenía pegado a sí como si le fuese de alguna utilidad, como dicen que el pez piloto es útil a la ballena.
57 La naturaleza de aquel engaño tenía un algo de desfachatez diabólica que le dejaba a uno sin respiración. Otras consideraciones producto de la prudencia le habían hecho cerrar el pico día tras día. Le parecía que hubiese sido más fácil hablar nada más realizar el descubrimiento. Casi lamentaba no haber montado el escándalo inmediatamente. Pero luego, la propia monstruosidad del descubrimiento. ¡Vamos! Apenas se atrevía a encararlo él mismo, ¿cómo señalárselo a otros? Además, con un desesperado como aquél, nunca se sabía. El objetivo no era echarle a él (cosa prácticamente hecha), sino ocupar su lugar. Por extraño que pareciese, el hombre podía pelear. Un hombre que se lanza a tal fraude tenía que tener redaños para cualquier cosa; diríase que era un hombre que se enfrentaba al propio Dios Todopoderoso. Era un prodigio siniestro. Ni más ni menos. Perfectamente capaz de enfrentar el asunto con el mayor descaro hasta conseguir echarle del barco a él (Sterne) y dañar irreparablemente su porvenir en aquella parte del Oriente.
58 Sin embargo, si quieres conseguir algo, tienes que arriesgarte. A veces Sterne pensaba que había sido indebidamente tímido a la hora de pasar a la acción; y peor aún, había llegado un momento en que ya no sabía qué acción emprender. La taciturnidad rabiosa de Massy era demasiado desconcertante. Constituía un factor incalculable de aquella situación. Era imposible decir qué había tras su ferocidad insultante. ¿Cómo podía uno confiar en un temperamento así? No causaba en Sterne ningún terror visceral de tipo personal, pero le hacía temer sobre manera por sus perspectivas. Aunque naturalmente inclinado a atribuirse excepcionales poderes de observación, había vivido ya demasiado tiempo a solas con su descubrimiento. No prestaba atención a nada más, hasta que al cabo cierto día se le ocurrió que aquello era demasiado obvio como para que a nadie le pudiese pasar desapercibido. A bordo del Sofala no había más que cuatro blancos. Jack, el segundo maquinista, era demasiado romo para darse cuenta de nada que ocurriese fuera de su sala de máquinas.
59 Meditando en lo engorroso de aquella estupidez, Sterne se abandonó completamente. Su mirada pétrea, estaba clavada sin pestañear en las planchas de la cubierta. El leve temblor que agitaba toda la fábrica del barco era más perceptible en el silencioso río, sombrío y en calma como un sendero de la jungla. El Sofala, deslizándose con movimiento regular, había dejado atrás el cinturón costero de barro y mangles. Las márgenes eran más elevadas, formando recias moles inclinadas, y la selva de grandes árboles llegaba hasta la orilla misma. Donde la tierra había cedido a los embates del agua, un empinado corte pardo dejaba al desnudo una masa de raíces enredadas como si peleasen bajo tierra. Y en el aire, las copas entrelazadas, trabadas y cargadas de enredaderas, seguían la lucha por la vida, entremezclando sus follajes en una sólida muralla de hojas, en la que destacaba acá y allá un enorme pilar oscuro, o una brecha, como desgarrón hecho por bala de cañón, que mostraba la impenetrable oscuridad del interior, la sombra secular e inviolable de la selva virgen.
60 El golpeteo de las máquinas reverberaba como latidos de metrónomo que midiesen el vasto silencio, la sombra de la muralla oeste había caído sobre el río, y el humo que salía de la chimenea hacia atrás formaba un torbellino tras el barco, extendiendo un leve velo oscuro sobre las aguas obscuras que, chocando con la marea, parecían permanecer estancadas en toda la longitud de aquel tramo del río. El cuerpo de Sterne, como si tuviese raíces en aquel lugar, temblaba levemente de punta a cabo con la vibración infernal del barco; bajo sus pies se oía a veces un repentino resonar de acero, o el estallido ruidoso de un grito; por la derecha las hojas de las copas capturaban los rayos del sol bajo y parecían brillar con luz propia, verde dorada, rutilante, en torno a las ramas más elevadas, negras sobre el cielo azul claro que parecía pender sobre el lecho del río como el techo de una tienda. Los pasajeros para Batu Beru, arrodillados sobre las planchas, estaban ocupados en enrollar sus jergones de estera; liaban hatillos, aseguraban las cerraduras de cofres de madera.
