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ТИНТ: испанский – 3000
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Описание:
Тексты на испанском языке длиной 3000-3100. Словарь в стадии наполнения базы.
Автор:
Велимира
Создан:
17 июня 2020 в 19:07 (текущая версия от 29 июня 2020 в 15:01)
Публичный:
Нет
Тип словаря:
Тексты
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Содержание:
1 No era aliciente aquello para un hombre que había servido en compañías famosas, al mando de barcos famosos (varios de ellos propiedad suya); que había realizado travesías famosas, descubriendo rutas y tráficos; que había dirigido sus barcos por zonas desconocidas de los mares del Sur, y había visto salir el sol encima de islas que no constaban en los mapas. Cincuenta años en el mar, y cuarenta en Oriente («un aprendizaje de lo más completo», solía observar, sonriendo) le habían convertido en hombre conocido y respetado por toda una generación de armadores y comerciantes de todos los puertos, desde Bombay hasta donde el Este se funde con el Oeste, en la costa de las dos Américas. Su fama había quedado escrita, no muy ampliamente, pero con toda claridad, en los mapas del Almirantazgo. ¿No había en cierto punto situado entre Australia y China una Isla Whalley y un bajío Cóndor. El célebre clíper había estado encallado en aquella peligrosa formación de coral durante tres días, mientras el capitán y la tripulación echaban la carga por la borda con una mano y con la otra, por así decir, mantenían a raya a una flotilla de canoas de guerra salvajes. En aquella época ni la isla ni el arrecife tenían existencia oficial. Más tarde, la oficialidad del vapor de su majestad Fusilier, enviado a explorar la ruta, adoptó esos dos nombres como reconocimiento de la gesta del hombre y la solidez del buque. Por lo demás, todo el mundo puede comprobar que el General Directory, vol. II, p. 410, inicia la descripción del «Malotuor Whalley Passage» con las palabras: «Esta acertada ruta fue descubierta en 1850 por el capitán Whalley al mando del buque Cóndor», etc., y acaba recomendándola encarecidamente a los buques que zarpen de los puertos de China en dirección al Sur en los meses que van de diciembre a abril, ambos incluidos. Era este el logro más claro de su vida. Nada podía privarle de esta fama. La apertura del canal que cruza el Istmo de Suez, como rompiendo un dique, había lanzado al Oriente una avalancha de nuevos buques, nuevos hombres, nuevos métodos comerciales. Había cambiado la faz de los mares del Este y el espíritu mismo de su vida; por tanto, las experiencias anteriores del capitán no significaban nada para la nueva generación de hombres del mar. En aquellos tiempos pasados había manejado muchos miles de libras de sus empresarios y suyos propios; había cumplido fielmente, como por ley tiene que hacer un jefe de barco, respetando los intereses conflictivos de propietarios, fletadores y aseguradores. Nunca había perdido ningún barco ni consentido en transacciones indignas; y había aguantado mucho tiempo, sobreviviendo al cabo a las condiciones pretéritas en que se había labrado un nombre. Había enterrado a su esposa (en el Golfo de Petchili), había casado a la hija con el hombre en mala hora elegido por ella, y había perdido más que una posición económica holgada con la quiebra de la importante Corporación Bancaria de Travancore y del Decán, cuya ruina había sacudido el Oriente como un terremoto.
2 Llevaba tres años por aquellas costas. Desde el Cabo Bajo hasta Malantan había cincuenta millas, que eran seis horas de navegación para el viejo barco a favor de la marea, y siete en contra. Luego enfilaba recto hacia tierra y pronto se recortaban en el cielo tres palmeras altas y delgadas, cuyas irregulares copas formaban un ramo, como criticando confiadas a los obscuros mangles. El Sofala se acercaría a la sombría franja costera, que en un momento dado, al llegar a ella oblicuamente el barco, mostraría varias fracturas claras y llenas de luz: el estuario pletórico de un río. Luego, surcando un líquido pardo, tres cuartas partes agua y una cuarta parte tierra negra, por entre bajas costas, tres cuartas partes tierra negra y una cuarta parte agua salada, el Sofala se abriría camino cual arado corriente arriba, como lo hacía una vez al mes desde hacía siete años o más, mucho antes de que él tuviese conciencia de la existencia del barco, mucho antes de que se le viniese a las mientes que pudiese tener relación con aquel barco y sus viajes invariables. El viejo cascarón tenía que conocer el camino mejor que la tripulación, que en todo ese tiempo había ido cambiando; mejor que el fiel serang, que él se había traído de su último barco para hacer las guardias del capitán; mejor que él mismo, que sólo llevaba tres años de capitán del buque. Este merecía toda la confianza. Sabía encontrar el camino, no perdía la brújula. No había que preocuparse, pues era como sí los años le hubiesen dado sabiduría, prudencia y firmeza. Avistaba las escalas con precisión de rumbo, y cumpliendo el horario casi al minuto. Aun sentado en el puente sin levantar la mirada, o tumbado en el camarote, con sólo calcular el día y la hora podía saber en cualquier momento dónde estaba, el punto exacto de la ruta. El mismo capitán se sabía de memoria aquella monótona ruta de vendedor ambulante, estrechos arriba y estrechos abajo; se sabía el orden y los paisajes y la gente. Empezando por Malaca, donde entraba de día y salía de noche, cruzando con una rígida estela fosforescente aquel camino real del Lejano Oriente. Oscuridad y destellos en el agua, limpias estrellas en un cielo negro, tal vez las luces de un vapor británico que mantenía impávido su ruta por el centro, o quizá la sombra elusiva de una embarcación nativa deslizándose sigilosamente con las velas desplegadas... y avistar luego al otro lado con la luz del día una costa baja. A mediodía las tres palmeras de la siguiente escala, a la que arribaría remontando un lento río. El único hombre blanco residente allí era un joven marinero retirado, con quien había trabado amistad en el curso de innumerables viajes. Sesenta millas más allá se encontraba otra escala, una profunda bahía en cuya playa sólo había dos casas. Y así seguía, arribando a tierra y haciéndose a la mar, cogiendo carga costera aquí y allá hasta acabar con un recorrido de cien millas por entre el laberinto de las isletas de un archipiélago, para llegar a un gran poblado nativo, fin de la ruta.
3 Se había declarado formalmente cansado del mar el año anterior al matrimonio de su hija. Pero una vez que la joven pareja hubo ido a instalarse en Melbourne, descubrió que no conseguía ser feliz en tierra. Era demasiado capitán de mercante como para que le pudiesen satisfacer los paseos de placer. Necesitaba la ilusión de los negocios; y la adquisición del Fair Maid preservaba la continuidad de su vida. En diversos puertos presentó a sus amistades el barco como «el último que mando». Cuando fuese demasiado viejo para poder mandar un barco, lo inutilizaría y desembarcaría para que le enterrasen, dejando instrucciones de que el día del entierro se remolcase el barco a alta mar, y lo hundiesen dignamente. Su hija no podría quejarse de que tuviese la satisfacción de saber que ningún forastero mandaría tras su muerte su último barco. Con la fortuna que iba a dejarle, el valor de un barco de quinientas toneladas no tenía importancia. Todo esto lo decía guiñando el ojo con picardía: aquel enérgico anciano tenía demasiada vitalidad como para caer en sentimentalismos amargos; y lo decía con cierta nostalgia, porque se encontraba a gusto en la vida y disfrutaba realmente con los sentimientos y las posesiones; gozaba de la dignidad de su reputación, del amor que sentía por su hija y de la satisfacción que le daba el barco, juguete de su ocio no compartido. Había dispuesto el camarote de conformidad con su simple ideal de comodidad en el mar. Un lado estaba ocupado por una gran librería (era un señalado lector); frente al lecho tenía el retrato de su última esposa, un óleo bituminoso y desvaído que representaba el perfil y un largo mechón ondulado, negro, de una mujer joven. Tres cronómetros le ayudaban con su tic tac a dormirse y le saludaban al despertarle con la pequeña competición de sus timbres. Se levantaba todos los días a las cinco. El oficial de la guardia de mañana, que se tomaba el primer café a popa, junto al timón, oía por el amplio orificio de los respiradores de cobre los chapoteos, soplidos y restregones que hacía el capitán al lavarse. Ruidos seguidos por un murmullo sostenido y profundo, el del Padrenuestro recitado en voz alta y firme. Cinco minutos más tarde emergían por la escotilla la cabeza y los hombros del capitán Whalley. Invariablemente, se detenía un momento en las escaleras, girando la mirada para abarcar todo el horizonte; levantaba la vista para ver la posición de las velas; inhalaba profundamente el aire fresco. Sólo entonces salía a la toldilla, devolviendo el saludo de la mano puesta en la visera con un solemne y benévolo Buenos días. Recorría las cubiertas hasta las ocho en punto. Alguna vez, no más de dos días al año, tenía que utilizar un grueso bastón, parecido a una porra, a causa del agarrotamiento de la cadera, lo que suponía una leve traza de reuma. Aparte de eso, desconocía todas las enfermedades de la carne. Cuando la campana llamaba a desayunar bajaba a alimentar a los canarios, dar cuerda a los cronómetros, y ocupaba la cabecera de la mesa.
4 Desaparecidas las oportunidades que él habría sabido cómo aprovechar; y con ellas la bandada de clíper de blancas alas que vivían en la vida incierta y agitada de los vientos, rescatando grandes fortunas de la espuma de los mares. En un mundo que disminuía los beneficios hasta un mínimo irreductible, en un mundo capaz de contar dos veces al día el tonelaje desocupado y en que los fletes se establecían por cable con tres meses de antelación, no había posibilidad alguna de fortuna para un individuo que erraba al azar con un pequeño barco... no podía haber rincón ninguno para él. Cada año se le hacía más difícil la cosa. Sufría mucho con la nimiedad de las transferencias que podía mandar a la hija. Había renunciado a los buenos cigarros, e incluso limitó a seis diarios la ración de puritos corrientes. Nunca le contaba a ella sus dificultades, y ella nunca se extendía en contarle su lucha por la vida. La confianza que había entre ambos no necesitaba explicaciones, y la perfecta comprensión mutua se mantenía sin protestas de gratitud ni de pesar. Le habría pasmado que ella se hubiese deshecho en frases de agradecimiento, pero encontró perfectamente natural que le dijese que necesitaba doscientas libras. Había llegado con el Fair Maid lastrado a buscar carga al puerto donde estaba matriculado el Sofala. Allí recibió la carta. El tenor de ésta era que no valía la pena embellecer las cosas. No le quedaba más remedio que abrir una casa de huéspedes, para la que juzgaba había buenas perspectivas. Al menos lo bastante buenas como para que ella le dijese francamente que con doscientas libras podría ponerla en marcha. El hombre arrugó con el puño el sobre abierto y lo echó impulsivamente a la cubierta, donde se lo había entregado el representante de los abastecedores, que trajo el correo en el momento de anclar el barco. Por segunda vez en la vida se sintió abrumado, y permaneció clavado en la puerta del camarote, con el papel temblándole en las manos. ¡Abrir una casa de huéspedes! ¡Doscientas libras para empezar! ¡El único recurso! Y él no tenía forma de conseguir ni doscientos peniques. El capitán Whalley se pasó la noche recorriendo la toldilla del buque anclado, como si estuviese a punto de arribar a tierra con temporal, sin saber a ciencia cierta en qué posición se hallaba tras una singladura de muchos días grises sin ver el sol, la luna ni las estrellas. La negra noche parpadeaba con las linternas de los marines y las inmóviles hileras de farolas de la costa; y todo alrededor del Fair Maid las luces de posición de los barcos arrojaban rastros temblorosos al agua del fondeadero. El capitán Whalley no vio ningún destello en ninguna parte hasta que vino el alba y cayó en la cuenta de que tenía toda la ropa empapada por el denso rocío. El barco había despertado. Se detuvo en seco, se sacudió la húmeda barba, y bajó por la escalera de toldilla de espaldas, arrastrando los pies. Al verle el primer oficial, que vagaba dormitando por la toldilla, se quedó boquiabierto en mitad de un bostezo matinal.
5 Pero el capitán Whalley, que ya no tenía casa ni barco, recordaba al pasar que, en aquel mismo sitio, cuando él llegó por primera vez procedente de Inglaterra, había un poblado de pescadores, unas pocas tiendas de lona levantadas con palos, entre un entrante del mar lleno de limo y un embarrado camino que serpenteaba adentrándose en una selva enmarañada, sin ningún almacén ni depósito de agua. Sin barco ni casa. Y su pobre Ivy lejos, también sin casa. Una casa de huéspedes no tiene nada que ver con un hogar, aunque pueda sustentarle a uno. Sólo pensar en la casa de huéspedes hería profundamente sus sentimientos. Desde su posición, mantenía profundamente arraigada esa concepción genuinamente aristocrática caracterizada por el desprecio de los oficios vulgares y por prejuicios sobre la naturaleza degradante de ciertas ocupaciones. Por su parte, siempre había preferido dirigir buques mercantes (ocupación muy noble) a comprar y vender mercancías, tarea cuya esencia es conseguir lo más posible de otro en el regateo... en el mejor de los casos una indigna prueba de astucia. Su padre había sido el coronel (retirado) Whalley, del servicio del Honorable Regimiento de las Indias Orientales, con recursos muy escasos aparte de la pensión, pero relacionado con gente distinguida. Podía recordar que, siendo niño, los camareros de los cafés, los comerciantes del campo y gente de ese tipo se dirigían con un «My Lord» al antiguo guerrero, de porte vigoroso. El propio capitán Whalley (habría ingresado en la Armada de no haber fallecido su padre antes de que tuviese catorce años) tenía cierto aire de grandeza que no habría desmerecido en un veterano y glorioso almirante. Pero como brizna de paja en el torbellino de un torrente, se perdió en la ebullición de una humanidad morena y amarilla que llenaba una calle que, por contraste con la vasta y amplia que acababa de dejar, parecía un callejón absolutamente desbordante de vida. Las paredes de las casas eran azules; las tiendas de los chinos abrían sus fauces como guaridas cavernosas; montones de mercancías indescriptibles colmaban la sombra de la larga hilera de arcos, y la ardiente serenidad de la puesta de sol llenaba el centro de la calle, de punta a cabo, de un resplandor semejante al reflejo de un fuego. Caía sobre los colores vivos y las caras obscuras de la muchedumbre descalza, sobre las espaldas amarillas de los coolies semidesnudos que tropezaban unos con otros, sobre los correajes de un alto soldado de caballería Sij, de barba partida y gran mostacho, que estaba de centinela a la puerta de los edificios de la policía. Por encima de las innumerables cabezas, envuelto en un halo de polvo rojo, el tranvía de cable parecía enorme y navegaba cautamente remontando la corriente humana, tocando sin cesar la bocina, a la manera de un vapor que avanzase a tientas en la niebla. El capitán Whalley emergió en el otro lado como un buzo, y se quitó el sombrero en una sombra desierta que había entre paredes de tiendas cerradas, para secarse el sudor de la frente.
6 Tal como habían ido las cosas, una vez pagado todo, cumplida la petición de la hija, y sin deber un penique a nadie, le quedaba de la operación todavía una suma de quinientas libras para poner a buen recaudo. Además, llevaba encima un resto de cincuenta dólares... lo suficiente para pagar la factura del hotel, con tal de que no se entretuviese demasiado en la modesta habitación en que se había refugiado. Sobriamente equipada, de suelo encerado, daba a una de las terrazas laterales. El irregular edificio de ladrillo, tan ventilado como una jaula de pájaro, resonaba con las incesantes sacudidas de persianas de caña hostigadas por el viento entre los encalados pilares cuadrados que daban al mar. Las habitaciones eran altas, y raudales de luz solar las llenaban hasta el techo. Las periódicas invasiones de turistas de algún vapor de pasajeros atracado en el puerto irrumpían por entre el polvo de las estancias, zarandeado por el viento, con el tumulto de sus voces no familiares y sus presencias fugaces, como relevos de sobras migratorias condenadas a dar vueltas corriendo a la tierra sin dejar nunca rastro. La babel de sus irrupciones se esfumaba tan de repente como había aparecido; los espaciosos pasillos y las chaise longues de las terrazas ya no conocían su prisa por ver ni su reposo exhausto; y el capitán Whalley, constante y dignificado, abandonado solo de noche en el vasto hotel por todos los presurosos, se sentía, cada vez más, como un turista varado, sin objetivo a la vista, como viajero perdido y sin hogar. Fumaba pensativo en la soledad de la habitación, contemplando los dos cofres de marino que contenían todo lo que podía llamar suyo en este mundo. En un rincón, apoyado en la pared, veíase un grueso fajo de mapas en funda impermeable; debajo de la cama asomaba la caja plana que contenía el retrato al óleo y las tres fotos carbón. Estaba cansado de discutir condiciones, asistir a inventarios, de toda la rutina comercial. Lo que para las otras partes era meramente la venta de un barco, era para él un acontecimiento importante que implicaba una forma radicalmente nueva de ver la existencia. Sabía que después de aquel barco no habría ya ninguno más; y las esperanzas de la juventud, el ejercicio de sus capacidades, todo sentimiento y logro de su madurez, habían estado indisolublemente ligados a los barcos. Había servido en barcos, había poseído barcos, e incluso los años de su auténtica jubilación del mar habían sido soportables sólo gracias a la idea de que le bastaba con extender la mano llena de dinero para hacerse con un barco. Había sido libre por sentir como si fuese propietario de todos los buques del mundo. La venta de éste había sido fatigosa; pero cuando al fin se esfumó cuando firmó el último recibo, era como si todos los barcos hubiesen desaparecido del mundo, dejándole en la costa de inaccesibles océanos con setecientas libras en el bolsillo. Caminando con aplomo y sin prisas por el muelle, el capitán Whalley apartaba la mirada de los familiares fondeaderos.
