[{{mminutes}}:{{sseconds}}] X
Пользователь приглашает вас присоединиться к открытой игре игре с друзьями .
Обычный испанский
(14)       Используют 87 человек

Комментарии

Мультилингва 7 августа 2021
Словарь включён в программу мероприятия [08.08.21 - 29.09.21] Мультилингва МЕГА 3.
Cybernetix 3 марта 2021
О__О Надо быть готовыми к символу ü .
Встретилось сегодня:


Печатаю на английский международной, жму букву "Э", потом на гласную, и появляются две точки:
Ü, ö, ë, Ä, Ï
Там еще много символов, которые можно также набирать, используя комбинацию Ctrl+Alt+Буква, например, если я хочу написать на немецком ß, я жму Ctrl+Alt+S.
Полный набор кнопок можно найти в гугле, либо через программу Microsoft Keyboard Layout Creator.
AvtandiLine 8 ноября 2020
О__О Надо быть готовыми к символу ü .
Встретилось сегодня:
agüero

AvtandiLine 4 ноября 2020
Словарь включён в программу мероприятия 22.11.2020 и 29.11.2020 "Дружба народов" # 3 и 4 (Лайт)
Мультилингва 15 августа 2018
Словарь включён в программу мероприятия [18.07.18 - 07.09.18] Мультилингва МЕГА 2.
Phemmer 13 февраля 2016
а другие символы с deadkey ] у тебя работают?
ż например? таблица

такая комбинация "˙/" будет только если между ] и / нажать пробел.
serg_omen 13 февраля 2016
Неа, не выходит. У меня стояла версия 3, обновил до 3.3, но все равно.
Набирает следующее: "˙/", "˙."
Phemmer 13 февраля 2016
для qwerty:
¿ = "]" + "/" либо "4" + "/"
¡ = "]" + "." либо "4" + "."
serg_omen 13 февраля 2016
Зажимаю "]"+"," ("."), но воскл. и вопрос. перевернутые знаки набрать не получается..
Phemmer 11 февраля 2016
Да, были троеточия как один знак. Заменил на три точки.
second 11 февраля 2016
еще застрял на tengo...
толи троеточие, то ли спецточки
Написать тут Еще комментарии
Описание:
Аналог "обычного" на испанском языке.
Автор:
Phemmer
Создан:
14 мая 2015 в 21:33 (текущая версия от 6 сентября 2018 в 19:51)
Публичный:
Нет
Тип словаря:
Тексты
Цельные тексты, разделяемые пустой строкой (единственный текст на словарь также допускается).
Содержание:
1 El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de contento.
2 Pues estadme atento y veréis cómo, en un abrir y cerrar de ojos, confundo todas vuestras dificultades y remedio todas las faltas que decís que os suspenden y acobardan para dejar de sacar a la luz del mundo la historia de vuestro famoso don Quijote, luz y espejo de toda la caballería andante.
3 Si de la amistad y amor que Dios manda que se tenga al enemigo, entraros luego al punto por la Escritura Divina, que lo podéis hacer con tantico de curiosidad, y decir las palabras, por lo menos, del mismo Dios: Ego autem dico vobis: diligite inimicos vestros.
4 Si de la instabilidad de los amigos, ahí está Catón, que os dará su dístico: Donec eris felix, multos numerabis amicos, tempora si fuerint nubila, solus eris. Y con estos latinicos y otros tales os tendrán siquiera por gramático, que el serlo no es de poca honra y provecho el día de hoy.
5 En resolución, no hay más sino que vos procuréis nombrar estos nombres, o tocar estas historias en la vuestra, que aquí he dicho, y dejadme a mí el cargo de poner las anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros las márgenes y de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.
6 Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda.
7 Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada entera.
8 Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma.
9 Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían.
10 En lo de las armas blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un armiño; y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras.
11 Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto, caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera.
12 Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a don Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel día no se había desayunado. Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor pieza que comía pan en el mundo.
13 Y, diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo, tan maltrecho que, si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara.
14 Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían; y, así por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos y tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que primero.
15 Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya.
16 Capítulo IV. De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo.
17 Respondió el medroso villano que para el paso en que estaba y juramento que había hecho -y aún no había jurado nada-, que no eran tantos, porque se le habían de descontar y recebir en cuenta tres pares de zapatos que le había dado y un real de dos sangrías que le habían hecho estando enfermo.
18 Y si queréis saber quién os manda esto, para quedar con más veras obligado a cumplirlo, sabed que yo soy el valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones; y a Dios quedad, y no se os parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada.
19 Pero, al fin, le desató y le dio licencia que fuese a buscar su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés se partió algo mohíno, jurando de ir a buscar al valeroso don Quijote de la Mancha y contalle punto por punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar con las setenas.
20 Y, habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un grande tropel de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Eran seis, y venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie.
21 Don Quijote creyó, sin duda, que aquél era el marqués de Mantua, su tío; y así, no le respondió otra cosa si no fue proseguir en su romance, donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo del Emperante con su esposa, todo de la mesma manera que el romance lo canta.
22 Mas yo me tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los disparates de mi señor tío, para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, que bien merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes.
23 Lleváronle luego a la cama, y, catándole las feridas, no le hallaron ninguna; y él dijo que todo era molimiento, por haber dado una gran caída con Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los más desaforados y atrevidos que se pudieran fallar en gran parte de la tierra.
24 Hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le importaba. Hízose así, y el cura se informó muy a la larga del labrador del modo que había hallado a don Quijote.
25 Y, pues comenzamos por La Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa, y la honra de ser primero en semejantes libros.
26 Su libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y, entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.
27 El cura algunas veces le contradecía y otras concedía, porque si no guardaba este artificio, no había poder averiguarse con él. En este tiempo, solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien -si es que este título se puede dar al que es pobre-, pero de muy poca sal en la mollera.
28 Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza, que así se llamaba el labrador, dejó su mujer y hijos y asentó por escudero de su vecino. Dio luego don Quijote orden en buscar dineros; y, vendiendo una cosa y empeñando otra, y malbaratándolas todas, llegó una razonable cantidad.
29 Acertó don Quijote a tomar la misma derrota y camino que el que él había tomado en su primer viaje, que fue por el campo de Montiel, por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasada, porque, por ser la hora de la mañana y herirles a soslayo los rayos del sol, no les fatigaban.
30 No se dejó de reír don Quijote de la simplicidad de su escudero; y así, le declaró que podía muy bien quejarse, como y cuando quisiese, sin gana o con ella; que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería. Díjole Sancho que mirase que era hora de comer.
31 Al levantarse dio un tiento a la bota, y hallóla algo más flaca que la noche antes; y afligiósele el corazón, por parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse don Quijote, porque, como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias.
32 Detrás dellos venía un coche, con cuatro o cinco de a caballo que le acompañaban y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína, que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy honroso cargo.
33 Por otra parte, me parecía que, pues entre sus libros se habían hallado tan modernos como Desengaño de celos y Ninfas y Pastores de Henares, que también su historia debía de ser moderna; y que, ya que no estuviese escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ella circunvecinas.
34 En fin, la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en las manos, le abrió por medio, y, leyendo un poco en él, se comenzó a reír. Preguntéle yo que de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía aquel libro escrita en el margen por anotación.
35 Si a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado.
36 En fin, su segunda parte, siguiendo la tradución, comenzaba desta manera: Puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían.
37 Agradecióselo mucho Sancho, y, besándole otra vez la mano y la falda de la loriga, le ayudó a subir sobre Rocinante; y él subió sobre su asno y comenzó a seguir a su señor, que, a paso tirado, sin despedirse ni hablar más con las del coche, se entró por un bosque que allí junto estaba.
38 Y, asiéndole por el brazo, le forzó a que junto dél se sentase. No entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de caballeros andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar, y mirar a sus huéspedes, que, con mucho donaire y gana, embaulaban tasajo como el puño.
39 Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto.
40 Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza.
41 Toda esta larga arenga -que se pudiera muy bien escusar- dijo nuestro caballero porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada y antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron escuchando.
42 Donde no, desde aquí juro, por el santo más bendito, de no salir destas sierras sino para capuchino. Con esto dio el cabrero fin a su canto; y, aunque don Quijote le rogó que algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para dormir que para oír canciones.
43 Pero, con todo esto, sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me va doliendo más de lo que es menester. Hizo Sancho lo que se le mandaba; y, viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuviese pena, que él pondría remedio con que fácilmente se sanase.
44 Olvidábaseme de decir como Grisóstomo, el difunto, fue grande hombre de componer coplas; tanto, que él hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y los autos para el día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y todos decían que eran por el cabo.
45 Con estas que daba, al parecer justas escusas, dejaba el tío de importunarla, y esperaba a que entrase algo más en edad y ella supiese escoger compañía a su gusto. Porque decía él, y decía muy bien, que no habían de dar los padres a sus hijos estado contra su voluntad.
46 Que, puesto que no huye ni se esquiva de la compañía y conversación de los pastores, y los trata cortés y amigablemente, en llegando a descubrirle su intención cualquiera dellos, aunque sea tan justa y santa como la del matrimonio, los arroja de sí como con un trabuco.
47 Y déste y de aquél, y de aquéllos y de éstos, libre y desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela; y todos los que la conocemos estamos esperando en qué ha de parar su altivez y quién ha de ser el dichoso que ha de venir a domeñar condición tan terrible y gozar de hermosura tan estremada.
48 Sancho Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar del cabrero, solicitó, por su parte, que su amo se entrase a dormir en la choza de Pedro. Hízolo así, y todo lo más de la noche se le pasó en memorias de su señora Dulcinea, a imitación de los amantes de Marcela.
49 Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando, al cruzar de una senda, vieron venir hacia ellos hasta seis pastores, vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano.
50 Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el que se llamaba Vivaldo a don Quijote qué era la ocasión que le movía a andar armado de aquella manera por tierra tan pacífica. A lo cual respondió don Quijote: -La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra manera.
51 El buen paso, el regalo y el reposo, allá se inventó para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos.
52 Mejor fuera que las palabras que en la carrera gastó encomendándose a su dama las gastara en lo que debía y estaba obligado como cristiano. Cuanto más, que yo tengo para mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien encomendarse, porque no todos son enamorados.
53 A lo cual respondió nuestro don Quijote: -Señor, una golondrina sola no hace verano. Cuanto más, que yo sé que de secreto estaba ese caballero muy bien enamorado; fuera que, aquello de querer a todas bien cuantas bien le parecían era condición natural, a quien no podía ir a la mano.
54 Entre seis dellos traían unas andas, cubiertas de mucha diversidad de flores y de ramos. Lo cual visto por uno de los cabreros, dijo: -Aquellos que allí vienen son los que traen el cuerpo de Grisóstomo, y el pie de aquella montaña es el lugar donde él mandó que le enterrasen.
55 Ése es el cuerpo de Grisóstomo, que fue único en el ingenio, solo en la cortesía, estremo en la gentileza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo en todo lo que fue ser desdichado.
56 Y, sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano y tomó algunos de los que más cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio, dijo: -Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con los que ya habéis tomado; pero pensar que dejaré de abrasar los que quedan es pensamiento vano.
57 Oyólo Ambrosio y dijo: -Ése es el último papel que escribió el desdichado; y, porque veáis, señor, en el término que le tenían sus desventuras, leelde de modo que seáis oído; que bien os dará lugar a ello el que se tardare en abrir la sepultura. -Eso haré yo de muy buena gana -dijo Vivaldo.
58 Diré que va acertado el que bien quiere, y que es más libre el alma más rendida a la de amor antigua tiranía. Diré que la enemiga siempre mía hermosa el alma como el cuerpo tiene, y que su olvido de mi culpa nace, y que, en fe de los males que nos hace, amor su imperio en justa paz mantiene.
59 Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo; que, tal cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni escogella.
60 Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras.
61 Si yo conservo mi limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas propias y no codicio las ajenas; tengo libre condición y no gusto de sujetarme: ni quiero ni aborrezco a nadie.
62 Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto que se acababa una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio que había de decir desta manera: Yace aquí de un amador el mísero cuerpo helado, que fue pastor de ganado, perdido por desamor.
63 Lo mesmo hicieron Vivaldo y su compañero, y don Quijote se despidió de sus huéspedes y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese con ellos a Sevilla, por ser lugar tan acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y tras cada esquina se ofrecen más que en otro alguno.
64 Viendo su buena determinación, no quisieron los caminantes importunarle más, sino, tornándose a despedir de nuevo, le dejaron y prosiguieron su camino, en el cual no les faltó de qué tratar, así de la historia de Marcela y Grisóstomo como de las locuras de don Quijote.
65 Y, sin hacer más discursos, echó mano a su espada y arremetió a los gallegos, y lo mesmo hizo Sancho Panza, incitado y movido del ejemplo de su amo. Y, a las primeras, dio don Quijote una cuchillada a uno, que le abrió un sayo de cuero de que venía vestido, con gran parte de la espalda.
66 Mas yo te juro, Sancho Panza, a fe de caballero andante, que antes que pasen dos días, si la fortuna no ordena otra cosa, la tengo de tener en mi poder, o mal me han de andar las manos. -Pues, ¿en cuántos le parece a vuestra merced que podremos mover los pies? -replicó Sancho Panza.
67 Mas yo me tengo la culpa de todo, que no había de poner mano a la espada contra hombres que no fuesen armados caballeros como yo; y así, creo que, en pena de haber pasado las leyes de la caballería, ha permitido el dios de las batallas que se me diese este castigo.
68 Digo esto porque no pienses que, puesto que quedamos desta pendencia molidos, quedamos afrentados; porque las armas que aquellos hombres traían, con que nos machacaron, no eran otras que sus estacas, y ninguno dellos, a lo que se me acuerda, tenía estoque, espada ni puñal.
69 En esta maldita cama se acostó don Quijote, y luego la ventera y su hija le emplastaron de arriba abajo, alumbrándoles Maritornes, que así se llamaba la asturiana; y, como al bizmalle viese la ventera tan acardenalado a partes a don Quijote, dijo que aquello más parecían golpes que caída.
70 Y que cada uno había hecho su cardenal. Y también le dijo: -Haga vuestra merced, señora, de manera que queden algunas estopas, que no faltará quien las haya menester; que también me duelen a mí un poco los lomos. -Desa manera -respondió la ventera-, también debistes vos de caer.
71 Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y la hora -que para él fue menguada- de la venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fustán, con tácitos y atentados pasos, entró en el aposento donde los tres alojaban en busca del arriero.
72 Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la buena doncella, no le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero; antes, le parecía que tenía entre sus brazos a la diosa de la hermosura.
73 El lecho, que era un poco endeble y de no firmes fundamentos, no pudiendo sufrir la añadidura del arriero, dio consigo en el suelo, a cuyo gran ruido despertó el ventero, y luego imaginó que debían de ser pendencias de Maritornes, porque, habiéndola llamado a voces, no respondía.
74 Con esta sospecha se levantó, y, encendiendo un candil, se fue hacia donde había sentido la pelaza. La moza, viendo que su amo venía, y que era de condición terrible, toda medrosica y alborotada, se acogió a la cama de Sancho Panza, que aún dormía, y allí se acorrucó y se hizo un ovillo.
75 Por donde conjeturo que el tesoro de la fermosura desta doncella le debe de guardar algún encantado moro, y no debe de ser para mí. -Ni para mí tampoco -respondió Sancho-, porque más de cuatrocientos moros me han aporreado a mí, de manera que el molimiento de las estacas fue tortas y pan pintado.
76 Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide desta fortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el salutífero bálsamo; que en verdad que creo que lo he bien menester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que esta fantasma me ha dado.
77 Sancho Panza, que también tuvo a milagro la mejoría de su amo, le rogó que le diese a él lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad. Concedióselo don Quijote, y él, tomándola a dos manos, con buena fe y mejor talante, se la echó a pechos, y envasó bien poco menos que su amo.
78 Sudaba y trasudaba con tales parasismos y accidentes, que no solamente él, sino todos pensaron que se le acababa la vida. Duróle esta borrasca y mala andanza casi dos horas, al cabo de las cuales no quedó como su amo, sino tan molido y quebrantado que no se podía tener.
79 Pero don Quijote, que, como se ha dicho, se sintió aliviado y sano, quiso partirse luego a buscar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo que allí se tardaba era quitársele al mundo y a los en él menesterosos de su favor y amparo; y más con la seguridad y confianza que llevaba en su bálsamo.
80 Y así, forzado deste deseo, él mismo ensilló a Rocinante y enalbardó al jumento de su escudero, a quien también ayudó a vestir y a subir en el asno. Púsose luego a caballo, y, llegándose a un rincón de la venta, asió de un lanzón que allí estaba, para que le sirviese de lanza.
81 Ya que estuvieron los dos a caballo, puesto a la puerta de la venta, llamó al ventero, y con voz muy reposada y grave le dijo: -Muchas y muy grandes son las mercedes, señor alcaide, que en este vuestro castillo he recebido, y quedo obligadísimo a agradecéroslas todos los días de mi vida.
82 A estas voces volvió Sancho los ojos, como de través, y dijo con otras mayores: -¿Por dicha hásele olvidado a vuestra merced como yo no soy caballero, o quiere que acabe de vomitar las entrañas que me quedaron de anoche? Guárdese su licor con todos los diablos y déjeme a mí.
83 Así como bebió Sancho, dio de los carcaños a su asno, y, abriéndole la puerta de la venta de par en par, se salió della, muy contento de no haber pagado nada y de haber salido con su intención, aunque había sido a costa de sus acostumbrados fiadores, que eran sus espaldas.
84 Así que, señor, el no poder saltar las bardas del corral, ni apearse del caballo, en ál estuvo que en encantamentos. Y lo que yo saco en limpio de todo esto es que estas aventuras que andamos buscando, al cabo al cabo, nos han de traer a tantas desventuras que no sepamos cuál es nuestro pie derecho.
85 Calla y ten paciencia, que día vendrá donde veas por vista de ojos cuán honrosa cosa es andar en este ejercicio. Si no, dime: ¿qué mayor contento puede haber en el mundo, o qué gusto puede igualarse al de vencer una batalla y al de triunfar de su enemigo? Ninguno, sin duda alguna.
86 Don Quijote no se curaba de las piedras; antes, discurriendo a todas partes, decía: -¿Adónde estás, soberbio Alifanfuón? Vente a mí; que un caballero solo soy, que desea, de solo a solo, probar tus fuerzas y quitarte la vida, en pena de la que das al valeroso Pentapolín Garamanta.
87 Pero, reparando un poco más en ello, echó de ver en la color, sabor y olor, que no era sangre, sino el bálsamo de la alcuza que él le había visto beber; y fue tanto el asco que tomó que, revolviéndosele el estómago, vomitó las tripas sobre su mismo señor, y quedaron entrambos como de perlas.
88 Mas a todo esto estamos sujetos los que profesamos la estrecha orden de la caballería. Sube, amigo, y guía, que yo te seguiré al paso que quisieres. Hízolo así Sancho, y encaminóse hacia donde le pareció que podía hallar acogimiento, sin salir del camino real, que por allí iba muy seguido.
89 En estas y otras pláticas les tomó la noche en mitad del camino, sin tener ni descubrir donde aquella noche se recogiesen; y lo que no había de bueno en ello era que perecían de hambre; que, con la falta de las alforjas, les faltó toda la despensa y matalotaje.
90 Iban los encamisados murmurando entre sí, con una voz baja y compasiva. Esta estraña visión, a tales horas y en tal despoblado, bien bastaba para poner miedo en el corazón de Sancho, y aun en el de su amo; y así fuera en cuanto a don Quijote, que ya Sancho había dado al través con todo su esfuerzo.
91 Mas sucedióles otra desgracia, que Sancho la tuvo por la peor de todas, y fue que no tenían vino que beber, ni aun agua que llegar a la boca; y, acosados de la sed, dijo Sancho, viendo que el prado donde estaban estaba colmado de verde y menuda yerba, lo que se dirá en el siguiente capítulo.
92 Pero don Quijote, acompañado de su intrépido corazón, saltó sobre Rocinante, y, embrazando su rodela, terció su lanzón y dijo: -Sancho amigo, has de saber que yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como suele llamarse.
93 Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste, dijo: -Ea, señor, que el cielo, conmovido de mis lágrimas y plegarias, ha ordenado que no se pueda mover Rocinante; y si vos queréis porfiar, y espolear, y dalle, será enojar a la fortuna y dar coces, como dicen, contra el aguijón.
94 Mas, viendo Sancho que a más andar se venía la mañana, con mucho tiento desligó a Rocinante y se ató los calzones. Como Rocinante se vio libre, aunque él de suyo no era nada brioso, parece que se resintió, y comenzó a dar manotadas; porque corvetas -con perdón suyo- no las sabía hacer.
95 Viendo, pues, don Quijote que Sancho hacía burla dél, se corrió y enojó en tanta manera, que alzó el lanzón y le asentó dos palos, tales que, si, como los recibió en las espaldas, los recibiera en la cabeza, quedara libre de pagarle el salario, si no fuera a sus herederos.
96 Si no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan en seis jayanes, y echádmelos a las barbas uno a uno, o todos juntos, y, cuando yo no diere con todos patas arriba, haced de mí la burla que quisiéredes. -No haya más, señor mío -replicó Sancho-, que yo confieso que he andado algo risueño en demasía.
97 Y si yo ahora te le he señalado a ti en el testamento cerrado que dejé en mi casa, fue por lo que podía suceder; que aún no sé cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos nuestros la caballería, y no querría que por pocas cosas penase mi ánima en el otro mundo.
98 Porque quiero que sepas, Sancho, que en él no hay estado más peligroso que el de los aventureros. -Así es verdad -dijo Sancho-, pues sólo el ruido de los mazos de un batán pudo alborotar y desasosegar el corazón de un tan valeroso andante aventurero como es vuestra merced.
99 Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro? -Lo que yo veo y columbro -respondió Sancho- no es sino un hombre sobre un asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.
100 Apártate a una parte y déjame con él a solas: verás cuán sin hablar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura y queda por mío el yelmo que tanto he deseado. -Yo me tengo en cuidado el apartarme -replicó Sancho-, mas quiera Dios, torno a decir, que orégano sea, y no batanes.
101 Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y ésta fue la ocasión que a don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veía, con mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos.
102 Dejóse la bacía en el suelo, con la cual se contentó don Quijote, y dijo que el pagano había andado discreto y que había imitado al castor, el cual, viéndose acosado de los cazadores, se taraza y arpa con los dientes aquéllo por lo que él, por distinto natural, sabe que es perseguido.
103 Y, dándosela a su amo, se la puso luego en la cabeza, rodeándola a una parte y a otra, buscándole el encaje; y, como no se le hallaba, dijo: -Sin duda que el pagano, a cuya medida se forjó primero esta famosa celada, debía de tener grandísima cabeza, y lo peor dello es que le falta la mitad.
104 Y aquí dio un sospiro, y le puso en las nubes. Y dijo Sancho: -Pase por burlas, pues la venganza no puede pasar en veras; pero yo sé de qué calidad fueron las veras y las burlas, y sé también que no se me caerán de la memoria, como nunca se quitarán de las espaldas.
105 Que, después que me puso aquel áspero mandamiento del silencio, se me han podrido más de cuatro cosas en el estómago, y una sola que ahora tengo en el pico de la lengua no querría que se mal lograse. -Dila -dijo don Quijote-, y sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo.
106 Levantarse han las tablas, y entrará a deshora por la puerta de la sala un feo y pequeño enano con una fermosa dueña, que, entre dos gigantes, detrás del enano viene, con cierta aventura, hecha por un antiquísimo sabio, que el que la acabare será tenido por el mejor caballero del mundo.
107 Mandará luego el rey que todos los que están presentes la prueben, y ninguno le dará fin y cima sino el caballero huésped, en mucho pro de su fama, de lo cual quedará contentísima la infanta, y se tendrá por contenta y pagada además, por haber puesto y colocado sus pensamientos en tan alta parte.
108 Y aquella noche se despedirá de su señora la infanta por las rejas de un jardín, que cae en el aposento donde ella duerme, por las cuales ya otras muchas veces la había fablado, siendo medianera y sabidora de todo una doncella de quien la infanta mucho se fiaba.
109 Quedará concertado entre los dos del modo que se han de hacer saber sus buenos o malos sucesos, y rogarále la princesa que se detenga lo menos que pudiere; prometérselo ha él con muchos juramentos; tórnale a besar las manos, y despídese con tanto sentimiento que estará poco por acabar la vida.
110 Bien es verdad que yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y propriedad y de devengar quinientos sueldos; y podría ser que el sabio que escribiese mi historia deslindase de tal manera mi parentela y decendencia, que me hallase quinto o sesto nieto de rey.
111 De manera que está la diferencia en que unos fueron, que ya no son, y otros son, que ya no fueron; y podría ser yo déstos que, después de averiguado, hubiese sido mi principio grande y famoso, con lo cual se debía de contentar el rey, mi suegro, que hubiere de ser.
112 Y cuando no, la infanta me ha de querer de manera que, a pesar de su padre, aunque claramente sepa que soy hijo de un azacán, me ha de admitir por señor y por esposo; y si no, aquí entra el roballa y llevalla donde más gusto me diere; que el tiempo o la muerte ha de acabar el enojo de sus padres.
113 Si ya no es que la doncella tercera, que ha de ser su mujer, se sale con la infanta, y él pasa con ella su mala ventura, hasta que el cielo ordene otra cosa; porque bien podrá, creo yo, desde luego dársela su señor por ligítima esposa. -Eso no hay quien la quite -dijo don Quijote.
114 Porque, en haciéndote conde, cátate ahí caballero, y digan lo que dijeren; que a buena fe que te han de llamar señoría, mal que les pese. -Y ¡montas que no sabría yo autorizar el litado! -dijo Sancho. -Dictado has de decir, que no litado -dijo su amo. -Sea ansí -respondió Sancho Panza-.
115 Venían ansimismo con ellos dos hombres de a caballo y dos de a pie; los de a caballo, con escopetas de rueda, y los de a pie, con dardos y espadas; y que así como Sancho Panza los vido, dijo: -Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras.
116 Una de las guardas de a caballo respondió que eran galeotes, gente de Su Majestad que iba a galeras, y que no había más que decir, ni él tenía más que saber. -Con todo eso -replicó don Quijote-, querría saber de cada uno dellos en particular la causa de su desgracia.
117 Porque dicen ellos que tantas letras tiene un no como un sí, y que harta ventura tiene un delincuente, que está en su lengua su vida o su muerte, y no en la de los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera de camino. -Y yo lo entiendo así -respondió don Quijote.
118 El cual, pasando al tercero, preguntó lo que a los otros; el cual, de presto y con mucho desenfado, respondió y dijo: -Yo voy por cinco años a las señoras gurapas por faltarme diez ducados. -Yo daré veinte de muy buena gana -dijo don Quijote- por libraros desa pesadumbre.
119 Si vuestra merced, señor caballero, lleva alguna cosa con que socorrer a estos pobretes, Dios se lo pagará en el cielo, y nosotros tendremos en la tierra cuidado de rogar a Dios en nuestras oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que sea tan larga y tan buena como su buena presencia merece.
120 Ginés me llamo y no Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia, y no Parapilla, como voacé dice; y cada uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará poco. -Hable con menos tono -replicó el comisario-, señor ladrón de más de la marca, si no quiere que le haga callar, mal que le pese.
121 A Sancho le quitaron el gabán, y, dejándole en pelota, repartiendo entre sí los demás despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte, con más cuidado de escaparse de la Hermandad, que temían, que de cargarse de la cadena e ir a presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso.
122 Y sepa que, aunque zafio y villano, todavía se me alcanza algo desto que llaman buen gobierno; así que, no se arrepienta de haber tomado mi consejo, sino suba en Rocinante, si puede, o si no yo le ayudaré, y sígame, que el caletre me dice que hemos menester ahora más los pies que las manos.
123 Así como don Quijote entró por aquellas montañas, se le alegró el corazón, pareciéndole aquellos lugares acomodados para las aventuras que buscaba. Reducíansele a la memoria los maravillosos acaecimientos que en semejantes soledades y asperezas habían sucedido a caballeros andantes.
124 Y buscando más, halló un librillo de memoria, ricamente guarnecido. Éste le pidió don Quijote, y mandóle que guardase el dinero y lo tomase para él. Besóle las manos Sancho por la merced, y, desvalijando a la valija de su lencería, la puso en el costal de la despensa.
125 Todo lo cual visto por don Quijote, dijo: -Paréceme, Sancho, y no es posible que sea otra cosa, que algún caminante descaminado debió de pasar por esta sierra, y, salteándole malandrines, le debieron de matar, y le trujeron a enterrar en esta tan escondida parte.