61 Todo el interior estaba pintado de un azul pálido liso; dos grandes cofres de mar cubiertos de lona y con cerrojos de hierro encajaban exactamente en el espacio de debajo de la litera. Bastaba una mirada para abarcar toda la franja de planchas pulimentadas que unían los cuatro visibles rincones. Era chocante la ausencia del habitual banco; la cimera de madera de teca del lavabo parecía herméticamente cerrada, lo mismo que el cajón del escritorio, que sobresalía del tabique de los pies de la cama. Esta tenía un colchón delgado como una torta bajo raído cobertor de descolorida franja roja, y una mosquitera doblada para las noches de puerto. No se veía en parte alguna ni un pedazo de papel, ni desperdicios de ningún género, ni una mota de polvo; ni siquiera ceniza, cosa moralmente turbadora tratándose de un fumador empedernido, como manifestación de hipocresía extrema; y el asiento del viejo sillón de madera (el único asiento), pulido por el mucho uso, brillaba como si hubiese cubierto de cera su decadencia.
62 Lo mismo que otros hombres, por su natural, hubieran sido incapaces de concebir un mundo sin aire fresco, sin actividad, o sin afecto. Había ido creciendo durante años en el escritorio, un gran montón de macilentas hojas, mientras el Sofala, accionado por el fiel Jack, gastaba sus calderas corriendo para estrechos arriba y estrechos abajo, de cabo en cabo, de río en río, de bahía en bahía. La dura labor de un barco agotado y superexplotado había acumulado aquella masa ennegrecida de documentos. Massy los guardaba bajo llave y candado, como un tesoro. Lo mismo que la experiencia de la vida, tenían la fascinación de la esperanza, la excitación de un misterio a medio entrever, la nostalgia de un deseo semisatisfecho. Durante los viajes se encerraba días enteros en el camarote a solas con ellos; el latido de las máquinas pulsaba en sus oídos; y se calentaba los cascos estudiando detenidamente las hileras de guarismos inconexos, desconcertantes por su absurda secuencia, que semejaba los azares del propio destino.
63 A su espalda todo el camarote estaba lleno de una densa humareda, como si hubiese estallado una bomba sin hacer ruido, sin que nadie lo notase. Al cabo cerraba el escritorio con la decisión de una confianza inquebrantable, se ponía en pie y salía. Echaba a andar rápidamente de acá para allá por la parte de la cubierta de proa que quedaba libre de los trastos y los cuerpos de los pasajeros nativos. Eran un gran engorro, pero también una fuente de beneficios que no se podía despreciar. Necesitaba hasta el último penique de beneficio que pudiese producir el Sofala. ¡Era bien poco, desde luego! La incertidumbre de la suerte no le preocupaba, porque con los años había llegado a la convicción de que a todo número tenía que llegarle la suerte en un momento dado. Era sólo cosa de tiempo y de tomar tantas participaciones como pudiese en cada sorteo. En general, aumentaba la cantidad; todos los ingresos del buque se iban por ese camino, y también los sueldos que se debía a sí mismo como primer maquinista.