7 El malayo que él nunca había visto, y aquella cosa de popa alta y escaso tamaño que parecía descansar tras larga travesía, vivían uno gracias al otro. Y cada uno de aquellos barcos que se veían cerca o lejos, cada uno tenía un hombre, el hombre sin el que el mejor barco es algo muerto, un tronco que flota sin objeto. Tras echar esa única mirada al fondeadero siguió adelante, pues no había motivo para mirar atrás, y hay que pasar el tiempo. Las avenidas de grandes árboles desembocaban rectas en la Explanada, cortándose entre sí con ángulos diversos, columnares abajo y exuberantes arriba. Allá arriba, las entrelazadas ramas parecían dormir; no se movía ni una hoja, y en mitad de la avenida las estiradas farolas de hierro fundido, doradas cual cetros que empequeñecían en la profunda perspectiva, con sus globos de porcelana blanca en lo alto, semejaban bárbaro decorado de huevos de avestruz desplegados en hilera. El cielo llameante llenaba de tenue resplandor carmesí la brillante superficie de cada concha de cristal. Con la barbilla un poco hundida, las manos tras la espalda, y trazando en la grava con la punta del bastón una leve línea ondulada tras los tacones, el capitán Whalley meditaba que si un barco sin hombre era como cuerpo sin alma, un marinero sin barco no valía mucho más en este mundo que un tronco a la deriva en el mar. El tronco podía ser muy bueno, lleno de nervio, difícil de destruir... pero ¡para qué! Un repentino sentimiento de inutilidad irremediable lastró sus pies como una enorme fatiga. Por el recién abierto paseo marítimo venía rodando una retahíla de coches descubiertos. Al otro lado de los parterres de césped se podían ver los discos vibrátiles que formaban los radios al girar. Las rutilantes copas de las sombrillas se inclinaban levemente hacia fuera como prietas flores en el cuello de un jarrón; y la quieta sábana de agua azul oscuro, cruzada por una franja de púrpura, servía de fondo al girar de las ruedas y a la vigorosa acción de los caballos, mientras los turbantes de los criados indios se elevaban sobre la línea del horizonte marino para adentrarse en el azul más pálido del cielo. En un espacio abierto cerca del puentecillo cada carruaje describía al trote una solemne curva alejándose de la puesta del sol; y entonces, de una embestida, enfilaban la gran avenida formando una fila de lento movimiento con la quietud aún muy roja del cielo a la espalda. Los troncos de potentes árboles se erguían teñidos todos de rojo por el mismo flanco, el aire parecía encendido bajo el alto follaje, y hasta el suelo que pisaban los cascos era rojo. Las ruedas giraban majestuosamente; una tras otra las sombrillas bajaban, plegando sus colores como ubérrimas flores que cerrasen sus pétalos al final del día. En todo aquel kilómetro de seres humanos ninguna voz emitía un sonido diferenciado, sólo el apagado ruido de los cascos se entremezclaba con leves campanilleos, y las cabezas y hombros inmóviles de hombres y mujeres sentados por parejas emergían impasibles de las caperuzas bajadas, como si fuesen de madera.
8 Una vez trabajase, podría ayudarla con la mayor parte de lo que ganase; todavía podía durar muchos años, y aquel asunto de la casa de huéspedes, se decía, fuesen las que fuesen las perspectivas, en ningún caso resultaría desde el principio una mina de oro. Pero ¿en qué podía trabajar? Estaba dispuesto a asirse a cualquier posibilidad decente con tal de resolver pronto el problema; porque las quinientas libras había que guardarlas para cualquier eventualidad. Eso era lo fundamental. Con las quinientas intactas, se sentía como respaldado; pero le parecía que si bajaban a cuatrocientas cincuenta, o incluso a cuatrocientas ochenta, aquel dinero perdería toda su virtud, como si la cifra redonda tuviese cualidades mágicas. Pero ¿en qué podía trabajar? Asediado por esta pregunta, como por un espectro molesto que no tuviese fórmula para exorcizar, el capitán Whalley se detuvo en lo alto de un puentecillo que cruzaba a gran altura el lecho de un entrante marino canalizado con costas de granito. Anclado entre los macizos bloques, medio oculto por el arco, flotaba un prao malayo de navegación de altura, con las vergas bajadas, sin que se oyese a bordo ni el más leve sonido, cubierto de proa a popa por una estera de hojas de palmera. Había dejado atrás las ardientes calzadas flanqueadas por fachadas de piedra que seguían la ondulación de los muelles como imponente acantilado; y se abría ante él un panorama ilimitado de aspecto ordenado y silvestre, con enormes manchas de hierba acamada, como piezas de una alfombra verde suavemente ensartadas, largas hileras de árboles alineados en colosales porches de oscuros pilares y bóvedas de ramaje. Algunas de aquellas avenidas acababan en el mar. Era una costa rodeada de columnatas; y más allá, en el llano panorama, profundo y brillante como la mirada de un ojo azul oscuro, una franja oblicua de difuminada púrpura se alargaba indefinidamente por la brecha que dejaban un par de islas gemelas verdes. Muy lejos, en los fondeaderos exteriores, surgían directamente del agua los mástiles y vergas de unos pocos barcos, formando fino enrejado de líneas rosas trazadas a pincel sobre la clara sombra del flanco oriental. El capitán Whalley les dirigió una larga mirada. Allí estaba anclado el barco que fuera suyo. Le descuadraba pensar que ya no podía tomar un bote en el muelle para que le llevase hasta allá al llegar la noche. A ningún barco. Tal vez nunca más. Antes de que la compraventa se hubiese consumado, cuando todavía tenían que entregarle dinero, pasaba cada día algún tiempo a bordo del Fair Maid. Pero aquella misma mañana le habían dado todo el dinero y de repente, no había ya ningún barco al que pudiese subir cuando le viniese en gana; ningún barco que necesitase su presencia para trabajar... para vivir. Era una situación increíble, demasiado extraña como para poder durar mucho. Si el mar estaba lleno de embarcaciones de todos tipos. Allá estaba aquel prao tan quieto, resguardado por el cobertor de hojas de palmera cosidas... también el prao tenía su hombre indispensable.
9 La procesión de coches se estaba rompiendo. Uno tras otro dejaban la fila para salir al trote, animando la vasta avenida con su despliegue de vida y movimiento; pero pronto volvió a tomar posesión de la ancha y recta vía el aspecto de majestuosa soledad. Un edecán de blanco iba conduciendo a pie un poney birmano enganchado a un coche de dos ruedas barnizado; y el conjunto, parado en la curva, no parecía mayor que un juguete de niño olvidado bajo los exuberantes árboles. El capitán Eliott se dirigió hacia allí con andares balanceantes, como si fuese a trepar adentro, pero se contuvo; apoyando lánguidamente una mano en la barandilla, cambió de conversación, pasando de la pensión, las hijas y la pobreza de nuevo al único otro tema de su vida: el Departamento de Marina, los hombres y barcos del puerto. Se puso a sacar ejemplos de lo que tenía que hacer; y su gruesa voz se adormeció en la calmada atmósfera como si fuese el obstinado zumbido de un enorme moscardón. El capitán Whalley ignoraba qué fuerza o qué debilidad le impedía decir buenas noches y alejarse. Como si se sintiese demasiado cansado para hacer ese esfuerzo. Qué raro. Más extraño que ninguno de los ejemplos de Ned. ¿O sería que un sentimiento apabullante de vacío le hacía permanecer allí escuchando aquellas historias? Ned Eliott no se había visto tumbado nunca por nada realmente serio; y gradualmente empezó a detectar en él, como envuelto en aquel monótono y sonoro zumbido, un resto de la voz clara y animosa del joven capitán del Ringdove. Se preguntaba si él habría cambiado también en la misma forma; y le parecía que la voz del antiguo compañero no había cambiado tanto... que era el mismo. No era mal tipo aquel agradable y jovial Ned Eliott, siempre amigable, siempre responsable en sus tareas, y siempre un poco fanfarrón. Recordó cuánto divertía a su pobre esposa. Esta le adivinaba los pensamientos. Cuando el Cóndor y el Ringdove coincidían en el mismo puerto, ella le pedía muchas veces que invitase al capitán Eliott a cenar. Desde aquella época no se habían visto con frecuencia. A veces pasaban cinco años sin verse. Miraba desde debajo de las blancas cejas a aquel hombre a quien no podía confiarse en aquel momento. Y el otro seguía con sus desahogos íntimos, tan alejado de su oyente como si estuviese hablando desde lo alto de una colina, a dos kilómetros de distancia. Ahora andaba un tanto perplejo por el vapor Sofala. Últimamente le tocaba desenredar todos los líos que le producían en el puerto. Le echarían de menos cuando se fuese al cabo de dieciocho meses, y nombrasen, para cubrir el puesto, cosa probable, a algún oficial retirado de la Armada: un hombre que ni entendería nada ni se ocuparía de nada. Aquel vapor cubría una ruta costera que aseguraba el tráfico comercial hasta un punto tan al norte como era Tenasserim; pero el problema era que no había capitán que quisiese hacerse cargo de él. Nadie estaba dispuesto. Y, naturalmente, él no tenía autoridad para obligar a nadie a coger el puesto.
10 El capitán Whalley, que parecía perdido en un esfuerzo mental como si estuviese efectuando sumas, se sobresaltó un poco. No podía ocurrírsele. La voz del Delegado General vibró sordamente con un ostensible énfasis. Aquel hombre había tenido la suerte de que le tocase el segundo premio de la lotería de Manila. Todos los maquinistas y oficiales compraban participaciones de ese juego. Parecían tener una auténtica manía. Todo el mundo pensaba que se volvería a Inglaterra con el dinero, y se iría al diablo como le pareciese. Pero no. Los propietarios del Sofala habían encargado en Europa un nuevo vapor porque éste resultaba demasiado pequeño y poco moderno para el tráfico que realizaba, y lo vendían a buen precio. Se lanzó a comprarlo. Aquel hombre nunca había mostrado síntomas de ese tipo de intoxicación mental que puede producir la posesión de una gran suma de dinero... hasta que consiguió un buque propio; pero entonces se salió de casillas inmediatamente: irrumpió en el Departamento de Marina por un asunto de transferencias, con el sombrero caído sobre el ojo izquierdo y jugando con un pequeño bastón, y les contó a cada uno de los oficinistas que: «Ahora nadie me puede echar ya. Ahora me toca a mí. Ya no tengo a nadie por encima, ni nunca más tendré a nadie encima». Daba vueltas hinchado por entre las mesas de la oficina, hablando a pleno pulmón, y temblando todo el rato como una hoja, de forma que todo el tiempo que estuvo allí se interrumpió el trabajo de la oficina, y todos los presentes se quedaron con la boca abierta contemplando al bufón. Luego le vieron en las horas más cálidas del día, con el rostro colorado como el fuego recorriendo arriba y abajo los muelles para contemplar su barco desde distintas perspectivas; parecía dispuesto a detener a cualquier desconocido con que se cruzase sólo para hacerle saber que ya no habría nadie por encima de él; que había comprado un barco: que nadie le podría echar ya de su sala de máquinas. Aun siendo una buena compra, el precio del Sofala le llevó casi todo el dinero que le había tocado. No le quedó capital para trabajar. No era mucho problema, porque aquellos eran tiempos de prosperidad para el tráfico costero de vapor, hasta que algunas navieras de la metrópoli pensaron en establecer flotas locales para alimentar sus líneas principales. Una vez se organizaron estas flotas, naturalmente, se llevaron la parte del león; y al mismo tiempo una banda de condenados bribones alemanes pasó al este del Canal de Suez y fue a por todas las migajas. Recorrían ávidamente la costa y todas las islas, yendo a lo barato, como una manada de tiburones, dispuestos a zamparse todo lo que uno dejase caer. Se habían acabado para siempre los buenos tiempos; él valoraba que durante años el Sofala no había hecho otra cosa que ir tirando bien. El capitán Eliott consideraba como un deber ayudar por todos los medios a que no fuese desplazado un navío inglés; y era evidente que si por falta de capitán el Sofala empezaba a perder viajes, pronto perdería el mercado.
11 Lo había pagado él; y con la pipa en la mano se detenía a veces en seco como para escuchar con atención profunda y concentrada el golpeteo amortiguado de las máquinas (sus máquinas) y el leve rechinar de las cadenas del timón, sobre el fondo del continuo restregar del agua contra los flancos del buque. De no ser por esos ruidos el barco hubiera parecido completamente parado, como si estuviese amarrado a un muelle, y tan silencioso como si hubiese desertado de él todo bicho viviente; sólo la costa, la baja costa de barro y mangles con tres palmeras formando un ramo en la jiba, se distinguía cada vez con más detalle, con su alargada silueta; ni un solo rasgo de ella llamaba la atención. Los pasajeros nativos del Sofala yacían en esteras, bajo los toldos; el humo de la chimenea parecía la única señal de vida, relacionada, en misteriosa forma, con el movimiento deslizante. El capitán Whalley, de pie, con unos prismáticos en la mano y el pequeño malayo al lado, como un viejo gigante servido por pigmeo anémico, estaba llevando el buque por las aguas poco profundas del bajío. La cresta submarina de barro, arrancada por la corriente al blando lecho del río, para amontonarlo fuera, lejos, sobre el duro fondo del mar, era difícil de franquear. No teniendo la costa aluvial señales distintivas, había que rastrear la posición del punto de travesía por referencia a la forma de las montañas del interior. Había que buscar una forma aplanada y de cima desigual como una muela, y otra forma más suave, como de silla de montar, entre la gran luminosidad sin nubes que parecía deslizarse flotando como una densa niebla seca que llenase el aire y viniese del agua, velando las distancias y abrasando los ojos. En ese velo de luz sólo destacaba firmemente el borde próximo de la costa, negro azabache casi, de solidez opaca e inmóvil. A cincuenta kilómetros de distancia, la serranía del interior se extendía por el horizonte con perfiles y formas azules, lánguidos y trémulos como un fondo de gasa sutil pintado sobre la textura ondeante de una impalpable cortina tendida hasta el llano de suelo aluvial; y las aberturas del estuario parecían con sus blancos destellos como pedazos de plata engastados en los espacios cuadrados recortados limpiamente en el cuerpo de aquella tierra rodeada de mangles. En la parte de delante del puente el gigante y el pigmeo se hablaban con frecuencia en tranquilos murmullos. Tras ellos Massy estaba de lado con expresión de desdén e inquietud. Sus ojos globulares estaban perfectamente inmóviles, y parecía haber olvidado la larga pipa que sostenía en la mano. En la cubierta de delante del puente, tapada por las apretadas pendientes blancas de los toldos, un marinero nativo había trepado hasta situarse fuera de la batayola. Se ajustó rápidamente una ancha banda de lona de vela bajo los sobacos, y apoyando el pecho en ella se colgó afuera, encima del agua. La manga de la ligera camiseta de algodón, muy corta, dejaba al descubierto un brazo moreno de formas llenas y redondeadas y piel de satén como la de una mujer.
12 Era un hombre de media edad y modales distraídos, aparentemente sumido en una preocupación tan taciturna por sus máquinas que parecía haber perdido la facultad de hablar. Cuando alguien se dirigía directamente a él, no respondía más que con un gruñido o exclamación inarticulada, según la distancia. En todos los años que llevaba en el Sofala nadie recordaba que hubiese intercambiado ni un franco buenos días con ninguno de sus compañeros de tripulación. No parecía ser consciente de que por el mundo circulaba gente; no parecía ver a nadie. En realidad, cuando estaba en tierra hacía como que no conocía a sus compañeros. Se pasaba las comidas (los cuatro blancos del Sofala compartían mesa) mirando desapasionadamente el plato, y cuando acababa se ponía en pie de un brinco y se lanzaba hacia abajo como si se le hubiese ocurrido repentinamente que alguien pudiese robar las máquinas mientras él comía. Cuando el Sofala rendía viaje en el puerto de destino, él desembarcaba regularmente sin que nadie supiese dónde ni cómo empleaba las noches. La flota costera local conservaba la leyenda incoherente y extraña de sus pretensiones por la esposa de un sargento de cierto regimiento de infantería irlandesa. Sin embargo, aquel regimiento había cumplido su turno de guarnición en la plaza hacía siglos, y se había ido a la otra punta del globo, perdiéndose toda noticia de él. A lo largo del año se pasaba en la bebida como cosa de dos o tres veces. En tales ocasiones volvía a bordo en hora más temprana que de costumbre; recorría la cubierta bamboleándose con los brazos extendidos como un equilibrista en la cuerda floja; cerraba la puerta del camarote y empezaba a conversar y discutir consigo mismo durante toda la noche en los tonos más variados; tormentas, burlas y lamentos se sucedían con inagotable persistencia. En su cubil contiguo, Massy, incorporándose sobre el codo, descubría que su ayudante recordaba el nombre de cada uno de los blancos que habían pasado por el Sofala durante años y años. Recordaba el nombre de los que habían muerto, de los que habían vuelto a Inglaterra, de los que se habían ido a América; recordaba con las copas el nombre de hombres cuya relación con el barco había sido tan breve que Massy casi había olvidado las circunstancias y apenas podía evocar sus rostros. La voz ebria del otro lado del mamparo se extendía en comentarios sobre todos ellos con un veneno extraordinario e ingenioso lleno de invenciones escandalosas. Parecía como si todos ellos le hubiesen ofendido de alguna forma, y en venganza les hubiese visto partir a todos. Musitaba sombríamente; reía sardónico; les aplastaba a uno tras otro; menos a su jefe, Massy, del que parloteaba con admiración llena de ingenuidad y malicia. ¡Lista sabandija! No se tropieza uno cada día con hombres como él. Basta mirarle. ¡Ja! ¡Qué grande es! Barco propio. No hay peligro de que a él le vayan mal las cosas. No, ¡el muy bruto! Y Massy, tras escuchar con sonrisa llena de satisfacción aquellos toscos tributos a su grandeza, empezaba a chillar, aporreando el mamparo con ambos puños.
13 Despedido del Fair Maid junto con el resto de la tripulación una vez consumada la venta, había aguardado con su traje azul gastado y su amplio sombrero gris a las puertas de las oficinas del puerto, hasta que un día, al ver que el capitán Whalley iba a contratar tripulantes para el Sofala, le había salido discretamente al paso con sus pies desnudos en el polvo y mirando mudo hacia arriba. Su antiguo patrón había posado la mirada en él bien dispuesto debía de ser un día de suerte y en menos de media hora los blancos de la oficina habían escrito su nombre en un documento como serang del Sofala. Luego había escudriñado repetidamente aquel estuario, aquella costa, desde aquel puente y desde aquel lado del bajío. Los datos del mundo visual caían sobre su mente inocente como sobre placa sensible a través de la lente de una cámara fotográfica. Su conocimiento era absoluto y preciso; de todos modos, si le hubiesen preguntado su opinión, y sobre todo si le hubiesen interrogado a la manera directa y alarmante de los blancos, habría respondido con la vacilación de la ignorancia. Estaba seguro de sus hechos, pero esa seguridad pesaba muy poco frente a la duda de si la respuesta agradaría. Cincuenta años antes, en una aldea de la jungla, y antes de que tuviese un día de vida, su padre (que murió sin llegar a ver nunca un rostro blanco) había hecho vaticinar sobre su nacimiento a un hombre experto y sabio en astrología, porque la disposición de las estrellas puede revelar hasta la última palabra de cualquier destino humano. Su destino había sido prosperar en el mar gracias al favor de diversos hombres blancos. Había fregado las cubiertas de los buques, había estado al timón, había sido pañolero, y la fin había llegado a serang; y su plácida mente seguía siendo incapaz de penetrar en los motivos más simples de aquellos a quienes servía lo mismo que éstos eran incapaces de penetrar la corteza de la tierra para conocer la naturaleza secreta de su corazón, que no saben si es fuego o piedra. Pero no le cabía la menor duda de que el Sofala estaba fuera del curso correcto para cruzar el bajío de Batu Beru. Era un error leve. El barco no podía estar más de dos veces su propia longitud al norte del paso; y un blanco perplejo con razón (porque era imposible atribuir al capitán Whalley un error de ignorancia, falta de oficio o negligencia) se hubiera visto inclinado a dudar del testimonio de los sentidos. Un sentimiento de este tipo mantenía a Massy inmóvil, enseñando los dientes con una sonrisa angustiada. Al serang no le ocurría esto. No le turbaba ninguna desconfianza intelectual hacia los sentidos. Si el capitán quería remover el lodo, estaba bien. A lo largo de su vida había tenido ocasión de ver a los blancos permitirse salidas no menos extrañas. Lo único que realmente le interesaba era ver qué iba a ocurrir. Al cabo, aparentemente satisfecho, se apartó de la barandilla. No había hecho ningún ruido; sin embargo, el capitán Whalley parecía haber observado los movimientos de su serang.