126 Pero si Amor es dios, es argumento que nada ignora, y es razón muy buena que un dios no sea cruel. Pues, ¿quién ordena el terrible dolor que adoro y siento? Si digo que sois vos, Fili, no acierto; que tanto mal en tanto bien no cabe, ni me viene del cielo esta rüina.
127 Presto habré de morir, que es lo más cierto; que al mal de quien la causa no se sabe milagro es acertar la medicina. -Por esa trova -dijo Sancho- no se puede saber nada, si ya no es que por ese hilo que está ahí se saque el ovillo de todo. -¿Qué hilo está aquí? -dijo don Quijote.
128 Figurósele que iba desnudo, la barba negra y espesa, los cabellos muchos y rabultados, los pies descalzos y las piernas sin cosa alguna; los muslos cubrían unos calzones, al parecer de terciopelo leonado, mas tan hechos pedazos que por muchas partes se le descubrían las carnes.
129 Y sírvale esto que digo de aviso, para que de aquí adelante no me aparte un dedo de su presencia. -Así será -dijo el de la Triste Figura-, y yo estoy muy contento de que te quieras valer de mi ánimo, el cual no te ha de faltar, aunque te falte el ánima del cuerpo.
130 Diole voces don Quijote, y rogóle que bajase donde estaban. Él respondió a gritos que quién les había traído por aquel lugar, pocas o ningunas veces pisado sino de pies de cabras o de lobos y otras fieras que por allí andaban. Respondióle Sancho que bajase, que de todo le darían buena cuenta.
131 Salió a nosotros con mucha mansedumbre, ya roto el vestido, y el rostro disfigurado y tostado del sol, de tal suerte que apenas le conocíamos, sino que los vestidos, aunque rotos, con la noticia que dellos teníamos, nos dieron a entender que era el que buscábamos.
132 Saludónos cortésmente, y en pocas y muy buenas razones nos dijo que no nos maravillásemos de verle andar de aquella suerte, porque así le convenía para cumplir cierta penitencia que por sus muchos pecados le había sido impuesta. Rogámosle que nos dijese quién era, mas nunca lo pudimos acabar con él.
133 Pedímosle también que, cuando hubiese menester el sustento, sin el cual no podía pasar, nos dijese dónde le hallaríamos, porque con mucho amor y cuidado se lo llevaríamos; y que si esto tampoco fuese de su gusto, que, a lo menos, saliese a pedirlo, y no a quitarlo a los pastores.
134 Porque, como tengo dicho, era un muy gentil y agraciado mancebo, y en sus corteses y concertadas razones mostraba ser bien nacido y muy cortesana persona; que, puesto que éramos rústicos los que le escuchábamos, su gentileza era tanta, que bastaba a darse a conocer a la mesma rusticidad.
135 Esto es, señores, lo que sabré deciros de lo que me habéis preguntado; y entended que el dueño de las prendas que hallastes es el mesmo que vistes pasar con tanta ligereza como desnudez -que ya le había dicho don Quijote cómo había visto pasar aquel hombre saltando por la sierra.
136 El cual quedó admirado de lo que al cabrero había oído, y quedó con más deseo de saber quién era el desdichado loco; y propuso en sí lo mesmo que ya tenía pensado: de buscalle por toda la montaña, sin dejar rincón ni cueva en ella que no mirase, hasta hallarle.
137 Pero hízolo mejor la suerte de lo que él pensaba ni esperaba, porque en aquel mesmo instante pareció, por entre una quebrada de una sierra que salía donde ellos estaban, el mancebo que buscaba, el cual venía hablando entre sí cosas que no podían ser entendidas de cerca, cuanto más de lejos.
138 Leí la carta y enmudecí leyéndola, y más cuando oí que mi padre me decía: "De aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer la voluntad del duque; y da gracias a Dios que te va abriendo camino por donde alcances lo que yo sé que mereces". Añadió a éstas otras razones de padre consejero.
139 Vine, en fin, donde el duque Ricardo estaba. Fui dél tan bien recebido y tratado, que desde luego comenzó la envidia a hacer su oficio, teniéndomela los criados antiguos, pareciéndoles que las muestras que el duque daba de hacerme merced habían de ser en perjuicio suyo.
140 Estas tan buenas partes de la hermosa labradora redujeron a tal término los deseos de don Fernando, que se determinó, para poder alcanzarlo y conquistar la entereza de la labradora, darle palabra de ser su esposo, porque de otra manera era procurar lo imposible.
141 Y perdóneme vuestra merced el haber contravenido a lo que prometimos de no interromper su plática, pues, en oyendo cosas de caballerías y de caballeros andantes, así es en mi mano dejar de hablar en ellos, como lo es en la de los rayos del sol dejar de calentar, ni humedecer en los de la luna.
142 Digo, pues, que, como ya Cardenio estaba loco y se oyó tratar de mentís y de bellaco, con otros denuestos semejantes, parecióle mal la burla, y alzó un guijarro que halló junto a sí, y dio con él en los pechos tal golpe a don Quijote que le hizo caer de espaldas.
143 Sancho Panza, que de tal modo vio parar a su señor, arremetió al loco con el puño cerrado; y el Roto le recibió de tal suerte que con una puñada dio con él a sus pies, y luego se subió sobre él y le brumó las costillas muy a su sabor. El cabrero, que le quiso defender, corrió el mesmo peligro.
144 Levantóse Sancho, y, con la rabia que tenía de verse aporreado tan sin merecerlo, acudió a tomar la venganza del cabrero, diciéndole que él tenía la culpa de no haberles avisado que a aquel hombre le tomaba a tiempos la locura; que, si esto supieran, hubieran estado sobre aviso para poderse guardar.
145 Respondió el cabrero que ya lo había dicho, y que si él no lo había oído, que no era suya la culpa. Replicó Sancho Panza, y tornó a replicar el cabrero, y fue el fin de las réplicas asirse de las barbas y darse tales puñadas que, si don Quijote no los pusiera en paz, se hicieran pedazos.
146 Decía Sancho, asido con el cabrero: -Déjeme vuestra merced, señor Caballero de la Triste Figura, que en éste, que es villano como yo y no está armado caballero, bien puedo a mi salvo satisfacerme del agravio que me ha hecho, peleando con él mano a mano, como hombre honrado.
147 O, ¿qué hacía al caso que aquel abad fuese su amigo o no? Que, si vuestra merced pasara con ello, pues no era su juez, bien creo yo que el loco pasara adelante con su historia, y se hubieran ahorrado el golpe del guijarro, y las coces, y aun más de seis torniscones.
148 Y de aquí tomó ocasión el vulgo ignorante y mal intencionado de decir y pensar que ella era su manceba; y mienten, digo otra vez, y mentirán otras docientas, todos los que tal pensaren y dijeren. -Ni yo lo digo ni lo pienso -respondió Sancho-: allá se lo hayan; con su pan se lo coman.
149 De mis viñas vengo, no sé nada; no soy amigo de saber vidas ajenas; que el que compra y miente, en su bolsa lo siente. Cuanto más, que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; mas que lo fuesen, ¿qué me va a mí? Y muchos piensan que hay tocinos y no hay estacas.
150 Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora Dulcinea; y si fuere tal cual a mi fe se le debe, acabarse ha mi sandez y mi penitencia; y si fuere al contrario, seré loco de veras, y, siéndolo, no sentiré nada.
151 Llegaron, en estas pláticas, al pie de una alta montaña que, casi como peñón tajado, estaba sola entre otras muchas que la rodeaban. Corría por su falda un manso arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un prado tan verde y vicioso, que daba contento a los ojos que le miraban.
152 Este sitio escogió el Caballero de la Triste Figura para hacer su penitencia; y así, en viéndole, comenzó a decir en voz alta, como si estuviera sin juicio: -Éste es el lugar, ¡oh cielos!, que diputo y escojo para llorar la desventura en que vosotros mesmos me habéis puesto.
153 Y hará poco al caso que vaya de mano ajena, porque, a lo que yo me sé acordar, Dulcinea no sabe escribir ni leer, y en toda su vida ha visto letra mía ni carta mía, porque mis amores y los suyos han sido siempre platónicos, sin estenderse a más que a un honesto mirar.
154 Ahora digo, señor Caballero de la Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras por ella, sino que, con justo título, puede desesperarse y ahorcarse; que nadie habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le lleve el diablo.
155 Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama; y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan.
156 Sacó el libro de memoria don Quijote, y, apartándose a una parte, con mucho sosiego comenzó a escribir la carta; y, en acabándola, llamó a Sancho y le dijo que se la quería leer, porque la tomase de memoria, si acaso se le perdiese por el camino, porque de su desdicha todo se podía temer.
157 A lo cual respondió Sancho: -Escríbala vuestra merced dos o tres veces ahí en el libro y démele, que yo le llevaré bien guardado, porque pensar que yo la he de tomar en la memoria es disparate: que la tengo tan mala que muchas veces se me olvida cómo me llamo.
158 Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga mía!, del modo que por tu causa quedo. Si gustares de acorrerme, tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto; que, con acabar mi vida, habré satisfecho a tu crueldad y a mi deseo.
159 Los cuales tres pollinos se los mando librar y pagar por otros tantos aquí recebidos de contado, que consta, y con su carta de pago serán bien dados. Fecha en las entrañas de Sierra Morena, a veinte y dos de agosto deste presente año. -Buena está -dijo Sancho-; fírmela vuestra merced.
160 Que no tengo de acertar a volver a este lugar donde agora le dejo, según está de escondido. -Toma bien las señas, que yo procuraré no apartarme destos contornos -dijo don Quijote-, y aun tendré cuidado de subirme por estos más altos riscos, por ver si te descubro cuando vuelvas.
161 Mas no hubo andado cien pasos, cuando volvió y dijo: -Digo, señor, que vuestra merced ha dicho muy bien: que, para que pueda jurar sin cargo de conciencia que le he visto hacer locuras, será bien que vea siquiera una, aunque bien grande la he visto en la quedada de vuestra merced.
162 Y, hablando entre sí mesmo, decía: -Si Roldán fue tan buen caballero y tan valiente como todos dicen, ¿qué maravilla?, pues, al fin, era encantado y no le podía matar nadie si no era metiéndole un alfiler de a blanca por la planta del pie, y él traía siempre los zapatos con siete suelas de hierro.
163 Y si esto es verdad, como lo es, ¿para qué quiero yo tomar trabajo agora de desnudarme del todo, ni dar pesadumbre a estos árboles, que no me han hecho mal alguno? Ni tengo para qué enturbiar el agua clara destos arroyos, los cuales me han de dar de beber cuando tenga gana.
164 Viva la memoria de Amadís, y sea imitado de don Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere; del cual se dirá lo que del otro se dijo: que si no acabó grandes cosas, murió por acometellas; y si yo no soy desechado ni desdeñado de Dulcinea del Toboso, bástame, como ya he dicho, estar ausente della.
165 En esto le vino al pensamiento cómo le haría, y fue que rasgó una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban colgando, y diole once ñudos, el uno más gordo que los demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí estuvo, donde rezó un millón de avemarías.
166 Mas los que se pudieron hallar enteros y que se pudiesen leer, después que a él allí le hallaron, no fueron más que estos que aquí se siguen: Árboles, yerbas y plantas que en aqueste sitio estáis, tan altos, verdes y tantas, si de mi mal no os holgáis, escuchad mis quejas santas.
167 Es aquí el lugar adonde el amador más leal de su señora se esconde, y ha venido a tanto mal sin saber cómo o por dónde. Tráele amor al estricote, que es de muy mala ralea; y así, hasta henchir un pipote, aquí lloró don Quijote ausencias de Dulcinea del Toboso.
168 Buscando las aventuras por entre las duras peñas, maldiciendo entrañas duras, que entre riscos y entre breñas halla el triste desventuras, hirióle amor con su azote, no con su blanda correa; y, en tocándole el cogote, aquí lloró don Quijote ausencias de Dulcinea del Toboso.
169 No causó poca risa en los que hallaron los versos referidos el añadidura del Toboso al nombre de Dulcinea, porque imaginaron que debió de imaginar don Quijote que si, en nombrando a Dulcinea, no decía también del Toboso, no se podría entender la copla; y así fue la verdad, como él después confesó.
170 Conociólos luego Sancho Panza, y determinó de encubrir el lugar y la suerte donde y como su amo quedaba; y así, les respondió que su amo quedaba ocupado en cierta parte y en cierta cosa que le era de mucha importancia, la cual él no podía descubrir, por los ojos que en la cara tenía.
171 En verdad que nos habéis de dar el dueño del rocín, o sobre eso, morena. -No hay para qué conmigo amenazas, que yo no soy hombre que robo ni mato a nadie: a cada uno mate su ventura, o Dios, que le hizo. Mi amo queda haciendo penitencia en la mitad desta montaña, muy a su sabor.
172 Quedaron admirados los dos de lo que Sancho Panza les contaba; y, aunque ya sabían la locura de don Quijote y el género della, siempre que la oían se admiraban de nuevo. Pidiéronle a Sancho Panza que les enseñase la carta que llevaba a la señora Dulcinea del Toboso.
173 Visto lo cual por el cura y el barbero, le dijeron que qué le había sucedido, que tan mal se paraba. -¿Qué me ha de suceder -respondió Sancho-, sino el haber perdido de una mano a otra, en un estante, tres pollinos, que cada uno era como un castillo? -¿Cómo es eso? -replicó el barbero.
174 Y, con esto, les contó la pérdida del rucio. Consolóle el cura, y díjole que, en hallando a su señor, él le haría revalidar la manda y que tornase a hacer la libranza en papel, como era uso y costumbre, porque las que se hacían en libros de memoria jamás se acetaban ni cumplían.
175 Con esto se consoló Sancho, y dijo que, como aquello fuese ansí, que no le daba mucha pena la pérdida de la carta de Dulcinea, porque él la sabía casi de memoria, de la cual se podría trasladar donde y cuando quisiesen. -Decildo, Sancho, pues -dijo el barbero-, que después la trasladaremos.
176 Decía esto Sancho con tanto reposo, limpiándose de cuando en cuando las narices, y con tan poco juicio, que los dos se admiraron de nuevo, considerando cuán vehemente había sido la locura de don Quijote, pues había llevado tras sí el juicio de aquel pobre hombre.
177 Ellos se entraron y le dejaron, y, de allí a poco, el barbero le sacó de comer. Después, habiendo bien pensado entre los dos el modo que tendrían para conseguir lo que deseaban, vino el cura en un pensamiento muy acomodado al gusto de don Quijote y para lo que ellos querían.
178 Pidiéronle a la ventera una saya y unas tocas, dejándole en prendas una sotana nueva del cura. El barbero hizo una gran barba de una cola rucia o roja de buey, donde el ventero tenía colgado el peine. Preguntóles la ventera que para qué le pedían aquellas cosas.
179 Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy bien en la memoria, y les agradeció mucho la intención que tenían de aconsejar a su señor fuese emperador y no arzobispo, porque él tenía para sí que, para hacer mercedes a sus escuderos, más podían los emperadores que los arzobispos andantes.
180 El calor, y el día que allí llegaron, era de los del mes de agosto, que por aquellas partes suele ser el ardor muy grande; la hora, las tres de la tarde: todo lo cual hacía al sitio más agradable, y que convidase a que en él esperasen la vuelta de Sancho, como lo hicieron.
181 Estando, pues, los dos allí, sosegados y a la sombra, llegó a sus oídos una voz que, sin acompañarla son de algún otro instrumento, dulce y regaladamente sonaba, de que no poco se admiraron, por parecerles que aquél no era lugar donde pudiese haber quien tan bien cantase.
182 Porque, aunque suele decirse que por las selvas y campos se hallan pastores de voces estremadas, más son encarecimientos de poetas que verdades; y más, cuando advirtieron que lo que oían cantar eran versos, no de rústicos ganaderos, sino de discretos cortesanos.
183 Mas, ¿de qué me quejo?, ¡desventurado de mí!, pues es cosa cierta que cuando traen las desgracias la corriente de las estrellas, como vienen de alto a bajo, despeñándose con furor y con violencia, no hay fuerza en la tierra que las detenga, ni industria humana que prevenirlas pueda.
184 No, por cierto; antes, con grandísimo gusto, me ofrecí a partir luego, contento de la buena compra hecha. Aquella noche hablé con Luscinda, y le dije lo que con don Fernando quedaba concertado, y que tuviese firme esperanza de que tendrían efeto nuestros buenos y justos deseos.
185 Con esto, nos contábamos cien mil niñerías y acaecimientos de nuestros vecinos y conocidos, y a lo que más se entendía mi desenvoltura era a tomarle, casi por fuerza, una de sus bellas y blancas manos, y llegarla a mi boca, según daba lugar la estrecheza de una baja reja que nos dividía.
186 Di las cartas al hermano de don Fernando. Fui bien recebido, pero no bien despachado, porque me mandó aguardar, bien a mi disgusto, ocho días, y en parte donde el duque, su padre, no me viese, porque su hermano le escribía que le enviase cierto dinero sin su sabiduría.
187 Abríla, temeroso y con sobresalto, creyendo que cosa grande debía de ser la que la había movido a escribirme estando ausente, pues presente pocas veces lo hacía. Preguntéle al hombre, antes de leerla, quién se la había dado y el tiempo que había tardado en el camino.
188 Cual yo quedo, imaginaldo; si os cumple venir, veldo; y si os quiero bien o no, el suceso deste negocio os lo dará a entender. A Dios plega que ésta llegue a vuestras manos antes que la mía se vea en condición de juntarse con la de quien tan mal sabe guardar la fe que promete.
189 El enojo que contra don Fernando concebí, junto con el temor de perder la prenda que con tantos años de servicios y deseos tenía granjeada, me pusieron alas, pues, casi como en vuelo, otro día me puse en mi lugar, al punto y hora que convenía para ir a hablar a Luscinda.
190 No te turbes, amigo, sino procura hallarte presente a este sacrificio, el cual si no pudiere ser estorbado de mis razones, una daga llevo escondida que podrá estorbar más determinadas fuerzas, dando fin a mi vida y principio a que conozcas la voluntad que te he tenido y tengo".
191 Yo le respondí turbado y apriesa, temeroso no me faltase lugar para responderla: "Hagan, señora, tus obras verdaderas tus palabras; que si tú llevas daga para acreditarte, aquí llevo yo espada para defenderte con ella o para matarme si la suerte nos fuere contraria".
192 Quedé falto de consejo, desamparado, a mi parecer, de todo el cielo, hecho enemigo de la tierra que me sustentaba, negándome el aire aliento para mis suspiros y el agua humor para mis ojos; sólo el fuego se acrecentó de manera que todo ardía de rabia y de celos.
193 Dijéronme que hacia esta parte. Luego me encaminé a ella, con intención de acabar aquí la vida, y, en entrando por estas asperezas, del cansancio y de la hambre se cayó mi mula muerta, o, lo que yo más creo, por desechar de sí tan inútil carga como en mí llevaba.
194 Con esto conocieron que el que parecía labrador era mujer, y delicada, y aun la más hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían visto, y aun los de Cardenio, si no hubieran mirado y conocido a Luscinda; que después afirmó que sola la belleza de Luscinda podía contender con aquélla.
195 En esto, les sirvió de peine unas manos, que si los pies en el agua habían parecido pedazos de cristal, las manos en los cabellos semejaban pedazos de apretada nieve; todo lo cual, en más admiración y en más deseo de saber quién era ponía a los tres que la miraban.
196 Lo cual visto por los tres, salieron a ella, y el cura fue el primero que le dijo: -Deteneos, señora, quienquiera que seáis, que los que aquí veis sólo tienen intención de serviros. No hay para qué os pongáis en tan impertinente huida, porque ni vuestros pies lo podrán sufrir ni nosotros consentir.
197 Pero, con todo esto, porque no ande vacilando mi honra en vuestras intenciones, habiéndome ya conocido por mujer y viéndome moza, sola y en este traje, cosas todas juntas, y cada una por sí, que pueden echar por tierra cualquier honesto crédito, os habré de decir lo que quisiera callar si pudiera.
198 Y del mismo modo que yo era señora de sus ánimos, ansí lo era de su hacienda: por mí se recebían y despedían los criados; la razón y cuenta de lo que se sembraba y cogía pasaba por mi mano; los molinos de aceite, los lagares de vino, el número del ganado mayor y menor, el de las colmenas.
199 Los días eran todos de fiesta y de regocijo en mi calle; las noches no dejaban dormir a nadie las músicas. Los billetes que, sin saber cómo, a mis manos venían, eran infinitos, llenos de enamoradas razones y ofrecimientos, con menos letras que promesas y juramentos.
200 Pero no vino otra alguna, si no fue la siguiente, ni yo pude verle en la calle ni en la iglesia en más de un mes; que en vano me cansé en solicitallo, puesto que supe que estaba en la villa y que los más días iba a caza, ejercicio de que él era muy aficionado.
201 Y esto fue porque, de allí a pocos días, se dijo en el lugar como en una ciudad allí cerca se había casado don Fernando con una doncella hermosísima en todo estremo, y de muy principales padres, aunque no tan rica que, por la dote, pudiera aspirar a tan noble casamiento.
202 En resolución, tales razones dijo que contenía el papel, que daba a entender que ella había tenido intención de matarse en acabándose de desposar, y daba allí las razones por que se había quitado la vida. Todo lo cual dicen que confirmó una daga que le hallaron no sé en qué parte de sus vestidos.
203 En las suyas sintieron los que escuchado la habían tanta lástima como admiración de su desgracia; y, aunque luego quisiera el cura consolarla y aconsejarla, tomó primero la mano Cardenio, diciendo: -En fin, señora, que tú eres la hermosa Dorotea, la hija única del rico Clenardo.
204 Porque, presupuesto que Luscinda no puede casarse con don Fernando, por ser mía, ni don Fernando con ella, por ser vuestro, y haberlo ella tan manifiestamente declarado, bien podemos esperar que el cielo nos restituya lo que es nuestro, pues está todavía en ser, y no se ha enajenado ni deshecho.
205 Por eso, que mirasen lo que se había de hacer para sacarle de allí. El licenciado le respondió que no tuviese pena, que ellos le sacarían de allí, mal que le pesase. Contó luego a Cardenio y a Dorotea lo que tenían pensado para remedio de don Quijote, a lo menos para llevarle a su casa.
206 Pero el que más se admiró fue Sancho Panza, por parecerle -como era así verdad- que en todos los días de su vida había visto tan hermosa criatura; y así, preguntó al cura con grande ahínco le dijese quién era aquella tan fermosa señora, y qué era lo que buscaba por aquellos andurriales.
207 Así que, señor, todo el toque está en que mi amo se case luego con esta señora, que hasta ahora no sé su gracia, y así, no la llamo por su nombre. -Llámase -respondió el cura- la princesa Micomicona, porque, llamándose su reino Micomicón, claro está que ella se ha de llamar así.
208 Y así, los dejaron ir delante, y ellos los fueron siguiendo a pie, poco a poco. No dejó de avisar el cura lo que había de hacer Dorotea; a lo que ella dijo que descuidasen, que todo se haría, sin faltar punto, como lo pedían y pintaban los libros de caballerías.
209 Tres cuartos de legua habrían andado, cuando descubrieron a don Quijote entre unas intricadas peñas, ya vestido, aunque no armado; y, así como Dorotea le vio y fue informada de Sancho que aquél era don Quijote, dio del azote a su palafrén, siguiéndole el bien barbado barbero.
210 Y, estando en esto, se llegó Sancho Panza al oído de su señor y muy pasito le dijo: -Bien puede vuestra merced, señor, concederle el don que pide, que no es cosa de nada: sólo es matar a un gigantazo, y esta que lo pide es la alta princesa Micomicona, reina del gran reino Micomicón de Etiopía.
211 Hecho esto, puesto ya que los otros habían pasado adelante en tanto que ellos se disfrazaron, con facilidad salieron al camino real antes que ellos, porque las malezas y malos pasos de aquellos lugares no concedían que anduviesen tanto los de a caballo como los de a pie.
212 Y fue el mal que al subir a las ancas el barbero, la mula, que, en efeto, era de alquiler, que para decir que era mala esto basta, alzó un poco los cuartos traseros y dio dos coces en el aire, que, a darlas en el pecho de maese Nicolás, o en la cabeza, él diera al diablo la venida por don Quijote.
213 Con todo eso, le sobresaltaron de manera que cayó en el suelo, con tan poco cuidado de las barbas, que se le cayeron en el suelo; y, como se vio sin ellas, no tuvo otro remedio sino acudir a cubrirse el rostro con ambas manos y a quejarse que le habían derribado las muelas.
214 A lo que respondió Dorotea: -Pues así es, esténme vuestras mercedes atentos. No hubo ella dicho esto, cuando Cardenio y el barbero se le pusieron al lado, deseosos de ver cómo fingía su historia la discreta Dorotea; y lo mismo hizo Sancho, que tan engañado iba con ella como su amo.
215 Y, diciendo esto, dio dos zapatetas en el aire, con muestras de grandísimo contento, y luego fue a tomar las riendas de la mula de Dorotea, y, haciéndola detener, se hincó de rodillas ante ella, suplicándole le diese las manos para besárselas, en señal que la recibía por su reina y señora.
216 Fue Sancho cabizbajo y pidió la mano a su señor, y él se la dio con reposado continente; y, después que se la hubo besado, le echó la bendición, y dijo a Sancho que se adelantasen un poco, que tenía que preguntalle y que departir con él cosas de mucha importancia.
217 Ella dijo que muchos ratos se había entretenido en leellos, pero que no sabía ella dónde eran las provincias ni puertos de mar, y que así había dicho a tiento que se había desembarcado en Osuna. -Yo lo entendí así -dijo el cura-, y por eso acudí luego a decir lo que dije, con que se acomodó todo.
218 Y todo aquello que vieres que en este caso es digno de saberse, de preguntarse y satisfacerse, sin que añadas o mientas por darme gusto, ni menos te acortes por no quitármele. -Señor -respondió Sancho-, si va a decir la verdad, la carta no me la trasladó nadie, porque yo no llevé carta alguna.
219 Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la hermosura? A buen seguro que la hallaste ensartando perlas, o bordando alguna empresa con oro de cañutillo para este su cautivo caballero. -No la hallé -respondió Sancho- sino ahechando dos hanegas de trigo en un corral de su casa.
220 Rióse mucho cuando le dije como se llamaba vuestra merced el Caballero de la Triste Figura. Preguntéle si había ido allá el vizcaíno de marras; díjome que sí, y que era un hombre muy de bien. También le pregunté por los galeotes, mas díjome que no había visto hasta entonces alguno.
221 Y, siendo forzoso que los que fueren se han de ir a hincar de finojos ante su presencia, y decir que van de parte de vuestra merced a dalle la obediencia, ¿cómo se pueden encubrir los pensamientos de entrambos? -¡Oh, qué necio y qué simple que eres! -dijo don Quijote-.
222 Habíase en este tiempo vestido Cardenio los vestidos que Dorotea traía cuando la hallaron, que, aunque no eran muy buenos, hacían mucha ventaja a los que dejaba. Apeáronse junto a la fuente, y con lo que el cura se acomodó en la venta satisficieron, aunque poco, la mucha hambre que todos traían.
223 De todo lo cual tiene vuestra merced la culpa, porque si se fuera su camino adelante y no viniera donde no le llamaban, ni se entremetiera en negocios ajenos, mi amo se contentara con darme una o dos docenas de azotes, y luego me soltara y pagara cuanto me debía.
224 Mas, como vuestra merced le deshonró tan sin propósito y le dijo tantas villanías, encendiósele la cólera, y, como no la pudo vengar en vuestra merced, cuando se vio solo descargó sobre mí el nublado, de modo que me parece que no seré más hombre en toda mi vida.
225 Pero ya te acuerdas, Andrés, que yo juré que si no te pagaba, que había de ir a buscarle, y que le había de hallar, aunque se escondiese en el vientre de la ballena. -Así es la verdad -dijo Andrés-, pero no aprovechó nada. -Ahora verás si aprovecha -dijo don Quijote.
226 Íbase a levantar don Quijote para castigalle, mas él se puso a correr de modo que ninguno se atrevió a seguille. Quedó corridísimo don Quijote del cuento de Andrés, y fue menester que los demás tuviesen mucha cuenta con no reírse, por no acaballe de correr del todo.
227 Con esto, dio de buena gana la cola a la ventera el barbero, y asimismo le volvieron todos los adherentes que había prestado para la libertad de don Quijote. Espantáronse todos los de la venta de la hermosura de Dorotea, y aun del buen talle del zagal Cardenio.