64 Les fruncía el ceño a los marineros nativos que empuñaban la escoba en cubierta, a los camareros que frotaban las barandillas de cobre con trapos grasientos; le costaba poco dar un puñetazo en la mesa y rugirle insultos en mal malayo al pobre carpintero... un chino tímido, enfermizo, lleno de opio, que llevaba por todo vestido unos anchos pantalones azules, y que invariablemente soltaba las herramientas y echaba a correr estremeciéndose de pies a cabeza y meneando la coleta ante la furia de aquel «demonio». Pero los momentos en que más le cegaba la rabia eran aquellos en que levantaba la mirada al puente, donde siempre había uno de aquellos estafadores marineros plantados por la ley al mando del buque. Abominaba de todos ellos; era un agravio antiguo, que le duraba desde el momento en que se embarcó por primera vez y se metió en una sala de máquinas, como aprendiz sin experiencia. La de injurias que había recibido. Las persecuciones que había padecido a manos de los patronos... de quienes eran realmente unos don nadie en cuanto a las máquinas de vapor se refería.
65 Como si un maquinista plenamente cualificado... que al mismo tiempo era propietario... no fuese capaz de hacerse cargo total y exclusivamente de un barco. Bien, sin duda se lo había hecho pasar mal a todos esos. Pero era un pobre consuelo. Con el tiempo había llegado a odiar también el barco por las reparaciones que necesitaba, las facturas de carbón que tenía que pagar, por las miserables tarifas que cobraba. En mitad de sus paseos cerraba el puño y daba un súbito golpe a la barandilla, con rabia, como si pudiese hacerle daño. Pero no podía pasar sin el barco; lo necesitaba; tenía que aferrarse a él con uñas y dientes para mantener la cabeza por encima del agua hasta que llegase torrencial el esperado flujo de la fortuna y le transportase al buen recaudo de la alta costa de su ambición. Esa meta era no hacer nada, absolutamente nada, y disponer de muchísimo dinero para mantenerse así. Había catado el poder, la más alta forma de poder de que tenía conocimiento en su limitada experiencia: el poder del armador.
66 No conocía lo suficiente las delicias de la riqueza como para excitar la imaginación con visiones de lujo. ¿Cómo iba a poder tenerlas él, hijo de un calderero borracho... que había pasado directamente del taller a la sala de máquinas de una mina del norte? Pero podía concebir muy bien la noción del ocio absoluto que proporcionaba la riqueza. Soñaba en ella para olvidar sus apuros presentes; se imaginaba caminando por las calles de Hull (de niño había conocido muy bien las alcantarillas de esa población) con los bolsillos llenos de soberanos. Se podría comprar una casa; sus hermanas casadas, los maridos de éstas, los antiguos compañeros de taller, le rendirían homenaje infinito. Nada le podría preocupar. Su palabra sería ley. Cuando le tocó el premio, llevaba mucho tiempo sin trabajo, y recordaba que la noche que llegó la noticia, Carlo Mariani (conocido comúnmente como Charley el panzudo), el gerente maltés del hotel del extremo más sórdido de Denham Street, lleno de alegría le había hecho mil reverencias.
67 En aquella época Batu Beru no era lo que ha venido a ser luego: el centro de un próspero distrito tabaquero, un pequeño conjunto de bungalows con aspecto de zona residencial tropical, formando una calle sombreada por doble hilera de árboles, entre la exuberancia placentera de jardines floridos, con una carretera de cinco kilómetros para los paseos vespertinos y un residente de primera clase con esposa obesa y jovial para presidir la sociedad de apoderados de hacienda casados y de jóvenes casaderos al servicio de las grandes compañías. Toda esa prosperidad no había llegado aún; y Mr. Van Wick prosperaba sólo en la margen izquierda de aquel profundo claro excavado en la selva, que más arriba y más abajo llegaba hasta la orilla del agua. Su bungalow solitario se levantaba frente a las casas del sultán del otro lado del río. Era ése un viejo señor inquieto y melancólico que sabía ya todo sobre el amor y sobre la guerra, y esperaba morir antes de que los blancos se decidiesen a arrebatarle sus dominios.