14 Se quejaba de que la promoción en el empleo era muy lenta, y pensaba que ya era tiempo de que intentase conseguir algo en la vida. Parecía como si nadie fuese a morirse nunca ni a dejar la firma; todos estaban aferrados a sus puestos hasta pudrirse; estaba cansado de esperar; y se temía que cuando se produjesen vacantes los mejores servidores de la empresa no fuesen recompensados adecuadamente. Además, el capitán a cuyas órdenes estaba, el capitán Provost, era un hombre absolutamente incomprensible al que había caído mal sin saber por qué. Probablemente, por ser demasiado celoso en el cumplimiento de su deber. Cuando hacía algo mal, aguantaba las reprimendas como un hombre. Pero esperaba que se le tratase también como a un hombre, y no que se dirigiesen a él sistemáticamente como si fuese un perro. Había pedido, lisa y llanamente, al capitán Provost, que le dijese qué delito había cometido, y el capitán Provost, con el mayor desprecio, le había dicho que era un perfecto oficial, y que si le disgustaba la forma en que le hablaba allí tenía la pasarela... podía desembarcar en el acto. Pero todo el mundo sabía qué tipo de persona era el capitán Provost. De nada servía apelar a las oficinas de la firma. El capitán Provost tenía demasiada influencia. De todos modos, tenían que dar buenas referencias de él. Decidió que nada en el mundo iba a cerrarle el paso, y como se había enterado de que el segundo del Sofala estaba hospitalizado por una insolación, pensó que no perdería nada mirando si... Se presentó al capitán Whalley recién afeitado, con el rostro colorado, enjuto, sacando el poco pecho que tenía; recitó su breve historia con toda seguridad y hombría. De vez en cuando parpadeaba ligeramente, y se atusaba con la mano el extremo de un bigote exuberante; sus cejas eran rectas y espesas, de color castaño, y la franqueza de su mirada parecía rozar el descaro. El capitán Whalley le había contratado temporalmente; luego, habiendo mandado los doctores al otro a convalecer a su casa, se había quedado para otro viaje, y luego para otro. Ahora había conseguido ser fijo, y cumplía sus obligaciones con aire de aplicación seria y concentrada. En cuanto le hablaban empezaba a sonreír atentamente, y toda su actitud expresaba gran deferencia; pero el rápido parpadeo que no le dejaba tenía algo de inquietante, como si poseyese el secreto de algún truco universal, impenetrable para los demás mortales, y capaz de burlar a toda la creación. Grave y sonriente, contemplaba cómo Massy bajaba peldaño a peldaño; cuando el primer maquinista alcanzó la cubierta, él le salió al encuentro y se encontraron cara a cara. De parecida estatura pero profundamente distintos, se enfrentaban como si hubiese algo entre ellos... algo más que la brillante faja de luz solar que caía por el amplio espacio de entre los dos toldos, cruzaba de través las estrechas planchas de la cubierta y separaba los pies de los dos como si fuese una corriente; algo profundo y sutil, incalculable, como una comprensión mutua no expresada, un misterio secreto, o algún tipo de miedo.
15 El viento había empezado a cantar en el aparejo; el mar era, a lo largo de la costa, verde y parecía como hinchado un poco por encima de la línea del horizonte, como si de cuando en cuando se derramase, con lenta caída y estrépito de trueno, sobre las sombras del cabo de sotavento; y al otro lado del espacio abierto la más cercana de un grupo de pequeñas islas permanecía envuelta en la neblinosa luz amarilla de un amanecer con mucha brisa; más lejos aún emergían inmóviles las formas redondeadas de otras isletas por encima del agua de los canales intermedios, azotada despiadadamente por la brisa. La ruta habitual del Sofala lo conducía tanto a la ida como a la vuelta a cruzar aquella región infestada de escollos. Seguía un ancho camino de agua y dejaba atrás uno tras otro aquellos grumos de la corteza terrestre que semejaban un escuadrón de galeones desarbolados encallados sin orden ni concierto en un fondo uniforme de rocas y bancos de arena. Realmente, algunos de aquellos trozos de tierra no parecían mayores que un barco varado; otros, muy planos, yacían lamidos por las olas cual almadías ancladas, como pesadas y negras almadías de piedra; varios, redondos por la base y pesadamente boscosos, emergían cual cúpulas achatadas de follaje verde oscuro que se estremecía sombrío de arriba a abajo con las repentinas conmociones de la estación de las lluvias. Las tormentas de la costa estallaban con frecuencia en aquel archipiélago, que se ensombrecía entonces en toda su extensión; se obscurecía más aún y aparecía como más quieto a la luz de los rayos; como más silencioso entre el fragor de los truenos; sus formas borrosas se desvanecían, difuminándose a veces totalmente entre la densa lluvia, para reaparecer nítidas y negras a la luz de la tormenta sobre la sábana gris de las nubes, desperdigadas sobre la redonda mesa de pizarra que era el mar. Invulnerables en las tormentas, resistiendo la labor de los años, imperturbadas por las luchas del mundo, permanecían intactas tal cual aparecieran cuatro siglos antes a los primeros ojos occidentales que las contemplaron desde una carabela de alta popa. Era uno de esos lugares retirados que pueden hallarse en el poblado mar, lo mismo que en tierra da uno a veces con el racimo de casas de una aldea respetada por la inquietud de los hombres, por sus anhelos, por su pensamiento, como olvidada por el tiempo mismo. Habían pasado por allí de largo las vidas de incontables generaciones y las multitudes de albatros, abriéndose paso desde todos los puntos del horizonte para dormir en las peñas exteriores del grupo, desplegaban las evoluciones convergentes de su vuelo en largas y sombrías serpentinas sobre el resplandor del cielo. La nube palpitante de sus alas se hundía y plegaba sobre los pináculos de las rocas, sobre rocas delgadas como agujas de campanario, erguidas como torreones; sobre peñascos que parecían pétreas murallas hendidas y rotas por el rayo... con el adormecido y limpio brillo del agua en cada brecha. El ruido de sus gritos continuados y violentos invadía toda la atmósfera.
16 Pero era como innato en él considerar que no había capitán cuya conducta pudiese resistir la prueba de una atenta vigilancia por parte de un hombre que supiese lo que se traía entre manos y que mantuviese los ojos muy abiertos todo el tiempo. Una vez consiguió empleo fijo a bordo del Sofala dio rienda suelta a sus perennes esperanzas de llegar muy arriba. Para empezar era una gran ventaja tener de capitán a un anciano: es gente que fácilmente dejan el puesto pronto por una razón o por otra. Sin embargo, le produjo gran pesar averiguar que aquel hombre no mostraba indicio alguno de dejar el oficio. De todos modos, la gente mayor se desmorona muchas veces de la noche a la mañana. Además, tenía al propietario maquinista al alcance de la mano, con lo que podía impresionarle con su celo y firmeza. Sterne no dudaba, ni por un instante, de lo obvios que eran sus propios méritos (y realmente, era un oficial excelente); sólo que actualmente los méritos profesionales no bastan para que uno llegue todo lo lejos que puede. Tiene que tener uno cierto empuje, y tiene que poner todas sus facultades en acción. Decidió que si alguien heredaba el mando de aquel vapor, sería él; y no es que apreciase el mando del Sofala como una gran presa, sino simplemente que, sobre todo en Oriente, todo era empezar, y un mando conduce a otro. Empezó por prometerse que se comportaría con gran circunspección; el talante sombrío y fantástico de Massy le intimidaba, resultándole ajeno a la experiencia normal de un hombre de mar; pero era suficientemente inteligente para darse cuenta desde el principio de que se encontraba ante una situación excepcional. Su particular imaginación de rapaz lo captó rápidamente; el sentimiento de que allí había gato encerrado exasperaba su impaciencia por promocionarse. Y así acababa un viaje, y otro, y había empezado el tercero sin ver aún una ocasión a la que aferrarse con alguna esperanza de éxito. Todo era muy raro y muy oscuro; algo estaba sucediendo cerca de él, como separado por un abismo de la vida normal y de la rutina de las labores del barco, que era exactamente como la vida y la rutina de cualquier otro vapor costero de aquel tipo. Mas llegó el día en que hizo el descubrimiento. Se le ocurrió tras tres semanas de atenta observación y de suposiciones que le dejaban perplejo; de repente, como la solución largo tiempo buscada a un problema que de repente se le hace a uno presente como en un relámpago. Aunque no con la misma certeza, ¡santo cielo! ¿Era posible? Tras permanecer unos pocos segundos como herido por el rayo, trató tenazmente de apartar de su mente la idea, como si fuese producto de un deslizamiento insano hacia lo increíble, lo inexplicable, lo nunca oído. ¡La locura! Aquel momento de iluminación había tenido lugar durante el viaje anterior, en el trayecto de vuelta. Acababan de dejar un lugar del continente llamado Pangu; estaban saliendo de una bahía a la mar abierta. Por el Este cerraba el panorama un enorme macizo cubierto por irregular vestido de opulentos matorrales y enredaderas retorcidas.
17 Las márgenes eran más elevadas, formando recias moles inclinadas, y la selva de grandes árboles llegaba hasta la orilla misma. Donde la tierra había cedido a los embates del agua, un empinado corte pardo dejaba al desnudo una masa de raíces enredadas como si peleasen bajo tierra. Y en el aire, las copas entrelazadas, trabadas y cargadas de enredaderas, seguían la lucha por la vida, entremezclando sus follajes en una sólida muralla de hojas, en la que destacaba acá y allá un enorme pilar oscuro, o una brecha, como desgarrón hecho por bala de cañón, que mostraba la impenetrable oscuridad del interior, la sombra secular e inviolable de la selva virgen. El golpeteo de las máquinas reverberaba como latidos de metrónomo que midiesen el vasto silencio, la sombra de la muralla oeste había caído sobre el río, y el humo que salía de la chimenea hacia atrás formaba un torbellino tras el barco, extendiendo un leve velo oscuro sobre las aguas obscuras que, chocando con la marea, parecían permanecer estancadas en toda la longitud de aquel tramo del río. El cuerpo de Sterne, como si tuviese raíces en aquel lugar, temblaba levemente de punta a cabo con la vibración infernal del barco; bajo sus pies se oía a veces un repentino resonar de acero, o el estallido ruidoso de un grito; por la derecha las hojas de las copas capturaban los rayos del sol bajo y parecían brillar con luz propia, verde dorada, rutilante, en torno a las ramas más elevadas, negras sobre el cielo azul claro que parecía pender sobre el lecho del río como el techo de una tienda. Los pasajeros para Batu Beru, arrodillados sobre las planchas, estaban ocupados en enrollar sus jergones de estera; liaban hatillos, aseguraban las cerraduras de cofres de madera. Un chamarilero marcado por la viruela echó la cabeza atrás para beber las últimas gotas de una botella de arcilla antes de envolverla en un lío de sábanas. Grupos de vendedores ambulantes conversaban en voz baja en la cubierta; el séquito de un pequeño rajá de la costa, simples jóvenes de rostro aplanado con bombachos blancos, gorros redondos de algodón blanco y sarongs de colores vivos cruzados sobre hombros de bronce, aguardaban de cuclillas en la escotilla, mascando betel con bocas rojas brillantes como si estuviesen saboreando sangre. Sus lanzas, amontonadas en medio del círculo que formaban los pies desnudos, parecían un desordenado haz de bambúes secos; un chino lívido y flaco, con un gran bulto envuelto en hojas ya bajo el brazo, miraba alerta hacia adelante; un rey errante se frotaba la dentadura con un pedazo de madera, echando por la borda con los labios un brillante chorro de agua; el grueso rajá dormitaba en una tumbona destartalada... y a la vuelta de cada curva reaparecían las dos murallas de hojas, paralelas a las orillas, con su impenetrable solidez que se desvanecía en lo alto entre la leve niebla vaporosa de incontables ramitas libres que surgían de la punta más alta de vetustos troncos, y velludas puntas de enredadera cual delicados surtidores de plata que se erguían sin el menor temblor.
18 En mitad de sus paseos cerraba el puño y daba un súbito golpe a la barandilla, con rabia, como si pudiese hacerle daño. Pero no podía pasar sin el barco; lo necesitaba; tenía que aferrarse a él con uñas y dientes para mantener la cabeza por encima del agua hasta que llegase torrencial el esperado flujo de la fortuna y le transportase al buen recaudo de la alta costa de su ambición. Esa meta era no hacer nada, absolutamente nada, y disponer de muchísimo dinero para mantenerse así. Había catado el poder, la más alta forma de poder de que tenía conocimiento en su limitada experiencia: el poder del armador. ¡Qué decepción! ¡Vanidad de vanidades! Le asombraba lo loco que había sido. Había despreciado la sustancia por la sombra. No conocía lo suficiente las delicias de la riqueza como para excitar la imaginación con visiones de lujo. ¿Cómo iba a poder tenerlas él, hijo de un calderero borracho... que había pasado directamente del taller a la sala de máquinas de una mina del norte? Pero podía concebir muy bien la noción del ocio absoluto que proporcionaba la riqueza. Soñaba en ella para olvidar sus apuros presentes; se imaginaba caminando por las calles de Hull (de niño había conocido muy bien las alcantarillas de esa población) con los bolsillos llenos de soberanos. Se podría comprar una casa; sus hermanas casadas, los maridos de éstas, los antiguos compañeros de taller, le rendirían homenaje infinito. Nada le podría preocupar. Su palabra sería ley. Cuando le tocó el premio, llevaba mucho tiempo sin trabajo, y recordaba que la noche que llegó la noticia, Carlo Mariani (conocido comúnmente como Charley el panzudo), el gerente maltés del hotel del extremo más sórdido de Denham Street, lleno de alegría le había hecho mil reverencias. El pobre Charley, aunque vivía a costa de explotar varios vicios abyectos, les fiaba la comida a muchos despojos blancos. Se alegró ingenuamente al pensar que iba a cobrar tantas facturas atrasadas, y enseguida se imaginó que habría una serie de fiestas en la cavernosa taberna de los sótanos. Massy recordaba el aspecto curioso y respetable de los «despreciables» blancos que la frecuentaban. El pecho le estallaba de satisfacción. Massy dejó con pose altiva el infame garito de Charley en cuanto se dio cuenta de las posibilidades que se le abrían. Luego, el recuerdo de aquellas adulaciones le causaba gran tristeza. Ese era el auténtico poder del dinero... y sin problemas, sin tener que preocuparse. Pensaba con dificultad y tenía sentimientos muy vivos; para su corto cerebro los problemas que se presentaban en cualquier tipo de vida le parecían crueles maquinaciones ideadas por la evidente malicia de los hombres. Siendo armador, todos habían conspirado para convertirle en un don nadie. ¿Cómo podía haber sido tan loco de comprar aquel barco maldito? Había caído en un abominable engaño; el fraude a que estaba sometido no tenía fin, y conforme las dificultades de su ambición nada previsora estrechaban el cerco, llegó realmente a odiar a todos los que en alguna forma habían estado en contacto con él.
19 Temía que le pasase desapercibido algún recóndito principio debido a la inconmensurable riqueza de aquel material. ¿Qué podía ser aquello? Pasaba media hora mudo como un muerto, encorvado sobre el escritorio, sin mover ni un solo músculo. A su espalda todo el camarote estaba lleno de una densa humareda, como si hubiese estallado una bomba sin hacer ruido, sin que nadie lo notase. Al cabo cerraba el escritorio con la decisión de una confianza inquebrantable, se ponía en pie y salía. Echaba a andar rápidamente de acá para allá por la parte de la cubierta de proa que quedaba libre de los trastos y los cuerpos de los pasajeros nativos. Eran un gran engorro, pero también una fuente de beneficios que no se podía despreciar. Necesitaba hasta el último penique de beneficio que pudiese producir el Sofala. ¡Era bien poco, desde luego! La incertidumbre de la suerte no le preocupaba, porque con los años había llegado a la convicción de que a todo número tenía que llegarle la suerte en un momento dado. Era sólo cosa de tiempo y de tomar tantas participaciones como pudiese en cada sorteo. En general, aumentaba la cantidad; todos los ingresos del buque se iban por ese camino, y también los sueldos que se debía a sí mismo como primer maquinista. Lo que lamentaba con pesar razonado y al tiempo apasionado eran los sueldos que pagaba a otros. Les fruncía el ceño a los marineros nativos que empuñaban la escoba en cubierta, a los camareros que frotaban las barandillas de cobre con trapos grasientos; le costaba poco dar un puñetazo en la mesa y rugirle insultos en mal malayo al pobre carpintero... un chino tímido, enfermizo, lleno de opio, que llevaba por todo vestido unos anchos pantalones azules, y que invariablemente soltaba las herramientas y echaba a correr estremeciéndose de pies a cabeza y meneando la coleta ante la furia de aquel «demonio». Pero los momentos en que más le cegaba la rabia eran aquellos en que levantaba la mirada al puente, donde siempre había uno de aquellos estafadores marineros plantados por la ley al mando del buque. Abominaba de todos ellos; era un agravio antiguo, que le duraba desde el momento en que se embarcó por primera vez y se metió en una sala de máquinas, como aprendiz sin experiencia. La de injurias que había recibido. Las persecuciones que había padecido a manos de los patronos... de quienes eran realmente unos don nadie en cuanto a las máquinas de vapor se refería. Y ahora que se había elevado hasta la categoría de armador seguían siendo una plaga: se veía absolutamente obligado a pagar un dinero precioso a aquellos pretenciosos inútiles y engorrosos. Como si un maquinista plenamente cualificado... que al mismo tiempo era propietario... no fuese capaz de hacerse cargo total y exclusivamente de un barco. Bien, sin duda se lo había hecho pasar mal a todos esos. Pero era un pobre consuelo. Con el tiempo había llegado a odiar también el barco por las reparaciones que necesitaba, las facturas de carbón que tenía que pagar, por las miserables tarifas que cobraba.