228 Y, ¡Jesús!, yo no sé qué gente es aquélla tan desalmada y tan sin conciencia, que por no mirar a un hombre honrado, le dejan que se muera, o que se vuelva loco. Yo no sé para qué es tanto melindre: si lo hacen de honradas, cásense con ellos, que ellos no desean otra cosa.
229 Así como el cura leyó los dos títulos primeros, volvió el rostro al barbero y dijo: -Falta nos hacen aquí ahora el ama de mi amigo y su sobrina. -No hacen -respondió el barbero-, que también sé yo llevallos al corral o a la chimenea; que en verdad que hay muy buen fuego en ella.
230 Y, cuando llegaron allá bajo, se halló en unos palacios y en unos jardines tan lindos que era maravilla; y luego la sierpe se volvió en un viejo anciano, que le dijo tantas de cosas que no hay más que oír. Calle, señor, que si oyese esto, se volvería loco de placer.
231 Mientras los dos esto decían, había tomado Cardenio la novela y comenzado a leer en ella; y, pareciéndole lo mismo que al cura, le rogó que la leyese de modo que todos la oyesen. -Sí leyera -dijo el cura-, si no fuera mejor gastar este tiempo en dormir que en leer.
232 Pues dime tú ahora, Anselmo: ¿cuál destas dos cosas tienes en peligro para que yo me aventure a complacerte y a hacer una cosa tan detestable como me pides? Ninguna, por cierto; antes, me pides, según yo entiendo, que procure y solicite quitarte la honra y la vida, y quitármela a mí juntamente.
233 Y si piensas que de todos mis asaltos ha de salir vencedora, como saldrá sin duda, ¿qué mejores títulos piensas darle después que los que ahora tiene, o qué será más después de lo que es ahora? O es que tú no la tienes por la que dices, o tú no sabes lo que pides.
234 Si no la tienes por lo que dices, ¿para qué quieres probarla, sino, como a mala, hacer della lo que más te viniere en gusto? Mas si es tan buena como crees, impertinente cosa será hacer experiencia de la mesma verdad, pues, después de hecha, se ha de quedar con la estimación que primero tenía.
235 Y más, si lo pusieses por obra; que, puesto caso que la piedra hiciese resistencia a tan necia prueba, no por eso se le añadiría más valor ni más fama; y si se rompiese, cosa que podría ser, ¿no se perdería todo? Sí, por cierto, dejando a su dueño en estimación de que todos le tengan por simple.
236 Mira, amigo, que la mujer es animal imperfecto, y que no se le han de poner embarazos donde tropiece y caiga, sino quitárselos y despejalle el camino de cualquier inconveniente, para que sin pesadumbre corra ligera a alcanzar la perfeción que le falta, que consiste en el ser virtuosa.
237 Hase de guardar y estimar la mujer buena como se guarda y estima un hermoso jardín que está lleno de flores y rosas, cuyo dueño no consiente que nadie le pasee ni manosee; basta que desde lejos, y por entre las verjas de hierro, gocen de su fragrancia y hermosura.
238 Que me la quieres quitar a mí está claro, pues, cuando Camila vea que yo la solicito, como me pides, cierto está que me ha de tener por hombre sin honra y mal mirado, pues intento y hago una cosa tan fuera de aquello que el ser quien soy y tu amistad me obliga.
239 De que quieres que te la quite a ti no hay duda, porque, viendo Camila que yo la solicito, ha de pensar que yo he visto en ella alguna liviandad que me dio atrevimiento a descubrirle mi mal deseo; y, teniéndose por deshonrada, te toca a ti, como a cosa suya, su mesma deshonra.
240 Pero quiérote decir la causa por que con justa razón es deshonrado el marido de la mujer mala, aunque él no sepa que lo es, ni tenga culpa, ni haya sido parte, ni dado ocasión, para que ella lo sea. Y no te canses de oírme, que todo ha de redundar en tu provecho.
241 Porque, así como el dolor del pie o de cualquier miembro del cuerpo humano le siente todo el cuerpo, por ser todo de una carne mesma, y la cabeza siente el daño del tobillo, sin que ella se le haya causado, así el marido es participante de la deshonra de la mujer, por ser una mesma cosa con ella.
242 Mira por cuán vana e impertinente curiosidad quieres revolver los humores que ahora están sosegados en el pecho de tu casta esposa. Advierte que lo que aventuras a ganar es poco, y que lo que perderás será tanto que lo dejaré en su punto, porque me faltan palabras para encarecerlo.
243 Rogóle Camila que no se fuese y Lotario se ofreció a hacerle compañía, más nada aprovechó con Anselmo; antes, importunó a Lotario que se quedase y le aguardase, porque tenía que tratar con él una cosa de mucha importancia. Dijo también a Camila que no dejase solo a Lotario en tanto que él volviese.
244 Admirada quedó Camila de la respuesta de Anselmo, que la puso en más confusión que primero, porque ni se atrevía a estar en su casa, ni menos irse a la de sus padres; porque en la quedada corría peligro su honestidad, y en la ida iba contra el mandamiento de su esposo.
245 Y, al tiempo cuando el sol se va mostrando por las rosadas puertas orientales, con suspiros y acentos desiguales, voy la antigua querella renovando. Y cuando el sol, de su estrellado asiento, derechos rayos a la tierra envía, el llanto crece y doblo los gemidos.
246 Podré yo verme en la región de olvido, de vida y gloria y de favor desierto, y allí verse podrá en mi pecho abierto cómo tu hermoso rostro está esculpido. Que esta reliquia guardo para el duro trance que me amenaza mi porfía, que en tu mismo rigor se fortalece.
247 Cuanto más, señora Camila, que no te entregaste ni diste tan luego, que primero no hubieses visto en los ojos, en los suspiros, en las razones y en las promesas y dádivas de Lotario toda su alma, viendo en ella y en sus virtudes cuán digno era Lotario de ser amado.
248 Pues si esto es ansí, no te asalten la imaginación esos escrupulosos y melindrosos pensamientos, sino asegúrate que Lotario te estima como tú le estimas a él, y vive con contento y satisfación de que, ya que caíste en el lazo amoroso, es el que te aprieta de valor y de estima.
249 Ella, con poca vergüenza y mucha desenvoltura, le respondió que sí pasaban; porque es cosa ya cierta que los descuidos de las señoras quitan la vergüenza a las criadas, las cuales, cuando ven a las amas echar traspiés, no se les da nada a ellas de cojear, ni de que lo sepan.
250 Y, antes que a esto me respondas palabra, quiero que otras algunas me escuches; que después responderás lo que más te agradare. Lo primero, quiero, Lotario, que me digas si conoces a Anselmo, mi marido, y en qué opinión le tienes; y lo segundo, quiero saber también si me conoces a mí.
251 A ti te conozco y tengo en la misma posesión que él te tiene; que, a no ser así, por menos prendas que las tuyas no había yo de ir contra lo que debo a ser quien soy y contra las santas leyes de la verdadera amistad, ahora por tan poderoso enemigo como el amor por mí rompidas y violadas.
252 Y, haciendo fuerza para soltar la mano de la daga, que Lotario la tenía asida, la sacó, y, guiando su punta por parte que pudiese herir no profundamente, se la entró y escondió por más arriba de la islilla del lado izquierdo, junto al hombro, y luego se dejó caer en el suelo, como desmayada.
253 Tuvieron cuidado las dos de darle lugar y comodidad a que saliese, y él, sin perdella, salió y luego fue a buscar a Lotario, el cual hallado, no se puede buenamente contar los abrazos que le dio, las cosas que de su contento le dijo, las alabanzas que dio a Camila.
254 Recebíale Camila con rostro, al parecer, torcido, aunque con alma risueña. Duró este engaño algunos días, hasta que, al cabo de pocos meses, volvió Fortuna su rueda y salió a plaza la maldad con tanto artificio hasta allí cubierta, y a Anselmo le costó la vida su impertinente curiosidad.
255 Y es lo bueno que no tenía los ojos abiertos, porque estaba durmiendo y soñando que estaba en batalla con el gigante; que fue tan intensa la imaginación de la aventura que iba a fenecer, que le hizo soñar que ya había llegado al reino de Micomicón, y que ya estaba en la pelea con su enemigo.
256 Y ahora, por su respeto, vino estotro señor y me llevó mi cola, y hámela vuelto con más de dos cuartillos de daño, toda pelada, que no puede servir para lo que la quiere mi marido. Y, por fin y remate de todo, romperme mis cueros y derramarme mi vino; que derramada le vea yo su sangre.
257 Si se turbó Camila o no, no hay para qué decirlo, porque fue tanto el temor que cobró, creyendo verdaderamente -y era de creer- que Leonela había de decir a Anselmo todo lo que sabía de su poca fe, que no tuvo ánimo para esperar si su sospecha salía falsa o no.
258 Abrió y entró en el aposento, pero no halló en él a Leonela: sólo halló puestas unas sábanas añudadas a la ventana, indicio y señal que por allí se había descolgado e ido. Volvió luego muy triste a decírselo a Camila, y, no hallándola en la cama ni en toda la casa, quedó asombrado.
259 Y, ansí como estaba, sin acabarse de vestir, triste y pensativo, fue a dar cuenta de su desdicha a su amigo Lotario. Mas, cuando no le halló, y sus criados le dijeron que aquella noche había faltado de casa y había llevado consigo todos los dineros que tenía, pensó perder el juicio.
260 Admiróse y congojóse en gran manera, y llamó a la gente de casa para que viesen la desgracia a Anselmo sucedida; y, finalmente, leyó el papel, que conoció que de su mesma mano estaba escrito, el cual contenía estas razones: Un necio e impertinente deseo me quitó la vida.
261 Otro día dio aviso su amigo a los parientes de Anselmo de su muerte, los cuales ya sabían su desgracia, y el monesterio donde Camila estaba, casi en el término de acompañar a su esposo en aquel forzoso viaje, no por las nuevas del muerto esposo, mas por las que supo del ausente amigo.
262 En todo este tiempo, ni ella ni ellos se habían quitado los antifaces, ni hablado palabra alguna; sólo que, al sentarse la mujer en la silla, dio un profundo suspiro y dejó caer los brazos, como persona enferma y desmayada. Los mozos de a pie llevaron los caballos a la caballeriza.
263 Y no es de maravillar que no sepamos más de lo que habemos dicho, porque mi compañero y yo no ha más de dos días que los acompañamos; porque, habiéndolos encontrado en el camino, nos rogaron y persuadieron que viniésemos con ellos hasta el Andalucía, ofreciéndose a pagárnoslo muy bien.
264 Tú quisiste que yo fuese tuya, y quisístelo de manera que, aunque ahora quieras que no lo sea, no será posible que tú dejes de ser mío. Mira, señor mío, que puede ser recompensa a la hermosura y nobleza por quien me dejas la incomparable voluntad que te tengo.
265 No lo hicieron así las de Luscinda y Cardenio, y aun las de casi todos los que allí presentes estaban, porque comenzaron a derramar tantas, los unos de contento proprio y los otros del ajeno, que no parecía sino que algún grave y mal caso a todos había sucedido.
266 Todo lo ponía en su punto el cura, como discreto, y a cada uno daba el parabién del bien alcanzado; pero quien más jubilaba y se contentaba era la ventera, por la promesa que Cardenio y el cura le habían hecho de pagalle todos los daños e intereses que por cuenta de don Quijote le hubiesen venido.
267 Dijo más el cura: que, pues ya el buen suceso de la señora Dorotea impidía pasar con su disignio adelante, que era menester inventar y hallar otro para poderle llevar a su tierra. Ofrecióse Cardenio de proseguir lo comenzado, y que Luscinda haría y representaría la persona de Dorotea.
268 Era el hombre de robusto y agraciado talle, de edad de poco más de cuarenta años, algo moreno de rostro, largo de bigotes y la barba muy bien puesta. En resolución, él mostraba en su apostura que si estuviera bien vestido, le juzgaran por persona de calidad y bien nacida.
269 Llegada, pues, la hora, sentáronse todos a una larga mesa, como de tinelo, porque no la había redonda ni cuadrada en la venta, y dieron la cabecera y principal asiento, puesto que él lo rehusaba, a don Quijote, el cual quiso que estuviese a su lado la señora Micomicona, pues él era su aguardador.
270 Si no, véase si se alcanza con las fuerzas corporales a saber y conjeturar el intento del enemigo, los disignios, las estratagemas, las dificultades, el prevenir los daños que se temen; que todas estas cosas son acciones del entendimiento, en quien no tiene parte alguna el cuerpo.
271 Lléguese, pues, a todo esto, el día y la hora de recebir el grado de su ejercicio; lléguese un día de batalla, que allí le pondrán la borla en la cabeza, hecha de hilas, para curarle algún balazo, que quizá le habrá pasado las sienes, o le dejará estropeado de brazo o pierna.
272 Pero, decidme, señores, si habéis mirado en ello: ¿cuán menos son los premiados por la guerra que los que han perecido en ella? Sin duda, habéis de responder que no tienen comparación, ni se pueden reducir a cuenta los muertos, y que se podrán contar los premiados vivos con tres letras de guarismo.
273 Y la condición que tenía de ser liberal y gastador le procedió de haber sido soldado los años de su joventud, que es escuela la soldadesca donde el mezquino se hace franco, y el franco, pródigo; y si algunos soldados se hallan miserables, son como monstruos, que se ven raras veces.
274 Pasaba mi padre los términos de la liberalidad, y rayaba en los de ser pródigo: cosa que no le es de ningún provecho al hombre casado, y que tiene hijos que le han de suceder en el nombre y en el ser. Los que mi padre tenía eran tres, todos varones y todos de edad de poder elegir estado.
275 Digo esto porque querría, y es mi voluntad, que uno de vosotros siguiese las letras, el otro la mercancía, y el otro sirviese al rey en la guerra, pues es dificultoso entrar a servirle en su casa; que, ya que la guerra no dé muchas riquezas, suele dar mucho valor y mucha fama.
276 El segundo hermano hizo los mesmos ofrecimientos, y escogió el irse a las Indias, llevando empleada la hacienda que le cupiese. El menor, y, a lo que yo creo, el más discreto, dijo que quería seguir la Iglesia, o irse a acabar sus comenzados estudios a Salamanca.
277 Embarquéme en Alicante, llegué con próspero viaje a Génova, fui desde allí a Milán, donde me acomodé de armas y de algunas galas de soldado, de donde quise ir a asentar mi plaza al Piamonte; y, estando ya de camino para Alejandría de la Palla, tuve nuevas que el gran duque de Alba pasaba a Flandes.
278 Todo lo cual me incitó y conmovió el ánimo y el deseo de verme en la jornada que se esperaba; y, aunque tenía barruntos, y casi promesas ciertas, de que en la primera ocasión que se ofreciese sería promovido a capitán, lo quise dejar todo y venirme, como me vine, a Italia.
279 Tomóla la capitana de Nápoles, llamada La Loba, regida por aquel rayo de la guerra, por el padre de los soldados, por aquel venturoso y jamás vencido capitán don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. Y no quiero dejar de decir lo que sucedió en la presa de La Presa.
280 Sintió mucho esta pérdida el Gran Turco, y, usando de la sagacidad que todos los de su casa tienen, hizo paz con venecianos, que mucho más que él la deseaban; y el año siguiente de setenta y cuatro acometió a la Goleta y al fuerte que junto a Túnez había dejado medio levantado el señor don Juan.
281 También los cautivos del rey que son de rescate no salen al trabajo con la demás chusma, si no es cuando se tarda su rescate; que entonces, por hacerles que escriban por él con más ahínco, les hacen trabajar y ir por leña con los demás, que es un no pequeño trabajo.
282 Fue otro de mis compañeros, y sucedióle lo mesmo que al primero. Finalmente, fue el tercero y avínole lo que al primero y al segundo. Viendo yo esto, no quise dejar de probar la suerte, y, así como llegué a ponerme debajo de la caña, la dejaron caer, y dio a mis pies dentro del baño.
283 Si me holgué con el hallazgo, no hay para qué decirlo, pues fue tanto el contento como la admiración de pensar de donde podía venirnos aquel bien, especialmente a mí, pues las muestras de no haber querido soltar la caña sino a mí claro decían que a mí se hacía la merced.
284 Con esto entendimos, o imaginamos, que alguna mujer que en aquella casa vivía nos debía de haber hecho aquel beneficio; y, en señal de que lo agradecíamos, hecimos zalemas a uso de moros, inclinando la cabeza, doblando el cuerpo y poniendo los brazos sobre el pecho.
285 Desaté el nudo, y hallé cuarenta escudos de oro españoles y un papel escrito en arábigo, y al cabo de lo escrito hecha una grande cruz. Besé la cruz, tomé los escudos, volvíme al terrado, hecimos todos nuestras zalemas, tornó a parecer la mano, hice señas que leería el papel, cerraron la ventana.
286 Con esto se escapan de aquel primer ímpetu, y se reconcilian con la Iglesia, sin que se les haga daño; y, cuando veen la suya, se vuelven a Berbería a ser lo que antes eran. Otros hay que usan destos papeles, y los procuran, con buen intento, y se quedan en tierra de cristianos.
287 Dímosle luego lo que pedía, y él poco a poco lo fue traduciendo; y, en acabando, dijo: "Todo lo que va aquí en romance, sin faltar letra, es lo que contiene este papel morisco; y hase de advertir que adonde dice Lela Marién quiere decir Nuestra Señora la Virgen María".
288 La cristiana murió, y yo sé que no fue al fuego, sino con Alá, porque después la vi dos veces, y me dijo que me fuese a tierra de cristianos a ver a Lela Marién, que me quería mucho. No sé yo cómo vaya: muchos cristianos he visto por esta ventana, y ninguno me ha parecido caballero sino tú.
289 Desto tengo mucha pena: que quisiera que no te descubrieras a nadie, porque si mi padre lo sabe, me echará luego en un pozo, y me cubrirá de piedras. En la caña pondré un hilo: ata allí la respuesta; y si no tienes quien te escriba arábigo, dímelo por señas, que Lela Marién hará que te entienda.
290 No dejes de escribirme y avisarme lo que pensares hacer, que yo te responderé siempre; que el grande Alá nos ha dado un cristiano cautivo que sabe hablar y escribir tu lengua tan bien como lo verás por este papel. Así que, sin tener miedo, nos puedes avisar de todo lo que quisieres.
291 Así como la vi, aunque no podía ver quién la ponía, mostré el papel, como dando a entender que pusiesen el hilo, pero ya venía puesto en la caña, al cual até el papel, y de allí a poco tornó a parecer nuestra estrella, con la blanca bandera de paz del atadillo.
292 De allí, de noche, me podréis sacar sin miedo y llevarme a la barca; y mira que has de ser mi marido, porque si no, yo pediré a Marién que te castigue. Si no te fías de nadie que vaya por la barca, rescátate tú y ve, que yo sé que volverás mejor que otro, pues eres caballero y cristiano.
293 Y, en confirmación de la verdad que nos decía, nos contó brevemente un caso que casi en aquella mesma sazón había acaecido a unos caballeros cristianos, el más estraño que jamás sucedió en aquellas partes, donde a cada paso suceden cosas de grande espanto y de admiración.
294 Dos o tres veces hizo este viaje, en compañía del tagarino que había dicho. Tagarinos llaman en Berbería a los moros de Aragón, y a los de Granada, mudéjares; y en el reino de Fez llaman a los mudéjares elches, los cuales son la gente de quien aquel rey más se sirve en la guerra.
295 Respondíle que era esclavo de Arnaúte Mamí (y esto, porque sabía yo por muy cierto que era un grandísimo amigo suyo), y que buscaba de todas yerbas, para hacer ensalada. Preguntóme, por el consiguiente, si era hombre de rescate o no, y que cuánto pedía mi amo por mí.
296 Así como ella llegó, le dijo su padre en su lengua como yo era cautivo de su amigo Arnaúte Mamí, y que venía a buscar ensalada. Ella tomó la mano, y en aquella mezcla de lenguas que tengo dicho me preguntó si era caballero y qué era la causa que no me rescataba.
297 Si no, mírala bien, y verás cómo te digo verdad". Servíanos de intérprete a las más de estas palabras y razones el padre de Zoraida, como más ladino; que, aunque ella hablaba la bastarda lengua que, como he dicho, allí se usa, más declaraba su intención por señas que por palabras.
298 Sobresaltóse el viejo, y lo mesmo hizo Zoraida, porque es común y casi natural el miedo que los moros a los turcos tienen, especialmente a los soldados, los cuales son tan insolentes y tienen tanto imperio sobre los moros que a ellos están sujetos, que los tratan peor que si fuesen esclavos suyos.
299 A lo que su padre respondió: "No importa, hija, que el cristiano se vaya, que ningún mal te ha hecho, y los turcos ya son idos. No te sobresalte cosa alguna, pues ninguna hay que pueda darte pesadumbre, pues, como ya te he dicho, los turcos, a mi ruego, se volvieron por donde entraron".
300 Luego que yo la vi, le tomé una mano y la comencé a besar, y el renegado hizo lo mismo, y mis dos camaradas; y los demás, que el caso no sabían, hicieron lo que vieron que nosotros hacíamos, que no parecía sino que le dábamos las gracias y la reconocíamos por señora de nuestra libertad.
301 Él, como vio allí a su hija, comenzó a suspirar ternísimamente, y más cuando vio que yo estrechamente la tenía abrazada, y que ella sin defender, quejarse ni esquivarse, se estaba queda; pero, con todo esto, callaba, porque no pusiesen en efeto las muchas amenazas que el renegado le hacía.
302 Pero, cuando él vio a un lado de la barca el cofrecillo donde ella solía tener sus joyas, el cual sabía él bien que le había dejado en Argel, y no traídole al jardín, quedó más confuso, y preguntóle que cómo aquel cofre había venido a nuestras manos, y qué era lo que venía dentro.
303 Diose orden, a suplicación de Zoraida, como echásemos en tierra a su padre y a todos los demás moros que allí atados venían, porque no le bastaba el ánimo, ni lo podían sufrir sus blandas entrañas, ver delante de sus ojos atado a su padre y aquellos de su tierra presos.
304 Esto dijo, a tiempo que ni su padre la oía, ni nosotros ya le veíamos; y así, consolando yo a Zoraida, atendimos todos a nuestro viaje, el cual nos le facilitaba el proprio viento, de tal manera que bien tuvimos por cierto de vernos otro día al amanecer en las riberas de España.
305 En resolución, todos pasamos con los franceses, los cuales, después de haberse informado de todo aquello que de nosotros saber quisieron, como si fueran nuestros capitales enemigos, nos despojaron de todo cuanto teníamos, y a Zoraida le quitaron hasta los carcajes que traía en los pies.
306 Amaneció más tarde, a mi parecer, de lo que quisiéramos. Acabamos de subir toda la montaña, por ver si desde allí algún poblado se descubría, o algunas cabañas de pastores; pero, aunque más tendimos la vista, ni poblado, ni persona, ni senda, ni camino descubrimos.
307 Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la ciudad, diciéndoles dónde la habíamos dejado; otros nos subieron a las ancas, y Zoraida fue en las del caballo del tío del cristiano. Saliónos a recebir todo el pueblo, que ya de alguno que se había adelantado sabían la nueva de nuestra venida.
308 Desde allí nos llevaron y repartieron a todos en diferentes casas del pueblo; pero al renegado, Zoraida y a mí nos llevó el cristiano que vino con nosotros, y en casa de sus padres, que medianamente eran acomodados de los bienes de fortuna, y nos regalaron con tanto amor como a su mismo hijo.
309 Todo es peregrino y raro, y lleno de accidentes que maravillan y suspenden a quien los oye; y es de tal manera el gusto que hemos recebido en escuchalle, que, aunque nos hallara el día de mañana entretenidos en el mesmo cuento, holgáramos que de nuevo se comenzara.
310 Especialmente, le ofreció don Fernando que si quería volverse con él, que él haría que el marqués, su hermano, fuese padrino del bautismo de Zoraida, y que él, por su parte, le acomodaría de manera que pudiese entrar en su tierra con el autoridad y cómodo que a su persona se debía.
311 Y así, fue contento el oidor que su hija, que era la doncella, se fuese con aquellas señoras, lo que ella hizo de muy buena gana. Y con parte de la estrecha cama del ventero, y con la mitad de la que el oidor traía, se acomodaron aquella noche mejor de lo que pensaban.
312 Habíale dicho también el criado como iba proveído por oidor a las Indias, en la Audiencia de Méjico. Supo también como aquella doncella era su hija, de cuyo parto había muerto su madre, y que él había quedado muy rico con el dote que con la hija se le quedó en casa.
313 Y sé yo decir que el que él escogió de venir a la guerra le había sucedido tan bien que en pocos años, por su valor y esfuerzo, sin otro brazo que el de su mucha virtud, subió a ser capitán de infantería, y a verse en camino y predicamento de ser presto maestre de campo.
314 Viendo, pues, el cura que tan bien había salido con su intención y con lo que deseaba el capitán, no quiso tenerlos a todos más tiempo tristes, y así, se levantó de la mesa, y, entrando donde estaba Zoraida, la tomó por la mano, y tras ella se vinieron Luscinda, Dorotea y la hija del oidor.
315 Acudió el capitán a abrazar a su hermano, y él le puso ambas manos en los pechos por mirarle algo más apartado; mas, cuando le acabó de conocer, le abrazó tan estrechamente, derramando tan tiernas lágrimas de contento, que los más de los que presentes estaban le hubieron de acompañar en ellas.
316 Sucedió, pues, que faltando poco por venir el alba, llegó a los oídos de las damas una voz tan entonada y tan buena, que les obligó a que todas le prestasen atento oído, especialmente Dorotea, que despierta estaba, a cuyo lado dormía doña Clara de Viedma, que ansí se llamaba la hija del oidor.
317 Y más le sé decir: que todo aquello que canta lo saca de su cabeza; que he oído decir que es muy gran estudiante y poeta. Y hay más: que cada vez que le veo o le oigo cantar, tiemblo toda y me sobresalto, temerosa de que mi padre le conozca y venga en conocimiento de nuestros deseos.
318 No sé qué diablos ha sido esto, ni por dónde se ha entrado este amor que le tengo, siendo yo tan muchacha y él tan muchacho, que en verdad que creo que somos de una edad mesma, y que yo no tengo cumplidos diez y seis años; que para el día de San Miguel que vendrá dice mi padre que los cumplo.
319 Y hacíale creer esto ver que Rocinante poco ni mucho se movía, y creía que de aquella suerte, sin comer ni beber ni dormir, habían de estar él y su caballo, hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, o hasta que otro más sabio encantador le desencantase.
320 Y será, si a mano viene, que debe de estar dentro alguna compañía de representantes, de los cuales es tener a menudo esas coronas y cetros que decís, porque en una venta tan pequeña, y adonde se guarda tanto silencio como ésta, no creo yo que se alojan personas dignas de corona y cetro.
321 Cansábanse los compañeros que con el preguntante venían del coloquio que con don Quijote pasaba, y así, tornaron a llamar con grande furia; y fue de modo que el ventero despertó, y aun todos cuantos en la venta estaban; y así, se levantó a preguntar quién llamaba.
322 Y con esto, y con lo que dél sabían de la buena voz que el cielo le había dado, vinieron todos en gran deseo de saber más particularmente quién era, y aun de ayudarle si alguna fuerza le quisiesen hacer; y así, se fueron hacia la parte donde aún estaba hablando y porfiando con su criado.
323 Cardenio dijo a Dorotea que se volviesen al aposento, que él procuraría poner remedio en todo, y ellas lo hicieron. Ya estaban todos los cuatro que venían a buscar a don Luis dentro de la venta y rodeados dél, persuadiéndole que luego, sin detenerse un punto, volviese a consolar a su padre.
324 Esto pasaba en la puerta de la venta, y en ella andaban las puñadas y mojicones muy en su punto, todo en daño del ventero y en rabia de Maritornes, la ventera y su hija, que se desesperaban de ver la cobardía de don Quijote, y de lo mal que lo pasaba su marido, señor y padre.
325 Por ella dejé la casa de mi padre, y por ella me puse en este traje, para seguirla dondequiera que fuese, como la saeta al blanco, o como el marinero al norte. Ella no sabe de mis deseos más de lo que ha podido entender de algunas veces que desde lejos ha visto llorar mis ojos.
326 Y lo mismo confirmó Cardenio, don Fernando y sus camaradas; y aun el oidor, si no estuviera tan pensativo con el negocio de don Luis, ayudara, por su parte, a la burla; pero las veras de lo que pensaba le tenían tan suspenso, que poco o nada atendía a aquellos donaires.