68 Ocupaba siempre cierta butaca de la terraza, mientras los dignatarios de la corte se ponían en cuclillas sobre las alfombras y pieles en los espacios que dejaba el mobiliario. La gente inferior permanecía abajo, en el césped que separaba la casa del embarcadero, en filas de tres o cuatro, cubriendo todo el trecho. No era raro que la visita empezase al amanecer. Mr. Van Wick toleraba esas incursiones. Saludaba con la cabeza desde la ventana de su habitación, llevando en la mano el cepillo de dientes o la navaja de afeitar, o pasaba por entre los cortesanos en albornoz. Aparecía y desaparecía tarareando, se limaba las uñas con detención, se frotaba el rostro recién afeitado con agua de Colonia, tomaba el primer te, salía a ver el trabajo de sus coolies. Volvía, hojeaba algunos papeles del escritorio, leía un par de páginas de un libro o se sentaba ante el piano de campo echándose para atrás en el taburete, estirando las piernas, recorriendo el teclado con las manos, balanceándose levemente a derecha e izquierda.
69 Y probablemente era ese mismo sentimiento el que le hacía ser tan hospitalario y tan generoso al sacar bebidas carbónicas que a veces se quedaba él toda una semana sin soda. El viejo le había concedido toda la tierra que se tomase la molestia de limpiar; ni más ni menos, una fortuna. Fuese la fortuna o el aislamiento lo que Mr. Van Wick buscaba, había acertado el lugar. Incluso las lanchas de la compañía concesionaria del correo que recorrían las chozas de palma de la costa pasaban muy por fuera de la boca del río Batu Beru. El contrato era viejo: tal vez en cosa de pocos años, cuando expirase, incluirían a Batu Beru en el servicio; entretanto, todo el correo para Mr. Van Wick iba a Manila, desde donde su agente lo mandaba una vez al mes a bordo del Sofala. Por tanto, si Massy se quedaba sin dinero (por comprar demasiada lotería), o tenía dificultades para encontrar un patrón, Mr. Van Wick se veía privado de la correspondencia y los periódicos. Esto le hacía directamente interesado en la suerte del Sofala.
70 Aunque se consideraba un ermitaño (y desde luego no era por antojo pasajero, ya que llevaba ocho años recluido), quería saber lo que ocurría en el mundo. En la galería en un anaquel de nogal (lo había traído el año anterior el Sofala... todo lo traía el Sofala), bajo pisapapeles de bronce, había un montón de The Times, edición semanal, las grandes páginas del Rotterdam Courant, el Graphic con sus cubiertas verdes universales, una publicación ilustrada holandesa sin cubierta, ejemplares de una revista alemana con cubiertas de color «Bismarck malade». También había partituras de música nueva, aunque el piano (traído años antes por el Sofala) estaba notablemente desafinado por la húmeda atmósfera de la selva. Era vejatorio verse durante sesenta días a veces separado de todo, sin medio de saber qué pasaba. Y cuando el Sofala reaparecía Mr. Van Wick bajaba las escaleras de la galería y caminaba por el césped de delante de la casa hasta la orilla, con el blanco ceño fruncido. Me imagino que algún accidente les obligó a quedar fuera de servicio.
71 Exigente, listo, un algo escéptico, habituado a la mejor sociedad (el año último antes de abandonar la Armada y la metrópoli había ocupado un cargo muy envidiado en el Ministerio de Marina), poseía un latente calor de sentimiento y una capacidad de simpatía que quedaban ocultos bajo modales de indiferencia como altanera y arbitraria, producto de su educación; y no faltaba mucho para que un enemigo pudiese llamarle petimetre por su aspecto, eco distorsionado de su elegancia de otra época. Había conseguido mantener una disciplina casi militar entre los coolies de aquella hacienda que había dado a luz a partir de la maraña v sombras de la jungla; y la camisa blanca que llevaba cada tarde con peto almidonado y ornado, y cuello alto, parecía indicar que estaba decidido a mantener la ceremonia de la etiqueta, pero se había ceñido una gruesa faja carmesí como concesión a la selva, antes su adversario y ahora compañera. Además, era una precaución higiénica. Abierta por el pecho, le colgaba de los hombros una chaqueta corta de cierta seda ligera.