20 Aparecía y desaparecía tarareando, se limaba las uñas con detención, se frotaba el rostro recién afeitado con agua de Colonia, tomaba el primer te, salía a ver el trabajo de sus coolies. Volvía, hojeaba algunos papeles del escritorio, leía un par de páginas de un libro o se sentaba ante el piano de campo echándose para atrás en el taburete, estirando las piernas, recorriendo el teclado con las manos, balanceándose levemente a derecha e izquierda. Cuando se veía absolutamente obligado a hablar respondía con evasivas vagamente tranquilizadoras, por pura compasión. Y probablemente era ese mismo sentimiento el que le hacía ser tan hospitalario y tan generoso al sacar bebidas carbónicas que a veces se quedaba él toda una semana sin soda. El viejo le había concedido toda la tierra que se tomase la molestia de limpiar; ni más ni menos, una fortuna. Fuese la fortuna o el aislamiento lo que Mr. Van Wick buscaba, había acertado el lugar. Incluso las lanchas de la compañía concesionaria del correo que recorrían las chozas de palma de la costa pasaban muy por fuera de la boca del río Batu Beru. El contrato era viejo: tal vez en cosa de pocos años, cuando expirase, incluirían a Batu Beru en el servicio; entretanto, todo el correo para Mr. Van Wick iba a Manila, desde donde su agente lo mandaba una vez al mes a bordo del Sofala. Por tanto, si Massy se quedaba sin dinero (por comprar demasiada lotería), o tenía dificultades para encontrar un patrón, Mr. Van Wick se veía privado de la correspondencia y los periódicos. Esto le hacía directamente interesado en la suerte del Sofala. Aunque se consideraba un ermitaño (y desde luego no era por antojo pasajero, ya que llevaba ocho años recluido), quería saber lo que ocurría en el mundo. En la galería en un anaquel de nogal (lo había traído el año anterior el Sofala... todo lo traía el Sofala), bajo pisapapeles de bronce, había un montón de The Times, edición semanal, las grandes páginas del Rotterdam Courant, el Graphic con sus cubiertas verdes universales, una publicación ilustrada holandesa sin cubierta, ejemplares de una revista alemana con cubiertas de color «Bismarck malade». También había partituras de música nueva, aunque el piano (traído años antes por el Sofala) estaba notablemente desafinado por la húmeda atmósfera de la selva. Era vejatorio verse durante sesenta días a veces separado de todo, sin medio de saber qué pasaba. Y cuando el Sofala reaparecía Mr. Van Wick bajaba las escaleras de la galería y caminaba por el césped de delante de la casa hasta la orilla, con el blanco ceño fruncido. – Me imagino que algún accidente les obligó a quedar fuera de servicio. Se dirigía al puente, pero seguro que antes de que nadie pudiese contestar Massy habría saltado ya a tierra por encima de al batayola y se habría dirigido a él juntando las palmas de las manos, inclinando la cabeza de cima totalmente engomada con hilos y tiras de pelo negro. Y le irritaba tanto la necesidad de tener que dar esas explicaciones que sus quejidos resultaban auténticamente lastimeros.
21 Había conseguido mantener una disciplina casi militar entre los coolies de aquella hacienda que había dado a luz a partir de la maraña v sombras de la jungla; y la camisa blanca que llevaba cada tarde con peto almidonado y ornado, y cuello alto, parecía indicar que estaba decidido a mantener la ceremonia de la etiqueta, pero se había ceñido una gruesa faja carmesí como concesión a la selva, antes su adversario y ahora compañera. Además, era una precaución higiénica. Abierta por el pecho, le colgaba de los hombros una chaqueta corta de cierta seda ligera. El pelo holgado, bonito, claro en lo alto del cráneo, se ondulaba levemente a los flancos; un bigote cuidadosamente recortado, la frente sin adornos, el brillo de unos zapatos bajos de charol que asomaban bajo el ancho vuelo de pantalones cortados de la misma tela que la delicada chaqueta, completaban una estampa que, con la faja, recordaba a un jefe pirata de novela, y al tiempo la elegancia de un dandy levemente calvo que en su retiro se permitía alguna prenda poco ortodoxa. Era su traje de etiqueta. La hora de llegada del Sofala era una hora antes de ponerse el sol, y el caballero resultaba un tanto pintoresco, y sin duda elegante, al pasear por la orilla, sobre el fondo de césped coronado por un bungalow bajo y alargado con empinada techumbre de palma, cubierto hasta el alero por enredaderas floridas. Mientras estaban amarrando el Sofala él paseaba a la sombra de los escasos árboles que habían quedado cerca del desembarcadero, aguardando para poder subir a bordo. Los blancos de aquel barco no eran de su especie. El viejo sultán (por mucho que sus amistosas invasiones fuesen un engorro) resultaba realmente mucho más aceptable para su gusto exigente. Pero aun así, eran blancos; las visitas periódicas del barco rompían la atareada monotonía sin turbar por ello su reclusión. Además, era necesario desde el punto de vista comercial. Y su vena de precisión innata se irritaba cuando el barco no aparecía en su momento. La causa de esas irregularidades era demasiado absurda, y Massy, en su opinión, un despreciable imbécil. La primera vez que el Sofala reapareció bajo el nuevo acuerdo, contoneando el recodo de río abajo cuando él ya había perdido toda esperanza de volverlo a ver, se irritó tanto que no bajó inmediatamente al desembarcadero. Los criados corrieron a darle con la nueva, y el arrastró una silla hasta junto a la barandilla frontera de la galería, echó los codos sobre ella, apoyó la barbilla en las manos, y quedó contemplando fijamente el barco que amarraban frente a su casa. Podía distinguir fácilmente todos los rostros blancos de a bordo. ¿Qué diablos era aquella especie de patriarca que habían puesto ahora en el puente? Al cabo se levantó y bajó por el sendero de grava. La verdad era que hasta la grava de sus caminos había tenido que importarla por el Sofala. Exasperado y tranquilamente orgulloso, sin prestar atención a nadie, se dirigió directamente a Massy en forma tan decidida que el maquinista, retrocediendo, empezó a tartamudear en forma ininteligible.
22 Casi enfrente del camarote, al otro lado del estrecho pasadizo de debajo del puente, en la estructura de acero que en aquella cubierta rodeaba la zona de calderas y dependencias de la sala de máquinas, había un pañol de mamparas de hierro, techo de hierro y suelo cubierto de hierro, debido al calor de abajo. Allí se amontonaban todo tipo de desperdicios; en un rincón había un cúmulo de chatarra; también había rimeros de latas de petróleo vacías; sacos de borra de algodón, un montón de carbón, una fragua de cubierta, fragmentos de jaulas de gallinas con las paredes hechas jirones, restos de faroles y un sombrero marrón de fieltro, tirado por un hombre ya muerto (de unas fiebres, en la costa del Brasil) que había sido segundo del Sofala, llevaba años aprisionado tras un tramo de tubo de cobre requemado, sacado en alguna época de la sala de máquinas. Una negrura total e implacable dominaba aquel Cafarnaún de cosas olvidadas. Un delgado haz de luz de la linterna de Mr. Massy la atravesó sesgado. Llevaba la chaqueta desabrochada; echó el pestillo (no había otra puerta), y agachándose ante el montón de chatarra, empezó a llenarse los bolsillos de trozos de hierro. Los recogía con cuidado, cual si las tuercas oxidadas, los cerrojos rotos, los eslabones de cadena, hubiesen sido piezas de oro que sólo podía salvar cogiéndolos en aquel momento. Se llenó los bolsillos laterales hasta que se hincharon, el bolsillo de pecho, los interiores. Daba vuelta a las piezas para examinarlas. Rechazaba algunas. En torno a sus ocupadas manos empezó a formarse una fina niebla de óxido en polvo. Mr. Massy tenía cierto conocimiento de la base científica de su astuto truco. Si uno quiere desviar la aguja magnética de la brújula de un barco, el hierro fundido es lo mejor; y muchas piezas pequeñas en el bolsillo de una chaqueta causan mayor efecto que unos pocos trozos mayores, porque de ese modo se consigue una superficie mucho mayor de hierro, y lo que cuenta es la superficie. Se escabulló rápidamente dos pasos bastaron y en el camarote se dio cuenta de que llevaba todas las manos rojas, llenas de orín. Esto le desconcertó, como si las hubiese visto llenas de sangre; se miró la ropa. ¡Toma, los pantalones también! Se había frotado las manos en las perneras. Con las prisas arrancó el botón interior del pecho. Cepilló la chaqueta, se lavó las manos. Con esto perdió ya el aire de culpabilidad, y se sentó a aguardar. Estaba erguido y cargado de hierro. Tenía una abultada y dura masa contra cada cadera, sentía el hierro de los bolsillos en las costillas a cada respiración, y el peso de las bolsas de hierro le cargaba sus hombros. Parecía muy embotado durante aquella espera, y el rostro amarillo, de inmóviles ojos negros, tenía algo de pasivo y triste. Cuando oyó que encima de su cabeza daban ocho campanadas, se levantó y se dispuso a salir. Sus movimientos parecían desorientados, el labio inferior le colgaba un poco, la mirada vagaba por el camarote, y la tremenda tensión de voluntad le había arrebatado todo vestigio de inteligencia.
23 Le atacaron de varias maneras: con preguntas clarísimas, suposiciones ingeniosas, y con indirectas; pero por muy hábiles que fueran, él las eludía todas. Y al final se vieron obligadas a aceptar la información de segunda mano de su vecina lady Lucas. Su impresión era muy favorable, sir William había quedado encantado con él. Era joven, guapísimo, extremadamente agradable y para colmo pensaba asistir al próximo baile con un grupo de amigos. No podía haber nada mejor. El que fuese aficionado al baile era verdaderamente una ventaja a la hora de enamorarse; y así se despertaron vivas esperanzas para conseguir el corazón del señor Bingley. Si pudiera ver a una de mis hijas viviendo felizmente en Netherfield, y a las otras igual de bien casadas, ya no desearía más en la vida le dijo la señora Bennet a su marido. Pocos días después, el señor Bingley le devolvió la visita al señor Bennet y pasó con él diez minutos en su biblioteca. Él había abrigado la esperanza de que se le permitiese ver a las muchachas de cuya belleza había oído hablar mucho; pero no vio más que al padre. Las señoras fueron un poco más afortunadas, porque tuvieron la ventaja de poder comprobar desde una ventana alta que el señor Bingley llevaba un abrigo azul y montaba un caballo negro. Poco después le enviaron una invitación para que fuese a cenar. Y cuando la señora Bennet tenía ya planeados los manjares que darían crédito de su buen hacer de ama de casa, recibieron una respuesta que echaba todo a perder. El señor Bingley se veía obligado a ir a la ciudad al día siguiente, y en consecuencia no podía aceptar el honor de su invitación. La señora Bennet se quedó bastante desconcertada. No podía imaginar qué asuntos le reclamaban en la ciudad tan poco tiempo después de su llegada a Hertfordshire; y empezó a temer que iba a andar siempre revoloteando de un lado para otro sin establecerse definitivamente y como es debido en Netherfield. Lady Lucas apaciguó un poco sus temores llegando a la conclusión de que sólo iría a Londres para reunir a un grupo de amigos para la fiesta. Y pronto corrió el rumor de que Bingley iba a traer a doce damas y a siete caballeros para el baile. Las muchachas se afligieron por semejante número de damas; pero el día antes del baile se consolaron al oír que en vez de doce había traído sólo a seis, cinco hermanas y una prima. Y cuando el día del baile entraron en el salón, sólo eran cinco en total: el señor Bingley, sus dos hermanas, el marido de la mayor y otro joven. El señor Bingley era apuesto, tenía aspecto de caballero, semblante agradable y modales sencillos y poco afectados. Sus hermanas eran mujeres hermosas y de indudable elegancia. Su cuñado, el señor Hurst, casi no tenía aspecto de caballero; pero fue su amigo el señor Darcy el que pronto centró la atención del salón por su distinguida personalidad, era un hombre alto, de bonitas facciones y de porte aristocrático. Pocos minutos después de su entrada ya circulaba el rumor de que su renta era de diez mil libras al año.
24 Elizabeth escuchaba en silencio, pero no estaba convencida. El comportamiento de las hermanas de Bingley no había sido a propósito para agradar a nadie. Mejor observadora que su hermana, con un temperamento menos flexible y un juicio menos propenso a dejarse influir por los halagos, Elizabeth estaba poco dispuesta a aprobar a las Bingley. Eran, en efecto, unas señoras muy finas, bastante alegres cuando no se las contrariaba y, cuando ellas querían, muy agradables; pero orgullosas y engreídas. Eran bastante bonitas; habían sido educadas en uno de los mejores colegios de la capital y poseían una fortuna de veinte mil libras; estaban acostumbradas a gastar más de la cuenta y a relacionarse con gente de rango, por lo que se creían con el derecho de tener una buena opinión de sí mismas y una pobre opinión de los demás. Pertenecían a una honorable familia del norte de Inglaterra, circunstancia que estaba más profundamente grabada en su memoria que la de que tanto su fortuna como la de su hermano había sido hecha en el comercio. El señor Bingley heredó casi cien mil libras de su padre, quien ya había tenido la intención de comprar una mansión pero no vivió para hacerlo. El señor Bingley pensaba de la misma forma y a veces parecía decidido a hacer la elección dentro de su condado; pero como ahora disponía de una buena casa y de la libertad de un propietario, los que conocían bien su carácter tranquilo dudaban el que no pasase el resto de sus días en Netherfield y dejase la compra para la generación venidera. Sus hermanas estaban ansiosas de que él tuviera una mansión de su propiedad. Pero aunque en la actualidad no fuese más que arrendatario, la señorita Bingley no dejaba por eso de estar deseosa de presidir su mesa; ni la señora Hurst, que se había casado con un hombre más elegante que rico, estaba menos dispuesta a considerar la casa de su hermano como la suya propia siempre que le conviniese. A los dos años escasos de haber llegado el señor Bingley a su mayoría de edad, una casual recomendación le indujo a visitar la posesión de Netherfield. La vio por dentro y por fuera durante media hora, y se dio por satisfecho con las ponderaciones del propietario, alquilándola inmediatamente. Ente él y Darcy existía una firme amistad a pesar de tener caracteres tan opuestos. Bingley había ganado la simpatía de Darcy por su temperamento abierto y dócil y por su naturalidad, aunque no hubiese una forma de ser que ofreciese mayor contraste a la suya y aunque él parecía estar muy satisfecho de su carácter. Bingley sabía el respeto que Darcy le tenía, por lo que confiaba plenamente en él, así como en su buen criterio. Entendía a Darcy como nadie. Bingley no era nada tonto, pero Darcy era mucho más inteligente. Era al mismo tiempo arrogante, reservado y quisquilloso, y aunque era muy educado, sus modales no le hacían nada atractivo. En lo que a esto respecta su amigo tenía toda la ventaja, Bingley estaba seguro de caer bien dondequiera que fuese, sin embargo Darcy era siempre ofensivo.
25 En Meryton se separaron; las dos menores se dirigieron a casa de la esposa de uno de los oficiales y Elizabeth continuó su camino sola. Cruzó campo tras campo a paso ligero, saltó cercas y sorteó charcos con impaciencia hasta que por fin se encontró ante la casa, con los tobillos empapados, las medias sucias y el rostro encendido por el ejercicio. La pasaron al comedor donde estaban todos reunidos menos Jane, y donde su presencia causó gran sorpresa. A la señora Hurst y a la señorita Bingley les parecía increíble que hubiese caminado tres millas sola, tan temprano y con un tiempo tan espantoso. Elizabeth quedó convencida de que la hicieron de menos por ello. No obstante, la recibieron con mucha cortesía, pero en la actitud del hermano había algo más que cortesía: había buen humor y amabilidad. El señor Darcy habló poco y el señor Hurst nada de nada. El primero fluctuaba entre la admiración por la luminosidad que el ejercicio le había dado a su rostro y la duda de si la ocasión justificaba el que hubiese venido sola desde tan lejos. El segundo sólo pensaba en su desayuno. Las preguntas que Elizabeth hizo acerca de su hermana no fueron contestadas favorablemente. La señorita Bennet había dormido mal, y, aunque se había levantado, tenía mucha fiebre y no estaba en condiciones de salir de su habitación. Elizabeth se alegró de que la llevasen a verla inmediatamente; y Jane, que se había contenido de expresar en su nota cómo deseaba esa visita, por miedo a ser inconveniente o a alarmarlos, se alegró muchísimo al verla entrar. A pesar de todo no tenía ánimo para mucha conversación. Cuando la señorita Bingley las dejó solas, no pudo formular más que gratitud por la extraordinaria amabilidad con que la trataban en aquella casa. Elizabeth la atendió en silencio. Cuando acabó el desayuno, las hermanas Bingley se reunieron con ellas; y a Elizabeth empezaron a parecerle simpáticas al ver el afecto y el interés que mostraban por Jane. Vino el médico y examinó a la paciente, declarando, como era de suponer, que había cogido un fuerte resfriado y que debían hacer todo lo posible por cuidarla. Le recomendó que se metiese otra vez en la cama y le recetó algunas medicinas. Siguieron las instrucciones del médico al pie de la letra, ya que la fiebre había aumentado y el dolor de cabeza era más agudo. Elizabeth no abandonó la habitación ni un solo instante y las otras señoras tampoco se ausentaban por mucho tiempo. Los señores estaban fuera porque en realidad nada tenían que hacer allí. Cuando dieron las tres, Elizabeth comprendió que debía marcharse, y, aunque muy en contra de su voluntad, así lo expresó. La señorita Bingley le ofreció el carruaje; Elizabeth sólo estaba esperando que insistiese un poco más para aceptarlo, cuando Jane comunicó su deseo de marcharse con ella; por lo que la señorita Bingley se vio obligada a convertir el ofrecimiento del landó en una invitación para que se quedase en Netherfield. Elizabeth aceptó muy agradecida, y mandaron un criado a Longbourn para hacer saber a la familia que se quedaba y para que le enviasen ropa.