327 Quizá por no ser armados caballeros, como yo lo soy, no tendrán que ver con vuestras mercedes los encantamentos deste lugar, y tendrán los entendimientos libres, y podrán juzgar de las cosas deste castillo como ellas son real y verdaderamente, y no como a mí me parecían.
328 En confirmación de lo cual, quiero que veáis por vuestros ojos cómo se ha pasado aquí y trasladado entre nosotros la discordia del campo de Agramante. Mirad cómo allí se pelea por la espada, aquí por el caballo, acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos peleamos, y todos no nos entendemos.
329 Venga, pues, vuestra merced, señor oidor, y vuestra merced, señor cura, y el uno sirva de rey Agramante, y el otro de rey Sobrino, y pónganos en paz; porque por Dios Todopoderoso que es gran bellaquería que tanta gente principal como aquí estamos se mate por causas tan livianas.
330 Entendida, pues, de los cuatro la calidad de don Fernando y la intención de don Luis, determinaron entre ellos que los tres se volviesen a contar lo que pasaba a su padre, y el otro se quedase a servir a don Luis, y a no dejalle hasta que ellos volviesen por él, o viese lo que su padre les ordenaba.
331 El ventero, que por fuerza había de favorecer a los de su oficio, acudió luego a dalle favor. La ventera, que vio de nuevo a su marido en pendencias, de nuevo alzó la voz, cuyo tenor le llevaron luego Maritornes y su hija, pidiendo favor al cielo y a los que allí estaban.
332 A cuyas palabras y furibundos ademanes quedó Sancho tan encogido y medroso, que se holgara que en aquel instante se abriera debajo de sus pies la tierra y le tragara. Y no supo qué hacerse, sino volver las espaldas y quitarse de la enojada presencia de su señor.
333 Y asegúrote, de parte de la sabia Mentironiana, que tu salario te sea pagado, como lo verás por la obra; y sigue las pisadas del valeroso y encantado caballero, que conviene que vayas donde paréis entrambos. Y, porque no me es lícito decir otra cosa, a Dios quedad, que yo me vuelvo adonde yo me sé.
334 Y también podría ser que, como yo soy nuevo caballero en el mundo, y el primero que ha resucitado el ya olvidado ejercicio de la caballería aventurera, también nuevamente se hayan inventado otros géneros de encantamentos y otros modos de llevar a los encantados.
335 El ventero se llegó al cura y le dio unos papeles, diciéndole que los había hallado en un aforro de la maleta donde se halló la Novela del curioso impertinente, y que, pues su dueño no había vuelto más por allí, que se los llevase todos; que, pues él no sabía leer, no los quería.
336 Porque si lo son, comunicaré con ellos mis desgracias, y si no, no hay para qué me canse en decillas. Y, a este tiempo, habían ya llegado el cura y el barbero, viendo que los caminantes estaban en pláticas con don Quijote de la Mancha, para responder de modo que no fuese descubierto su artificio.
337 Éste es, señor, el Caballero de la Triste Figura, si ya le oístes nombrar en algún tiempo, cuyas valerosas hazañas y grandes hechos serán escritas en bronces duros y en eternos mármoles, por más que se canse la envidia en escurecerlos y la malicia en ocultarlos.
338 Vuestra merced mire cómo habla, señor barbero; que no es todo hacer barbas, y algo va de Pedro a Pedro. Dígolo porque todos nos conocemos, y a mí no se me ha de echar dado falso. Y en esto del encanto de mi amo, Dios sabe la verdad; y quédese aquí, porque es peor meneallo.
339 No quiso responder el barbero a Sancho, porque no descubriese con sus simplicidades lo que él y el cura tanto procuraban encubrir; y, por este mesmo temor, había el cura dicho al canónigo que caminasen un poco delante: que él le diría el misterio del enjaulado, con otras cosas que le diesen gusto.
340 Y, según a mí me parece, este género de escritura y composición cae debajo de aquel de las fábulas que llaman milesias, que son cuentos disparatados, que atienden solamente a deleitar, y no a enseñar: al contrario de lo que hacen las fábulas apólogas, que deleitan y enseñan juntamente.
341 El cura le estuvo escuchando con grande atención, y parecióle hombre de buen entendimiento, y que tenía razón en cuanto decía; y así, le dijo que, por ser él de su mesma opinión y tener ojeriza a los libros de caballerías, había quemado todos los de don Quijote, que eran muchos.
342 Porque la escritura desatada destos libros da lugar a que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la oratoria; que la épica también puede escrebirse en prosa como en verso.
343 Sí, que no fue disparate La ingratitud vengada, ni le tuvo La Numancia, ni se le halló en la del Mercader amante, ni menos en La enemiga favorable, ni en otras algunas que de algunos entendidos poetas han sido compuestas, para fama y renombre suyo, y para ganancia de los que las han representado".
344 Otros las componen tan sin mirar lo que hacen, que después de representadas tienen necesidad los recitantes de huirse y ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo han sido muchas veces, por haber representado cosas en perjuicio de algunos reyes y en deshonra de algunos linajes.
345 Presupuesta, pues, esta verdad, síguese que no va encantado, sino embaído y tonto. Para prueba de lo cual le quiero preguntar una cosa; y si me responde como creo que me ha de responder, tocará con la mano este engaño y verá como no va encantado, sino trastornado el juicio.
346 Y ¿es posible que sea vuestra merced tan duro de celebro, y tan falto de meollo, que no eche de ver que es pura verdad la que le digo, y que en esta su prisión y desgracia tiene más parte la malicia que el encanto? Pero, pues así es, yo le quiero probar evidentemente como no va encantado.
347 De donde se viene a sacar que los que no comen, ni beben, ni duermen, ni hacen las obras naturales que yo digo, estos tales están encantados; pero no aquellos que tienen la gana que vuestra merced tiene y que bebe cuando se lo dan, y come cuando lo tiene, y responde a todo aquello que le preguntan.
348 Y es esto tan ansí, que me acuerdo yo que me decía una mi agüela de partes de mi padre, cuando veía alguna dueña con tocas reverendas: "Aquélla, nieto, se parece a la dueña Quintañona"; de donde arguyo yo que la debió de conocer ella o, por lo menos, debió de alcanzar a ver algún retrato suyo.
349 Y junto a la clavija está la silla de Babieca, y en Roncesvalles está el cuerno de Roldán, tamaño como una grande viga: de donde se infiere que hubo Doce Pares, que hubo Pierres, que hubo Cides, y otros caballeros semejantes, déstos que dicen las gentes que a sus aventuras van.
350 Ya en esto, volvían los criados del canónigo, que a la venta habían ido por la acémila del repuesto, y, haciendo mesa de una alhombra y de la verde yerba del prado, a la sombra de unos árboles se sentaron, y comieron allí, porque el boyero no perdiese la comodidad de aquel sitio, como queda dicho.
351 Y, estando comiendo, a deshora oyeron un recio estruendo y un son de esquila, que por entre unas zarzas y espesas matas que allí junto estaban sonaba, y al mesmo instante vieron salir de entre aquellas malezas una hermosa cabra, toda la piel manchada de negro, blanco y pardo.
352 Mas lo que le hacía más dichoso, según él decía, era tener una hija de tan estremada hermosura, rara discreción, donaire y virtud, que el que la conocía y la miraba se admiraba de ver las estremadas partes con que el cielo y la naturaleza la habían enriquecido.
353 Y, entre los muchos que tan buen deseo tenían, fui yo uno, a quien dieron muchas y grandes esperanzas de buen suceso conocer que el padre conocía quien yo era, el ser natural del mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad floreciente, en la hacienda muy rico y en el ingenio no menos acabado.
354 Llevóle de nuestro lugar, siendo muchacho de hasta doce años, un capitán que con su compañía por allí acertó a pasar, y volvió el mozo de allí a otros doce, vestido a la soldadesca, pintado con mil colores, lleno de mil dijes de cristal y sutiles cadenas de acero.
355 Añadiósele a estas arrogancias ser un poco músico y tocar una guitarra a lo rasgado, de manera que decían algunos que la hacía hablar; pero no pararon aquí sus gracias, que también la tenía de poeta, y así, de cada niñería que pasaba en el pueblo, componía un romance de legua y media de escritura.
356 Entre estos disparatados, el que muestra que menos y más juicio tiene es mi competidor Anselmo, el cual, teniendo tantas otras cosas de que quejarse, sólo se queja de ausencia; y al son de un rabel, que admirablemente toca, con versos donde muestra su buen entendimiento, cantando se queja.
357 Yo sigo otro camino más fácil, y a mi parecer el más acertado, que es decir mal de la ligereza de las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus promesas muertas, de su fe rompida, y, finalmente, del poco discurso que tienen en saber colocar sus pensamientos e intenciones que tienen.
358 Ésta es la historia que prometí contaros; si he sido en el contarla prolijo, no seré en serviros corto: cerca de aquí tengo mi majada, y en ella tengo fresca leche y muy sabrosísimo queso, con otras varias y sazonadas frutas, no menos a la vista que al gusto agradables.
359 Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, zuzaban los unos y los otros, como hacen a los perros cuando en pendencia están trabados; sólo Sancho Panza se desesperaba, porque no se podía desasir de un criado del canónigo, que le estorbaba que a su amo no ayudase.
360 Acudieron todos a ver lo que en el carro venía, y, cuando conocieron a su compatrioto, quedaron maravillados, y un muchacho acudió corriendo a dar las nuevas a su ama y a su sobrina de que su tío y su señor venía flaco y amarillo, y tendido sobre un montón de heno y sobre un carro de bueyes.
361 A las nuevas desta venida de don Quijote, acudió la mujer de Sancho Panza, que ya había sabido que había ido con él sirviéndole de escudero, y, así como vio a Sancho, lo primero que le preguntó fue que si venía bueno el asno. Sancho respondió que venía mejor que su amo.
362 Sélo yo de expiriencia, porque de algunas he salido manteado, y de otras molido; pero, con todo eso, es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes, escudriñando selvas, pisando peñas, visitando castillos, alojando en ventas a toda discreción, sin pagar, ofrecido sea al diablo, el maravedí.
363 Todas estas pláticas pasaron entre Sancho Panza y Juana Panza, su mujer, en tanto que el ama y sobrina de don Quijote le recibieron, y le desnudaron, y le tendieron en su antiguo lecho. Mirábalas él con ojos atravesados, y no acababa de entender en qué parte estaba.
364 Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra, y al de desear la justa alabanza; y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.
365 Llegábase donde estaba el perro, y, mirándole muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse a descargar la piedra, decía: "Este es podenco: ¡guarda!" En efeto, todos cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos, o gozques, decía que eran podencos; y así, no soltó más el canto.
366 Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni otro género de aplauso, por sola su bondad, han tomado a su cargo el hacerme merced y favorecerme; en lo que me tengo por más dichoso y más rico que si la fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre.
367 Y así, determinaron de visitarle y hacer esperiencia de su mejoría, aunque tenían casi por imposible que la tuviese, y acordaron de no tocarle en ningún punto de la andante caballería, por no ponerse a peligro de descoser los de la herida, que tan tiernos estaban.
368 Mas el barbero, que ya había dado en el mesmo pensamiento que el cura, preguntó a don Quijote cuál era la advertencia de la prevención que decía era bien se hiciese; quizá podría ser tal, que se pusiese en la lista de los muchos advertimientos impertinentes que se suelen dar a los príncipes.
369 Yo, señor barbero, no soy Neptuno, el dios de las aguas, ni procuro que nadie me tenga por discreto no lo siendo; sólo me fatigo por dar a entender al mundo en el error en que está en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante caballería.
370 El gran cantor de su belleza, el famoso Ariosto, por no atreverse, o por no querer cantar lo que a esta señora le sucedió después de su ruin entrego, que no debieron ser cosas demasiadamente honestas, la dejó donde dijo: Y como del Catay recibió el cetro, quizá otro cantará con mejor plectro.
371 Y, sin duda, que esto fue como profecía; que los poetas también se llaman vates, que quiere decir adivinos. Véese esta verdad clara, porque, después acá, un famoso poeta andaluz lloró y cantó sus lágrimas, y otro famoso y único poeta castellano cantó su hermosura.
372 Grande gusto recebían el cura y el barbero de oír el coloquio de los tres; pero don Quijote, temeroso que Sancho se descosiese y desbuchase algún montón de maliciosas necedades, y tocase en puntos que no le estarían bien a su crédito, le llamó, y hizo a las dos que callasen y le dejasen entrar.
373 Julio César, animosísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue notado de ambicioso y algún tanto no limpio, ni en sus vestidos ni en sus costumbres. Alejandro, a quien sus hazañas le alcanzaron el renombre de Magno, dicen dél que tuvo sus ciertos puntos de borracho.
374 Los hombres famosos por sus ingenios, los grandes poetas, los ilustres historiadores, siempre, o las más veces, son envidiados de aquellos que tienen por gusto y por particular entretenimiento juzgar los escritos ajenos, sin haber dado algunos propios a la luz del mundo.
375 También dicen que se le olvidó poner lo que Sancho hizo de aquellos cien escudos que halló en la maleta en Sierra Morena, que nunca más los nombra, y hay muchos que desean saber qué hizo dellos, o en qué los gastó, que es uno de los puntos sustanciales que faltan en la obra.
376 En casa lo tengo, mi oíslo me aguarda; en acabando de comer, daré la vuelta, y satisfaré a vuestra merced y a todo el mundo de lo que preguntar quisieren, así de la pérdida del jumento como del gasto de los cien escudos. Y, sin esperar respuesta ni decir otra palabra, se fue a su casa.
377 Quedaron en esto y en que la partida sería de allí a ocho días. Encargó don Quijote al bachiller la tuviese secreta, especialmente al cura y a maese Nicolás, y a su sobrina y al ama, porque no estorbasen su honrada y valerosa determinación. Todo lo prometió Carrasco.
378 Mira, Teresa: siempre he oído decir a mis mayores que el que no sabe gozar de la ventura cuando le viene, que no se debe quejar si se le pasa. Y no sería bien que ahora, que está llamando a nuestra puerta, se la cerremos; dejémonos llevar deste viento favorable que nos sopla.
379 Pues, con todo eso, temo que este condado de mi hija ha de ser su perdición. Vos haced lo que quisiéredes, ora la hagáis duquesa o princesa, pero séos decir que no será ello con voluntad ni consentimiento mío. Siempre, hermano, fui amiga de la igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos.
380 Vos, hermano, idos a ser gobierno o ínsulo, y entonaos a vuestro gusto; que mi hija ni yo, por el siglo de mi madre, que no nos hemos de mudar un paso de nuestra aldea: la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la doncella honesta, el hacer algo es su fiesta.
381 Yo hablo como Dios es servido, y no me meto en más dibujos; y digo que si estáis porfiando en tener gobierno, que llevéis con vos a vuestro hijo Sancho, para que desde agora le enseñéis a tener gobierno, que bien es que los hijos hereden y aprendan los oficios de sus padres.
382 Y, en esto, comenzó a llorar tan de veras como si ya viera muerta y enterrada a Sanchica. Sancho la consoló diciéndole que, ya que la hubiese de hacer condesa, la haría todo lo más tarde que ser pudiese. Con esto se acabó su plática, y Sancho volvió a ver a don Quijote para dar orden en su partida.
383 Pero a buen seguro que él te perdonara, porque fue el más humilde y cortés caballero de su tiempo, y, demás, grande amparador de las doncellas; mas, tal te pudiera haber oído que no te fuera bien dello, que no todos son corteses ni bien mirados: algunos hay follones y descomedidos.
384 Dije virtudes, riquezas y liberalidades, porque el grande que fuere vicioso será vicioso grande, y el rico no liberal será un avaro mendigo; que al poseedor de las riquezas no le hace dichoso el tenerlas, sino el gastarlas, y no el gastarlas comoquiera, sino el saberlas bien gastar.
385 Quiero decir, señor bachiller de mi ánima, que quiere salir otra vez, que con ésta será la tercera, a buscar por ese mundo lo que él llama venturas, que yo no puedo entender cómo les da este nombre. La vez primera nos le volvieron atravesado sobre un jumento, molido a palos.
386 Verdad sea que si sucediese, lo cual ni lo creo ni lo espero, que vuesa merced me diese la ínsula que me tiene prometida, no soy tan ingrato, ni llevo las cosas tan por los cabos, que no querré que se aprecie lo que montare la renta de la tal ínsula, y se descuente de mi salario gata por cantidad.
387 Y, finalmente, quiero decir, y os digo, que si no queréis venir a merced conmigo y correr la suerte que yo corriere, que Dios quede con vos y os haga un santo; que a mí no me faltarán escuderos más obedientes, más solícitos, y no tan empachados ni tan habladores como vos.
388 Abrazóle Sansón, y suplicóle le avisase de su buena o mala suerte, para alegrarse con ésta o entristecerse con aquélla, como las leyes de su amistad pedían. Prometióselo don Quijote, dio Sansón la vuelta a su lugar, y los dos tomaron la de la gran ciudad del Toboso.
389 Pues, a fe de bueno, que no he dicho yo mal de ningún encantador, ni tengo tantos bienes que pueda ser envidiado; bien es verdad que soy algo malicioso, y que tengo mis ciertos asomos de bellaco, pero todo lo cubre y tapa la gran capa de la simpleza mía, siempre natural y nunca artificiosa.
390 Y cuando otra cosa no tuviese sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree la Santa Iglesia Católica Romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí y tratarme bien en sus escritos.
391 Finalmente, ordenó don Quijote entrar en la ciudad entrada la noche, y, en tanto que la hora se llegaba, se quedaron entre unas encinas que cerca del Toboso estaban, y, llegado el determinado punto, entraron en la ciudad, donde les sucedió cosas que a cosas llegan.
392 Capítulo IX. Donde se cuenta lo que en él se verá Media noche era por filo, poco más a menos, cuando don Quijote y Sancho dejaron el monte y entraron en el Toboso. Estaba el pueblo en un sosegado silencio, porque todos sus vecinos dormían y reposaban a pierna tendida, como suele decirse.
393 Estando los dos en estas pláticas, vieron que venía a pasar por donde estaban uno con dos mulas, que, por el ruido que hacía el arado, que arrastraba por el suelo, juzgaron que debía de ser labrador, que habría madrugado antes del día a ir a su labranza; y así fue la verdad.
394 Este mi amo, por mil señales, he visto que es un loco de atar, y aun también yo no le quedo en zaga, pues soy más mentecato que él, pues le sigo y le sirvo, si es verdadero el refrán que dice: "Dime con quién andas, decirte he quién eres", y el otro de "No con quien naces, sino con quien paces".
395 Quizá con esta porfía acabaré con él que no me envíe otra vez a semejantes mensajerías, viendo cuán mal recado le traigo dellas, o quizá pensará, como yo imagino, que algún mal encantador de estos que él dice que le quieren mal la habrá mudado la figura por hacerle mal y daño.
396 Apártense y déjenmos ir, y agradecérselo hemos. Apartóse Sancho y dejóla ir, contentísimo de haber salido bien de su enredo. Apenas se vio libre la aldeana que había hecho la figura de Dulcinea, cuando, picando a su cananea con un aguijón que en un palo traía, dio a correr por el prado adelante.
397 Y, como la borrica sentía la punta del aguijón, que le fatigaba más de lo ordinario, comenzó a dar corcovos, de manera que dio con la señora Dulcinea en tierra; lo cual visto por don Quijote, acudió a levantarla, y Sancho a componer y cinchar el albarda, que también vino a la barriga de la pollina.
398 Y mira hasta dónde se estiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi señora. En efecto, yo nací para ejemplo de desdichados, y para ser blanco y terrero donde tomen la mira y asiesten las flechas de la mala fortuna.
399 Finalmente, después de otras muchas razones que entre los dos pasaron, volvieron a subir en sus bestias, y siguieron el camino de Zaragoza, adonde pensaban llegar a tiempo que pudiesen hallarse en unas solenes fiestas que en aquella insigne ciudad cada año suelen hacerse.
400 Sancho, que consideró el peligro en que iba su amo de ser derribado, saltó del rucio, y a toda priesa fue a valerle; pero, cuando a él llegó, ya estaba en tierra, y junto a él, Rocinante, que, con su amo, vino al suelo: ordinario fin y paradero de las lozanías de Rocinante y de sus atrevimientos.
401 Mas, apenas hubo dejado su caballería Sancho por acudir a don Quijote, cuando el demonio bailador de las vejigas saltó sobre el rucio, y, sacudiéndole con ellas, el miedo y ruido, más que el dolor de los golpes, le hizo volar por la campaña hacia el lugar donde iban a hacer la fiesta.
402 Yo no puedo ni debo sacar la espada, como otras veces muchas te he dicho, contra quien no fuere armado caballero. A ti, Sancho, toca, si quieres tomar la venganza del agravio que a tu rucio se le ha hecho, que yo desde aquí te ayudaré con voces y advertimientos saludables.
403 Allá se lo hayan con sus opiniones y leyes caballerescas nuestros amos, y coman lo que ellos mandaren. Fiambreras traigo, y esta bota colgando del arzón de la silla, por sí o por no; y es tan devota mía y quiérola tanto, que pocos ratos se pasan sin que la dé mil besos y mil abrazos.
404 Llegué, vila, y vencíla, y hícela estar queda y a raya, porque en más de una semana no soplaron sino vientos nortes. Vez también hubo que me mandó fuese a tomar en peso las antiguas piedras de los valientes Toros de Guisando, empresa más para encomendarse a ganapanes que a caballeros.
405 Habéis de saber que ese don Quijote que decís es el mayor amigo que en este mundo tengo, y tanto, que podré decir que le tengo en lugar de mi misma persona, y que por las señas que dél me habéis dado, tan puntuales y ciertas, no puedo pensar sino que sea el mismo que habéis vencido.
406 Don Quijote, que no miraba en estos inconvenientes, a salvamano y sin peligro alguno, encontró al de los Espejos con tanta fuerza, que mal de su grado le hizo venir al suelo por las ancas del caballo, dando tal caída, que, sin mover pie ni mano, dio señales de que estaba muerto.
407 Apenas le vio caído Sancho, cuando se deslizó del alcornoque y a toda priesa vino donde su señor estaba, el cual, apeándose de Rocinante, fue sobre el de los Espejos, y, quitándole las lazadas del yelmo para ver si era muerto y para que le diese el aire si acaso estaba vivo; y vio.
408 Armóse Sansón como queda referido y Tomé Cecial acomodó sobre sus naturales narices las falsas y de máscara ya dichas, porque no fuese conocido de su compadre cuando se viesen; y así, siguieron el mismo viaje que llevaba don Quijote, y llegaron casi a hallarse en la aventura del carro de la Muerte.
409 Traía un alfanje morisco pendiente de un ancho tahalí de verde y oro, y los borceguíes eran de la labor del tahalí; las espuelas no eran doradas, sino dadas con un barniz verde, tan tersas y bruñidas que, por hacer labor con todo el vestido, parecían mejor que si fuera de oro puro.
410 Preguntóle don Quijote que cuántos hijos tenía, y díjole que una de las cosas en que ponían el sumo bien los antiguos filósofos, que carecieron del verdadero conocimiento de Dios, fue en los bienes de la naturaleza, en los de la fortuna, en tener muchos amigos y en tener muchos y buenos hijos.
411 Y a lo que decís, señor, que vuestro hijo no estima mucho la poesía de romance, doyme a entender que no anda muy acertado en ello, y la razón es ésta: el grande Homero no escribió en latín, porque era griego, ni Virgilio no escribió en griego, porque era latino.
412 Y si es que sudo, en verdad que no es de miedo; sin duda creo que es terrible la aventura que agora quiere sucederme. Dame, si tienes, con que me limpie, que el copioso sudor me ciega los ojos. Calló Sancho y diole un paño, y dio con él gracias a Dios de que su señor no hubiese caído en el caso.
413 A la fe, señor, a lo que Dios me da a entender, también debo yo de tener encantadores que me persiguen como a hechura y miembro de vuesa merced, y habrán puesto ahí esa inmundicia para mover a cólera su paciencia y hacer que me muela, como suele, las costillas.
414 Vuestras mercedes, señores, se pongan en cobro antes que abra, que yo seguro estoy que no me han de hacer daño. Otra vez le persuadió el hidalgo que no hiciese locura semejante, que era tentar a Dios acometer tal disparate. A lo que respondió don Quijote que él sabía lo que hacía.
415 Oído lo cual por Sancho, con lágrimas en los ojos le suplicó desistiese de tal empresa, en cuya comparación habían sido tortas y pan pintado la de los molinos de viento y la temerosa de los batanes, y, finalmente, todas las hazañas que había acometido en todo el discurso de su vida.
416 Lloraba Sancho la muerte de su señor, que aquella vez sin duda creía que llegaba en las garras de los leones; maldecía su ventura, y llamaba menguada la hora en que le vino al pensamiento volver a servirle; pero no por llorar y lamentarse dejaba de aporrear al rucio para que se alejase del carro.
417 Viendo, pues, el leonero que ya los que iban huyendo estaban bien desviados, tornó a requerir y a intimar a don Quijote lo que ya le había requerido e intimado, el cual respondió que lo oía, y que no se curase de más intimaciones y requirimientos, que todo sería de poco fruto, y que se diese priesa.
418 Pero el generoso león, más comedido que arrogante, no haciendo caso de niñerías, ni de bravatas, después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y con gran flema y remanso se volvió a echar en la jaula.
419 Vuesa merced, señor caballero, se contente con lo hecho, que es todo lo que puede decirse en género de valentía, y no quiera tentar segunda fortuna. El león tiene abierta la puerta: en su mano está salir, o no salir; pero, pues no ha salido hasta ahora, no saldrá en todo el día.
420 La grandeza del corazón de vuesa merced ya está bien declarada: ningún bravo peleante, según a mí se me alcanza, está obligado a más que a desafiar a su enemigo y esperarle en campaña; y si el contrario no acude, en él se queda la infamia, y el esperante gana la corona del vencimiento.
421 Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible. Dio los escudos Sancho, unció el carretero, besó las manos el leonero a don Quijote por la merced recebida, y prometióle de contar aquella valerosa hazaña al mismo rey, cuando en la corte se viese.
422 Siguió su camino el carro, y don Quijote, Sancho y el del Verde Gabán prosiguieron el suyo. En todo este tiempo no había hablado palabra don Diego de Miranda, todo atento a mirar y a notar los hechos y palabras de don Quijote, pareciéndole que era un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo.
423 La señora, que doña Cristina se llamaba, le recibió con muestras de mucho amor y de mucha cortesía, y don Quijote se le ofreció con asaz de discretas y comedidas razones. Casi los mismos comedimientos pasó con el estudiante, que, en oyéndole hablar don Quijote, le tuvo por discreto y agudo.
424 De todas estas grandes y mínimas partes se compone un buen caballero andante; porque vea vuesa merced, señor don Lorenzo, si es ciencia mocosa lo que aprende el caballero que la estudia y la profesa, y si se puede igualar a las más estiradas que en los ginasios y escuelas se enseñan.
425 Fuéronse a comer, y la comida fue tal como don Diego había dicho en el camino que la solía dar a sus convidados: limpia, abundante y sabrosa; pero de lo que más se contentó don Quijote fue del maravilloso silencio que en toda la casa había, que semejaba un monasterio de cartujos.
426 Glosa Al fin, como todo pasa, se pasó el bien que me dio Fortuna, un tiempo no escasa, y nunca me le volvió, ni abundante, ni por tasa. Siglos ha ya que me vees, Fortuna, puesto a tus pies; vuélveme a ser venturoso, que será mi ser dichoso si mi fue tornase a es.
427 No quiero otro gusto o gloria, otra palma o vencimiento, otro triunfo, otra vitoria, sino volver al contento que es pesar en mi memoria. Si tú me vuelves allá, Fortuna, templado está todo el rigor de mi fuego, y más si este bien es luego, sin esperar más será.
428 Cosas imposibles pido, pues volver el tiempo a ser después que una vez ha sido, no hay en la tierra poder que a tanto se haya estendido. Corre el tiempo, vuela y va ligero, y no volverá, y erraría el que pidiese, o que el tiempo ya se fuese, o volviese el tiempo ya.
429 Plega al cielo que los jueces que os quitaren el premio primero, Febo los asaetee y las Musas jamás atraviesen los umbrales de sus casas. Decidme, señor, si sois servido, algunos versos mayores, que quiero tomar de todo en todo el pulso a vuestro admirable ingenio.
430 Don Diego y su hijo le alabaron su honrosa determinación, y le dijeron que tomase de su casa y de su hacienda todo lo que en grado le viniese, que le servirían con la voluntad posible; que a ello les obligaba el valor de su persona y la honrosa profesión suya.