72 El pelo holgado, bonito, claro en lo alto del cráneo, se ondulaba levemente a los flancos; un bigote cuidadosamente recortado, la frente sin adornos, el brillo de unos zapatos bajos de charol que asomaban bajo el ancho vuelo de pantalones cortados de la misma tela que la delicada chaqueta, completaban una estampa que, con la faja, recordaba a un jefe pirata de novela, y al tiempo la elegancia de un dandy levemente calvo que en su retiro se permitía alguna prenda poco ortodoxa. Era su traje de etiqueta. La hora de llegada del Sofala era una hora antes de ponerse el sol, y el caballero resultaba un tanto pintoresco, y sin duda elegante, al pasear por la orilla, sobre el fondo de césped coronado por un bungalow bajo y alargado con empinada techumbre de palma, cubierto hasta el alero por enredaderas floridas. Mientras estaban amarrando el Sofala él paseaba a la sombra de los escasos árboles que habían quedado cerca del desembarcadero, aguardando para poder subir a bordo. Los blancos de aquel barco no eran de su especie.
73 El viejo sultán (por mucho que sus amistosas invasiones fuesen un engorro) resultaba realmente mucho más aceptable para su gusto exigente. Pero aun así, eran blancos; las visitas periódicas del barco rompían la atareada monotonía sin turbar por ello su reclusión. Además, era necesario desde el punto de vista comercial. Y su vena de precisión innata se irritaba cuando el barco no aparecía en su momento. La causa de esas irregularidades era demasiado absurda, y Massy, en su opinión, un despreciable imbécil. La primera vez que el Sofala reapareció bajo el nuevo acuerdo, contoneando el recodo de río abajo cuando él ya había perdido toda esperanza de volverlo a ver, se irritó tanto que no bajó inmediatamente al desembarcadero. Los criados corrieron a darle con la nueva, y el arrastró una silla hasta junto a la barandilla frontera de la galería, echó los codos sobre ella, apoyó la barbilla en las manos, y quedó contemplando fijamente el barco que amarraban frente a su casa. Podía distinguir fácilmente todos los rostros blancos de a bordo.
74 Un murciélago aleteó errante delante de su rostro como mota giratoria de negrura aterciopelada. A lo largo del seto vivo de jazmín el aire de la noche parecía grávido con la caída de una humedad perfumada; el sendero estaba bordeado por parterres; los arbustos recortados se erguían como obscuras y redondas moles esparcidas delante de la casa; el denso follaje de las enredaderas filtraba el halo de la luz de la lámpara del interior con un suave resplandor a todo lo largo de la fachada; y todo, cerca y lejos, estaba sumido en una gran inmovilidad, en una gran suavidad. Mr. Van Wick (que unos años antes había tenido ocasión de pensar que a nadie había tratado tan mal como a él una mujer) sentía por las opiniones optimistas del capitán Whalley el desdén de quien ha sido también crédulo en otro tiempo. Su disgusto con el mundo (aquella mujer había llenado antes todo el mundo) tomó la forma de actividad retirada, porque, aunque capaz de una gran profundidad de sentimiento, era hombre enérgico y esencialmente práctico.
75 La chocante dignidad de los modales no podía ser en un hombre reducido a posición tan humilde, más que expresión de la nobleza esencial noble de su carácter. Aun con toda su confianza en la humanidad, no era un loco; la serenidad de su temperamento al cabo de tantos años, ya que, evidentemente, no era fruto del éxito, tenía aires de sabiduría profunda. A Mr. Van Wick le divertía a veces. Incluso los rasgos físicos del veterano capitán del Sofala, su poderosa complexión, su aspecto reposado, su rostro inteligente y agradable, las grandes piernas, la cortesía benigna, el toque de áspera severidad de aquellas cejas espesas, le convertían en una personalidad seductora. Mr. Van Wick despreciaba la pequeñez de toda especie, pero en aquel hombre nada era pequeño, y a lo largo de la ejemplar regularidad de muchos viajes se desarrolló entre ellos cierta intimidad, un sentimiento de cálido afecto en el fondo, bajo unas formas de afable solemnidad, muy agradable a su gusto exigente. Ambos mantenían sus respectivas opiniones sobre todos los temas del mundo.