26 De acuerdo con su hermana, Elizabeth escribió a su madre a la mañana siguiente, pidiéndole que les mandase el coche aquel mismo día. Pero la señora Bennet había calculado que sus hijas estarían en Netherfield hasta el martes en que haría una semana justa que Jane había llegado allí, y no estaba dispuesta a que regresara antes de la fecha citada. Así, pues, su respuesta no fue muy favorable o, por lo menos, no fue la respuesta que Elizabeth hubiera deseado, pues estaba impaciente por volver a su casa. La señora Bennet les contestó que no le era posible enviarles el coche antes del martes; en la posdata añadía que si el señor Bingley y su hermana les insistían para que se quedasen más tiempo, no lo dudasen, pues podía pasar muy bien sin ellas. Sin embargo, Elizabeth estaba dispuesta a no seguir allí por mucho que se lo pidieran; temiendo, al contrario, resultar molestas por quedarse más tiempo innecesariamente, rogó a Jane que le pidiese el coche a Bingley en seguida; y, por último, decidieron exponer su proyecto de salir de Netherfield aquella misma mañana y pedir que les prestasen el coche. La noticia provocó muchas manifestaciones de preocupación; les expresaron reiteradamente su deseo de que se quedasen por los menos hasta el día siguiente, y no hubo más remedio que demorar la marcha hasta entonces. A la señorita Bingley le pesó después haber propuesto la demora, porque los celos y la antipatía que sentía por una de las hermanas era muy superior al afecto que sentía por la otra. Al señor de la casa le causó mucha tristeza el saber que se iban a ir tan pronto, e intentó insistentemente convencer a Jane de que no sería bueno para ella, porque todavía no estaba totalmente recuperada; pero Jane era firme cuando sabía que obraba como debía. A Darcy le pareció bien la noticia. Elizabeth había estado ya bastante tiempo en Netherfield. Le atraía más de lo que él quería y la señorita Bingley era descortés con ella, y con él más molesta que nunca. Se propuso tener especial cuidado en que no se le escapase ninguna señal de admiración ni nada que pudiera hacer creer a Elizabeth que tuviera ninguna influencia en su felicidad. Consciente de que podía haber sugerido semejante idea, su comportamiento durante el último día debía ser decisivo para confirmársela o quitársela de la cabeza. Firme en su propósito, apenas le dirigió diez palabras en todo el sábado y, a pesar de que los dejaron solos durante media hora, se metió de lleno en su libro y ni siquiera la miró. El domingo, después del oficio religioso de la mañana, tuvo lugar la separación tan grata para casi todos. La cortesía de la señorita Bingley con Elizabeth aumentó rápidamente en el último momento, así como su afecto por Jane. Al despedirse, después de asegurar a esta última el placer que siempre le daría verla tanto en Longbourn como en Netherfield y darle un tierno abrazo, a la primera sólo le dio la mano. Elizabeth se despidió de todos con el espíritu más alegre que nunca. La madre no fue muy cordial al darles la bienvenida.
27 El señor Collins no era un hombre inteligente, y a las deficiencias de su naturaleza no las había ayudado nada ni su educación ni su vida social. Pasó la mayor parte de su vida bajo la autoridad de un padre inculto y avaro; y aunque fue a la universidad, sólo permaneció en ella los cursos meramente necesarios y no adquirió ningún conocimiento verdaderamente útil. La sujeción con que le había educado su padre, le había dado, en principio, gran humildad a su carácter, pero ahora se veía contrarrestada por una vanidad obtenida gracias a su corta inteligencia, a su vida retirada y a los sentimientos inherentes a una repentina e inesperada prosperidad. Una afortunada casualidad le había colocado bajo el patronato de lady Catherine de Bourgh, cuando quedó vacante la rectoría de Hunsford, y su respeto al alto rango de la señora y la veneración que le inspiraba por ser su patrona, unidos a un gran concepto de sí mismo, a su autoridad de clérigo y a sus derechos de rector, le habían convertido en una mezcla de orgullo y servilismo, de presunción y modestia. Puesto que ahora ya poseía una buena casa y unos ingresos más que suficientes, Collins estaba pensando en casarse. En su reconciliación con la familia de Longbourn, buscaba la posibilidad de realizar su proyecto, pues tenía pensado escoger a una de las hijas, en el caso de que resultasen tan hermosas y agradables como se decía. Éste era su plan de enmienda, o reparación, por heredar las propiedades del padre, plan que le parecía excelente, ya que era legítimo, muy apropiado, a la par que muy generoso y desinteresado por su parte. Su plan no varió en nada al verlas. El rostro encantador de Jane le confirmó sus propósitos y corroboró todas sus estrictas nociones sobre la preferencia que debe darse a las hijas mayores; y así, durante la primera velada, se decidió definitivamente por ella. Sin embargo, a la mañana siguiente tuvo que hacer una alteración; pues antes del desayuno, mantuvo una conversación de un cuarto de hora con la señora Bennet. Empezaron hablando de su casa parroquial, lo que le llevó, naturalmente, a confesar sus esperanzas de que pudiera encontrar en Longbourn a la que había de ser señora de la misma. Entre complacientes sonrisas y generales estímulos, la señora Bennet le hizo una advertencia sobre Jane: "En cuanto a las hijas menores, no era ella quien debía argumentarlo; no podía contestar positivamente, aunque no sabía que nadie les hubiese hecho proposiciones; pero en lo referente a Jane, debía prevenirle, aunque, al fin y al cabo, era cosa que sólo a ella le incumbía, de que posiblemente no tardaría en comprometerse". Collins sólo tenía que sustituir a Jane por Elizabeth; y, espoleado por la señora Bennet, hizo el cambio rápidamente. Elizabeth, que seguía a Jane en edad y en belleza, fue la nueva candidata. La señora Bennet se dio por enterada, y confiaba en que pronto tendría dos hijas casadas. El hombre de quien el día antes no quería ni oír hablar, se convirtió de pronto en el objeto de su más alta estimación.
28 El proyecto de Lydia de ir a Meryton seguía en pie. Todas las hermanas, menos Mary, accedieron a ir con ella. El señor Collins iba a acompañarlas a petición del señor Bennet, que tenía ganas de deshacerse de su pariente y tener la biblioteca sólo para él; pues allí le había seguido el señor Collins después del desayuno y allí continuaría, aparentemente ocupado con uno de los mayores folios de la colección, aunque, en realidad, hablando sin cesar al señor Bennet de su casa y de su jardín de Hunsford. Tales cosas le descomponían enormemente. La biblioteca era para él el sitio donde sabía que podía disfrutar de su tiempo libre con tranquilidad. Estaba dispuesto, como le dijo a Elizabeth, a soportar la estupidez y el engreimiento en cualquier otra habitación de la casa, pero en la biblioteca quería verse libre de todo eso. Así es que empleó toda su cortesía en invitar a Collins a acompañar a sus hijas en su paseo; y Collins, a quien se le daba mucho mejor pasear que leer, vio el cielo abierto. Cerró el libro y se fue. Y entre pomposas e insulsas frases, por su parte, y corteses asentimientos, por la de sus primas, pasó el tiempo hasta llegar a Meryton. Desde entonces, las hermanas menores ya no le prestaron atención. No tenían ojos más que para buscar oficiales por las calles. Y a no ser un sombrero verdaderamente elegante o una muselina realmente nueva, nada podía distraerlas. Pero la atención de todas las damiselas fue al instante acaparada por un joven al que no habían visto antes, que tenía aspecto de ser todo un caballero, y que paseaba con un oficial por el lado opuesto de la calle. El oficial era el señor Denny en persona, cuyo regreso de Londres había venido Lydia a averiguar, y que se inclinó para saludarlas al pasar. Todas se quedaron impresionadas con el porte del forastero y se preguntaban quién podría ser. Kitty y Lydia, decididas a indagar, cruzaron la calle con el pretexto de que querían comprar algo en la tienda de enfrente, alcanzando la acera con tanta fortuna que, en ese preciso momento, los dos caballeros, de vuelta, llegaban exactamente al mismo sitio. El señor Denny se dirigió directamente a ellas y les pidió que le permitiesen presentarles a su amigo, el señor Wickham, que había venido de Londres con él el día anterior, y había tenido la bondad de aceptar un destino en el Cuerpo. Esto ya era el colmo, pues pertenecer al regimiento era lo único que le faltaba para completar su encanto. Su aspecto decía mucho en su favor, era guapo y esbelto, de trato muy afable. Hecha la presentación, el señor Wickham inició una conversación con mucha soltura, con la más absoluta corrección y sin pretensiones. Aún estaban todos allí de pie charlando agradablemente, cuando un ruido de caballos atrajo su atención y vieron a Darcy y a Bingley que, en sus cabalgaduras, venían calle abajo. Al distinguir a las jóvenes en el grupo, los dos caballeros fueron hacia ellas y empezaron los saludos de rigor. Bingley habló más que nadie y Jane era el objeto principal de su conversación.
29 En ese momento, dijo, iban de camino a Longbourn para saber cómo se encontraba; Darcy lo corroboró con una inclinación; y estaba procurando no fijar su mirada en Elizabeth, cuando, de repente, se quedaron paralizados al ver al forastero. A Elizabeth, que vio el semblante de ambos al mirarse, le sorprendió mucho el efecto que les había causado el encuentro. Los dos cambiaron de calor, uno se puso pálido y el otro colorado. Después de una pequeña vacilación, Wickham se llevó la mano al sombrero, a cuyo saludo se dignó corresponder Darcy. ¿Qué podría significar aquello? Era imposible imaginarlo, pero era también imposible no sentir una gran curiosidad por saberlo. Un momento después, Bingley, que pareció no haberse enterado de lo ocurrido, se despidió y siguió adelante con su amigo. Denny y Wickham continuaron paseando con las muchachas hasta llegar a la puerta de la casa del señor Philips, donde hicieron las correspondientes reverencias y se fueron a pesar de los insistentes ruegos de Lydia para que entrasen y a pesar también de que la señora Philips abrió la ventana del vestíbulo y se asomó para secundar a voces la invitación. La señora Philips siempre se alegraba de ver a sus sobrinas. Las dos mayores fueron especialmente bien recibidas debido a su reciente ausencia. Les expresó su sorpresa por el rápido regreso a casa, del que nada habría sabido, puesto que no volvieron en su propio coche, a no haberse dado la casualidad de encontrarse con el mancebo del doctor Jones, quien le dijo que ya no tenía que mandar más medicinas a Netherfield porque las señoritas Bennet se habían ido. Entonces Jane le presentó al señor Collins a quien dedicó toda su atención. Le acogió con la más exquisita cortesía, a la que Collins correspondió con más finura aún, disculpándose por haberse presentado en su casa sin que ella hubiese sido advertida previamente, aunque él se sentía orgulloso de que fuese el parentesco con sus sobrinas lo que justificaba dicha intromisión. La señora Philips se quedó totalmente abrumada con tal exceso de buena educación. Pero pronto tuvo que dejar de lado a este forastero, por las exclamaciones y preguntas relativas al otro. La señora Philips no podía decir a sus sobrinas más de lo que ya sabían: que el señor Denny lo había traído de Londres y que se iba a quedar en la guarnición del condado con el grado de teniente. Agregó que lo había estado observando mientras paseaba por la calle; y si el señor Wickham hubiese aparecido entonces, también Kitty y Lydia se habrían acercado a la ventana para contemplarlo, pero por desgracia, en aquellos momentos no pasaban más que unos cuantos oficiales que, comparados con el forastero, resultaban "unos sujetos estúpidos y desagradables". Algunos de estos oficiales iban a cenar al día siguiente con los Philips, y la tía les prometió que le diría a su marido que visitase a Wickham para que lo invitase también a él, si la familia de Longbourn quería venir por la noche. Así lo acordaron, y la señora Philips les ofreció jugar a la lotería y tomar después una cena caliente.
30 Como no se puso ningún inconveniente al compromiso de las jóvenes con su tía y los reparos del señor Collins por no dejar a los señores Bennet ni una sola velada durante su visita fueron firmemente rechazados, a la hora adecuada el coche partió con él y sus cinco primas hacia Meryton. Al entrar en el salón de los Philips, las chicas tuvieron la satisfacción de enterarse de que Wickham había aceptado la invitación de su tío y de que estaba en la casa. Después de recibir esta información, y cuando todos habían tomado asiento, Collins pudo observar todo a sus anchas; las dimensiones y el mobiliario de la pieza le causaron tal admiración, que confesó haber creído encontrarse en el comedorcito de verano de Rosings. Esta comparación no despertó ningún entusiasmo al principio; pero cuando la señora Philips oyó de labios de Collins lo que era Rosings y quién era su propietaria, cuando escuchó la descripción de uno de los salones de lady Catherine y supo que sólo la chimenea había costado ochocientas libras, apreció todo el valor de aquel cumplido y casi no le habría molestado que hubiese comparado su salón con la habitación del ama de llaves de los Bourgh. Collins se entretuvo en contarle a la señora Philips todas las grandezas de lady Catherine y de su mansión, haciendo mención de vez en cuando de su humilde casa y de las mejoras que estaba efectuando en ella, hasta que llegaron los caballeros. Collins encontró en la señora Philips una oyente atenta cuya buena opinión del rector aumentaba por momentos con lo que él le iba explicando, y ya estaba pensando en contárselo todo a sus vecinas cuanto antes. A las muchachas, que no podían soportar a su primo, y que no tenían otra cosa que hacer que desear tener a mano un instrumento de música y examinar las imitaciones de china de la repisa de la chimenea, se les estaba haciendo demasiado larga la espera. Pero por fin aparecieron los caballeros. Cuando Wickham entró en la estancia, Elizabeth notó que ni antes se había fijado en él ni después lo había recordado con la admiración suficiente. Los oficiales de la guarnición del condado gozaban en general de un prestigio extraordinario; eran muy apuestos y los mejores se hallaban ahora en la presente reunión. Pero Wickham, por su gallardía, por su soltura y por su airoso andar era tan superior a ellos, como ellos lo eran al rechoncho tío Philips, que entró el último en el salón apestando a oporto. El señor Wickham era el hombre afortunado al que se tornaban casi todos los ojos femeninos; y Elizabeth fue la mujer afortunada a cuyo lado decidió él tomar asiento. Wickham inició la conversación de un modo tan agradable, a pesar de que se limitó a decir que la noche era húmeda y que probablemente llovería mucho durante toda la estación, que Elizabeth se dio cuenta de que los tópicos más comunes, más triviales y más manidos, pueden resultar interesantes si se dicen con destreza. Con unos rivales como Wickham y los demás oficiales en acaparar la atención de las damas, Collins parecía hundirse en su insignificancia.
31 Charlotte le aseguró que se alegraba de poder hacer algo por ella, y que eso le compensaba el pequeño sacrificio que le suponía dedicarle su tiempo. Era muy amable de su parte, pero la amabilidad de Charlotte iba más lejos de lo que Elizabeth podía sospechar: su objetivo no era otro que evitar que Collins le volviese a dirigir sus cumplidos a su amiga, atrayéndolos para sí misma. Éste era el plan de Charlotte, y las apariencias le fueron tan favorables que al separarse por la noche casi habría podido dar por descontado el éxito, si Collins no tuviese que irse tan pronto de Hertfordshire. Pero al concebir esta duda, no hacía justicia al fogoso e independiente carácter de Collins; a la mañana siguiente se escapó de Longbourn con admirable sigilo y corrió a casa de los Lucas para rendirse a sus pies. Quiso ocultar su salida a sus primas porque si le hubiesen visto habrían descubierto su intención, y no quería publicarlo hasta estar seguro del éxito; aunque se sentía casi seguro del mismo, pues Charlotte le había animado lo bastante, pero desde su aventura del miércoles estaba un poco falto de confianza. No obstante, recibió una acogida muy halagüeña. La señorita Lucas le vio llegar desde una ventana, y al instante salió al camino para encontrarse con él como de casualidad. Pero poco podía ella imaginarse cuánto amor y cuánta elocuencia le esperaban. En el corto espacio de tiempo que dejaron los interminables discursos de Collins, todo quedó arreglado entre ambos con mutua satisfacción. Al entrar en la casa, Collins le suplicó con el corazón que señalase el día en que iba a hacerle el más feliz de los hombres; y aunque semejante solicitud debía ser aplazada de momento, la dama no deseaba jugar con su felicidad. La estupidez con que la naturaleza la había dotado privaba a su cortejo de los encantos que pueden inclinar a una mujer a prolongarlo; a la señorita Lucas, que lo había aceptado solamente por el puro y desinteresado deseo de casarse, no le importaba lo pronto que este acontecimiento habría de realizarse. Se lo comunicaron rápidamente a sir William y a lady Lucas para que les dieran su consentimiento, que fue otorgado con la mayor presteza y alegría. La situación de Collins le convertía en un partido muy apetecible para su hija, a quien no podían legar más que una escasa fortuna, y las perspectivas de un futuro bienestar eran demasiado tentadoras. Lady Lucas se puso a calcular seguidamente y con más interés que nunca cuántos años más podría vivir el señor Bennet, y sir William expresó su opinión de que cuando Collins fuese dueño de Longbourn sería muy conveniente que él y su mujer hiciesen su aparición en St. James. Total que toda la familia se regocijó muchísimo por la noticia. Las hijas menores tenían la esperanza de ser presentadas en sociedad un año o dos antes de lo que lo habrían hecho de no ser por esta circunstancia. Los hijos se vieron libres del temor de que Charlotte se quedase soltera. Charlotte estaba tranquila. Había ganado la partida y tenía tiempo para considerarlo.