431 Llegóse, en fin, el día de su partida, tan alegre para don Quijote como triste y aciago para Sancho Panza, que se hallaba muy bien con la abundancia de la casa de don Diego, y rehusaba de volver a la hambre que se usa en las florestas, despoblados, y a la estrecheza de sus mal proveídas alforjas.
432 La de la propia mujer no es mercaduría que una vez comprada se vuelve, o se trueca o cambia, porque es accidente inseparable, que dura lo que dura la vida: es un lazo que si una vez le echáis al cuello, se vuelve en el nudo gordiano, que si no le corta la guadaña de la muerte, no hay desatarle.
433 Denme a mí que Quiteria quiera de buen corazón y de buena voluntad a Basilio, que yo le daré a él un saco de buena ventura: que el amor, según yo he oído decir, mira con unos antojos que hacen parecer oro al cobre, a la pobreza riqueza, y a las lagañas perlas.
434 Los otros dos labradores del acompañamiento, sin apearse de sus pollinas, sirvieron de aspetatores en la mortal tragedia. Las cuchilladas, estocadas, altibajos, reveses y mandobles que tiraba Corchuelo eran sin número, más espesas que hígado y más menudas que granizo.
435 Arremetía como un león irritado, pero salíale al encuentro un tapaboca de la zapatilla de la espada del licenciado, que en mitad de su furia le detenía, y se la hacía besar como si fuera reliquia, aunque no con tanta devoción como las reliquias deben y suelen besarse.
436 Y, levantándose, abrazó al licenciado, y quedaron más amigos que de antes, y no queriendo esperar al escribano, que había ido por la espada, por parecerle que tardaría mucho; y así, determinaron seguir, por llegar temprano a la aldea de Quiteria, de donde todos eran.
437 En lo que faltaba del camino, les fue contando el licenciado las excelencias de la espada, con tantas razones demostrativas y con tantas figuras y demostraciones matemáticas, que todos quedaron enterados de la bondad de la ciencia, y Corchuelo reducido de su pertinacia.
438 Ni la ambición te inquieta, ni la pompa vana del mundo te fatiga, pues los límites de tus deseos no se estienden a más que a pensar tu jumento; que el de tu persona sobre mis hombros le tienes puesto: contrapeso y carga que puso la naturaleza y la costumbre a los señores.
439 Yo apostaré un brazo que puede Camacho envolver en reales a Basilio; y si esto es así, como debe de ser, bien boba fuera Quiteria en desechar las galas y las joyas que le debe de haber dado, y le puede dar Camacho, por escoger el tirar de la barra y el jugar de la negra de Basilio.
440 Sobre un buen tiro de barra o sobre una gentil treta de espada no dan un cuartillo de vino en la taberna. Habilidades y gracias que no son vendibles, mas que las tenga el conde Dirlos; pero, cuando las tales gracias caen sobre quien tiene buen dinero, tal sea mi vida como ellas parecen.
441 En el dilatado vientre del novillo estaban doce tiernos y pequeños lechones, que, cosidos por encima, servían de darle sabor y enternecerle. Las especias de diversas suertes no parecía haberlas comprado por libras, sino por arrobas, y todas estaban de manifiesto en una grande arca.
442 Guiábalas un venerable viejo y una anciana matrona, pero más ligeros y sueltos que sus años prometían. Hacíales el son una gaita zamorana, y ellas, llevando en los rostros y en los ojos a la honestidad y en los pies a la ligereza, se mostraban las mejores bailadoras del mundo.
443 Tras ésta entró otra danza de artificio y de las que llaman habladas. Era de ocho ninfas, repartidas en dos hileras: de la una hilera era guía el dios Cupido, y de la otra, el Interés; aquél, adornado de alas, arco, aljaba y saetas; éste, vestido de ricas y diversas colores de oro y seda.
444 Delante de todos venía un castillo de madera, a quien tiraban cuatro salvajes, todos vestidos de yedra y de cáñamo teñido de verde, tan al natural, que por poco espantaran a Sancho. En la frontera del castillo y en todas cuatro partes de sus cuadros traía escrito: castillo del buen recato.
445 Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener, aunque ella al del tener se atenía; y el día de hoy, mi señor don Quijote, antes se toma el pulso al haber que al saber: un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo enalbardado.
446 Tente en buenas, y no te dejes caer; que en verdad que lo que has dicho de la muerte por tus rústicos términos es lo que pudiera decir un buen predicador. Dígote, Sancho que si como tienes buen natural y discreción, pudieras tomar un púlpito en la mano y irte por ese mundo predicando lindezas.
447 Entonces la hermosa Quiteria, sin responder palabra alguna, turbada, al parecer triste y pesarosa, llegó donde Basilio estaba, ya los ojos vueltos, el aliento corto y apresurado, murmurando entre los dientes el nombre de Quiteria, dando muestras de morir como gentil, y no como cristiano.
448 Camacho es rico, y podrá comprar su gusto cuando, donde y como quisiere. Basilio no tiene más desta oveja, y no se la ha de quitar alguno, por poderoso que sea; que a los dos que Dios junta no podrá separar el hombre; y el que lo intentare, primero ha de pasar por la punta desta lanza.
449 Lo primero, le aconsejaría que mirase más a la fama que a la hacienda, porque la buena mujer no alcanza la buena fama solamente con ser buena, sino con parecerlo; que mucho más dañan a las honras de las mujeres las desenvolturas y libertades públicas que las maldades secretas.
450 Si traes buena mujer a tu casa, fácil cosa sería conservarla, y aun mejorarla, en aquella bondad; pero si la traes mala, en trabajo te pondrá el enmendarla: que no es muy hacedero pasar de un estremo a otro. Yo no digo que sea imposible, pero téngolo por dificultoso.
451 Ensilló Sancho a Rocinante y aderezó al rucio, proveyó sus alforjas, a las cuales acompañaron las del primo, asimismo bien proveídas, y, encomendándose a Dios y despediéndose de todos, se pusieron en camino, tomando la derrota de la famosa cueva de Montesinos.
452 Otro libro tengo, que le llamo Suplemento a Virgilio Polidoro, que trata de la invención de las cosas, que es de grande erudición y estudio, a causa que las cosas que se dejó de decir Polidoro de gran sustancia, las averiguo yo, y las declaro por gentil estilo.
453 Apenas me dijo que era Montesinos, cuando le pregunté si fue verdad lo que en el mundo de acá arriba se contaba: que él había sacado de la mitad del pecho, con una pequeña daga, el corazón de su grande amigo Durandarte y llevádole a la Señora Belerma, como él se lo mandó al punto de su muerte.
454 Por otra parte, considero que él la contó y la dijo con todas las circunstancias dichas, y que no pudo fabricar en tan breve espacio tan gran máquina de disparates; y si esta aventura parece apócrifa, yo no tengo la culpa; y así, sin afirmarla por falsa o verdadera, la escribo.
455 La primera, haber conocido a vuestra merced, que lo tengo a gran felicidad. La segunda, haber sabido lo que se encierra en esta cueva de Montesinos, con las mutaciones de Guadiana y de las lagunas de Ruidera, que me servirán para el Ovidio español que traigo entre manos.
456 Un príncipe conozco yo que puede suplir la falta de los demás, con tantas ventajas que, si me atreviere a decirlas, quizá despertara la invidia en más de cuatro generosos pechos; pero quédese esto aquí para otro tiempo más cómodo, y vamos a buscar adonde recogernos esta noche.
457 Apenas oyó esto Sancho Panza, cuando encaminó el rucio a la ermita, y lo mismo hicieron don Quijote y el primo; pero la mala suerte de Sancho parece que ordenó que el ermitaño no estuviese en casa; que así se lo dijo una sotaermitaño que en la ermita hallaron.
458 Y esto que ahora le quiero decir llévelo en la memoria, que le será de mucho provecho y alivio en sus trabajos; y es que, aparte la imaginación de los sucesos adversos que le podrán venir, que el peor de todos es la muerte, y como ésta sea buena, el mejor de todos es el morir.
459 No hubieron bien entrado, cuando don Quijote preguntó al ventero por el hombre de las lanzas y alabardas; el cual le respondió que en la caballeriza estaba acomodando el macho. Lo mismo hicieron de sus jumentos el primo y Sancho, dando a Rocinante el mejor pesebre y el mejor lugar de la caballeriza.
460 Quísele antecoger delante de mí y traérosle, pero está ya tan montaraz y tan huraño, que, cuando llegé a él, se fue huyendo y se entró en lo más escondido del monte. Si queréis que volvamos los dos a buscarle, dejadme poner esta borrica en mi casa, que luego vuelvo".
461 Con esto, desconsolados y roncos, se volvieron a su aldea, adonde contaron a sus amigos, vecinos y conocidos cuanto les había acontecido en la busca del asno, exagerando el uno la gracia del otro en el rebuznar; todo lo cual se supo y se estendió por los lugares circunvecinos.
462 Yo creo que mañana o esotro día han de salir en campaña los de mi pueblo, que son los del rebuzno, contra otro lugar que está a dos leguas del nuestro, que es uno de los que más nos persiguen: y, por salir bien apercebidos, llevo compradas estas lanzas y alabardas que habéis visto.
463 Porque yo soy el mesmo don Quijote de la Mancha que este buen animal ha dicho, puesto que se ha estendido algún tanto en mis alabanzas; pero comoquiera que yo me sea, doy gracias al cielo, que me dotó de un ánimo blando y compasivo, inclinado siempre a hacer bien a todos, y mal a ninguno.
464 Alborotóse el senado de los oyentes, huyóse el mono por los tejados de la ventana, temió el primo, acobardóse el paje, y hasta el mesmo Sancho Panza tuvo pavor grandísimo, porque, como él juró después de pasada la borrasca, jamás había visto a su señor con tan desatinada cólera.
465 Antes que amaneciese, se fue el que llevaba las lanzas y las alabardas, y ya después de amanecido, se vinieron a despedir de don Quijote el primo y el paje: el uno, para volverse a su tierra; y el otro, a proseguir su camino, para ayuda del cual le dio don Quijote una docena de reales.
466 Finalmente, Sancho le pagó muy bien, por orden de su señor, y, despidiéndose dél, casi a las ocho del día dejaron la venta y se pusieron en camino, donde los dejaremos ir; que así conviene para dar lugar a contar otras cosas pertenecientes a la declaración desta famosa historia.
467 Dice, pues, que bien se acordará, el que hubiere leído la primera parte desta historia, de aquel Ginés de Pasamonte, a quien, entre otros galeotes, dio libertad don Quijote en Sierra Morena, beneficio que después le fue mal agradecido y peor pagado de aquella gente maligna y mal acostumbrada.
468 Con esto cobraba crédito inefable, y andábanse todos tras él. Otras veces, como era tan discreto, respondía de manera que las respuestas venían bien con las preguntas; y, como nadie le apuraba ni apretaba a que dijese cómo adevinaba su mono, a todos hacía monas, y llenaba sus esqueros.
469 Y, volviendo a don Quijote de la Mancha, digo que, después de haber salido de la venta, determinó de ver primero las riberas del río Ebro y todos aquellos contornos, antes de entrar en la ciudad de Zaragoza, pues le daba tiempo para todo el mucho que faltaba desde allí a las justas.
470 Finalmente, conocieron y supieron como el pueblo corrido salía a pelear con otro que le corría más de lo justo y de lo que se debía a la buena vecindad. Fuese llegando a ellos don Quijote, no con poca pesadumbre de Sancho, que nunca fue amigo de hallarse en semejantes jornadas.
471 Don Quijote, alzando la visera, con gentil brío y continente, llegó hasta el estandarte del asno, y allí se le pusieron alrededor todos los más principales del ejército, por verle, admirados con la admiración acostumbrada en que caían todos aquellos que la vez primera le miraban.
472 Todos le dijeron que dijese lo que quisiese, que de buena gana le escucharían. Don Quijote, con esta licencia, prosiguió diciendo: Yo, señores míos, soy caballero andante, cuyo ejercicio es el de las armas, y cuya profesión la de favorecer a los necesitados de favor y acudir a los menesterosos.
473 Pero los del escuadrón se contentaron con verle huir, sin tirarle. A Sancho le pusieron sobre su jumento, apenas vuelto en sí, y le dejaron ir tras su amo, no porque él tuviese sentido para regirle; pero el rucio siguió las huellas de Rocinante, sin el cual no se hallaba un punto.
474 Esta verdad se verificó en don Quijote, el cual, dando lugar a la furia del pueblo y a las malas intenciones de aquel indignado escuadrón, puso pies en polvorosa, y, sin acordarse de Sancho ni del peligro en que le dejaba, se apartó tanto cuanto le pareció que bastaba para estar seguro.
475 Y ¿dónde hallastes vos ser bueno el nombrar la soga en casa del ahorcado? A música de rebuznos, ¿qué contrapunto se había de llevar sino de varapalos? Y dad gracias a Dios, Sancho, que ya que os santiguaron con un palo, no os hicieron el per signum crucis con un alfanje.
476 De cuando en cuando daba Sancho unos ayes profundísimos y unos gemidos dolorosos; y, preguntándole don Quijote la causa de tan amargo sentimiento, respondió que, desde la punta del espinazo hasta la nuca del celebro, le dolía de manera que le sacaba de sentido.
477 Y si tanto deseáis volveros a vuestra casa con vuestra mujer y hijos, no permita Dios que yo os lo impida; dineros tenéis míos: mirad cuánto ha que esta tercera vez salimos de nuestro pueblo, y mirad lo que podéis y debéis ganar cada mes, y pagaos de vuestra mano.
478 En fin, como tú has dicho otras veces, no es la miel... etc. Asno eres, y asno has de ser, y en asno has de parar cuando se te acabe el curso de la vida; que para mí tengo que antes llegará ella a su último término que tú caigas y des en la cuenta de que eres bestia.
479 Ahora bien, yo te perdono, con que te emiendes, y con que no te muestres de aquí adelante tan amigo de tu interés, sino que procures ensanchar el corazón, y te alientes y animes a esperar el cumplimiento de mis promesas, que, aunque se tarda, no se imposibilita.
480 Con esto, se metieron en la alameda, y don Quijote se acomodó al pie de un olmo, y Sancho al de una haya; que estos tales árboles y otros sus semejantes siempre tienen pies, y no manos. Sancho pasó la noche penosamente, porque el varapalo se hacía más sentir con el sereno.
481 Y, sacudiéndose los dedos, se lavó toda la mano en el río, por el cual sosegadamente se deslizaba el barco por mitad de la corriente, sin que le moviese alguna inteligencia secreta, ni algún encantador escondido, sino el mismo curso del agua, blando entonces y suave.
482 No quiero decir que las mudan de en uno en otro ser realmente, sino que lo parece, como lo mostró la experiencia en la transformación de Dulcinea, único refugio de mis esperanzas. En esto, el barco, entrado en la mitad de la corriente del río, comenzó a caminar no tan lentamente como hasta allí.
483 Aquí será predicar en desierto querer reducir a esta canalla a que por ruegos haga virtud alguna. Y en esta aventura se deben de haber encontrado dos valientes encantadores, y el uno estorba lo que el otro intenta: el uno me deparó el barco, y el otro dio conmigo al través.
484 Pero la fortuna ordenó las cosas muy al revés de lo que él temía. Sucedió, pues, que otro día, al poner del sol y al salir de una selva, tendió don Quijote la vista por un verde prado, y en lo último dél vio gente, y, llegándose cerca, conoció que eran cazadores de altanería.
485 Llegóse más, y entre ellos vio una gallarda señora sobre un palafrén o hacanea blanquísima, adornada de guarniciones verdes y con un sillón de plata. Venía la señora asimismo vestida de verde, tan bizarra y ricamente que la misma bizarría venía transformada en ella.
486 Levantóse Sancho admirado, así de la hermosura de la buena señora como de su mucha crianza y cortesía, y más de lo que le había dicho que tenía noticia de su señor el Caballero de la Triste Figura, y que si no le había llamado el de los Leones, debía de ser por habérsele puesto tan nuevamente.
487 Ya en esto, Sancho había aderezado y cinchado bien la silla a Rocinante; y, subiendo en él don Quijote, y el duque en un hermoso caballo, pusieron a la duquesa en medio y encaminaron al castillo. Mandó la duquesa a Sancho que fuese junto a ella, porque gustaba infinito de oír sus discreciones.
488 Don Quijote lo hizo, y hubo grandes comedimientos entre los dos sobre el caso; pero, en efecto, venció la porfía de la duquesa, y no quiso decender o bajar del palafrén sino en los brazos del duque, diciendo que no se hallaba digna de dar a tan gran caballero tan inútil carga.
489 Hiciéronse mil corteses comedimientos, y, finalmente, cogiendo a don Quijote en medio, se fueron a sentar a la mesa. Convidó el duque a don Quijote con la cabecera de la mesa, y aunque él lo rehusó, las importunaciones del duque fueron tantas que la hubo de tomar.
490 Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos, castigado insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos; yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean; y, siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes.
491 Sea ejemplo: está uno en la calle descuidado, llegan diez con mano armada, y, dándole de palos, pone mano a la espada y hace su deber, pero la muchedumbre de los contrarios se le opone, y no le deja salir con su intención, que es de vengarse; este tal queda agraviado, pero no afrentado.
492 Y lo mesmo confirmará otro ejemplo: está uno vuelto de espaldas, llega otro y dale de palos, y en dándoselos huye y no espera, y el otro le sigue y no alcanza; este que recibió los palos, recibió agravio, mas no afrenta, porque la afrenta ha de ser sustentada.
493 La doncella barbera, cuando le tuvo con un palmo de jabonadura, fingió que se le había acabado el agua, y mandó a la del aguamanil fuese por ella, que el señor don Quijote esperaría. Hízolo así, y quedó don Quijote con la más estraña figura y más para hacer reír que se pudiera imaginar.
494 El maestresala respondió que en todo sería servido el señor Sancho, y con esto se fue a comer, y llevó consigo a Sancho, quedándose a la mesa los duques y don Quijote, hablando en muchas y diversas cosas; pero todas tocantes al ejercicio de las armas y de la andante caballería.
495 La duquesa rogó a don Quijote que le delinease y describiese, pues parecía tener felice memoria, la hermosura y facciones de la señora Dulcinea del Toboso; que, según lo que la fama pregonaba de su belleza, tenía por entendido que debía de ser la más bella criatura del orbe, y aun de toda la Mancha.
496 Vuesas mercedes dejen al mancebo, y vuélvanse por donde vinieron, o por otra parte si se les antojare, que mi escudero es limpio tanto como otro, y esas artesillas son para él estrechas y penantes búcaros. Tomen mi consejo y déjenle, porque ni él ni yo sabemos de achaque de burlas.
497 Bien haya tal señor y tal criado: el uno, por norte de la andante caballería; y el otro, por estrella de la escuderil fidelidad. Levantaos, Sancho amigo, que yo satisfaré vuestras cortesías con hacer que el duque mi señor, lo más presto que pudiere, os cumpla la merced prometida del gobierno.
498 Pero ésta fue mi suerte, y ésta mi malandanza; no puedo más, seguirle tengo: somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiérole bien, es agradecido, diome sus pollinos, y, sobre todo, yo soy fiel; y así, es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y azadón.
499 Esté Sancho de buen ánimo, que cuando menos lo piense se verá sentado en la silla de su ínsula y en la de su estado, y empuñará su gobierno, que con otro de brocado de tres altos lo deseche. Lo que yo le encargo es que mire cómo gobierna sus vasallos, advirtiendo que todos son leales y bien nacidos.
500 Pero, aunque las calzo, no las ensucio; cuanto más, que los escuderos de los caballeros andantes, casi de ordinario beben agua, porque siempre andan por florestas, selvas y prados, montañas y riscos, sin hallar una misericordia de vino, si dan por ella un ojo.
501 Sancho sí tomó el que le dieron, con intención de venderle en la primera ocasión que pudiese. Llegado, pues, el esperado día, armóse don Quijote, vistióse Sancho, y, encima de su rucio, que no le quiso dejar aunque le daban un caballo, se metió entre la tropa de los monteros.
502 Y, viéndose así, y que el sayo verde se le rasgaba, y pareciéndole que si aquel fiero animal allí allegaba le podía alcanzar, comenzó a dar tantos gritos y a pedir socorro con tanto ahínco, que todos los que le oían y no le veían creyeron que estaba entre los dientes de alguna fiera.
503 Mía fe, señor, la caza y los pasatiempos más han de ser para los holgazanes que para los gobernadores. En lo que yo pienso entretenerme es en jugar al triunfo envidado las pascuas, y a los bolos los domingos y fiestas; que esas cazas ni cazos no dicen con mi condición ni hacen con mi conciencia.
504 Luego se oyeron infinitos lelilíes, al uso de moros cuando entran en las batallas, sonaron trompetas y clarines, retumbaron tambores, resonaron pífaros, casi todos a un tiempo, tan contino y tan apriesa, que no tuviera sentido el que no quedara sin él al son confuso de tantos intrumentos.
505 Renovóse la admiración en todos, especialmente en Sancho y don Quijote: en Sancho, en ver que, a despecho de la verdad, querían que estuviese encantada Dulcinea; en don Quijote, por no poder asegurarse si era verdad o no lo que le había pasado en la cueva de Montesinos.
506 Pon, ¡oh miserable y endurecido animal!, pon, digo, esos tus ojos de machuelo espantadizo en las niñas destos míos, comparados a rutilantes estrellas, y veráslos llorar hilo a hilo y madeja a madeja, haciendo surcos, carreras y sendas por los hermosos campos de mis mejillas.
507 Pero querría yo saber de la señora mi señora doña Dulcina del Toboso adónde aprendió el modo de rogar que tiene: viene a pedirme que me abra las carnes a azotes, y llámame alma de cántaro y bestión indómito, con una tiramira de malos nombres, que el diablo los sufra.
508 Y, por agora, acabad de dar el sí desta diciplina, y creedme que os será de mucho provecho, así para el alma como para el cuerpo: para el alma, por la caridad con que la haréis; para el cuerpo, porque yo sé que sois de complexión sanguínea, y no os podrá hacer daño sacaros un poco de sangre.
509 Preguntó la duquesa a Sancho otro día si había comenzado la tarea de la penitencia que había de hacer por el desencanto de Dulcinea. Dijo que sí, y que aquella noche se había dado cinco azotes. Preguntóle la duquesa que con qué se los había dado. Respondió que con la mano.
510 Ahí te envío un vestido verde de cazador, que me dio mi señora la duquesa; acomódale en modo que sirva de saya y cuerpos a nuestra hija. Don Quijote, mi amo, según he oído decir en esta tierra, es un loco cuerdo y un mentecato gracioso, y que yo no le voy en zaga.
511 Hemos estado en la cueva de Montesinos, y el sabio Merlín ha echado mano de mí para el desencanto de Dulcinea del Toboso, que por allá se llama Aldonza Lorenzo: con tres mil y trecientos azotes, menos cinco, que me he de dar, quedará desencantada como la madre que la parió.
512 El rucio está bueno, y se te encomienda mucho; y no le pienso dejar, aunque me llevaran a ser Gran Turco. La duquesa mi señora te besa mil veces las manos; vuélvele el retorno con dos mil, que no hay cosa que menos cueste ni valga más barata, según dice mi amo, que los buenos comedimientos.
513 Y, estando todos así suspensos, vieron entrar por el jardín adelante dos hombres vestidos de luto, tan luego y tendido que les arrastraba por el suelo; éstos venían tocando dos grandes tambores, asimismo cubiertos de negro. A su lado venía el pífaro, negro y pizmiento como los demás.
514 Seguía a los tres un personaje de cuerpo agigantado, amantado, no que vestido, con una negrísima loba, cuya falda era asimismo desaforada de grande. Por encima de la loba le ceñía y atravesaba un ancho tahelí, también negro, de quien pendía un desmesurado alfanje de guarniciones y vaina negra.
515 Y primero quiere saber si está en este vuestro castillo el valeroso y jamás vencido caballero don Quijote de la Mancha, en cuya busca viene a pie y sin desayunarse desde el reino de Candaya hasta este vuestro estado, cosa que se puede y debe tener a milagro o a fuerza de encantamento.
516 De lo que yo saco que, pues todas las dueñas son enfadosas e impertinentes, de cualquiera calidad y condición que sean, ¿qué serán las que son doloridas, como han dicho que es esta condesa Tres Faldas, o Tres Colas?; que en mi tierra faldas y colas, colas y faldas, todo es uno.
517 Pues mándoles yo a los leños movibles, que, mal que les pese, hemos de vivir en el mundo, y en las casas principales, aunque muramos de hambre y cubramos con un negro monjil nuestras delicadas o no delicadas carnes, como quien cubre o tapa un muladar con un tapiz en día de procesión.
518 Pues, ¿qué cuando se humillan a componer un género de verso que en Candaya se usaba entonces, a quien ellos llamaban seguidillas? Allí era el brincar de las almas, el retozar de la risa, el desasosiego de los cuerpos y, finalmente, el azogue de todos los sentidos.
519 Pues, ¿qué cuando prometen el fénix de Arabia, la corona de Aridiana, los caballos del Sol, del Sur las perlas, de Tíbar el oro y de Pancaya el bálsamo? Aquí es donde ellos alargan más la pluma, como les cuesta poco prometer lo que jamás piensan ni pueden cumplir.
520 Pardiez, yo no me pienso moler por quitar las barbas a nadie: cada cual se rape como más le viniere a cuento, que yo no pienso acompañar a mi señor en tan largo viaje. Cuanto más, que yo no debo de hacer al caso para el rapamiento destas barbas como lo soy para el desencanto de mi señora Dulcinea.
521 Dijo esto con tanto sentimiento la Trifaldi, que sacó las lágrimas de los ojos de todos los circunstantes, y aun arrasó los de Sancho, y propuso en su corazón de acompañar a su señor hasta las últimas partes del mundo, si es que en ello consistiese quitar la lana de aquellos venerables rostros.
522 Y sucedió que íbamos por parte donde están las siete cabrillas; y en Dios y en mi ánima que, como yo en mi niñez fui en mi tierra cabrerizo, que así como las vi, ¡me dio una gana de entretenerme con ellas un rato...! Y si no le cumpliera me parece que reventara.
523 Vengo, pues, y tomo, y ¿qué hago? Sin decir nada a nadie, ni a mi señor tampoco, bonita y pasitamente me apeé de Clavileño, y me entretuve con las cabrillas, que son como unos alhelíes y como unas flores, casi tres cuartos de hora, y Clavileño no se movió de un lugar, ni pasó adelante.
524 Otros cohechan, importunan, solicitan, madrugan, ruegan, porfían, y no alcanzan lo que pretenden; y llega otro, y sin saber cómo ni cómo no, se halla con el cargo y oficio que otros muchos pretendieron; y aquí entra y encaja bien el decir que hay buena y mala fortuna en las pretensiones.
525 Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a Dios, porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada. Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse.
526 Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud, y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen de príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale.
527 Si trujeres a tu mujer contigo (porque no es bien que los que asisten a gobiernos de mucho tiempo estén sin las propias), enséñala, doctrínala y desbástala de su natural rudeza, porque todo lo que suele adquirir un gobernador discreto suele perder y derramar una mujer rústica y tonta.
528 Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, como por entre los sollozos e importunidades del pobre. Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo.
529 No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería. Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo, que toda afectación es mala. Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago.
530 Cuando subieres a caballo, no vayas echando el cuerpo sobre el arzón postrero, ni lleves las piernas tiesas y tiradas y desviadas de la barriga del caballo, ni tampoco vayas tan flojo que parezca que vas sobre el rucio: que el andar a caballo a unos hace caballeros; a otros, caballerizos.
531 No, sino popen y calóñenme, que vendrán por lana y volverán trasquilados; y a quien Dios quiere bien, la casa le sabe; y las necedades del rico por sentencias pasan en el mundo; y, siéndolo yo, siendo gobernador y juntamente liberal, como lo pienso ser, no habrá falta que se me parezca.
532 Pues lo de la piedra en el cántaro un ciego lo verá. Así que, es menester que el que vee la mota en el ojo ajeno, vea la viga en el suyo, porque no se diga por él: "espantóse la muerta de la degollada", y vuestra merced sabe bien que más sabe el necio en su casa que el cuerdo en la ajena.
533 Salió, en fin, Sancho, acompañado de mucha gente, vestido a lo letrado, y encima un gabán muy ancho de chamelote de aguas leonado, con una montera de lo mesmo, sobre un macho a la jineta, y detrás dél, por orden del duque, iba el rucio con jaeces y ornamentos jumentiles de seda y flamantes.