76 Estaba en lo cierto. A la vista del último rechazo por parte de Massy, Sterne no se atrevía a declarar lo que sabía. Su objetivo era simplemente conseguir el mando del vapor y mantenerlo algún tiempo. Massy nunca le perdonaría que se impusiese; pero si el capitán Whalley dejaba el barco a iniciativa propia, el mando le correspondía para el resto del viaje; y así dio con la brillante idea de asustar al viejo para que se fuese. Siendo un asunto tan crudo, bastaría una amenaza vaga, una insinuación. Y con una extraña mezcla de compasión pensaba que Batu Beru era un lugar muy bueno para tirar la toalla. El patrón podría desembarcar tranquilamente, y quedarse con aquél su holandés. ¿No eran tan íntimos? Reflexionando, llegó a la conclusión de que había una forma de conseguir todo por medio de aquel gran amigo del viejo. Era otra idea brillante. Tenía una preferencia innata por los métodos retorcidos. En aquel caso particular, deseaba permanecer a la sombra lo más posible, para evitar exasperar innecesariamente a Massy. Ningún escándalo.
77 Y la muerte parecía tan lejana como siempre. Una vez se metía en el camarote, no se atrevía a salir de nuevo; cuando se sentaba no osaba levantarse; no se atrevía a levantar la mirada al rostro de nadie, recelaba de mirar al mar o al cielo. El mundo se desvanecía ante su gran temor de traicionarse. El viejo barco era su último amigo; no le daba miedo; conocía cada pulgada de su cubierta; pero tampoco se atrevía apenas a mirarlo, por miedo a descubrir que veía menos que la víspera. Le envolvía una inmensa incertidumbre. El horizonte había desaparecido; el cielo se mezclaba obscuramente con el mar. ¿Quién era aquella persona que estaba en pie allí lejos? La terrible duda sobre la realidad de lo que podía ver hacía que los restos de visión que le quedaban se convirtiesen en un mayor tormento; una trampa siempre dispuesta para que cayese en ella su miserable pretensión. Tenía pánico de tropezar inexcusablemente con algo... de decir un fatal Sí, o No a una pregunta. La mano de Dios había caído sobre él, pero no podía arrancarle de su hija.
78 Parecía haber cogido resueltamente un camino, rechazando toda ayuda de los hombres una vez expulsado de su cielo cual presuntuoso titán. Mr. Van Wick, sin moverse, parecía contar de oído los peldaños. Se metió luego por entre las mesas, taconeando, cogió un cortapapeles, lo dejó tras mirar vagamente la hoja; luego se puso al piano, hizo vibrar algunas cuerdas, de pie ante el teclado con pose atenta, como si lo estuviese afinando; lo cerró, giró en redondo bruscamente, esquivó al pequeño terrier que dormía confiado con las patas cruzadas, se llegó a las cercanas escaleras y, como si hubiese perdido el equilibrio en el peldaño superior, salió de cabeza afuera. Los criados, que empezaban a recoger la mesa, le oyeron musitar para sí allá abajo (palabras malas sin duda), y luego, tras una pausa, alejarse al trote en dirección al muelle. El flanco del Sofala, pegado a la orilla, formaba como una muralla baja y negra en el ondulado contorno de la costa. Detrás, se alzaban dos mástiles y una chimenea, inclinada, como si fuese a caerse.
79 Sterne se dirigió a su camarote, y tuvo que sentarse inmediatamente. La cabeza le flotaba exultante. Se metió en el jergón como soñando. Le invadió un sentimiento de paz profunda, de alegría pacífica. En cubierta, todo estaba tranquilo. Mr. Massy, con el oído pegado a la puerta del camarote de Jack, escuchaba críticamente la respiración profunda y a estertores del interior. Era un profundo sueño de borracho. El ataque había pasado, y tranquilizado por ello, también él se metió en el camarote y con lentos movimientos se sacó la vieja chaqueta de tweed. Era una prenda de muchos bolsillos, que usaba en diversos momentos del día, cuando le daban repentinos ataques de frío; al sentir calor se la sacaba y la dejaba colgando en cualquier parte del barco. Se veía aquella chaqueta balanceándose en las cabillas, echada en lo alto de los cabrestantes, o colgada de los pomos de las puertas. ¿No era el propietario? Pero el lugar favorito era un gancho del puntal de madera del toldo del puente, casi delante de la bitácora.