32 Elizabeth se sintió obligada a ayudarle a salir de tan enojosa situación, y confirmó sus palabras, revelando lo que ella sabía por la propia Charlotte. Trató de poner fin a las exclamaciones de su madre y de sus hermanas felicitando calurosamente a sir William, en lo que pronto fue secundada por Jane, y comentando la felicidad que se podía esperar del acontecimiento, dado el excelente carácter del señor Collins y la conveniente distancia de Hunsford a Londres. La señora Bennet estaba ciertamente demasiado sobrecogida para hablar mucho mientras sir William permaneció en la casa; pero, en cuanto se fue, se desahogó rápidamente. Primero, insistía en no creer ni una palabra; segundo, estaba segura de que a Collins lo habían engañado; tercero, confiaba en que nunca serían felices juntos; y cuarto, la boda no se llevaría a cabo. Sin embargo, de todo ello se desprendían claramente dos cosas: que Elizabeth era la verdadera causa de toda la desgracia, y que ella, la señora Bennet, había sido tratada de un modo bárbaro por todos. El resto del día lo pasó despotricando, y no hubo nada que pudiese consolarla o calmarla. Tuvo que pasar una semana antes de que pudiese ver a Elizabeth sin reprenderla; un mes, antes de que dirigiera la palabra a sir William o a lady Lucas sin ser grosera; y mucho, antes de que perdonara a Charlotte. El estado de ánimo del señor Bennet ante la noticia era más tranquilo; es más, hasta se alegró, porque de este modo podía comprobar, según dijo, que Charlotte Lucas, a quien nunca tuvo por muy lista, era tan tonta como su mujer, y mucho más que su hija. Jane confesó que se había llevado una sorpresa; pero habló menos de su asombro que de sus sinceros deseos de que ambos fuesen felices, ni siquiera Elizabeth logró hacerle ver que semejante felicidad era improbable. Catherine y Lydia estaban muy lejos de envidiar a la señorita Lucas, pues Collins no era más que un clérigo y el suceso no tenía para ellas más interés que el de poder difundirlo por Meryton. Lady Lucas no podía resistir la dicha de poder desquitarse con la señora Bennet manifestándole el consuelo que le suponía tener una hija casada; iba a Longbourn con más frecuencia que de costumbre para contar lo feliz que era, aunque las poco afables miradas y los comentarios mal intencionados de la señora Bennet podrían haber acabado con toda aquella felicidad. Entre Elizabeth y Charlotte había una barrera que les hacía guardar silencio sobre el tema, y Elizabeth tenía la impresión de que ya no volvería a existir verdadera confianza entre ellas. La decepción que se había llevado de Charlotte le hizo volverse hacia su hermana con más cariño y admiración que nunca, su rectitud y su delicadeza le garantizaban que su opinión sobre ella nunca cambiaría, y cuya felicidad cada día la tenía más preocupada, pues hacía ya una semana que Bingley se había marchado y nada se sabía de su regreso. Jane contestó en seguida la carta de Caroline Bingley, y calculaba los días que podía tardar en recibir la respuesta.
33 Sin otros acontecimientos importantes en la familia de Longbourn, ni más variación que los paseos a Meryton, unas veces con lodo y otras con frío, transcurrieron los meses de enero y febrero. Marzo era el mes en el que Elizabeth iría a Hunsford. Al principio no pensaba en serio ir. Pero vio que Charlotte lo daba por descontado, y poco a poco fue haciéndose gustosamente a la idea hasta decidirse. Con la ausencia, sus deseos de ver a Charlotte se habían acrecentado y la manía que le tenía a Collins había disminuido. El proyecto entrañaba cierta novedad, y como con tal madre y tan insoportables hermanas, su casa no le resultaba un lugar muy agradable, no podía menospreciar ese cambio de aires. El viaje le proporcionaba, además, el placer de ir a dar un abrazo a Jane; de tal manera que cuando se acercó la fecha, hubiese sentido tener que aplazarla. Pero todo fue sobre ruedas y el viaje se llevó a efecto según las previsiones de Charlotte. Elizabeth acompañaría a sir William y a su segunda hija. Y para colmo, decidieron pasar una noche en Londres; el plan quedó tan perfecto que ya no se podía pedir más. Lo único que le daba pena a Elizabeth era separarse de su padre, porque sabía que la iba a echar de menos, y cuando llegó el momento de la partida se entristeció tanto que le encargó a su hija que le escribiese e incluso prometió contestar a su carta. La despedida entre Wickham y Elizabeth fue muy cordial, aún más por parte de Wickham. Aunque en estos momentos estaba ocupado en otras cosas, no podía olvidar que ella fue la primera que excitó y mereció su atención, la primera en escucharle y compadecerle y la primera en agradarle. Y en su manera de decirle adiós, deseándole que lo pasara bien, recordándole lo que le parecía lady Catherine de Bourgh y repitiéndole que sus opiniones sobre la misma y sobre todos los demás coincidirían siempre, hubo tal solicitud y tal interés, que Elizabeth se sintió llena del más sincero afecto hacia él y partió convencida de que siempre consideraría a Wickham, soltero o casado, como un modelo de simpatía y sencillez. Sus compañeros de viaje del día siguiente no eran los más indicados para que Elizabeth se acordase de Wickham con menos agrado. Sir William y su hija María, una muchacha alegre pero de cabeza tan hueca como la de su padre, no dijeron nada que valiese la pena escuchar; de modo que oírles a ellos era para Elizabeth lo mismo que oír el traqueteo del carruaje. A Elizabeth le divertían los despropósitos, pero hacía ya demasiado tiempo que conocía a sir William y no podía decirle nada nuevo acerca de las maravillas de su presentación en la corte y de su título de "Sir", y sus cortesías eran tan rancias como sus noticias. El viaje era sólo de veinticuatro millas y lo emprendieron tan temprano que a mediodía estaban ya en la calle Gracechurch. Cuando se dirigían a la puerta de los Gardiner, Jane estaba en la ventana del salón contemplando su llegada; cuando entraron en el vestíbulo, ya estaba allí para darles la bienvenida.
34 A un lado del sendero corría la empalizada de la finca de Rosings. Elizabeth sonrió al acordarse de todo lo que había oído decir de sus habitantes. Por fin vislumbraron la casa parroquial. El jardín que se extendía hasta el camino, la casa que se alzaba en medio, la verde empalizada y el seto de laurel indicaban que ya habían llegado. Collins y Charlotte aparecieron en la puerta, y el carruaje se detuvo ante una pequeña entrada que conducía a la casa a través de un caminito de gravilla, entre saludos y sonrisas generales. En un momento se bajaron todos del landó, alegrándose mutuamente al verse. La señora Collins dio la bienvenida a su amiga con el más sincero agrado, y Elizabeth, al ser recibida con tanto cariño, estaba cada vez más contenta de haber venido. Observó al instante que las maneras de su primo no habían cambiado con el matrimonio; su rígida cortesía era exactamente la misma de antes, y la tuvo varios minutos en la puerta para hacerle preguntas sobre toda la familia. Sin más dilación que las observaciones de Collins a sus huéspedes sobre la pulcritud de la entrada, entraron en la casa. Una vez en el recibidor, Collins con rimbombante formalidad, les dio por segunda vez la bienvenida a su humilde casa, repitiéndoles punto por punto el ofrecimiento que su mujer les había hecho de servirles un refresco. Elizabeth estaba preparada para verlo ahora en su ambiente, y no pudo menos que pensar que al mostrarles las buenas proporciones de la estancia, su aspecto y su mobiliario, Collins se dirigía especialmente a ella, como si deseara hacerle sentir lo que había perdido al rechazarle. Pero aunque todo parecía reluciente y confortable, Elizabeth no pudo gratificarle con ninguna señal de arrepentimiento, sino que más bien se admiraba de que su amiga pudiese tener un aspecto tan alegre con semejante compañero. Cuando Collins decía algo que forzosamente tenía que avergonzar a su mujer, lo que sucedía no pocas veces, Elizabeth volvía involuntariamente los ojos hacia Charlotte. Una vez o dos pudo descubrir que ésta se sonrojaba ligeramente; pero, por lo común, Charlotte hacía como que no le oía. Después de estar sentados durante un rato, el suficiente para admirar todos y cada uno de los muebles, desde el aparador a la rejilla de la chimenea, y para contar el viaje y todo lo que había pasado en Londres, el señor Collins les invitó a dar un paseo por el jardín, que era grande y bien trazado y de cuyo cuidado se encargaba él personalmente. Trabajar en el jardín era uno de sus más respetados placeres; Elizabeth admiró la seriedad con la que Charlotte hablaba de lo saludable que era para Collins y confesó que ella misma lo animaba a hacerlo siempre que le fuera posible. Guiándoles a través de todas las sendas y recovecos y sin dejarles apenas tiempo de expresar las alabanzas que les exigía, les fue señalando todas las vistas con una minuciosidad que estaba muy por encima de su belleza. Enumeraba los campos que se divisaban en todas direcciones y decía cuántos árboles había en cada uno.
35 Mientras se vestían, Collins fue dos o tres veces a llamar a las distintas puertas, para recomendarles que se dieran prisa, pues a lady Catherine le incomodaba mucho tener que esperar para comer. Tan formidables informes sobre Su Señoría y su manera de vivir habían intimidado a María Lucas, poco acostumbrada a la vida social, que aguardaba su entrada en Rosings con la misma aprensión que su padre había experimentado al ser presentado en St. James. Como hacía buen tiempo, el paseo de media milla a través de la finca de Rosings fue muy agradable. Todas las fincas tienen su belleza y sus vistas, y Elizabeth estaba encantada con todo lo que iba viendo, aunque no demostraba el entusiasmo que Collins esperaba, y escuchó con escaso interés la enumeración que él le hizo de las ventanas de la fachada, y la relación de lo que las vidrieras le habían costado a sir Lewis de Bourgh. Mientras subían la escalera que llevaba al vestíbulo, la excitación de María iba en aumento y ni el mismo sir William las tenía todas consigo. En cambio, a Elizabeth no le fallaba su valor. No había oído decir nada de lady Catherine que le hiciese creer que poseía ningún talento extraordinario ni virtudes milagrosas, y sabía que la mera majestuosidad del dinero y de la alcurnia no le haría perder la calma. Desde el vestíbulo de entrada, cuyas armoniosas proporciones y delicado ornato hizo notar Collins con entusiasmo, los criados les condujeron, a través de una antecámara, a la estancia donde se encontraban lady Catherine, su hija y la señora Jenkinson. Su Señoría se levantó con gran amabilidad para recibirlos. Y como la señora Collins había acordado con su marido que sería ella la que haría las presentaciones, éstas tuvieron lugar con normalidad, sin las excusas ni las manifestaciones de gratitud que él habría juzgado necesarias. A pesar de haber estado en St. James, sir William se quedó tan apabullado ante la grandeza que le rodeaba, que apenas si tuvo ánimos para hacer una profunda reverencia, y se sentó sin decir una palabra. Su hija, asustada y como fuera de sí, se sentó también en el borde de una silla, sin saber para dónde mirar. Elizabeth estaba como siempre, y pudo observar con calma a las tres damas que tenía delante. Lady Catherine era una mujer muy alta y corpulenta, de rasgos sumamente pronunciados que debieron de haber sido hermosos en su juventud. Tenía aires de suficiencia y su manera de recibirles no era la más apropiada para hacer olvidar a sus invitados su inferior rango. Cuando estaba callada no tenía nada de terrible; pero cuando hablaba lo hacía en un tono tan autoritario que su importancia resultaba avasalladora. Elizabeth se acordó de Wickham, y sus observaciones durante la velada le hicieron comprobar que lady Catherine era exactamente tal como él la había descrito. Después de examinar a la madre, en cuyo semblante y conducta encontró en seguida cierto parecido con Darcy, volvió los ojos hacia la hija, y casi se asombró tanto como María al verla tan delgada y tan menuda.
36 Sir William no pasó más que una semana en Hunsford pero fue suficiente para convencerse de que su hija estaba muy bien situada y de que un marido así y una vecindad como aquélla no se encontraban a menudo. Mientras estuvo allí, Collins dedicaba la mañana a pasearlo en su calesín para mostrarle la campiña; pero en cuanto se fue, la familia volvió a sus ocupaciones habituales. Elizabeth agradeció que con el cambio de vida ya no tuviese que ver a su primo tan frecuentemente, pues la mayor parte del tiempo que mediaba entre el almuerzo y la cena, Collins lo empleaba en trabajar en el jardín, en leer, en escribir o en mirar por la ventana de su despacho, que daba al camino. El cuarto donde solían quedarse las señoras daba a la parte trasera de la casa. Al principio a Elizabeth le extrañaba que Charlotte no prefiriese estar en el comedor, que era una pieza más grande y de aspecto más agradable. Pero pronto vio que su amiga tenía excelentes razones para obrar así, pues Collins habría estado menos tiempo en su aposento, indudablemente, si ellas hubiesen disfrutado de uno tan grande como el suyo. Y Elizabeth aprobó la actitud de Charlotte. Desde el salón no podían ver el camino, de modo que siempre era Collins el que le daba cuenta de los coches que pasaban y en especial de la frecuencia con que la señorita de Bourgh cruzaba en su faetón, cosa que jamás dejaba de comunicarles aunque sucediese casi todos los días. La señorita solía detenerse en la casa para conversar unos minutos con Charlotte, pero era difícil convencerla de que bajase del carruaje. Pasaban pocos días sin que Collins diese un paseo hasta Rosings y su mujer creía a menudo un deber hacer lo propio; Elizabeth, hasta que recordó que podía haber otras familias dispuestas a hacer lo mismo, no comprendió el sacrificio de tantas horas. De vez en cuando les honraba con una visita, en el transcurso de la cual, nada de lo que ocurría en el salón le pasaba inadvertido. En efecto, se fijaba en lo que hacían, miraba sus labores y les aconsejaba hacerlas de otro modo, encontraba defectos en la disposición de los muebles o descubría negligencias en la criada; si aceptaba algún refrigerio parecía que no lo hacía más que para advertir que los cuartos de carne eran demasiado grandes para ellos. Pronto se dio cuenta Elizabeth de que aunque la paz del condado no estaba encomendada a aquella gran señora, era una activa magistrada en su propia parroquia, cuyas minucias le comunicaba Collins, y siempre que alguno de los aldeanos estaba por armar gresca o se sentía descontento o desvalido, lady Catherine se personaba en el lugar requerido para zanjar las diferencias y reprenderlos, restableciendo la armonía o procurando la abundancia. La invitación a cenar en Rosings se repetía un par de veces por semana, y desde la partida de sir William, como sólo había una mesa de juego durante la velada, el entretenimiento era siempre el mismo. No tenían muchos otros compromisos, porque el estilo de vida del resto de los vecinos estaba por debajo del de los Collins.
37 Pero cuando Elizabeth contó lo callado que había estado, no pareció muy probable, a pesar de los buenos deseos de Charlotte; y después de varias conjeturas se limitaron a suponer que su visita había obedecido a la dificultad de encontrar algo que hacer, cosa muy natural en aquella época del año. Todos los deportes se habían terminado. En casa de lady Catherine había libros y una mesa de billar, pero a los caballeros les desesperaba estar siempre metidos en casa, y sea por lo cerca que estaba la residencia de los Collins, sea por lo placentero del paseo, o sea por la gente que vivía allí, los dos primos sentían la tentación de visitarles todos los días. Se presentaban en distintas horas de la mañana, unas veces separados y otras veces juntos, y algunas acompañados de su tía. Era evidente que el coronel Fitzwilliam venía porque se encontraba a gusto con ellos, cosa que, naturalmente, le hacía aún más agradable. El placer que le causaba a Elizabeth su compañía y la manifiesta admiración de Fitzwilliam por ella, le hacían acordarse de su primer favorito George Wickham. Comparándolos, Elizabeth encontraba que los modales del coronel eran menos atractivos y dulces que los de Wickham, pero Fitzwilliam le parecía un hombre más culto. Pero comprender por qué Darcy venía tan a menudo a la casa, ya era más difícil. No debía ser por buscar compañía, pues se estaba sentado diez minutos sin abrir la boca, y cuando hablaba más bien parecía que lo hacía por fuerza que por gusto, como si más que un placer fuese aquello un sacrificio. Pocas veces estaba realmente animado. La señora Collins no sabía qué pensar de él. Como el coronel Fitzwilliam se reía a veces de aquella estupidez de Darcy, Charlotte entendía que éste no debía de estar siempre así, cosa que su escaso conocimiento del caballero no le habría permitido adivinar; y como deseaba creer que aquel cambio era obra del amor y el objeto de aquel amor era Elizabeth, se empeñó en descubrirlo. Cuando estaban en Rosings y siempre que Darcy venía a su casa, Charlotte le observaba atentamente, pero no sacaba nada en limpio. Verdad es que miraba mucho a su amiga, pero la expresión de tales miradas era equívoca. Era un modo de mirar fijo y profundo, pero Charlotte dudaba a veces de que fuese entusiasta, y en ocasiones parecía sencillamente que estaba distraído. Dos o tres veces le dijo a Elizabeth que tal vez estaba enamorado de ella, pero Elizabeth se echaba a reír, y la señora Collins creyó más prudente no insistir en ello para evitar el peligro de engendrar esperanzas imposibles, pues no dudaba que toda la manía que Elizabeth le tenía a Darcy se disiparía con la creencia de que él la quería. En los buenos y afectuosos proyectos que Charlotte formaba con respecto a Elizabeth, entraba a veces el casarla con el coronel Fitzwilliam. Era, sin comparación, el más agradable de todos. Sentía verdadera admiración por Elizabeth y su posición era estupenda. Pero Darcy tenía un considerable patronato en la Iglesia, y su primo no tenía ninguno.
38 En semejante estado de perturbación, asaltada por mil confusos pensamientos, siguió paseando; pero no sirvió de nada; al cabo de medio minuto sacó de nuevo la carta y sobreponiéndose lo mejor que pudo, comenzó otra vez la mortificante lectura de lo que a Wickham se refería, dominándose hasta examinar el sentido de cada frase. Lo de su relación con la familia de Pemberley era exactamente lo mismo que él había dicho, y la bondad del viejo señor Darcy, a pesar de que Elizabeth no había sabido hasta ahora hasta dónde había llegado, también coincidían con lo indicado por el propio Wickham. Por lo tanto, un relato confirmaba el otro, pero cuando llegaba al tema del testamento la cosa era muy distinta. Todo lo que éste había dicho acerca de su beneficio eclesiástico estaba fresco en la memoria de la joven, y al recordar sus palabras tuvo que reconocer que había doble intención en uno u otro lado, y por unos instantes creyó que sus deseos no la engañaban. Pero cuando leyó y releyó todo lo sucedido a raíz de haber rehusado Wickham a la rectoría, a cambio de lo cual había recibido una suma tan considerable como tres mil libras, no pudo menos que volver a dudar. Dobló la carta y pesó todas las circunstancias con su pretendida imparcialidad, meditando sobre las probabilidades de sinceridad de cada relato, pero no adelantó nada; de uno y otro lado no encontraba más que afirmaciones. Se puso a leer de nuevo, pero cada línea probaba con mayor claridad que aquel asunto que ella no creyó que pudiese ser explicado más que como una infamia en detrimento del proceder de Darcy, era susceptible de ser expuesto de tal modo que dejaba a Darcy totalmente exento de culpa. Lo de los vicios y la prodigalidad que Darcy no vacilaba en imputarle a Wickham, la indignaba en exceso, tanto más cuanto que no tenía pruebas para rebatir el testimonio de Darcy. Elizabeth no había oído hablar nunca de Wickham antes de su ingreso en la guarnición del condado, a lo cual le había inducido su encuentro casual en Londres con un joven a quien sólo conocía superficialmente. De su antigua vida no se sabía en Hertfordshire más que lo que él mismo había contado. En cuanto a su verdadero carácter, y a pesar de que Elizabeth tuvo ocasión de analizarlo, nunca sintió deseos de hacerlo; su aspecto, su voz y sus modales le dotaron instantáneamente de todas las virtudes. Trató de recordar algún rasgo de nobleza, algún gesto especial de integridad o de bondad que pudiese librarle de los ataques de Darcy, o, por lo menos, que el predominio de buenas cualidades le compensara de aquellos errores casuales, que era como ella se empeñaba en calificar lo que Darcy tildaba de holgazanería e inmoralidad arraigados en él desde siempre. Se imaginó a Wickham delante de ella, y lo recordó con todo el encanto de su trato, pero aparte de la aprobación general de que disfrutaba en la localidad y la consideración que por su simpatía había ganado entre sus camaradas, Elizabeth no pudo hallar nada más en su favor. Después de haber reflexionado largo rato sobre este punto, reanudó la lectura.