534 Volvía Sancho la cabeza de cuando en cuando a mirar a su asno, con cuya compañía iba tan contento que no se trocara con el emperador de Alemaña. Al despedirse de los duques, les besó las manos, y tomó la bendición de su señor, que se la dio con lágrimas, y Sancho la recibió con pucheritos.
535 Por mí digo que daré orden que ni aun una mosca entre en su estancia, no que una doncella; no soy yo persona, que por mí se ha de descabalar la decencia del señor don Quijote; que, según se me ha traslucido, la que más campea entre sus muchas virtudes es la de la honestidad.
536 Desnúdese vuesa merced y vístase a sus solas y a su modo, como y cuando quisiere, que no habrá quien lo impida, pues dentro de su aposento hallará los vasos necesarios al menester del que duerme a puerta cerrada, porque ninguna natural necesidad le obligue a que la abra.
537 Cerró tras sí la puerta, y a la luz de dos velas de cera se desnudó, y al descalzarse -¡oh desgracia indigna de tal persona! – se le soltaron, no suspiros, ni otra cosa, que desacreditasen la limpieza de su policía, sino hasta dos docenas de puntos de una media, que quedó hecha celosía.
538 Oyendo lo cual, quedó don Quijote pasmado, porque en aquel instante se le vinieron a la memoria las infinitas aventuras semejantes a aquélla, de ventanas, rejas y jardines, músicas, requiebros y desvanecimientos que en los sus desvanecidos libros de caballerías había leído.
539 Y, con esto, cerró de golpe la ventana, y, despechado y pesaroso, como si le hubiera acontecido alguna gran desgracia, se acostó en su lecho, donde le dejaremos por ahora, porque nos está llamando el gran Sancho Panza, que quiere dar principio a su famoso gobierno.
540 A ti digo, ¡oh sol, con cuya ayuda el hombre engendra al hombre!; a ti digo que me favorezcas, y alumbres la escuridad de mi ingenio, para que pueda discurrir por sus puntos en la narración del gobierno del gran Sancho Panza; que sin ti, yo me siento tibio, desmazalado y confuso.
541 Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó Sancho a un lugar de hasta mil vecinos, que era de los mejores que el duque tenía. Diéronle a entender que se llamaba la ínsula Barataria, o ya porque el lugar se llamaba Baratario, o ya por el barato con que se le había dado el gobierno.
542 Y ahora se verá si tengo yo caletre para gobernar todo un reino. Y mandó que allí, delante de todos, se rompiese y abriese la caña. Hízose así, y en el corazón della hallaron diez escudos en oro. Quedaron todos admirados, y tuvieron a su gobernador por un nuevo Salomón.
543 Dice que la forcé, y miente, para el juramento que hago o pienso hacer; y ésta es toda la verdad, sin faltar meaja. Entonces el gobernador le preguntó si traía consigo algún dinero en plata; él dijo que hasta veinte ducados tenía en el seno, en una bolsa de cuero.
544 El hombre le dio las gracias lo peor que supo, y fuese, y los circunstantes quedaron admirados de nuevo de los juicios y sentencias de su nuevo gobernador. Todo lo cual, notado de su coronista, fue luego escrito al duque, que con gran deseo lo estaba esperando.
545 Acostóse con ellos, y, como si fueran pulgas, no le dejaron dormir ni sosegar un punto, y juntábansele los que le faltaban de sus medias; pero, como es ligero el tiempo, y no hay barranco que le detenga, corrió caballero en las horas, y con mucha presteza llegó la de la mañana.
546 El amor recién venido, que hoy llegó y se va mañana, las imágines no deja bien impresas en el alma. Pintura sobre pintura ni se muestra ni señala; y do hay primera belleza, la segunda no hace baza. Dulcinea del Toboso del alma en la tabla rasa tengo pintada de modo que es imposible borrarla.
547 Iba a probarle Sancho; pero, antes que llegase a él ni le gustase, ya la varilla había tocado en él, y un paje alzádole con tanta presteza como el de la fruta. Visto lo cual por Sancho, quedó suspenso, y, mirando a todos, preguntó si se había de comer aquella comida como juego de maesecoral.
548 Y vuelvo a decir que se me vaya, Pedro Recio, de aquí; si no, tomaré esta silla donde estoy sentado y se la estrellaré en la cabeza; y pídanmelo en residencia, que yo me descargaré con decir que hice servicio a Dios en matar a un mal médico, verdugo de la república.
549 Entró el correo sudando y asustado, y, sacando un pliego del seno, le puso en las manos del gobernador, y Sancho le puso en las del mayordomo, a quien mandó leyese el sobreescrito, que decía así: A don Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria, en su propia mano o en las de su secretario.
550 Venía pisando quedito, y movía los pies blandamente. Miróla don Quijote desde su atalaya, y cuando vio su adeliño y notó su silencio, pensó que alguna bruja o maga venía en aquel traje a hacer en él alguna mala fechuría, y comenzó a santiguarse con mucha priesa.
551 Si eres alma en pena, dímelo, que yo haré por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque soy católico cristiano y amigo de hacer bien a todo el mundo; que para esto tomé la orden de la caballería andante que profeso, cuyo ejercicio aun hasta hacer bien a las ánimas de purgatorio se estiende.
552 Digo, en fin, señora doña Rodríguez, que, como vuestra merced salve y deje a una parte todo recado amoroso, puede volver a encender su vela, y vuelva, y departiremos de todo lo que más mandare y más en gusto le viniere, salvando, como digo, todo incitativo melindre.
553 Y, en casos semejantes, mejor es huir que esperar la batalla. Pero yo no debo de estar en mi juicio, pues tales disparates digo y pienso; que no es posible que una dueña toquiblanca, larga y antojuna pueda mover ni levantar pensamiento lascivo en el más desalmado pecho del mundo.
554 Y, diciendo esto, besó su derecha mano, y le asió de la suya, que ella le dio con las mesmas ceremonias. Aquí hace Cide Hamete un paréntesis, y dice que por Mahoma que diera, por ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho, la mejor almalafa de dos que tenía.
555 Acudieron dos lacayos suyos a levantarla, y lo mismo hizo el alcalde y los alguaciles; alborotóse la Puerta de Guadalajara, digo, la gente baldía que en ella estaba; vínose a pie mi ama, y mi marido acudió en casa de un barbero diciendo que llevaba pasadas de parte a parte las entrañas.
556 Y ¿es posible que mi señora la duquesa tenga tales desaguaderos? No lo creyera si me lo dijeran frailes descalzos; pero, pues la señora doña Rodríguez lo dice, debe de ser así. Pero tales fuentes, y en tales lugares, no deben de manar humor, sino ámbar líquido.
557 Yo gobernaré esta ínsula sin perdonar derecho ni llevar cohecho, y todo el mundo traiga el ojo alerta y mire por el virote, porque les hago saber que el diablo está en Cantillana, y que, si me dan ocasión, han de ver maravillas. No, sino haceos miel, y comeros han moscas.
558 Llegó la noche, y cenó el gobernador, con licencia del señor doctor Recio. Aderezáronse de ronda; salió con el mayordomo, secretario y maestresala, y el coronista que tenía cuidado de poner en memoria sus hechos, y alguaciles y escribanos, tantos que podían formar un mediano escuadrón.
559 Y, diciendo esto, volvió las espaldas y comenzó, no digo a correr, sino a volar; yo, a menos de seis pasos, caí, con el sobresalto, y entonces llegó el ministro de la justicia que me trujo ante vuestras mercedes, adonde, por mala y antojadiza, me veo avergonzada ante tanta gente.
560 Apartáronse con el gobernador, mayordomo y maestresala, y, sin que lo oyese su hermana, le preguntaron cómo venía en aquel traje, y él, con no menos vergüenza y empacho, contó lo mesmo que su hermana había contado, de que recibió gran gusto el enamorado maestresala.
561 Dícenme que en ese lugar hay bellotas gordas: envíeme hasta dos docenas, que las estimaré en mucho, por ser de su mano, y escríbame largo, avisándome de su salud y de su bienestar; y si hubiere menester alguna cosa, no tiene que hacer más que boquear: que su boca será medida, y Dios me la guarde.
562 Repararon los jueces en el juramento y dijeron: "Si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y, conforme a la ley, debe morir; y si le ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca, y, habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre".
563 Así es -respondió el mayordomo-, y tengo para mí que el mismo Licurgo, que dio leyes a los lacedemonios, no pudiera dar mejor sentencia que la que el gran Panza ha dado. Y acábese con esto la audiencia desta mañana, y yo daré orden como el señor gobernador coma muy a su gusto.
564 Visita las cárceles, las carnicerías y las plazas, que la presencia del gobernador en lugares tales es de mucha importancia: consuela a los presos, que esperan la brevedad de su despacho; es coco a los carniceros, que por entonces igualan los pesos, y es espantajo a las placeras, por la misma razón.
565 Mira y remira, pasa y repasa los consejos y documentos que te di por escrito antes que de aquí partieses a tu gobierno, y verás como hallas en ellos, si los guardas, una ayuda de costa que te sobrelleve los trabajos y dificultades que a cada paso a los gobernadores se les ofrecen.
566 Escribe a tus señores y muéstrateles agradecido, que la ingratitud es hija de la soberbia, y uno de los mayores pecados que se sabe, y la persona que es agradecida a los que bien le han hecho, da indicio que también lo será a Dios, que tantos bienes le hizo y de contino le hace.
567 Avísame si el mayordomo que está contigo tuvo que ver en las acciones de la Trifaldi, como tú sospechaste, y de todo lo que te sucediere me irás dando aviso, pues es tan corto el camino; cuanto más, que yo pienso dejar presto esta vida ociosa en que estoy, pues no nací para ella.
568 Un negocio se me ha ofrecido, que creo que me ha de poner en desgracia destos señores; pero, aunque se me da mucho, no se me da nada, pues, en fin en fin, tengo de cumplir antes con mi profesión que con su gusto, conforme a lo que suele decirse: amicus Plato, sed magis amica veritas.
569 Este tal doctor dice él mismo de sí mismo que él no cura las enfermedades cuando las hay, sino que las previene, para que no vengan; y las medecinas que usa son dieta y más dieta, hasta poner la persona en los huesos mondos, como si no fuese mayor mal la flaqueza que la calentura.
570 Y con esto, Dios libre a vuestra merced de mal intencionados encantadores, y a mí me saque con bien y en paz deste gobierno, que lo dudo, porque le pienso dejar con la vida, según me trata el doctor Pedro Recio. Criado de vuestra merced, Sancho Panza, el Gobernador.
571 Pésame, cuanto pesarme puede, que este año no se han cogido bellotas en este pueblo; con todo eso, envío a vuesa alteza hasta medio celemín, que una a una las fui yo a coger y a escoger al monte, y no las hallé más mayores; yo quisiera que fueran como huevos de avestruz.
572 Don Quijote dijo que él la abriría por darles gusto, y así lo hizo, y vio que decía desta manera: Carta de Teresa Panza a Sancho Panza su marido Tu carta recibí, Sancho mío de mi alma, y yo te prometo y juro como católica cristiana que no faltaron dos dedos para volverme loca de contento.
573 Ya sabes tú, amigo, que decía mi madre que era menester vivir mucho para ver mucho: dígolo porque pienso ver más si vivo más; porque no pienso parar hasta verte arrendador o alcabalero, que son oficios que, aunque lleva el diablo a quien mal los usa, en fin en fin, siempre tienen y manejan dineros.
574 El hijo de Pedro de Lobo se ha ordenado de grados y corona, con intención de hacerse clérigo; súpolo Minguilla, la nieta de Mingo Silvato, y hale puesto demanda de que la tiene dada palabra de casamiento; malas lenguas quieren decir que ha estado encinta dél, pero él lo niega a pies juntillas.
575 Hogaño no hay aceitunas, ni se halla una gota de vinagre en todo este pueblo. Por aquí pasó una compañía de soldados; lleváronse de camino tres mozas deste pueblo; no te quiero decir quién son: quizá volverán, y no faltará quien las tome por mujeres, con sus tachas buenas o malas.
576 Sanchica hace puntas de randas; gana cada día ocho maravedís horros, que los va echando en una alcancía para ayuda a su ajuar; pero ahora que es hija de un gobernador, tú le darás la dote sin que ella lo trabaje. La fuente de la plaza se secó; un rayo cayó en la picota, y allí me las den todas.
577 Tu mujer, Teresa Panza. Las cartas fueron solenizadas, reídas, estimadas y admiradas; y, para acabar de echar el sello, llegó el correo, el que traía la que Sancho enviaba a don Quijote, que asimesmo se leyó públicamente, la cual puso en duda la sandez del gobernador.
578 Limpiáronle, trujéronle el vino, desliáronle los paveses, sentóse sobre su lecho y desmayóse del temor, del sobresalto y del trabajo. Ya les pesaba a los de la burla de habérsela hecho tan pesada; pero el haber vuelto en sí Sancho les templó la pena que les había dado su desmayo.
579 Por Dios que así me quede en éste, ni admita otro gobierno, aunque me le diesen entre dos platos, como volar al cielo sin alas. Yo soy del linaje de los Panzas, que todos son testarudos, y si una vez dicen nones, nones han de ser, aunque sean pares, a pesar de todo el mundo.
580 Quédense en esta caballeriza las alas de la hormiga, que me levantaron en el aire para que me comiesen vencejos y otros pájaros, y volvámonos a andar por el suelo con pie llano, que, si no le adornaren zapatos picados de cordobán, no le faltarán alpargatas toscas de cuerda.
581 De allí a dos días dijo el duque a don Quijote como desde allí a cuatro vendría su contrario, y se presentaría en el campo, armado como caballero, y sustentaría como la doncella mentía por mitad de la barba, y aun por toda la barba entera, si se afirmaba que él le hubiese dado palabra de casamiento.
582 Pero lo que más campeó en el campo de aquel banquete fueron seis botas de vino, que cada uno sacó la suya de su alforja; hasta el buen Ricote, que se había transformado de morisco en alemán o en tudesco, sacó la suya, que en grandeza podía competir con las cinco.
583 Y Sancho respondía: Bon compaño, jura Di! Y disparaba con una risa que le duraba un hora, sin acordarse entonces de nada de lo que le había sucedido en su gobierno; porque sobre el rato y tiempo cuando se come y bebe, poca jurisdición suelen tener los cuidados.
584 Principalmente se mostró más apasionado don Pedro Gregorio, aquel mancebo mayorazgo rico que tú conoces, que dicen que la quería mucho, y después que ella se partió, nunca más él ha parecido en nuestro lugar, y todos pensamos que iba tras ella para robarla; pero hasta ahora no se ha sabido nada.
585 Tentóse todo el cuerpo, y recogió el aliento, por ver si estaba sano o agujereado por alguna parte; y, viéndose bueno, entero y católico de salud, no se hartaba de dar gracias a Dios Nuestro Señor de la merced que le había hecho, porque sin duda pensó que estaba hecho mil pedazos.
586 De aquí sacarán mis huesos, cuando el cielo sea servido que me descubran, mondos, blancos y raídos, y los de mi buen rucio con ellos, por donde quizá se echará de ver quién somos, a lo menos de los que tuvieren noticia que nunca Sancho Panza se apartó de su asno, ni su asno de Sancho Panza.
587 Perdóname y pide a la fortuna, en el mejor modo que supieres, que nos saque deste miserable trabajo en que estamos puestos los dos; que yo prometo de ponerte una corona de laurel en la cabeza, que no parezcas sino un laureado poeta, y de darte los piensos doblados.
588 Desta manera y con estos pensamientos le pareció que habría caminado poco más de media legua, al cabo de la cual descubrió una confusa claridad, que pareció ser ya de día, y que por alguna parte entraba, que daba indicio de tener fin abierto aquel, para él, camino de la otra vida.
589 Aquí le deja Cide Hamete Benengeli, y vuelve a tratar de don Quijote, que, alborozado y contento, esperaba el plazo de la batalla que había de hacer con el robador de la honra de la hija de doña Rodríguez, a quien pensaba enderezar el tuerto y desaguisado que malamente le tenían fecho.
590 Sucedió, pues, que, saliéndose una mañana a imponerse y ensayarse en lo que había de hacer en el trance en que otro día pensaba verse, dando un repelón o arremetida a Rocinante, llegó a poner los pies tan junto a una cueva, que, a no tirarle fuertemente las riendas, fuera imposible no caer en ella.
591 Salí, como digo, de la ínsula sin otro acompañamiento que el de mi rucio; caí en una sima, víneme por ella adelante, hasta que, esta mañana, con la luz del sol, vi la salida, pero no tan fácil que, a no depararme el cielo a mi señor don Quijote, allí me quedara hasta la fin del mundo.
592 Presente don Quijote en la estacada, de allí a poco, acompañado de muchas trompetas, asomó por una parte de la plaza, sobre un poderoso caballo, hundiéndola toda, el grande lacayo Tosilos, calada la visera y todo encambronado, con unas fuertes y lucientes armas.
593 Detúvose don Quijote en la mitad de su carrera, viendo que su enemigo no le acometía. El duque no sabía la ocasión porque no se pasaba adelante en la batalla, pero el maese de campo le fue a declarar lo que Tosilos decía, de lo que quedó suspenso y colérico en estremo.
594 Íbase Tosilos desenlazando la celada, y rogaba que apriesa le ayudasen, porque le iban faltando los espíritus del aliento, y no podía verse encerrado tanto tiempo en la estrecheza de aquel aposento. Quitáronsela apriesa, y quedó descubierto y patente su rostro de lacayo.
595 Esto pasaba entre sí Sancho el día de la partida; y, saliendo don Quijote, habiéndose despedido la noche antes de los duques, una mañana se presentó armado en la plaza del castillo. Mirábanle de los corredores toda la gente del castillo, y asimismo los duques salieron a verle.
596 Estaba Sancho sobre su rucio, con sus alforjas, maleta y repuesto, contentísimo, porque el mayordomo del duque, el que fue la Trifaldi, le había dado un bolsico con docientos escudos de oro, para suplir los menesteres del camino, y esto aún no lo sabía don Quijote.
597 Cruel Vireno, fugitivo Eneas, Barrabás te acompañe; allá te avengas. Tú llevas, ¡llevar impío!, en las garras de tus cerras las entrañas de una humilde, como enamorada, tierna. Llévaste tres tocadores, y unas ligas, de unas piernas que al mármol puro se igualan en lisas, blancas y negras.
598 Llévaste dos mil suspiros, que, a ser de fuego, pudieran abrasar a dos mil Troyas, si dos mil Troyas hubiera. Cruel Vireno, fugitivo Eneas, Barrabás te acompañe; allá te avengas. De ese Sancho, tu escudero, las entrañas sean tan tercas y tan duras, que no salga de su encanto Dulcinea.
599 De la culpa que tú tienes lleve la triste la pena; que justos por pecadores tal vez pagan en mi tierra. Tus más finas aventuras en desventuras se vuelvan, en sueños tus pasatiempos, en olvidos tus firmezas. Cruel Vireno, fugitivo Eneas, Barrabás te acompañe; allá te avengas.
600 Seas tenido por falso desde Sevilla a Marchena, desde Granada hasta Loja, de Londres a Inglaterra. Si jugares al reinado, los cientos, o la primera, los reyes huyan de ti; ases ni sietes no veas. Si te cortares los callos, sangre las heridas viertan, y quédente los raigones si te sacares las muelas.
601 Pues, a quererlos hacer, de paleta me había venido la ocasión en mi gobierno. Abajó la cabeza don Quijote y hizo reverencia a los duques y a todos los circunstantes, y, volviendo las riendas a Rocinante, siguiéndole Sancho sobre el rucio, se salió del castillo, enderezando su camino a Zaragoza.
602 En estos y otros razonamientos iban los andantes, caballero y escudero, cuando vieron, habiendo andado poco más de una legua, que encima de la yerba de un pradillo verde, encima de sus capas, estaban comiendo hasta una docena de hombres, vestidos de labradores.
603 Junto a sí tenían unas como sábanas blancas, con que cubrían alguna cosa que debajo estaba; estaban empinadas y tendidas, y de trecho a trecho puestas. Llegó don Quijote a los que comían, y, saludándolos primero cortésmente, les preguntó que qué era lo que aquellos lienzos cubrían.
604 Y, levantándose, dejó de comer y fue a quitar la cubierta de la primera imagen, que mostró ser la de San Jorge puesto a caballo, con una serpiente enroscada a los pies y la lanza atravesada por la boca, con la fiereza que suele pintarse. Toda la imagen parecía una ascua de oro, como suele decirse.
605 El discreto y cristiano no ha de andar en puntillos con lo que quiere hacer el cielo. Llega Cipión a África, tropieza en saltando en tierra, tiénenlo por mal agüero sus soldados; pero él, abrazándose con el suelo, dijo: "No te me podrás huir, África, porque te tengo asida y entre mis brazos".
606 Pues mándoles yo que, aunque estas redes, si como son hechas de hilo verde fueran de durísimos diamantes, o más fuertes que aquélla con que el celoso dios de los herreros enredó a Venus y a Marte, así la rompiera como si fuera de juncos marinos o de hilachas de algodón.
607 Y, queriendo pasar adelante y romperlo todo, al improviso se le ofrecieron delante, saliendo de entre unos árboles, dos hermosísimas pastoras; a lo menos, vestidas como pastoras, sino que los pellicos y sayas eran de fino brocado, digo, que las sayas eran riquísimos faldellines de tabí de oro.
608 Traían los cabellos sueltos por las espaldas, que en rubios podían competir con los rayos del mismo sol; los cuales se coronaban con dos guirnaldas de verde laurel y de rojo amaranto tejidas. La edad, al parecer, ni bajaba de los quince ni pasaba de los diez y ocho.
609 Ofreciósele el gallardo pastor, pidióle que se viniese con él a sus tiendas; húbolo de conceder don Quijote, y así lo hizo. Llegó, en esto, el ojeo, llenáronse las redes de pajarillos diferentes que, engañados de la color de las redes, caían en el peligro de que iban huyendo.
610 Juntáronse en aquel sitio más de treinta personas, todas bizarramente de pastores y pastoras vestidas, y en un instante quedaron enteradas de quiénes eran don Quijote y su escudero, de que no poco contento recibieron, porque ya tenían dél noticia por su historia.
611 Sabed que don Quijote de la Mancha, caballero andante, está aquí puesto para defender que a todas las hermosuras y cortesías del mundo exceden las que se encierran en las ninfas habitadoras destos prados y bosques, dejando a un lado a la señora de mi alma Dulcinea del Toboso.
612 Pero no por eso se detuvieron los apresurados corredores, ni hicieron más caso de sus amenazas que de las nubes de antaño. Detúvole el cansancio a don Quijote, y, más enojado que vengado, se sentó en el camino, esperando a que Sancho, Rocinante y el rucio llegasen.
613 Despertaron algo tarde, volvieron a subir y a seguir su camino, dándose priesa para llegar a una venta que, al parecer, una legua de allí se descubría. Digo que era venta porque don Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos.
614 Dejárame en mi rincón, sin acordarse de mí, porque quien las sabe las tañe, y bien se está San Pedro en Roma. Los dos caballeros pidieron a don Quijote se pasase a su estancia a cenar con ellos, que bien sabían que en aquella venta no había cosas pertenecientes para su persona.
615 En el discurso de la cena preguntó don Juan a don Quijote qué nuevas tenía de la señora Dulcinea del Toboso: si se había casado, si estaba parida o preñada, o si, estando en su entereza, se acordaba -guardando su honestidad y buen decoro- de los amorosos pensamientos del señor don Quijote.
616 Sucedió, pues, que en más de seis días no le sucedió cosa digna de ponerse en escritura, al cabo de los cuales, yendo fuera de camino, le tomó la noche entre unas espesas encinas o alcornoques; que en esto no guarda la puntualidad Cide Hamete que en otras cosas suele.
617 Ya le parecía hallarse en la cueva de Montesinos; ya ver brincar y subir sobre su pollina a la convertida en labradora Dulcinea; ya que le sonaban en los oídos las palabras del sabio Merlín que le referían las condiciones y diligencias que se habían de hacer y tener en el desencanto de Dulcinea.
618 Viendo lo cual Sancho Panza, se puso en pie, y, arremetiendo a su amo, se abrazó con él a brazo partido, y, echándole una zancadilla, dio con él en el suelo boca arriba; púsole la rodilla derecha sobre el pecho, y con las manos le tenía las manos, de modo que ni le dejaba rodear ni alentar.
619 Levantóse Sancho, y desvióse de aquel lugar un buen espacio; y, yendo a arrimarse a otro árbol, sintió que le tocaban en la cabeza, y, alzando las manos, topó con dos pies de persona, con zapatos y calzas. Tembló de miedo; acudió a otro árbol, y sucedióle lo mesmo.
620 Allí le dejo entre sus criados, que no osaron ni pudieron ponerse en su defensa. Vengo a buscarte para que me pases a Francia, donde tengo parientes con quien viva, y asimesmo a rogarte defiendas a mi padre, porque los muchos de don Vicente no se atrevan a tomar en él desaforada venganza.
621 Tales y tan tristes eran las quejas de Claudia, que sacaron las lágrimas de los ojos de Roque, no acostumbrados a verterlas en ninguna ocasión. Lloraban los criados, desmayábase a cada paso Claudia, y todo aquel circuito parecía campo de tristeza y lugar de desgracia.
622 No quiso su compañía Claudia, en ninguna manera, y, agradeciendo sus ofrecimientos con las mejores razones que supo, se despedió dél llorando. Los criados de don Vicente llevaron su cuerpo, y Roque se volvió a los suyos, y este fin tuvieron los amores de Claudia Jerónima.
623 La señora doña Guiomar de Quiñones se quiso arrojar del coche para besar los pies y las manos del gran Roque, pero él no lo consintió en ninguna manera; antes le pidió perdón del agravio que le hacía, forzado de cumplir con las obligaciones precisas de su mal oficio.
624 El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro, sólo tal vez turbio del humo de la artillería, parece que iba infundiendo y engendrando gusto súbito en todas las gentes. No podía imaginar Sancho cómo pudiesen tener tantos pies aquellos bultos que por el mar se movían.
625 Bien sea venido, digo, el valeroso don Quijote de la Mancha: no el falso, no el ficticio, no el apócrifo que en falsas historias estos días nos han mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores.
626 Sintieron los pobres animales las nuevas espuelas, y, apretando las colas, aumentaron su disgusto, de manera que, dando mil corcovos, dieron con sus dueños en tierra. Don Quijote, corrido y afrentado, acudió a quitar el plumaje de la cola de su matalote, y Sancho, el de su rucio.
627 Verdad es que, cuando él tiene hambre, parece algo tragón, porque come apriesa y masca a dos carrillos; pero la limpieza siempre la tiene en su punto, y en el tiempo que fue gobernador aprendió a comer a lo melindroso: tanto, que comía con tenedor las uvas y aun los granos de la granada.
628 En este tiempo les había contado Sancho muchas de las aventuras y sucesos que a su amo habían acontecido. Aquella tarde sacaron a pasear a don Quijote, no armado, sino de rúa, vestido un balandrán de paño leonado, que pudiera hacer sudar en aquel tiempo al mismo yelo.
629 Iba don Quijote, no sobre Rocinante, sino sobre un gran macho de paso llano, y muy bien aderezado. Pusiéronle el balandrán, y en las espaldas, sin que lo viese, le cosieron un pargamino, donde le escribieron con letras grandes: Éste es don Quijote de la Mancha.
630 Entre las damas había dos de gusto pícaro y burlonas, y, con ser muy honestas, eran algo descompuestas, por dar lugar que las burlas alegrasen sin enfado. Éstas dieron tanta priesa en sacar a danzar a don Quijote, que le molieron, no sólo el cuerpo, pero el ánima.
631 Allá os avenid, señoras, con vuestros deseos, que la que es reina de los míos, la sin par Dulcinea del Toboso, no consiente que ningunos otros que los suyos me avasallen y rindan. Y, diciendo esto, se sentó en mitad de la sala, en el suelo, molido y quebrantado de tan bailador ejercicio.
632 Si hubiérades de zapatear, yo supliera vuestra falta, que zapateo como un girifalte; pero en lo del danzar, no doy puntada. Con estas y otras razones dio que reír Sancho a los del sarao, y dio con su amo en la cama, arropándole para que sudase la frialdad de su baile.
633 En el aposento de abajo correspondiente al de arriba se ponía el que había de responder, pegada la boca con el mesmo cañón, de modo que, a modo de cerbatana, iba la voz de arriba abajo y de abajo arriba, en palabras articuladas y claras; y de esta manera no era posible conocer el embuste.