80 Al principio esta preferencia le había costado más de un encontronazo con el capitán Whalley, que quería el puente limpio. En aquella época, Massy se había molestado muchísimo. Sin embargo, últimamente, había conseguido desafiar impunemente a su socio. El capitán Whalley no parecía darse cuenta de nada. En cuanto a los malayos, el miedo que sentían por aquel blanco irascible impedía que ninguno pusiese la mano encima de la prenda, estuviese donde estuviese. Tan de improviso que Mr. Massy dio un brinco y dejó caer la chaqueta al suelo, llegó desde el camarote vecino el estruendo de una caída aparatosa. El fiel Jack debía de haberse quedado dormido sentado, y ahora habría rodado con silla y todo, rompiendo a juzgar por el ruido todas las botellas y vasos de la estancia. Tras el terrible choque todo quedó un tiempo en calma, como si hubiese muerto en el acto. Mr. Massy contuvo la respiración. Al cabo, al otro lado del mamparo se produjo lentamente un suspiro quejumbroso y somnoliento, inseguro.
81 Pero daba la impresión de que súbitamente Mr. Massy había empezado a dudar de la eficacia del sueño contra los apuros de uno; o tal vez hubiese hallado el alivio que necesitaba en la quietud de una contemplación tranquila que podía contener los pensamientos vividos de riqueza, de una racha de suerte, de un ocio interminable, y podía poner ante la vista de uno la imagen de todo lo que desease. Porque, se dio vuelta, puso los brazos sobre la litera, y se quedó allí de pie con los pies sobre la vieja chaqueta preferida mirando afuera por el ojo de buey la noche y el río. A veces un aliento de viento entraba y le daba en el rostro, un aliento fresco cargado del toque húmedo y fresco de una gran extensión de agua. Todo lo que podía ver era algún destello ocasional; y en un momento dado pudo suponer que en definitiva había dormitado, pues súbitamente, y sin relación con ningún sueño, aparecieron ante su vista una serie de guarismos llameantes y gigantescos tres cero siete uno dos que formaban un número de boleto de lotería.
82 Y luego, de pronto, el ojo de buey ya no estaba negro: era gris perla, y enmarcaba una costa llena de casas, abigarrados techos de paja, paredes de estera y bambú, aguilones de madera de teca labrada. Hileras de viviendas levantadas sobre un bosque de columnas bordeaban la orilla de acero del río, llena de salientes y calmo, con la marea cambiando de signo. Era Batu Beru... y había amanecido. Mr. Massy se sacudió, se puso la chaqueta de tweed, y temblando muy nervioso, como quien ha sufrido un gran shock, anotó el número. Era una inspiración rara y cargada de buenos augurios. Sí; pero para buscar la fortuna necesitaba dinero... dinero en mano. Salió dispuesto a bajar a la sala de máquinas. Había que atender a varias tareas, y Jack estaba tendido como muerto en el suelo del camarote, con la puerta cerrada por dentro. Se le hizo un nudo en la garganta al pensar en trabajar. ¡Ay! Si uno quería no hacer nada, antes tenía que conseguir una buena cantidad de pasta. Un barco no era solución. Totalmente cierto.