39 Al fijarse en el tono en que se dirigía a ella, se llenaba de indignación, pero cuando consideraba con cuánta injusticia le había condenado y vituperado, volvía su ira contra sí misma y se compadecía del desengaño de Darcy. Su amor por ella excitaba su gratitud, y su modo de ser en general, su respeto; pero no podía aceptarlo y ni por un momento se arrepintió de haberle rechazado ni experimentó el menor deseo de volver a verle. El modo en que ella se había comportado la llenaba de vergüenza y de pesar constantemente, y los desdichados defectos de su familia le causaban una desazón horrible. No tenían remedio. Su padre se limitaba a burlarse de sus hermanas menores, pero nunca intentaba contener su impetuoso desenfreno; y su madre, cuyos modales estaban tan lejos de toda corrección, era completamente insensible al peligro. Elizabeth se había puesto muchas veces de acuerdo con Jane para reprimir la imprudencia de Catherine y Lydia, pero mientras las apoyase la indulgencia de su madre, ¿qué esperanzas había de que se corrigiesen? Catherine, de carácter débil e irritable y absolutamente sometida a la dirección de Lydia, se había sublevado siempre contra sus advertencias; y Lydia, caprichosa y desenfadada, no les hacía el menor caso. Las dos eran ignorantes, perezosas y vanas. Mientras quedara un oficial en Meryton, coquetearían con él, y mientras Meryton estuviese a tan poca distancia de Longbourn nada podía impedir que siguieran yendo allí toda su vida. La ansiedad por la suerte de Jane era otra de sus preocupaciones predominantes. La explicación de Darcy, al restablecer a Bingley en el buen concepto que de él tenía previamente, le hacía darse mejor cuenta de lo que Jane había perdido. El cariño de Bingley era sincero y su conducta había sido intachable si se exceptuaba la ciega confianza en su amigo. ¡Qué triste, pues, era pensar que Jane se había visto privada de una posición tan deseable en todos los sentidos, tan llena de ventajas y tan prometedora en dichas, por la insensatez y la falta de decoro de su propia familia! Cuando a todo esto se añadía el descubrimiento de la verdadera personalidad de Wickham, se comprendía fácilmente que el espíritu jovial de Elizabeth, que raras veces se había sentido deprimido, hubiese decaído ahora de tal modo que casi se le hacía imposible aparentar un poco de alegría. Las invitaciones a Rosings fueron tan frecuentes durante la última semana de su estancia en Hunsford, como al principio. La última velada la pasaron allí, y Su Señoría volvió a hacer minuciosas preguntas sobre los detalles del viaje, les dio instrucciones sobre el mejor modo de arreglar los baúles, e insistió tanto en la necesidad de colocar los vestidos del único modo que tenía por bueno, que cuando volvieron a la casa, María se creyó obligada a deshacer todo su trabajo de la mañana y tuvo que hacer de nuevo el equipaje. Cuando se fueron, lady Catherine se dignó desearles feliz viaje y las invitó a volver a Hunsford el año entrante. La señorita de Bourgh llevó su esfuerzo hasta la cortesía de tenderles la mano a las dos.
40 Si la opinión de Elizabeth se derivase de lo que veía en su propia familia, no podría haber formado una idea muy agradable de la felicidad conyugal y del bienestar doméstico. Su padre, cautivado por la juventud y la belleza, y la aparente ilusión y alegría que ambas conllevan, se había casado con una mujer cuyo débil entendimiento y espíritu mezquino habían puesto fin a todo el afecto ya en los comienzos de su matrimonio. El respeto, la estima y la confianza se habían desvanecido para siempre; y todas las perspectivas de dicha del señor Bennet dentro del hogar se habían venido abajo. Pero él no era de esos hombres que buscan consuelo por los efectos de su propia imprudencia en los placeres que a menudo confortan a los que han llegado a ser desdichados por sus locuras y sus vicios. Amaba el campo y los libros y ellos constituían la fuente de sus principales goces. A su mujer no le debía más que la risa que su ignorancia y su locura le proporcionaban de vez en cuando. Ésa no es la clase de felicidad que un hombre desearía deber a su esposa; pero a falta de... El buen filósofo sólo saca beneficio de donde lo hay. Elizabeth, no obstante, nunca había dejado de reconocer la inconveniencia de la conducta de su padre como marido. Siempre la había observado con pena, pero respetaba su talento y le agradecía su cariño, por lo que procuraba olvidar lo que no podía ignorar y apartar de sus pensamientos su continua infracción de los deberes conyugales y del decoro que, por el hecho de exponer a su esposa al desprecio de sus propias hijas, era tan sumamente reprochable. Pero nunca había sentido como entonces los males que puede causar a los hijos un matrimonio mal avenido, ni nunca se había dado cuenta tan claramente de los peligros que entraña la dirección errada del talento, talento que, bien empleado, aunque no hubiese bastado para aumentar la inteligencia de su mujer, habría podido, al menos, conservar la respetabilidad de las hijas. Si bien es cierto que Elizabeth se alegró de la ausencia de Wickham, no puede decirse que le regocijara la partida del regimiento. Sus salidas eran menos frecuentes que antes, y las constantes quejas de su madre y su hermana por el aburrimiento en que habían caído entristecían la casa. Y aunque Catherine llegase a recobrar el sentido común perdido al haberse marchado los causantes de su perturbación, su otra hermana, de cuyo modo de ser podían esperar todas las calamidades, estaba en peligro de afirmar su locura y su descaro, pues hallándose al lado de una playa y un campamento, su situación era doblemente amenazadora. En resumidas cuentas, veía ahora lo que ya otras veces había comprobado, que un acontecimiento anhelado con impaciencia no podía, al realizarse, traerle toda la satisfacción que era de esperar. Era preciso, por lo tanto, abrir otro período para el comienzo de su felicidad, señalar otra meta para la consecución de sus deseos y de sus esperanzas, que alegrándola con otro placer anticipado, la consolase de lo presente y la preparase para otro desengaño.
41 Ya no quedaban por ver más que la galería de pinturas y dos o tres de los principales dormitorios. En la primera había varios cuadros buenos, pero Elizabeth no entendía nada de arte, y entre los objetos de esa naturaleza que ya había visto abajo, no miró más que unos cuantos dibujos en pastel de la señorita Darcy de tema más interesante y más inteligible para ella. En la galería había también varios retratos de familia, pero no era fácil que atrajesen la atención de un extraño. Elizabeth los recorrió buscando el único retrato cuyas facciones podía reconocer. Al llegar a él se detuvo, notando su sorprendente exactitud. El rostro de Darcy tenía aquella misma sonrisa que Elizabeth le había visto cuando la miraba. Permaneció varios minutos ante el cuadro, en la más atenta contemplación, y aun volvió a mirarlo antes de abandonar la galería. La señora Reynolds le comunicó que había sido hecho en vida del padre de Darcy. Elizabeth sentía en aquellos momentos mucha mayor inclinación por el original de la que había sentido en el auge de sus relaciones. Las alabanzas de la señora Reynolds no eran ninguna nimiedad. ¿Qué elogio puede ser más valioso que el de un criado inteligente? ¡Cuánta gente tenía puesta su felicidad en las manos de Darcy en calidad de hermano, de propietario y de señor! ¡Cuánto placer y cuánto dolor podía otorgar! ¡Cuánto mal y cuánto bien podía hacer! Todo lo dicho por el ama de llaves le enaltecía. Al estar ante el lienzo en el que él estaba retratado, le pareció a Elizabeth que sus ojos la miraban, y pensó en su estima hacia ella con una gratitud mucho más profunda de la que antes había sentido; Elizabeth recordó la fuerza y el calor de sus palabras y mitigó su falta de decoro. Ya habían visto todo lo que mostraba al público de la casa; bajaron y se despidieron del ama de llaves, quien les confió a un jardinero que esperaba en la puerta del vestíbulo. Cuando atravesaban la pradera camino del arroyo, Elizabeth se volvió para contemplar de nuevo la casa. Sus tíos se detuvieron también, y mientras el señor Gardiner se hacía conjeturas sobre la época del edificio, el dueño de éste salió de repente de detrás de la casa por el sendero que conducía a las caballerizas. Estaban a menos de veinte yardas, y su aparición fue tan súbita que resultó imposible evitar que los viera. Los ojos de Elizabeth y Darcy se encontraron al instante y sus rostros se cubrieron de intenso rubor. Él paró en seco y durante un momento se quedó inmóvil de sorpresa; se recobró en seguida y, adelantándose hacia los visitantes, habló a Elizabeth, si no en términos de perfecta compostura, al menos con absoluta cortesía. Ella se había vuelto instintivamente, pero al acercarse él se detuvo y recibió sus cumplidos con embarazo. Si el aspecto de Darcy a primera vista o su parecido con los retratos que acababan de contemplar hubiesen sido insuficientes para revelar a los señores Gardiner que tenían al propio Darcy ante ellos, el asombro del jardinero al encontrarse con su señor no les habría dejado lugar a dudas.
42 Aguardaron a cierta distancia mientras su sobrina hablaba con él. Elizabeth, atónita y confusa, apenas se atrevía a alzar los ojos hacia Darcy y no sabía qué contestar a las preguntas que él hacía sobre su familia. Sorprendida por el cambio de modales desde que se habían separado por última vez, cada frase que decía aumentaba su cohibición, y como entre tanto pensaba en lo impropio de haberse encontrado allí, los pocos momentos que estuvieron juntos fueron los más intranquilos de su existencia. Darcy tampoco parecía más dueño de sí que ella; su acento no tenía nada de la calma que le era habitual, y seguía preguntándole cuándo había salido de Longbourn y cuánto tiempo llevaba en Derbyshire, con tanto desorden, y tan apresurado, que a las claras se veía la agitación de sus pensamientos. Por fin pareció que ya no sabía qué decir; permaneció unos instantes sin pronunciar palabra, se reportó de pronto y se despidió. Los señores Gardiner se reunieron con Elizabeth y elogiaron la buena presencia de Darcy; pero ella no oía nada; embebida en sus pensamientos, los siguió en silencio. Se hallaba dominaba por la vergüenza y la contrariedad. ¿Cómo se le había ocurrido ir allí? ¡Había sido la decisión más desafortunada y disparatada del mundo! ¡Qué extraño tenía que parecerle a Darcy! ¡Cómo había de interpretar aquello un hombre – tan vanidoso! Su visita a Pemberley parecería hecha adrede para ir en su busca. ¿Por qué habría ido? ¿Y él, por qué habría venido un día antes? Si ellos mismos hubiesen llegado a Pemberley sólo diez minutos más temprano, no habrían coincidido, pues era evidente que Darcy acababa de llegar, que en aquel instante bajaba del caballo o del coche. Elizabeth no dejaba de avergonzarse de su desdichado encuentro. Y el comportamiento de Darcy, tan notablemente cambiado, ¿qué podía significar? Era sorprendente que le hubiese dirigido la palabra, pero aún más que lo hiciese con tanta finura y que le preguntase por su familia. Nunca había visto tal sencillez en sus modales ni nunca le había oído expresarse con tanta gentileza. ¡Qué contraste con la última vez que la abordó en la finca de Rosings para poner en sus manos la carta! Elizabeth no sabía qué pensar ni cómo juzgar todo esto. Entretanto, habían entrado en un hermoso paseo paralelo al arroyo, y a cada paso aparecía ante ellos un declive del terreno más bello o una vista más impresionante de los bosques a los que se aproximaban. Pero pasó un tiempo hasta que Elizabeth se diese cuenta de todo aquello, y aunque respondía mecánicamente a las repetidas preguntas de sus tíos y parecía dirigir la mirada a los objetos que le señalaban, no distinguía ninguna parte del paisaje. Sus pensamientos no podían apartarse del sitio de la mansión de Pemberley, cualquiera que fuese, en donde Darcy debía de encontrarse. Anhelaba saber lo que en aquel momento pasaba por su mente, qué pensaría de ella y si todavía la querría. Puede que su cortesía obedeciera únicamente a que ya la había olvidado; pero había algo en su voz que denotaba inquietud.
43 Elizabeth había calculado que Darcy llevaría a su hermana a visitarla al día siguiente de su llegada a Pemberley, y en consecuencia, resolvió no perder de vista la fonda en toda aquella mañana. Pero se equivocó, pues recibió la visita el mismo día que llegaron. Los Gardiner y Elizabeth habían estado paseando por el pueblo con algunos de los nuevos amigos, y regresaban en aquel momento a la fonda para vestirse e ir a comer con ellos, cuando el ruido de un carruaje les hizo asomarse a la ventana y vieron a un caballero y a una señorita en un cabriolé que subía por la calle. Elizabeth reconoció al instante la librea de los lacayos, adivinó lo que aquello significaba y dejó a sus tíos atónitos al comunicarles el honor que les esperaba. Estaban asustados; aquella visita, lo desconcertada que estaba Elizabeth y las circunstancias del día anterior les hicieron formar una nueva idea del asunto. No había habido nada que lo sugiriese anteriormente, pero ahora se daban cuenta que no había otro modo de explicar las atenciones de Darcy más que suponiéndole interesado por su sobrina. Mientras ellos pensaban en todo esto, la turbación de Elizabeth aumentaba por momentos. Le alarmaba su propio desconcierto, y entre las otras causas de su desasosiego figuraba la idea de que Darcy, en su entusiasmo, le hubiese hablado de ella a su hermana con demasiado elogio. Deseaba agradar más que nunca, pero sospechaba que no iba a poder conseguirlo. Se retiró de la ventana por temor a que la viesen, y, mientras paseaba de un lado a otro de la habitación, las miradas interrogantes de sus tíos la ponían aún más nerviosa. Por fin aparecieron la señorita Darcy y su hermano y la gran presentación tuvo lugar. Elizabeth notó con asombro que su nueva conocida estaba, al menos, tan turbada como ella. Desde que llegó a Lambton había oído decir que la señorita Darcy era extremadamente orgullosa pero, después de haberla observado unos minutos, se convenció de que sólo era extremadamente tímida. Difícilmente consiguió arrancarle una palabra, a no ser unos cuantos monosílabos. La señorita Darcy era más alta que Elizabeth y, aunque no tenía más que dieciséis años, su cuerpo estaba ya formado y su aspecto era muy femenino y grácil. No era tan guapa como su hermano, pero su rostro revelaba inteligencia y buen carácter, y sus modales eran sencillísimos y gentiles. Elizabeth, que había temido que fuese una observadora tan aguda y desenvuelta como Darcy, experimentó un gran alivio al ver lo distinta que era. Poco rato llevaban de conversación, cuando Darcy le dijo a Elizabeth que Bingley vendría también a visitarla, y apenas había tenido tiempo la joven de expresar su satisfacción y prepararse para recibirle cuando oyeron los precipitados pasos de Bingley en la escalera, y en seguida entró en la habitación. Toda la indignación de Elizabeth contra él había desaparecido desde hacía tiempo, pero si todavía le hubiese quedado algún rencor, no habría podido resistirse a la franca cordialidad que Bingley le demostró al verla de nuevo.
44 Después, aprovechando que los demás estaban distraídos, le preguntó si todas sus hermanas estaban en Longbourn. Ni la pregunta ni el recuerdo anterior eran importantes, pero la mirada y el gesto de Bingley fueron muy significativos. Elizabeth no miraba muy a menudo a Darcy; pero cuando lo hacía, veía en él una expresión de complacencia y en lo que decía percibía un acento que borraba todo desdén o altanería hacia sus acompañantes, y la convencía de que la mejoría de su carácter de la que había sido testigo el día anterior, aunque fuese pasajera, había durado, al menos, hasta la fecha. Al verle intentando ser sociable, procurando la buena opinión de los allí presentes, con los que tener algún trato hacía unos meses habría significado para él una deshonra; al verle tan cortés, no sólo con ella, sino con los mismísimos parientes que había despreciado, y recordaba la violenta escena en la casa parroquial de Hunsford, la diferencia, el cambio era tan grande, que a duras penas pudo impedir que su asombro se hiciera visible. Nunca, ni en compañía de sus queridos amigos en Netherfield, ni en la de sus encopetadas parientes de Rosings, le había hallado tan ansioso de agradar, tan ajeno a darse importancia ni a mostrarse reservado, como ahora en que ninguna vanidad podía obtener con el éxito de su empeño, y en que el trato con aquellos a quienes colmaba de atenciones habría sido censurado y ridiculizado por las señoras de Netherfield y de Rosings. La visita duró una media hora, y cuando se levantaron para despedirse, Darcy pidió a su hermana que apoyase la invitación a los Gardiner y a la señorita Bennet, para que fuesen a cenar en Pemberley antes de irse de la comarca. La señorita Darcy, aunque con una timidez que descubría su poca costumbre de hacer invitaciones, obedeció al punto. La señora Gardiner miró a su sobrina para ver cómo ésta, a quien iba dirigida la invitación, la acogería; pero Elizabeth había vuelto la cabeza. Presumió, sin embargo, que su estudiada evasiva significaba más bien un momentáneo desconcierto que disgusto por la proposición, y viendo a su marido, que era muy aficionado a la vida social, deseoso de acceder, se arriesgó a aceptar en nombre de los tres; y la fecha se fijó para dos días después. Bingley se manifestó encantado de saber que iba a volver a ver a Elizabeth, pues tenía que decirle aún muchas cosas y hacerle muchas preguntas acerca de todos los amigos de Hertfordshire. Elizabeth creyó entender que deseaba oírle hablar de su hermana y se quedó muy complacida. Este y algunos otros detalles de la visita la dejaron dispuesta, en cuanto se hubieron ido sus amigos, a recordarla con agrado, aunque durante la misma se hubiese sentido un poco incómoda. Con el ansia de estar sola y temerosa de las preguntas o suposiciones de sus tíos, estuvo con ellos el tiempo suficiente para oír sus comentarios favorables acerca de Bingley, y se apresuró a vestirse. Pero estaba muy equivocada al temer la curiosidad de los señores Gardiner, que no tenían la menor intención de hacerle hablar.