634 Bien parece que no sabe las entradas y salidas de los impresores, y las correspondencias que hay de unos a otros; yo le prometo que, cuando se vea cargado de dos mil cuerpos de libros, vea tan molido su cuerpo, que se espante, y más si el libro es un poco avieso y no nada picante.
635 Avisó don Antonio al cuatralbo de las galeras como aquella tarde había de llevar a verlas a su huésped el famoso don Quijote de la Mancha, de quien ya el cuatralbo y todos los vecinos de la ciudad tenían noticia; y lo que le sucedió en ellas se dirá en el siguiente capítulo.
636 Allí iba y venía, y se alegraba entre sí mismo, creyendo que había de ver presto su cumplimiento; y Sancho, aunque aborrecía el ser gobernador, como queda dicho, todavía deseaba volver a mandar y a ser obedecido; que esta mala ventura trae consigo el mando, aunque sea de burlas.
637 Pensó Sancho que el cielo se desencajaba de sus quicios y venía a dar sobre su cabeza; y, agobiándola, lleno de miedo, la puso entre las piernas. No las tuvo todas consigo don Quijote; que también se estremeció y encogió de hombros y perdió la color del rostro.
638 Algún bergantín de cosarios de Argel debe de ser éste que la atalaya nos señala. Llegáronse luego las otras tres galeras a la capitana, a saber lo que se les ordenaba. Mandó el general que las dos saliesen a la mar, y él con la otra iría tierra a tierra, porque ansí el bajel no se les escaparía.
639 No me valió, con los que tenían a cargo nuestro miserable destierro, decir esta verdad, ni mis tíos quisieron creerla; antes la tuvieron por mentira y por invención para quedarme en la tierra donde había nacido, y así, por fuerza más que por grado, me trujeron consigo.
640 Dejó encerradas y enterradas, en una parte de quien yo sola tengo noticia, muchas perlas y piedras de gran valor, con algunos dineros en cruzados y doblones de oro. Mandóme que no tocase al tesoro que dejaba en ninguna manera, si acaso antes que él volviese nos desterraban.
641 Hícelo así, y con mis tíos, como tengo dicho, y otros parientes y allegados pasamos a Berbería; y el lugar donde hicimos asiento fue en Argel, como si le hiciéramos en el mismo infierno. Tuvo noticia el rey de mi hermosura, y la fama se la dio de mis riquezas, que, en parte, fue ventura mía.
642 Entonces yo, casi como prevenida del cielo, le dije que sí era; pero que le hacía saber que no era varón, sino mujer como yo, y que le suplicaba me la dejase ir a vestir en su natural traje, para que de todo en todo mostrase su belleza y con menos empacho pareciese ante su presencia.
643 Lo que los dos sentimos (que no puedo negar que no le quiero) se deje a la consideración de los que se apartan si bien se quieren. Dio luego traza el rey de que yo volviese a España en este bergantín y que me acompañasen dos turcos de nación, que fueron los que mataron vuestros soldados.
644 Vino también conmigo este renegado español -señalando al que había hablado primero-, del cual sé yo bien que es cristiano encubierto y que viene con más deseo de quedarse en España que de volver a Berbería; la demás chusma del bergantín son moros y turcos, que no sirven de más que de bogar al remo.
645 Si nuestra poca culpa y sus lágrimas y las mías, por la integridad de vuestra justicia, pueden abrir puertas a la misericordia, usadla con nosotros, que jamás tuvimos pensamiento de ofenderos, ni convenimos en ningún modo con la intención de los nuestros, que justamente han sido desterrados.
646 Y mandó luego ahorcar de la entena a los dos turcos que a sus dos soldados habían muerto; pero el virrey le pidió encarecidamente no los ahorcase, pues más locura que valentía había sido la suya. Hizo el general lo que el virrey le pedía, porque no se ejecutan bien las venganzas a sangre helada.
647 Firmados, pues, en este parecer, se desembarcó el virrey, y don Antonio Moreno se llevó consigo a la morisca y a su padre, encargándole el virrey que los regalase y acariciase cuanto le fuese posible; que de su parte le ofrecía lo que en su casa hubiese para su regalo.
648 Tomad, pues, la parte del campo que quisiéredes, que yo haré lo mesmo, y a quien Dios se la diere, San Pedro se la bendiga. Habían descubierto de la ciudad al Caballero de la Blanca Luna, y díchoselo al visorrey que estaba hablando con don Quijote de la Mancha.
649 Esto es, señor, lo que pasa, sin que tenga que deciros otra cosa alguna; suplícoos no me descubráis ni le digáis a don Quijote quién soy, porque tengan efecto los buenos pensamientos míos y vuelva a cobrar su juicio un hombre que le tiene bonísimo, como le dejen las sandeces de la caballería.
650 Contó el renegado la industria y medio que tuvo para sacar a don Gregorio; contó don Gregorio los peligros y aprietos en que se había visto con las mujeres con quien había quedado, no con largo razonamiento, sino con breves palabras, donde mostró que su discreción se adelantaba a sus años.
651 El visorrey consintió en todo lo propuesto, pero don Gregorio, sabiendo lo que pasaba, dijo que en ninguna manera podía ni quería dejar a doña Ana Félix; pero, teniendo intención de ver a sus padres, y de dar traza de volver por ella, vino en el decretado concierto.
652 Dejemos estas armas colgadas de algún árbol, en lugar de un ahorcado, y, ocupando yo las espaldas del rucio, levantados los pies del suelo, haremos las jornadas como vuestra merced las pidiere y midiere; que pensar que tengo de caminar a pie y hacerlas grandes es pensar en lo escusado.
653 Yo apostaré que si van a estudiar a Salamanca, que a un tris han de venir a ser alcaldes de corte; que todo es burla, sino estudiar y más estudiar, y tener favor y ventura; y cuando menos se piensa el hombre, se halla con una vara en la mano o con una mitra en la cabeza.
654 Y más agora que va rematado, porque va vencido del Caballero de la Blanca Luna. Rogóle Tosilos le contase lo que le había sucedido, pero Sancho le respondió que era descortesía dejar que su amo le esperase; que otro día, si se encontrasen, habría lugar par ello.
655 A la sombra del árbol estaba, como se ha dicho, y allí, como moscas a la miel, le acudían y picaban pensamientos: unos iban al desencanto de Dulcinea y otros a la vida que había de hacer en su forzosa retirada. Llegó Sancho y alabóle la liberal condición del lacayo Tosilos.
656 Las pastoras de quien hemos de ser amantes, como entre peras podremos escoger sus nombres; y, pues el de mi señora cuadra así al de pastora como al de princesa, no hay para qué cansarme en buscar otro que mejor le venga; tú, Sancho, pondrás a la tuya el que quisieres.
657 Esto te he dicho, de paso, por habérmelo reducido a la memoria la ocasión de haber nombrado albogues; y hanos de ayudar mucho al parecer en perfeción este ejercicio el ser yo algún tanto poeta, como tú sabes, y el serlo también en estremo el bachiller Sansón Carrasco.
658 No soy yo ahora el que ensarta refranes, que también a vuestra merced se le caen de la boca de dos en dos mejor que a mí, sino que debe de haber entre los míos y los suyos esta diferencia: que los de vuestra merced vendrán a tiempo y los míos a deshora; pero, en efecto, todos son refranes.
659 Es, pues, el caso que llevaban unos hombres a vender a una feria más de seiscientos puercos, con los cuales caminaban a aquellas horas, y era tanto el ruido que llevaban y el gruñir y el bufar, que ensordecieron los oídos de don Quijote y de Sancho, que no advirtieron lo que ser podía.
660 Llegó de tropel la estendida y gruñidora piara, y, sin tener respeto a la autoridad de don Quijote, ni a la de Sancho, pasaron por cima de los dos, deshaciendo las trincheas de Sancho, y derribando no sólo a don Quijote, sino llevando por añadidura a Rocinante.
661 Así el vivir me mata, que la muerte me torna a dar la vida. ¡Oh condición no oída, la que conmigo muerte y vida trata! Cada verso déstos acompañaba con muchos suspiros y no pocas lágrimas, bien como aquél cuyo corazón tenía traspasado con el dolor del vencimiento y con la ausencia de Dulcinea.
662 Sí que en esta casa todo es cortesía y buen comedimiento, pero para los vencidos el bien se vuelve en mal y el mal en peor. Entraron al patio principal del castillo, y viéronle aderezado y puesto de manera que les acrecentó la admiración y les dobló el miedo, como se verá en el siguiente capítulo.
663 Y aun no se me figura que me toca aqueste oficio solamente en vida; mas, con la lengua muerta y fría en la boca, pienso mover la voz a ti debida. Libre mi alma de su estrecha roca, por el estigio lago conducida, celebrándote irá, y aquel sonido hará parar las aguas del olvido.
664 Regostóse la vieja a los bledos. Encantan a Dulcinea, y azótanme para que se desencante; muérese Altisidora de males que Dios quiso darle, y hanla de resucitar hacerme a mí veinte y cuatro mamonas, y acribarme el cuerpo a alfilerazos y acardenalarme los brazos a pellizcos.
665 Gatéenme el rostro, como hicieron a mi amo en este mesmo castillo; traspásenme el cuerpo con puntas de dagas buidas; atenácenme los brazos con tenazas de fuego, que yo lo llevaré en paciencia, o serviré a estos señores; pero que me toquen dueñas no lo consentiré, si me llevase el diablo.
666 Bueno sería que tras pellizcos, mamonas y alfilerazos viniesen ahora los azotes. No tienen más que hacer sino tomar una gran piedra, y atármela al cuello, y dar conmigo en un pozo, de lo que a mí no pesaría mucho, si es que para curar los males ajenos tengo yo de ser la vaca de la boda.
667 Mandó el duque que se la quitasen, y le volviesen su caperuza, y le pusiesen el sayo, y le quitasen la ropa de las llamas. Suplicó Sancho al duque que le dejasen la ropa y mitra, que las quería llevar a su tierra, por señal y memoria de aquel nunca visto suceso.
668 Grande y poderosa es la fuerza del desdén desamorado, como por tus mismos ojos has visto muerta a Altisidora, no con otras saetas, ni con otra espada, ni con otro instrumento bélico, ni con venenos mortíferos, sino con la consideración del rigor y el desdén con que yo siempre la he tratado.
669 Agora sí que vengo a conocer clara y distintamente que hay encantadores y encantos en el mundo, de quien Dios me libre, pues yo no me sé librar; con todo esto, suplico a vuestra merced me deje dormir y no me pregunte más, si no quiere que me arroje por una ventana abajo.
670 Llegó, pues, al castillo del duque, que le informó el camino y derrota que don Quijote llevaba, con intento de hallarse en las justas de Zaragoza. Díjole asimismo las burlas que le había hecho con la traza del desencanto de Dulcinea, que había de ser a costa de las posaderas de Sancho.
671 Responder quisiera don Quijote, pero estorbáronlo el duque y la duquesa, que entraron a verle, entre los cuales pasaron una larga y dulce plática, en la cual dijo Sancho tantos donaires y tantas malicias, que dejaron de nuevo admirados a los duques, así con su simplicidad como con su agudeza.
672 Don Quijote les suplicó le diesen licencia para partirse aquel mismo día, pues a los vencidos caballeros, como él, más les convenía habitar una zahúrda que no reales palacios. Diéronsela de muy buena gana, y la duquesa le preguntó si quedaba en su gracia Altisidora.
673 Ella me ha dicho aquí que se usan randas en el infierno; y, pues ella las debe de saber hacer, no las deje de la mano, que, ocupada en menear los palillos, no se menearán en su imaginación la imagen o imágines de lo que bien quiere; y ésta es la verdad, éste mi parecer y éste es mi consejo.
674 Pues yo les voto a tal que si me traen a las manos otro algún enfermo, que, antes que le cure, me han de untar las mías; que el abad de donde canta yanta, y no quiero creer que me haya dado el cielo la virtud que tengo para que yo la comunique con otros de bóbilis, bóbilis.
675 Llegó la noche, esperada de don Quijote con la mayor ansia del mundo, pareciéndole que las ruedas del carro de Apolo se habían quebrado, y que el día se alargaba más de lo acostumbrado, bien así como acontece a los enamorados, que jamás ajustan la cuenta de sus deseos.
676 Abre los brazos y recibe también tu hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo; que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede. Dineros llevo, porque si buenos azotes me daban, bien caballero me iba.
677 Los dos mochachos de la pendencia se llegaron a ver la liebre, y al uno dellos preguntó Sancho que por qué reñían. Y fuele respondido por el que había dicho "no la verás más en toda tu vida", que él había tomado al otro mochacho una jaula de grillos, la cual no pensaba volvérsela en toda su vida.
678 Y si no me acuerdo mal, he oído decir al cura de nuestro pueblo que no es de personas cristianas ni discretas mirar en estas niñerías; y aun vuesa merced mismo me lo dijo los días pasados, dándome a entender que eran tontos todos aquellos cristianos que miraban en agüeros.
679 Y no es menester hacer hincapié en esto, sino pasemos adelante y entremos en nuestra aldea. Llegaron los cazadores, pidieron su liebre, y diósela don Quijote; pasaron adelante, y, a la entrada del pueblo, toparon en un pradecillo rezando al cura y al bachiller Carrasco.
680 Pasmáronse todos de ver la nueva locura de don Quijote; pero, porque no se les fuese otra vez del pueblo a sus caballerías, esperando que en aquel año podría ser curado, concedieron con su nueva intención, y aprobaron por discreta su locura, ofreciéndosele por compañeros en su ejercicio.
681 A lo que añadió el ama: Y ¿podrá vuestra merced pasar en el campo las siestas del verano, los serenos del invierno, el aullido de los lobos? No, por cierto, que éste es ejercicio y oficio de hombres robustos, curtidos y criados para tal ministerio casi desde las fajas y mantillas.
682 Fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos le acababan. Rogó don Quijote que le dejasen solo, porque quería dormir un poco. Hiciéronlo así y durmió de un tirón, como dicen, más de seis horas; tanto, que pensaron el ama y la sobrina que se había de quedar en el sueño.
683 Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje, ya me son odiosas todas las historias profanas del andante caballería, ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído, ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino.
684 El bachiller fue por el escribano, y de allí a poco volvió con él y con Sancho Panza; el cual Sancho, que ya sabía por nuevas del bachiller en qué estado estaba su señor, hallando a la ama y a la sobrina llorosas, comenzó a hacer pucheros y a derramar lágrimas.
685 Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero.
686 Déjanse de poner aquí los llantos de Sancho, sobrina y ama de don Quijote, los nuevos epitafios de su sepultura, aunque Sansón Carrasco le puso éste: Yace aquí el Hidalgo fuerte que a tanto estremo llegó de valiente, que se advierte que la muerte no triunfó de su vida con su muerte.
687 Los canillitas merodean entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a andar, despacio, hacia la Colmena. Las manos en los bolsillos, cabizbajo, va escoltado por transeúntes que avanzan, también, hacia la Plaza San Martín.
688 Piensa: no hay solución. Ve una larga cola en el paradero de los colectivos a Miraflores, cruza la Plaza y ahí está Norwin, hola hermano, en una mesa del Bar Zela, siéntate Zavalita, manoseando un chilcano y haciéndose lustrar los zapatos, le invitaba un trago.
689 Salió calato a la calle dando gritos. Norwin se ríe y Santiago cierra los ojos: las casas de Chorrillos son cubos con rejas, cuevas agrietadas por temblores, en el interior hormiguean cachivaches y polvorientas viejecillas pútridas, en zapatillas, con varices.
690 Una figurilla corre entre los cubos, sus alaridos estremecen la aceitosa madrugada y enfurecen a las hormigas, alacranes y escorpiones que la persiguen. La consolación por el alcohol; piensa, contra la muerte lenta los diablos azules. Estaba bien, Carlitos, uno se defendía del Perú como podía.
691 Yo treintaiséis y parezco tu padre. La página policial lo muele a uno, convéncete. Caras masculinas, ojos opacos y derrotados sobre las mesas del Bar Zela, manos que se alargan hacia ceniceros y vasos de cerveza. Qué fea era la gente aquí, Carlitos tenía razón.
692 Norwin se empeña en pagar la cerveza, la lustrada, y se dan la mano. Santiago regresa al paradero, el colectivo que toma es un Chevrolet y tiene la radio encendida, Inca Cola refrescaba mejor, después un vals, ríos, quebradas, la veterana voz de Jesús Vásquez, era mi Perú.
693 Iría al baño turco, jugaría tenis en el Terrazas, en seis meses quemaría la grasa y otra vez un vientre liso como a los quince. Apurarse, romper la inercia, sacudirse. Piensa: deporte, ésa es la solución. El parque de Miraflores ya, la Quebrada, el Malecón, en la esquina de Benavides maestro.
694 Baja, camina hacia Porta, las manos en los bolsillos, cabizbajo, ¿qué me pasa hoy? El cielo sigue nublado, la atmósfera es aún más gris y ha comenzado la garúa: patitas de zancudos en la piel, caricias de telarañas. Ni siquiera eso, una sensación más furtiva y desganada todavía.
695 El despertador de la madrugada, el agua fría de la ducha, el colectivo, la caminata entre oficinistas por la Colmena, la voz del Director, ¿preferías la huelga bancaria, Zavalita, la crisis pesquera o Israel? Tal vez valdría la pena esforzarse un poco y sacar el título.
696 La puerta del departamento está abierta, pero no aparece el Batuque, chusco, brincando, ruidoso y efusivo. ¿Por qué dejas abierta la casa cuando vas al chino, amor? Pero no, ahí está Ana, qué te pasa, viene con los ojos hinchados y llorosos, despeinada: se lo habían llevado al Batuque, amor.
697 Me olvidé de todo con lo que pasó, corazón. Pobrecito el Batuquito. Almuerzan sin hablar, en la mesita pegada a la ventana que da al patio de la Quinta: tierra color ladrillo, como las canchas de tenis del Terrazas, un caminito sinuoso de grava y, a la orilla, matas de geranios.
698 El domingo estarían ya sin un centavo, una lástima que Ana dejara la Clínica, mejor no iban al cine a la noche, pobre Batuque, nunca más un editorial sobre la rabia. Baja en el Paseo Colón, en la Plaza Bolognesi encuentra un taxi, el chofer no conocía la perrera señor.
699 Un gran canchón rodeado de un muro ruin de adobes color caca -el color de Lima, piensa, el color del Perú-, flanqueado por chozas que, a lo lejos, se van mezclando y espesando hasta convertirse en un laberinto de esteras, cañas, tejas, calaminas. Apagados, remotos gruñidos.
700 En mangas de camisa, con anteojos, calvo, un hombre dormita en un escritorio lleno de papeles y Santiago golpea la mesa: se habían robado a su perro, se lo habían arranchado a su señora de las manos, el hombre respinga asustado, carajo esto no se iba a quedar así.
701 Que no se pusiera así, amigo periodista, no era culpa de nadie. Su voz es desganada, soñolienta como sus ojos, amarga como los pliegues de su boca: jodido, también. A los recogedores se les pagaba por animal, a veces abusaban, qué se le iba a hacer, era la lucha por los frejoles.
702 El calvo sonríe a medias y sin gracia, abúlicamente se pone de pie, sale de la oficina murmurando. Cruzan un descampado, entran a un galpón que huele a orines. Jaulas paralelas, atestadas de animales que se frotan unos contra otros y saltan en el sitio, olfatean los alambres gruñen.
703 Quedan cuatro galpones más. Salen de nuevo al descampado. Tierra removida, hierbajos, excrementos, charcas pestilentes. En el segundo galpón una jaula se agita más que las otras, los alambres vibran y algo blanco y lanudo rebota, sobresale, se hunde en el oleaje: menos mal, menos mal.
704 Todavía estaba con su cadena, no tenían derecho, qué tal concha, pero el calvo calma, calma, iba a hacer que se lo saquen. Se aleja a pasos morosos y, un momento después, vuelve seguido de un sambo bajito de overol azul: a ver, que se sacara al blanquiñoso ése, Pancras.
705 Su manera de decir estamos contentos de salir de la prisión. Santiago se arrodilla junto al Batuque, le rasca la cabeza, le da a lamer sus manos. Tiembla, gotea pis, se tambalea borracho y sólo en el descampado. Comienza a brincar y a hurgar la tierra, a correr.
706 Galpones malolientes y en escombros, un cielo gris acero, bocanadas de aire mojado. A cinco metros de ellos una oscura silueta, de pie junto a un costal, forcejea con un salchicha que protesta con voz demasiado fiera para su mínimo cuerpo y se retuerce histérico: ayúdalo, Pancras.
707 No era él, todos los negros se parecían, no podía ser él. Piensa: ¿por qué no va a ser él? El sambo se agacha, levanta el costal, sí era él, lo lleva hasta un rincón del descampado, lo arroja entre otros costales sanguinolentos, vuelve balanceándose sobre sus largas piernas y sobándose la frente.
708 Esta mañana se cargaron al perrito del señor que tenía correa y estaba con su ama, conchudos. El sambo alza los brazos, era él: ellos no habían salido esta mañana en el camión, don, se las habían pasado tirando palo. Piensa: él. Su voz, su cuerpo son los de él, pero parece tener treinta años más.
709 Piensa: eran blanquísimos. Qué cambiado, qué arruinado. Está más flaco, más sucio, muchísimo más viejo, pero ése es su andar rumboso y demorado, ésas sus piernas de araña. Sus manazas tienen ahora una corteza nudosa y hay un bozal de saliva alrededor de su boca.
710 Han desandado el canchón, están en la oficina, el Batuque se refriega contra los pies de Santiago. Piensa: no sabe quien soy. No se lo iba a decir, no le iba a hablar. Qué te iba a reconocer, Zavalita, tenías ¿dieciséis, dieciocho? y ahora eras un viejo de treinta.
711 Claro, hombre ¿no lo reconocía? Santiago en cambio lo reconoció apenas lo vio en el canchón: qué decía, hombre: Las manazas se animan, pa su diablo, viajan de nuevo por el aire, cuánto había crecido Dios mío, palmean los hombros y la espalda de Santiago, y sus ojos ríen, por fin: qué alegría, niño.
712 Se vienen desde la avenida Argentina porque la comida es pasable y, sobre todo, barata. El serranito trae las cervezas, Santiago sirve los vasos y beben a su salud niño, a la tuya Ambrosio, y hay un olor compacto e indescifrable que debilita, marea y anega la cabeza de recuerdos.
713 Claro que es fregado, a uno le sacan el jugo. Sólo es botado cuando se sale a recoger en el camión. Huele a sudor, ají y cebolla, a orines y basura acumulada, y la música de la radiola se mezcla a la voz plural, a rugidos de motores y bocinazos, y llega a los oídos deformada y espesa.
714 Rostros chamuscados, pómulos salientes, ojos adormecidos por la rutina o la indolencia vagabundean entre las mesas, forman racimos junto al mostrador, obstruyen la entrada. Ambrosio acepta el cigarrillo que Santiago le ofrece, fuma, arroja el pucho al suelo y lo entierra con el pie.
715 Sorbe la sopa ruidosamente, mordisquea los trozos de pescado, coge los huesos y los chupa y deja brillantes escuchando o respondiendo o preguntando, y engulle pedacitos de pan, apura largos tragos de cerveza y se limpia con la mano el sudor: el tiempo se lo tragaba a uno sin darse cuenta, niño.
716 Piensa: tengo que irme y pide más cerveza: Llena los vasos, atrapa el suyo y mientras habla, recuerda, sueña ó piensa, observa el círculo de espuma salpicado de cráteres, bocas que silenciosamente se abren vomitando burbujas rubias y desaparecen en el líquido amarillo que su mano calienta.
717 Hay canas entre sus pelos crespos, lleva sobre el overol un saco que debió ser también azul y tener botones, y una camisa de cuello alto que se enrosca en su garganta como una cuerda. Santiago ve sus zapatones enormes: enfangados, retorcidos, jodidos por el tiempo.
718 Mil veces más jodido que Carlitos o que tú, Zavalita. Se iba, tenía que irse y pide más cerveza. Estás borracho, Zavalita, ahorita ibas a llorar. La vida no trataba bien a la gente en este país, niño, desde que salió de su casa había vivido unas aventuras de película.
719 Hablan y a ratos oye tímidamente, respetuosamente a Ambrosio que se atreve a protestar: tenía que irse, niño. Está chiquito e inofensivo, allá lejos, detrás de la mesa larguísima que rebalsa de botellas y tiene los ojos ebrios y aterrados. El Batuque ladra una vez, ladra cien veces.
720 Trastabillea y Ambrosio y el serranito lo sujetan: suéltenme, podía solo, se sentía bien. Pa su diablo, niño, no era para menos, si había tomado tanto. Avanza paso a paso entre las mesas vacías y las sillas cojas de "La Catedral", mirando fijamente el suelo chancroso: ya está, ya pasó.
721 Están en la vereda, el serranito acaba de cerrar el portón de madera, el camión que ocultaba la entrada ha partido, la neblina borronea las fachadas y en la luz colar acero de la tarde fluye, opresivo e idéntico, el chorro de autos, camiones y ómnibus por el Puente del Ejército.
722 Queda con la boca entreabierta, la mano petrificada en el mentón. Está inmóvil, a un metro de Santiago, con las solapas levantadas, y el Batuque, las orejas tiesas, los colmillos fuera, mira a Santiago, mira a Ambrosio, y escarba el suelo, sorprendido o inquieta o asustado.
723 Se le corta la voz y Ambrosio da otro paso atrás y Santiago lo divisa, agazapado y tenso, los ojos desorbitados por el espanto o la cólera: no te vayas, ven. No se ha embrutecido, no eres un cojudo, piensa, ven, ven. Ambrosio ladea el cuerpo, agita un puño, como amenazando o despidiéndose.
724 Entra, pone al Batuque en sus rodillas, esa hinchazón en el saco. Jugar tenis, nadar, hacer pesas, aturdirse, alcoholizarse como Carlitos. Cierra los ojos, tiene la cabeza contra el espaldar, su mano acaricia el lomo, las orejas, el hocico frío, el vientre tembloroso.
725 Te salvaste de la perrera, Batuquito, pero a ti nadie vendrá a sacarte nunca de la perrera, Zavalita, mañana iría a visitar a Carlitos a la Clínica y le llevaría un libro, no Huxley. El taxi avanza por ciegas calles ruidosas, en la oscuridad oye motores, silbatos, voces fugitivas.
726 El era mejor que tú, Zavalita. Había pagado más, se había jodido más. Piensa: pobre papá. El taxi disminuye la velocidad y él abre los ojos: la Diagonal está ahí, atrapada en los cristales delanteros del taxi, oblicua, plateada, hirviendo de autos, sus avisos luminosos titilando ya.
727 Calla, Batuque. Va al baño y mientras orina y se lava la cara oye a Ana, qué había pasado corazón, por qué se había tardado así, jugando con el Batuque, menos mal que lo encontraste amor, y oye los dichosos ladridos. Sale y Ana está sentada en la salita, el Batuque en sus brazos.
728 Me siento pésimo, me duele una barbaridad la cabeza. Bien hecho, por haberla tenido con los nervios rotos toda la tarde, y le pasa la mano por la frente y lo mira y le sonríe y le habla bajito y le pellizca una oreja: bien hecho que duela cabecita, amor, y él la besa.
729 Llegó a su casa con los pelos rojizos todavía húmedos, ardiendo de insolación la cara llena de pecas. Encontró al senador esperándolo: ven pecoso, conversarían un rato. Se encerraron en el escritorio y el senador siempre quería estudiar arquitectura? Sí papá, claro que quería.
730 Ahí estaban ahora, recobradas, la playa de Miraflores, las olas de la Herradura, la bahía de Ancón, y las imágenes eran tan reales, las plateas del Leuro, el Montecarlo y el Colina, tan bestiales, salones donde él y la Teté bailaban boleros, como las de una película en tecnicolor.
731 No des tu brazo a torcer, pecoso, a las mujeres les gustaba hacerse de rogar, a él le había costado un triunfo enamorar a la vieja, y la vieja muerta de risa. Sonó el teléfono y el mayordomo vino corriendo: su amigo Santiago, niño. Tenía que verlo urgente, pecoso.
732 Santiago les daba muchos dolores de cabeza últimamente a ella y a Fermín, se pasaba el día peleando con la Teté y con el Chispas, se había vuelto desobediente y respondón. El flaco se había sacado el primer puesto en los exámenes finales, protestó Popeye, que más querían sus viejos.
733 Llegó al Cream Rica antes que Santiago, se instaló en una mesa desde la que podía ver la avenida, pidió un milk-shake de vainilla. Si no lo convencía a Santiago de que fueran a oír discos a su casa irían a la matiné o a timbear donde Coco Becerra, de qué querría hablarle el flaco.