83 Si estaba desprovisto de medios, ansiaría quedarse; y esto zanjaba la cuestión de devolverle su parte. No sabía exactamente hasta qué punto estaba el capitán Whalley hundido en la miseria; pero si ocurría que encallaba el barco irremediablemente en cualquier costa, eso no era culpa del propietario ¿no? Este no tenía obligación de saber que había problemas en la ruta. Pero probablemente nadie plantearía siquiera la cuestión, y el barco estaba totalmente asegurado. Se había contenido lo suficiente como para recibir ahora el justo pago. Más no era eso todo. No podía pensar que el capitán Whalley estuviese tan totalmente desprovisto como para no tener algún dinero guardado. Si él, Massy, podía echarle mano a ese dinero, con eso cubriría el gasto de las calderas, y todo seguiría como antes. Y si al cabo se perdía el barco, tanto mejor. Lo odiaba; maldecía las preocupaciones que apartaban su mente de la labor de perseguir a la fortuna. Deseaba verlo en el fondo del mar y tener en el bolsillo el dinero de la póliza.
84 En cubierta dieron seis campanadas. Bebió un vaso de agua y se sentó cosa de diez minutos para serenarse. Luego sacó del cajón una pequeña linterna que tenía y la encendió. Casi enfrente del camarote, al otro lado del estrecho pasadizo de debajo del puente, en la estructura de acero que en aquella cubierta rodeaba la zona de calderas y dependencias de la sala de máquinas, había un pañol de mamparas de hierro, techo de hierro y suelo cubierto de hierro, debido al calor de abajo. Allí se amontonaban todo tipo de desperdicios; en un rincón había un cúmulo de chatarra; también había rimeros de latas de petróleo vacías; sacos de borra de algodón, un montón de carbón, una fragua de cubierta, fragmentos de jaulas de gallinas con las paredes hechas jirones, restos de faroles y un sombrero marrón de fieltro, tirado por un hombre ya muerto (de unas fiebres, en la costa del Brasil) que había sido segundo del Sofala, llevaba años aprisionado tras un tramo de tubo de cobre requemado, sacado en alguna época de la sala de máquinas.
85 Se llenó los bolsillos laterales hasta que se hincharon, el bolsillo de pecho, los interiores. Daba vuelta a las piezas para examinarlas. Rechazaba algunas. En torno a sus ocupadas manos empezó a formarse una fina niebla de óxido en polvo. Mr. Massy tenía cierto conocimiento de la base científica de su astuto truco. Si uno quiere desviar la aguja magnética de la brújula de un barco, el hierro fundido es lo mejor; y muchas piezas pequeñas en el bolsillo de una chaqueta causan mayor efecto que unos pocos trozos mayores, porque de ese modo se consigue una superficie mucho mayor de hierro, y lo que cuenta es la superficie. Se escabulló rápidamente dos pasos bastaron y en el camarote se dio cuenta de que llevaba todas las manos rojas, llenas de orín. Esto le desconcertó, como si las hubiese visto llenas de sangre; se miró la ropa. ¡Toma, los pantalones también! Se había frotado las manos en las perneras. Con las prisas arrancó el botón interior del pecho. Cepilló la chaqueta, se lavó las manos. Con esto perdió ya el aire de culpabilidad, y se sentó a aguardar.
86 Era la única vida que se perdiera; y Mr. Van Wick no hubiera podido enterarse de ningún detalle de no ser por Sterne, con quien tropezó cierto día en el muelle cercano al puente del riachuelo, casi en el mismo lugar a donde se había dirigido el capitán Whalley en busca de un sampán que le llevase al Sofala para preservar intactos las quinientas libras de su hija. Desde lejos, Mr. Van Wick vio que Sterne le guiñaba el ojo y se llevaba la mano al sombrero. Se refugiaron en la sombra de un edificio (un banco), y el segundo relató la llegada de los botes a la bahía de Pangu con la tripulación a bordo unas seis horas después del accidente, y cómo habían vivido desprovistos de todo un par de semanas, hasta que encontraron medios para salir de aquel lugar de bestias. La investigación había eximido de culpa a todos. La pérdida del barco fue atribuida a una desviación inusual de la corriente. Y, realmente, no podía haber sido otra cosa: no había forma de explicar que el barco se encontrase a siete millas al este de su posición durante la guardia de medianoche.

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