45 Por lo que ellos podían haber apreciado, no tenía peros. Sus amabilidades les habían conmovido, y si hubiesen tenido que describir su carácter según su propia opinión y según los informes de su sirvienta, prescindiendo de cualquier otra referencia, lo habrían hecho de tal modo que el círculo de Hertfordshire que le conocía no lo habría reconocido. Deseaban ahora dar crédito al ama de llaves y pronto convinieron en que el testimonio de una criada que le conocía desde los cuatro años y que parecía tan respetable, no podía ser puesto en tela de juicio. Por otra parte, en lo que decían sus amigos de Lambton no había nada capaz de aminorar el peso de aquel testimonio. No le acusaban más que de orgullo; orgulloso puede que sí lo fuera, pero, aunque no lo hubiera sido, los habitantes de aquella pequeña ciudad comercial, donde nunca iba la familia de Pemberley, del mismo modo le habrían atribuido el calificativo. Pero decían que era muy generoso y que hacía mucho bien entre los pobres. En cuanto a Wickham, los viajeros vieron pronto que no se le tenía allí en mucha estima; no se sabía lo principal de sus relaciones con el hijo de su señor, pero en cambio era notorio el hecho de que al salir de Derbyshire había dejado una multitud de deudas que Darcy había pagado. Elizabeth pensó aquella noche en Pemberley más aún que la anterior. Le pareció larguísima, pero no lo bastante para determinar sus sentimientos hacia uno de los habitantes de la mansión. Después de acostarse estuvo despierta durante dos horas intentando descifrarlos. No le odiaba, eso no; el odio se había desvanecido hacía mucho, y durante casi todo ese tiempo se había avergonzado de haber sentido contra aquella persona un desagrado que pudiera recibir ese nombre. El respeto debido a sus valiosas cualidades, aunque admitido al principio contra su voluntad, había contribuido a que cesara la hostilidad de sus sentimientos y éstos habían evolucionado hasta convertirse en afectuosos ante el importante testimonio en su favor que había oído y ante la buena disposición que él mismo – había mostrado el día anterior. Pero por encima de todo eso, por encima del respeto y la estima, sentía Elizabeth otro impulso de benevolencia hacia Darcy que no podía pasarse por alto. Era gratitud; gratitud no sólo por haberla amado, sino por amarla todavía lo bastante para olvidar toda la petulancia y mordacidad de su rechazo y todas las injustas acusaciones que lo acompañaron. Él, que debía considerarla – así lo suponía Elizabeth – como a su mayor enemiga, al encontrarla casualmente parecía deseoso de conservar su amistad, y sin ninguna demostración de indelicadeza ni afectación en su trato, en un asunto que sólo a los dos interesaba, solicitaba la buena opinión de sus amigos y se decidía a presentarle a su hermana. Semejante cambio en un hombre tan orgulloso no sólo tenía que inspirar asombro, sino también gratitud, pues había que atribuirlo al amor, a un amor apasionado. Pero, aunque esta impresión era alentadora y muy contraria al desagrado, no podía definirla con exactitud.
46 Comprendía, pues, lo desagradable que había de ser para aquella el verla aparecer en Pemberley y pensaba con curiosidad en cuánta cortesía pondría por su parte para reanudar sus relaciones. Al llegar a la casa atravesaron el vestíbulo y entraron en el salón cuya orientación al norte lo hacía delicioso en verano. Las ventanas abiertas de par en par brindaban una vista refrigerante de las altas colinas pobladas de bosque que estaban detrás del edificio, y de los hermosos robles y castaños de España dispersados por la pradera que se extendía delante de la casa. En aquella pieza fueron recibidas por la señorita Darcy que las esperaba junto con la señora Hurst, la señorita Bingley y su dama de compañía. La acogida de Georgiana fue muy cortés, pero dominada por aquella cortedad debida a su timidez y al temor de hacer las cosas mal, que le había dado fama de orgullosa y reservada entre sus inferiores. Pero la señora Gardiner y su sobrina la comprendían y compadecían. La señora Hurst y la señorita Bingley les hicieron una simple reverencia y se sentaron. Se estableció un silencio molestísimo que duró unos instantes. Fue interrumpido por la señora Annesley, persona gentil y agradable que, al intentar romper el hielo, mostró mejor educación que ninguna de las otras señoras. La charla continuó entre ella y la señora Gardiner, con algunas intervenciones de Elizabeth. La señorita Darcy parecía desear tener la decisión suficiente para tomar parte en la conversación, y de vez en cuando aventuraba alguna corta frase, cuando menos peligro había de que la oyesen. Elizabeth se dio cuenta en seguida de que la señorita Bingley la vigilaba estrechamente y que no podía decir una palabra, especialmente a la señorita Darcy, sin que la otra agudizase el oído. No obstante, su tenaz observación no le habría impedido hablar con Georgiana si no hubiesen estado tan distantes la una de la otra; pero no le afligió el no poder hablar mucho, así podía pensar más libremente. Deseaba y temía a la vez que el dueño de la casa llegase, y apenas podía aclarar si lo temía más que lo deseaba. Después de estar así un cuarto de hora sin oír la voz de la señorita Bingley, Elizabeth se sonrojó al preguntarle aquélla qué tal estaba su familia. Contestó con la misma indiferencia y brevedad y la otra no dijo más. La primera variedad de la visita consistió en la aparición de unos criados que traían fiambres, pasteles y algunas de las mejores frutas de la estación, pero esto aconteció después de muchas miradas significativas de la señora Annesley a Georgiana con el fin de recordarle sus deberes. Esto distrajo a la reunión, pues, aunque no todas las señoras pudiesen hablar, por lo menos todas podrían comer. Las hermosas pirámides de uvas, albérchigos y melocotones las congregaron en seguida alrededor de la mesa. Mientras estaban en esto, Elizabeth se dedicó a pensar si temía o si deseaba que llegase Darcy por el efecto que había de causarle su presencia; y aunque un momento antes creyó que más bien lo deseaba, ahora empezaba a pensar lo contrario.
47 A estas horas, queridísima hermana, habrás recibido mi apresurada carta. Ojalá la presente sea más inteligible; pero, aunque dispongo de tiempo, mi cabeza está tan aturdida que no puedo ser coherente. Eliza querida, preferiría no escribirte, pero tengo malas noticias que darte y no puedo aplazarlas. Por muy imprudente que pueda ser la boda de Wickham y nuestra pobre Lydia, estamos ansiosos de saber que ya se ha realizado, pues hay sobradas razones para temer que no hayan ido a Escocia. El coronel Forster llegó ayer; salió de Brighton pocas horas después que el propio. A pesar de que la carta de Lydia a la señora Forster daba a entender que iba a Gretna Green, Denny dijo que él estaba enterado y que Wickham jamás pensó en ir allí ni casarse con Lydia; el coronel Forster, al saberlo, se alarmó y salió al punto de Brighton con la idea de darles alcance. Siguió, en efecto, su rastro con facilidad hasta Clapham, pero no pudo continuar adelante, porque ellos al llegar a dicho punto tomaron un coche de alquiler dejando la silla de postas que los había llevado desde Epsom. Y ya no se sabe nada más sino que se les vio tomar el camino de Londres. No sé qué pensar. Después de haber hecho todas las investigaciones posibles de allí a Londres, el coronel Forster vino a Hertfordshire para repetirlas en todos los portazgos y hosterías de Barnet y Hatfield, pero sin ningún resultado; nadie ha visto por allí a esas personas. Con el mayor pesar llegó a Longbourn a darnos cuenta de todo, de un modo que le honra. Estoy de veras apenada por él y por su esposa; nadie podrá recriminarles. Nuestra aflicción es muy grande. Papá y mamá esperan lo peor, pero yo no puedo creer que Wickham sea tan malvado. Muchas circunstancias pueden haberles impulsado a casarse en secreto en la capital en vez de seguir su primer plan; y aun en el caso de que él hubiese tramado la perdición de una muchacha de buena familia como Lydia, cosa que no es probable, ¿he de creerla a ella tan perdida? Imposible. Me desola, no obstante, ver que el coronel Forster no confía en que se hayan casado; cuando yo le dije mis esperanzas, sacudió la cabeza y manifestó su temor de que Wickham no sea de fiar. Mi pobre madre está enferma de veras y no sale de su cuarto. En cuanto a mi padre, nunca le he visto tan afectado. La pobre Catherine está desesperada por haber encubierto los amores de Lydia y Wickham, pero no hay que extrañarse de que las niñas se hiciesen confidencias. Queridísima Lizzy, me alegro sinceramente de que te hayas ahorrado estas dolorosas escenas. Pero ahora que el primer golpe ya ha pasado, te confieso que anhelo tu regreso. No soy egoísta, sin embargo, hasta el extremo de rogarte que vuelvas si no puedes. Adiós. Tomo de nuevo la pluma para hacer lo que acabo de decirte que no haría, pero las circunstancias son tales que no puedo menos que suplicaros a los tres que vengáis cuanto antes. Conozco tan bien a nuestros queridos tíos, que no dudo que accederán. A nuestro tío tengo, además, que pedirle otra cosa.
48 Cuando Darcy salió de la habitación, Elizabeth comprendió cuán poco probable era que volviesen a verse con la cordialidad que había caracterizado sus encuentros en Derbyshire. Rememoró la historia de sus relaciones con Darcy, tan llena de contradicciones y de cambios, y apreció la perversidad de los sentimientos que ahora le hacían desear que aquellas relaciones continuasen, cuando antes le habían hecho alegrarse de que terminaran. Si la gratitud o la estima son buenas bases para el afecto, la transformación de los sentimientos de Elizabeth no parecerá improbable ni condenable. Pero si no es así, si el interés que nace de esto es menos natural y razonable que el que brota espontáneamente, como a menudo se describe, del primer encuentro y antes de haber cambiado dos palabras con el objeto de dicho interés, no podrá decirse en defensa de Elizabeth más que una cosa: que ensayó con Wickham este sistema y que los malos resultados que le dio la autorizaban quizás a inclinarse por el otro método, aunque fuese menos apasionante. Sea como sea, vio salir a Darcy con gran pesar, y este primer ejemplo de las desgracias que podía ocasionar la infamia de Lydia aumentó la angustia que le causaba el pensar en aquel desastroso asunto. En cuanto leyó la segunda carta de Jane, no creyó que Wickham quisiese casarse con Lydia. Nadie más que Jane podía tener aquella esperanza. La sorpresa era el último de sus sentimientos. Al leer la primera carta se asombró de que Wickham fuera a casarse con una muchacha que no era un buen partido y no entendía cómo Lydia había podido atraerle. Pero ahora lo veía todo claro. Lydia era bonita, y aunque no suponía que se hubiese comprometido a fugarse sin ninguna intención de matrimonio, Elizabeth sabía que ni su virtud ni su buen juicio podían preservarla de caer como presa fácil. Mientras el regimiento estuvo en Hertfordshire, jamás notó que Lydia se sintiese atraída por Wickham; pero estaba convencida de que sólo necesitaba que le hicieran un poco de caso para enamorarse de cualquiera. Tan pronto le gustaba un oficial como otro, según las atenciones que éstos le dedicaban. Siempre había mariposeado, sin ningún objeto fijo. ¡Cómo pagaban ahora el abandono y la indulgencia en que habían criado a aquella niña! No veía la hora de estar en casa para ver, oír y estar allí, y compartir con Jane los cuidados que requería aquella familia tan trastornada, con el padre ausente y la madre incapaz de ningún esfuerzo y a la que había que atender constantemente. Aunque estaba casi convencida de que no se podría hacer nada por Lydia, la ayuda de su tío le parecía de máxima importancia, por lo que hasta que le vio entrar en la habitación padeció el suplicio de una impaciente espera. Los señores Gardiner regresaron presurosos y alarmados, creyendo, por lo que le había contado el criado, que su sobrina se había puesto enferma repentinamente. Elizabeth les tranquilizó sobre este punto y les comunicó en seguida la causa de su llamada leyéndoles las dos cartas e insistiendo en la posdata con trémula energía.
49 Pero vinieron al mundo sucesivamente cinco hijas y el varón no aparecía. Años después del nacimiento de Lydia, la señora Bennet creía aún que llegaría el heredero, pero al fin se dio ya por vencida. Ahora era demasiado tarde para ahorrar: la señora Bennet no tenía ninguna aptitud para la economía y el amor de su marido a la independencia fue lo único que impidió que se excediesen en sus gastos. En las capitulaciones matrimoniales había cinco mil libras aseguradas para la señora Bennet y sus hijas; pero la distribución dependía de la voluntad de los padres. Por fin este punto iba a decidirse en lo referente a Lydia, y el señor Bennet no vaciló en acceder a lo propuesto. En términos de gratitud por la bondad de su cuñado, aunque expresados muy concisamente, confió al papel su aprobación a todo lo hecho y su deseo de cumplir los compromisos contraídos en su nombre. Nunca hubiera creído que Wickham consintiese en casarse con Lydia a costa de tan pocos inconvenientes como los que resultaban de aquel arreglo. Diez libras anuales era lo máximo que iba a perder al dar las cien que debía entregarles, pues entre los gastos ordinarios fijos, el dinero suelto que le daba a Lydia y los continuos regalos en metálico que le hacía su madre se iba en Lydia poco menos que aquella suma. Otra de las cosas que le sorprendieron gratamente fue que todo se hiciera con tan insignificante molestia para él, pues su principal deseo era siempre que le dejasen tranquilo. Pasado el primer arranque de ira que le motivó buscar a su hija, volvió, como era de esperar, a su habitual indolencia. Despachó pronto la carta, eso sí tardaba en emprender las cosas, pero era rápido en ejecutarlas. En la carta pedía más detalles acerca de lo que le adeudaba a su cuñado, pero estaba demasiado resentido con Lydia para enviarle ningún mensaje. Las buenas nuevas se extendieron rápidamente por la casa y con proporcional prontitud, por la vecindad. Cierto que hubiera dado más que hablar que Lydia Bennet hubiese venido a la ciudad, y que habría sido mejor aún si la hubiesen recluido en alguna granja distante; pero ya había bastante que charlar sobre su matrimonio, y los bien intencionados deseos de que fuese feliz que antes habían expresado las malévolas viejas de Meryton, no perdieron más que un poco de su viveza en este cambio de circunstancias, pues con semejante marido se daba por segura la desgracia de Lydia. Hacía quince días que la señora Bennet no bajaba de sus habitaciones, pero a fin de solemnizar tan faustos acontecimientos volvió a ocupar radiante su sitio a la cabecera de la mesa. En su triunfo no había el más mínimo sentimiento de vergüenza. El matrimonio de una hija que constituyó el principal de sus anhelos desde que Jane tuvo dieciséis años, iba ahora a realizarse. No pensaba ni hablaba más que de bodas elegantes, muselinas finas, nuevos criados y nuevos carruajes. Estaba ocupadísima buscando en la vecindad una casa conveniente para la pareja, y sin saber ni considerar cuáles serían sus ingresos, rechazó muchas por falta de amplitud o de suntuosidad.
50 Y como daba la casualidad de que Elizabeth lo creía muy inconveniente, en su contestación trató de poner fin a todo ruego y sueño de esa índole. Pero con frecuencia le mandaba todas las ayudas que le permitía su práctica de lo que ella llamaba economía en sus gastos privados. Siempre se vio que los ingresos administrados por personas tan manirrotas como ellos dos y tan descuidados por el porvenir, habían de ser insuficientes para mantenerse. Cada vez que se mudaban, o Jane o ella recibían alguna súplica de auxilio para pagar sus cuentas. Su vida, incluso después de que la paz les confinó a un hogar, era extremadamente agitada. Siempre andaban cambiándose de un lado para otro en busca de una casa más barata y siempre gastando más de lo que podían. El afecto de Wickham por Lydia no tardó en convertirse en indiferencia; el de Lydia duró un poco más, y a pesar de su juventud y de su aire, conservó todos los derechos a la reputación que su matrimonio le había dado. Aunque Darcy nunca recibió a Wickham en Pemberley, le ayudó a progresar en su carrera por consideración a Elizabeth. Lydia les hizo alguna que otra visita cuando su marido iba a divertirse a Londres o iba a tomar baños. A menudo pasaban temporadas con los Bingley, hasta tal punto que lograron acabar con el buen humor de Bingley y llegó a insinuarles que se largasen. La señorita Bingley quedó muy resentida con el matrimonio de Darcy, pero en cuanto se creyó con derecho a visitar Pemberley, se le pasó el resentimiento: estuvo más loca que nunca por Georgiana, casi tan atenta con Darcy como en otro tiempo y tan cortés con Elizabeth que le pagó sus atrasos de urbanidad. Georgiana se quedó entonces a vivir en Pemberley y se encariñó con su hermana tanto como Darcy había previsto. Las dos se querían tiernamente. Georgiana tenía el más alto concepto de Elizabeth, aunque al principio se asombrase y casi se asustase al ver lo juguetona que era con su hermano; veía a aquel hombre que siempre le había inspirado un respeto que casi sobrepasaba al cariño, convertido en objeto de francas bromas. Su entendimiento recibió unas luces con las que nunca se había tropezado. Ilustrada por Elizabeth, empezó a comprender que una mujer puede tomarse con su marido unas libertades que un hermano nunca puede tolerar a una hermana diez años menor que él. Lady Catherine se puso como una fiera con la boda de su sobrino, y como abrió la esclusa a toda su genuina franqueza al contestar a la carta en la que él le informaba de su compromiso, usó un lenguaje tan inmoderado, especialmente al referirse a Elizabeth, que sus relaciones quedaron interrumpidas por algún tiempo. Pero, al final, convencido por Elizabeth, Darcy accedió a perdonar la ofensa y buscó la reconciliación. Su tía resistió todavía un poquito, pero cedió o a su cariño por él o a su curiosidad por ver cómo se comportaba su esposa, de modo que se dignó visitarles en Pemberley, a pesar de la profanación que habían sufrido sus bosques no sólo por la presencia de semejante dueña, sino también por las visitas de sus tíos de Londres.

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