734 Parecía más flaco con esa cara de duelo, los pelos retintos le llovían sobre la frente. El mozo se acercó y Santiago le señaló el vaso de Popeye, ¿también de vainilla?, sí. Por último qué tanto, lo animó Popeye, ya encontraría otro trabajo, en todas partes necesitaban sirvientas.
735 Aunque sea para ver si es cierto, pecoso. Se calló, atacado por una risita nerviosa y Popeye se rió también. Se codeaban, lo difícil era encontrar con quién, excitados, disforzados, ahí estaba la cosa, y la mesa y los milk-shakes temblaban con los sacudones: de locos eran, flaco.
736 No pecoso, el Chispas había llegado hecho una pascua a la casa, gané un montón de plata en el hipódromo, y lo que nunca, antes de acostarse se metió al cuarto de Santiago a aconsejarlo: ya es hora de que te sacudas, ¿no te da vergüenza seguir virgo tamaño hombrón?, y le convidó un cigarro.
737 No huele a nada, es un polvito medio picante. En la calle había aumentado la gente que trataba de subir a los atestados colectivos, a los Expresos. No hacían cola, eran una pequeña turba que agitaba las manos ante los ómnibus de corazas azules y blancas que pasaban sin detenerse.
738 Taconeaban con impaciencia, sus caritas frescas y bruñidas miraban a cada momento el reloj del Banco de Crédito, estarían yéndose a alguna matiné del centro, flaco. Cada vez que se acercaba un colectivo se adelantaban hasta la pista con aire resuelto, pero siempre las desplazaban.
739 Y Popeye se llevó un dedo a la sien: derechito al manicomio, flaco. La botaron por mi culpa, dijo Santiago, ¿qué tenía de malo que le regalara un poco de plata? Ni que te hubieras enamorado de la chola; flaco, cinco libras era una barbaridad de plata, para eso invitamos a las mellizas al cine.
740 En los ojos de Popeye había brotado una lucecita, ¿te acuerdas cuando fuimos a espiarla a la Amalia en Ancón, flaco? Desde la azotea se veía el baño de la servidumbre, en la claraboya dos caras juntas e inmóviles y abajo una silueta esfumada, una ropa de baño negra, qué riquita la cholita, flaco.
741 El paradero estaba ahora desierto, Expreso y colectivos pasaban semivacíos. Llamaron al mozo, dividieron la cuenta, ¿y por qué sabía que era polilla? Porque además de bar restaurant, "La Catedral" también era jabe, niño, detrás de la cocina había un cuartito y lo alquilaban dos soles la hora.
742 Te recibirá como a un rey. Estaban cerca del cine Miraflores, frente al mercado de quioscos de madera, esteras y toldos, donde vendían flores, cerámica y fruta, y hasta la calle llegaban disparos, galopes, alaridos indios, voces de chiquillos: "Muerte en Arizona".
743 Entraron por el jardín, pasaron junto a la fuente de azulejos, ¿y si se había acostado, flaco? La despertarían, pecoso. Santiago abrió la puerta, el clic del interruptor y las tinieblas se convirtieron en alfombras, cuadros, espejos, mesitas con ceniceros, lámparas.
744 Santiago dejó a Popeye en el rellano, entra y pon música, iba a llamarla. Banderines del Colegio, un retrato del Chispas, otro de la Teté en traje de primera comunión, linda pensó Popeye, un chancho orejón y trompudo sobre la cómoda, la alcancía, cuánta plata habría.
745 Se sentó en la cama, encendió la radio del velador, un vals de Felipe Pinglo, pasos, el flaco: ya estaba, pecoso. La había encontrado despierta, súbeme unas Coca-colas, y se rieron: chist, ahí venía, ¿sería ella? Sí, ahí estaba en el umbral, sorprendida, examinándolos con desconfianza.
746 Amalia se apartó de la puerta, miró a Popeye, cómo estaba niño, que le sonrió amistosamente desde la calzada, y se volvió a Santiago: no se había ido por su gusto, la señora Zoila la había botado. Pero por qué, señora, y la señora Zoila porque le daba la gana, haz tus cosas ahora mismo.
747 Espera, estamos oyendo música. Amalia puso la charola con los vasos y las Cocacolas frente al retrato del Chispas y quedó de pie junto a la cómoda, la cara intrigada. Llevaba el vestido blanco y los zapatos sin taco de su uniforme, pero no el mandil ni la toca.
748 Amalia se volvió a reír, decía eso ahora pero a la primera que se enojara la acusaría y la señora la resongaría. Palabra que el flaco no te acusará, dijo Popeye, no te hagas de rogar y siéntate. Amalia miró a Santiago, miró a Popeye, se sentó en una esquina de la cama y ahora tenía la cara seria.
749 Anda, Amalia. Le dio el ejemplo: alzó su vaso y bebió. Ahora tocaban "Siboney", y Popeye había abierto la ventana: el jardín, los arbolitos de la calle iluminados por el farol de la esquina, la superficie azogada de la fuente, el zócalo de azulejos destellando, ojalá que no le pase nada, flaco.
750 Cómo te ríes, bandida. Amalia se retorcía de risa y sacudía los brazos pero ellos no la soltaban, qué iba a tener, niño, no tenía, les daba codazos para apartarlos, Santiago la abrazaba por la cintura, Popeye le puso una mano en la rodilla y Amalia un manazo: eso sí que no, niño, nada de tocarla.
751 Pero Popeye volvió a la carga: bandida, bandida. A lo mejor hasta sabía bailar y les había mentido que no, a ver confiesa: bueno, niño, se los aceptaba. Cogió los billetes que se arrugaron entre sus dedos, para que viera que no se hacía de rogar nomás, y los guardó en el bolsillo de la chompa.
752 No les dio tiempo a negarse, entró a la casa corriendo y ellos la siguieron. Lamparones y tiznes, unas sillas, estampas, dos camas deshechas. No podían quedarse mucho, Amalia, tenían un compromiso. Ella asintió, frotaba con su falda la mesa del centro de la habitación, un momento nada más.
753 Ahora quería verla bailar, qué contenta estás bandida, ven vamos, pero Santiago se levantó: iba a bailar con él, pecoso. Conchudo, pensó Popeye, abusas porque es tu sirvienta, ¿y si la Teté se aparecía?, y sintió que se le aflojaban las rodillas y ganas de irse, conchudo.
754 Santiago se incorporó un fondo de violines y la voz de Leo Marini, terciopelo puro pensó Popeye, y vio a Santiago ir hacia el balcón. Las dos sombras se juntaron, lo invencionó y ahora lo tenía tocando violín en gran forma, esta perrada me la pagarás, conchudo.
755 Sí, pues, desde el lunes. Ella estaba saliendo de la casa con su maleta y encontró a don Fermín, ¿quieres que te coloque en el laboratorio?, y ella claro que sí, don Fermín, donde sea, y entonces él llamó al niño Chispas y le dijo telefonea a Carrillo y que le dé trabajo: qué papelón, pensó Popeye.
756 Se apretaba la nariz y sentía que el estómago le iba a reventar: se había terminado el disco, ahora sí, y sacó rápido la mano del bolsillo de su pantalón. Ellos seguían fundidos en la media oscuridad, vengan vengan, siéntense un ratito, y oyó a Amalia: ya se había acabado pues la música, niño.
757 La voz de Amalia ascendía, qué le pasa niño, se enfurecía, y ahora Popeye había encontrado sus hombros, suélteme, que la soltara, y la arrastraba, qué atrevido, qué abusivo, los ojos cerrados, la respiración briosa y rodó con ellos sobre la cama: ya estaba, flaco.
758 No se iba, por qué se iba a ir, y ahora Santiago empujaba a Popeye y Popeye lo empujaba, no me voy a ir, y había una confusión de ropas y pieles mojadas en la sombra, un revoloteo de piernas, manos, brazos y frazadas. La estaban ahogando, niño, no podía respirar: cómo te ríes, bandida.
759 Acababa de encender la lámpara, se alisaba los cabellos, Popeye se acuñaba la camisa en el pantalón y lo miraba, aterrado: salte, salte del cuarto. Pero Amalia seguía sentada en la cama y tuvieron que alzarla en peso, se tambaleó con expresión idiota, se sujetó del velador.
760 Rápido, rápido, Santiago estiraba el cubrecama y Popeye corrió a desenchufar el tocadiscos, sal del cuarto idiota. No atinaba a moverse, los escuchaba con los ojos llenos de asombro y se les escurría de las manos y en eso se abrió la puerta y ellos la soltaron: hola, mamá.
761 La revolución ni se notaba aquí: las calles estaban alborotadas de escolares, no se veía tropa en las esquinas. El Teniente saltó a la vereda, entró al café-restaurant "Mi Patria?, escuchó en la radio, con un fondo de marcha militar, el mismo comunicado que oía hacía dos días.
762 Lo iba a, revolvió el hombre los ojos, meter preso? ¿Era aprista el tal Bermúdez? Qué iba a ser, no se metía en política. Mejor, la política era para los vagos, no para la gente de trabajo, el Teniente lo buscaba por un asunto personal. Aquí no lo iba a encontrar, no venía nunca.
763 Adentro, el Teniente se sintió mareado entre los muebles macizos, los jarrones sin flores, la máquina de coser y las paredes consteladas de sombritas o agujeros o moscas. La mujer abrió una ventana, entró una lengua de sol. Todo estaba gastado, sobraban cosas en el cuarto.
764 Cajones arrumados contra los rincones, pilas de periódicos. La mujer murmuró permiso y se esfumó en la boca oscura de un pasillo. El Teniente oyó silbar en alguna parte a un canario. ¿Si era su mujer de veras, don? Su mujer ante Dios, claro que sí, una historia que sacudió Chincha.
765 La familia, es decir el Buitre, la beata doña Catalina y el hijo, don Cayo, que por entonces estaría gateando. El Buitre había sido capataz de la hacienda y cuando se vino a Chincha la gente decía los de la Flor lo han botado por ladrón. En Chincha se dedicó a prestamista.
766 A alguien le faltaba plata, iba donde el Buitre, necesito tanto, qué me das en prenda, este anillito, este reloj, y si uno no pagaba él se quedaba con la prenda y las comisiones del Buitre eran tan bárbaras que sus deudores iban muertos. El Buitre por eso, don, vivía de los cadáveres.
767 Le dio porque su hijo se pusiera siempre zapatos y no se juntara con morenos. De chicos ellos jugaban fútbol, robaban fruta en las huertas, Ambrosio se metía a su casa y al Buitre no le importaba. Cuando se volvieron platudos, en cambio, lo botaban y a don Cayo lo reñían si lo pescaban con él.
768 En las actuaciones del José Pardo don Cayo recitaba, leía su discursito, en los desfiles llevaba el gallardete. El niño prodigio de Chincha, decían, un futuro cráneo y que al Buitre se le hacía agua la boca hablando de su hijo y que decía llegará muy alto, decían.
769 Ojalá no se demore mucho. Ya estaba en el último año del Colegio, el Buitre lo iba a mandar a Lima a estudiar para leguleyo y don Cayo era pintado para eso, decían. Ambrosio vivía entonces en la ranchería que estaba a la salida de Chincha, don, yendo hacia lo que fue después Grocio Prado.
770 No, don, mirándola con ojos de loco. Se hacía el disimulado, el que aguaitaba los chanchos, el que esperaba. Había dejado sus libros en él suelo, estaba arrodillado, los ojos se le torcían hacia la ranchería y Ambrosio decía cuál es, cuál sería. Era la Rosa, don, la hija de la lechera Túmula.
771 Una flaquita sin nada de particular, entonces parecía blanquita y no india. Hay criaturas que nacen feas y después mejoran, la Rosa comenzó pasable y terminó cuco. Pasable, ni bien ni mal, una de ésas a las que un blanco les hace un favor una vez y si te vi me olvidé.
772 Las tetitas a medio salir, un cuerpo jovencito y nada más, pero tan sucia que ni para misa se arreglaba. Se la veía por Chincha arreando el burro con las tinajas, don, vendiendo poronguitos de casa en casa. La hija de la Túmula, el hijo del Buitre, imagínese el escandalazo, don.
773 Pero fue así, don. Le llamaría la atención su manerita de caminar o algo, hay quien prefiere los animalitos chuscos a los finos dicen. Pensaría la trabajo, mojo y la dejo, y ella se daría cuenta que el blanquito babeaba por ella y pensaría dejo que me trabaje, dejo que moje y lo cojo.
774 Permaneció inexpresivo, luego un amago de sonrisa alteró el soñoliento fastidio de su rostro, un segundo después sus ojos volvieron a desinteresarse y aburrirse. Le patea el hígado, pensó el Teniente, un amargado de la vida, con la mujer que se ha echado encima se comprende.
775 Y que me lo lleve a Lima aunque tenga que ponerle una pistola en el pecho. Bermúdez se dejó caer en un sillón, cruzó las piernas, arrojó una bocanada de humo que nubló su cara y cuando el humo se desvaneció, el Teniente vio que le sonreía como haciéndome un favor, pensó, como burlándose de mí.
776 Pero don Cayo, como si nada, don, se tiraba la vaca y caía por la ranchería y las mujeres lo señalaban, Rosa, se secreteaban y se le reían, Rosita, mira quién viene. La hija de la Túmula andaba sobradísima, don. Imagínese, que el hijo del Buitre se viniera hasta ahí para verla, creidísima.
777 No salía a conversar con él, se respingaba, corría donde sus amigas, pura risa, puro coqueteo. A él no le importaba que la muchacha le hiciera desplantes, eso parecía calentarlo más. Una sabida de película la hija de la Túmula, don, y su madre ni se diga, cualquiera se daba cuenta pero él no.
778 Mándela al diablo, don Cayo. Pero él como si le hubieran dado chamico, ahí detrás correteándola, y la gente comenzó a chismear. Hay la mar de habladurías, don Cayo. A él qué mierda, él hacía lo que le mandaba el estómago, y el estómago le mandaba tirarse a la muchacha, claro.
779 Muy bien, quién se lo iba a reprochar, cualquier blanquito se encamota de una cholita, le hace su trabajito y a quién le importa ¿no, don? Pero don Cayo la perseguía como si la cosa fuera en serio, ¿no era locura? Y más locura era que la Rosa se daba el lujo de basurearlo.
780 Partamos, quiero regresar a Chincha hoy mismo. La mujer miraba al sargento, que medía el aceite del jeep. Se había sacado el mandil, el apretado vestido dibujaba su vientre combado, las caderas que se derramaban. Perdóneme por, le dio la mano el Teniente, robármelo a su esposo, pero ella no se rió.
781 Siempre hablo en serio. El jeep atravesaba un valle, el aire olía a mariscos y a lo lejos se divisaban colinas terrosas, arenales. El sargento manejaba mordisqueando un cigarrillo y el Teniente tenía hundido el quepi hasta las orejas: ven, se tomarían unas cervecitas, negro.
782 Habían tenido una conversación de amigos, don, me necesita había pensado Ambrosio, y por supuesto se trataba de la Rosa. Se había conseguido una camioneta, un fundito, y convencido a su amigo el Serrano. Y quería que también lo ayudara Ambrosio, por si había lío.
783 Ambrosio se había tragado el cuento, don, lo ayudó engañado. Porque una cosa era que se robara a la muchacha por una noche, se sacara el clavo y la soltara, y otra ¿no, don? que se casara con ella. El bandido de don Cayo los había hecho tontos a él y al Serrano, don.
784 A todos, menos a la Rosa, menos a la Túmula. En Chincha decían la que salió ganando fue la hija de la lechera, que de repartir leche en burro pasó a señora y nuera del Buitre. Todos los demás perdieron: don Cayo, sus padres, hasta la Túmula porque perdió a su hija.
785 Ir a la plaza a las nueve, y había ido y esperado y lo recogieron, dieron vueltas y cuando la gente se metió a dormir, cuadraron la camioneta junto a la casa de don Mauro Cruz, el sordo. Don Cayo estaba citado ahí con la muchacha a las diez. Claro que vino, qué no iba a venir.
786 Lo más fácil era ponerse a chillar, hubiera salido gente, se les hubiera venido encima media ranchería ¿no? Quería que se la robaran, estaba esperando que se la robaran, una loba ¿no es cierto, don? Qué iba a estar muerta de miedo qué iba a haber perdido la voz.
787 Llegaron al fundito y don Cayo se bajó y la Rosa, sin que hubiera necesidad de cargarla, derechita se metió a la casa ¿veía don? Ambrosio se fue a dormir pensando qué cara pondría al día siguiente la Rosa, y si le contaría a la Túmula y si la Túmula a la negra y si la negra lo molería.
788 Imagínese las murmuraciones, don. Si el Serrano y Ambrosio se veían en la calle ni se hablaban, él también andaría saltoncísimo. Sólo se aparecieron a la semana, don. No lo habían obligado, nadie le había puesto un revólver en el pecho diciéndole a la iglesia o a la tumba.
789 La puerta principal de la Universidad estaba cerrada, y crespones de luto oscilaban en los balcones, y en los techos unas cabezas diminutas espiaban los movimientos de soldados y guardias. Las paredes del recinto universitario transpiraban un rumor que crecía y decrecía entre salvas de aplausos.
790 A ratos tiran sus piedritas. Pueden pasar, mi Teniente. Los guardias apartaron los caballetes y el jeep atravesó el Parque Universitario. Sobre los ondulantes crespones había unas cartulinas blancas, Estamos de Duelo por la Libertad, y unas tibias y calaveras dibujadas con pintura negra.
791 Nunca se ha visto una revolución más pacífica, señor Bermúdez. Y esto de San Marcos se despachaba en un minuto si la superioridad quisiera. No había despliegue militar en las calles del centro. Sólo en la plaza Italia aparecieron de nuevo soldados encasquetados.
792 La del coronel tiene cuadros y todo. Entraron y no habían pasado dos minutos cuando la puerta se abrió como si hubiera habido un terremoto adentro, y don Cayo y la Rosa salieron dando tumbos, y el Buitre detrás, sapos y culebras y embistiendo como un toro, algo macanudo dicen, don.
793 Lo tumbaba de un puñetazo, lo levantaba de un patadón, y así hasta la Plaza de Armas. Ahí lo agarraron porque si no lo mataba. No se conformaba de que se le hubiera casado así, y siendo mocoso, y sobre todo con quién. Ni se conformó nunca, por supuesto, ni volvió a ver a don Cayo, ni a darle medio.
794 Ni siquiera el colegio terminó el que el Buitre decía será el futuro cráneo. Si en vez del cura los hubiera casado un alcalde, el Buitre en un dos por tres arreglaba el asunto, pero ¿qué arreglo había con Dios, don? Siendo doña Catalina la beata que era, además.
795 Dicen que le dio una paliza al curita que los casó, que después no querían darle la absolución y que de penitencia le hicieron pagar una de las torres de la nueva iglesia de Chincha. O sea que hasta la religión sacó su lonja de este asunto, don. A la parejita el Buitre no la vio más.
796 De chicos, yo te estimaba, Cayo. Más que tú a mí. Te admiraba, hasta te tenía envidia. Bermúdez escrutaba al coronel, imperturbable. El cigarrillo que tenía en la mano se había consumido, la ceniza caía sobre la alfombra, las volutas de humo rompían contra su cara como olas contra rocas pardas.
797 Sin pensar. Ya ves, te hablo francamente. ¿Hice una estupidez? Bermúdez había sacado otro cigarrillo, lo había encendido. Chupó encogiendo un poco la boca, se mordió apenas el labio inferior. Miró la brasa, el humo, la ventana, los muladares de los techos limeños.
798 Tal vez lo reconocería, pero el caso es que nunca se lo demostró, don. Como él era Ministro entonces, se avergonzaría de haber sido conocido de Ambrosio cuando no era nadie, no le haría gracia que Ambrosio supiera que él estuvo enredado en el rapto de la hija de la Túmula.
799 Lo borraría de su cabeza para que esta cara negra no le trajera malos recuerdos, don. Las veces que se vieron trató a Ambrosio como a un chofer que se ve por primera vez. Buenos días, buenas tardes, y el Serrano lo mismo. Ahora que le iba a decir una cosa, don.
800 Cuando don Cayo se vino a Lima ella se quedó en la casita amarilla, a lo mejor todavía sigue ahí ahuesándose. Pero a ella no la abandonó como a la señora Hortensia, sin un medio. Le pasaba su pensión, a Ambrosio le dijo muchas veces hazme recuerdo que tengo que mandarle plata a Rosa, negro.
801 Quién sabe, don. Su vida de siempre sería, una vida sin amigas ni parientes. Porque desde el matrimonio no volvió a ver a nadie de la ranchería, ni siquiera a la Túmula. Se lo prohibiría don Cayo, seguro. Y la Túmula se las pasaba maldiciendo a su hija porque no la recibía en su casa.
802 Pero ni por ésas, don; no entró a la sociedad de Chincha, qué esperanza, quién se iba a estar juntando con la hija de la lechera aunque fuera mujer de don Cayo y se pusiera zapatos y se lavara la cara a diario. Si todos la habían visto arreando el burro y repartiendo porongos.
803 Y, además, sabiendo que el Buitre no la reconocía como nuera. No tuvo más remedio que encerrarse en un cuartito que tomó don Cayo detrás del Hospital San José, y llevar vida de monja. No salía casi nunca, de vergüenza, porque en la calle la señalaban, o de miedo al Buitre quizá.
804 Pasó como un año en el cuartito ése, cuando mejoró se mudó al barrio Sur, Ambrosio en ese tiempo ya era chofer interprovincial y paraba poco en Chincha, y en una de ésas que llegó al pueblo le dijeron se murió el Buitre y don Cayo y la Rosa se han ido a vivir con la beata.
805 Comenzaron a lloverle visitas a la Rosa, entonces. En "La voz de Chincha" salían fotos de don Cayo que decían Chinchano ilustre y quién no le caía a la Rosa para pedirle un puestecito para mi marido, una bequita para mi hijo y que a mi hermano lo nombren profesor aquí, subprefecto allá.
806 Y las familias de apristas y apristones a llorarle que don Cayo suelte a mi sobrinito o deje volver al país a mi tío. Ahí vino la venganza de la hija de la Túmula, don, ahí pagaron los que le hicieron desaires. Dicen que los recibía en la puerta y que a todos les ponía la misma cara de idiota.
807 La negra, Ambrosio no quería, decía dicen que a todos los chinchanos que van a pedirle algo los larga. Pero a él no lo largó, don, lo ayudó y Ambrosio se lo agradecía. Sí, odiaba a los chinchanos, quién sabe por qué, ya ve que no hizo nada por Chincha, ni una escuelita hizo construir en su tierra.
808 Puro cuento, niño, la ensartada más grande del siglo. Ah, si yo le contara. Espina lo acompañó hasta la puerta del despacho y se dieron la mano. Bermúdez salió, en una mano el maletín, en la otra el sombrerito. Tenía un aspecto distraído y grave, miraba como para adentro.
809 Las calles estaban llenas de gente y de ruido. Se mezcló con la muchedumbre, siguió la corriente, fue, vino, volvió por aceras estrechas y atestadas, arrastrado por una especie de remolino o hechizo, deteniéndose a veces en una esquina o umbral o farol para encender un cigarrillo.
810 Oscurecía ya y las calles estaban desiertas cuando entró al Hotel Maury y pidió una habitación. Le alcanzaron una ficha y tuvo la pluma levantada unos segundos donde decía profesión, escribió al fin funcionario. El cuarto estaba en el tercer piso, la ventana daba a un patio interior.
811 Solos o en grupos, las caras hundidas en sus apuntes, ¿cuántos de éstos entrarían, dónde estaba Aída?, los postulantes daban vueltas al patio a paso de procesión, repasaban sentados en las bancas astilladas, recostados contra las mugrientas paredes se interrogaban a media voz.
812 Todavía no eras, piensa, querías ser comunista. Sentía su corazón golpeando fuerte y estaba maravillado: en San Marcos no se estudia nada, flaco, sólo se hacía política, era una cueva de apristas y de comunistas, todos los resentidos del Perú se juntaban ahí. Piensa: pobre papá.
813 A lo mejor Odría los había encarcelado a todos, a lo mejor deportado o asesinado. Pero si aprobaba el oral y entraba a San Marcos, Aída averiguaría en la Universidad, se pondría en contacto con los que quedaban y estudiaría marxismo y se inscribiría en el Partido.
814 Había de todo, era un colegio malísimo, él no tenía la culpa que sus viejos lo hubieran metido ahí, hubiera preferido el Guadalupe y Aída se echó a reír: no te pongas colorado, no tenía prejuicios, qué había pasado en Verdún. Piensa: esperábamos cosas formidables de la Universidad.
815 Estaban en el Partido, iban a la imprenta juntos, se escondían en un sindicato juntos, los metían a la cárcel juntos y los exilaban juntos: era una batalla y no un tratado, sonso, y él claro, qué sonso, y ahora ella quién había sido Cronwell. Esperábamos cosas formidables de nosotros, piensa.
816 Lo contento que se puso su papá por lo que usted aprobó el examen, niño. Hablaba de libros y tenía faldas, sabía de política y no era hombre, la Mascota, la Pollo, la Ardilla se despintaban, Zavalita, las lindas idiotas de Miraflores se derretían, desaparecían.
817 Descubrir que por lo menos una podía servir para algo más, piensa. No sólo para tirársela, no sólo para corrérsela pensando en ella, no sólo para enamorarse. Piensa: para algo más. Iba a seguir Derecho y también Pedagogía, tú ibas a seguir Derecho y también Letras.
818 Ahora la Teté lloraba a gritos, maldito, había derramado la taza de té, por qué no se moría de una vez, y la señora Zoila loquita, loquita, tan grandazo y tan maricón, y la señora Zoila estás manchando el mantel, en vez de andar chismeando como las mujeres anda a escribir tus versitos de maricón.
819 Se levantó de la mesa y salió del comedor y todavía gritó tus versitos de chismoso y de maricón y que se muriera de una vez, maldito. La oyeron subir las escaleras, dar un portazo. Santiago movía la cucharita en la taza vacía como si acabara de echarle azúcar.
820 No les hagas caso, papá. Ahí estaba el jurado, eran tres, en el local se había instalado un temeroso silencio. Muchachos y muchachas vieron a los tres hombres cruzar el zaguán precedidos por un conserje, los vieron desaparecer en un aula. Que yo entre, que ella entre.
821 Por supuesto. Reanudaron la caminata, las preguntas, a ratos se distraían, olvidaban los cuestionarios y se ponían a conversar, a discutir: coincidían, disentían, bromeaban el tiempo se iba volando y de pronto Zavala, Santiago! Apúrate, le sonrió Aída, y que le tocara una balota fácil.
822 Todo te gustaba ese día, piensa. El local que se caía de viejo, las caras color betún o tierra o paludismo de los postulantes, la atmósfera que hervía de aprensión, las cosas que decía Aída. ¿Cómo te sentías Zavalita? Piensa: como el día de mi primera comunión.
823 Salió del aula sonriendo, pero antes de llegar hasta Aída, ¿daban ahí mismo las notas, preguntas largas o cortas?, tuvo que soportar el asalto de los postulantes, y Aída lo recibió sonriendo: por su cara se veía que había salido bien, qué bien, ya no tienes que pegarte un tiro.
824 La historia persa, Carlomagno, los aztecas, Carlota Corday, factores externos de la desaparición del imperio austro-húngaro, el nacimiento y la muerte de Danton: que le tocara una balota fácil, Que aprobara. Volvieron al primer patio, se sentaron en una banca.
825 Había que contestar con seguridad, sólo al que dudaba lo jalaba. Me había caído mal, piensa, pero cuando llamaron a Aída y la acompañaron hasta el aula y regresaron a la banca y conversaron solos, te cayó bien, Zavalita. Se te quitaron los celos, piensa, comencé a admirarlo.
826 Había terminado el colegio hacía dos años, no ingresó a San Marcos el año anterior por una tifoidea, opinaba como quien da hachazos. Te sentías mareado, imperialismo, idealismo, como un caníbal que ve rascacielos, materialismo, conciencia social, confuso, inmoral.
827 Aída tenía sed, Jacobo hambre, ¿por qué no iban a tomar algo? propuso Santiago, ellos buena idea, él los invitaba y Aída uy qué burgués. No fuimos a esa chingana de la Colmena a comer panes con chicharrón sino a contarnos nuestros proyectos, piensa, a hacernos amigos discutiendo hasta perder la voz.
828 Conozco poco de marxismo, pero quisiera saber más. Sólo que dónde, cómo. Jacobo los miró uno por uno a los ojos, lenta y profundamente, como calculando su sinceridad o discreción, y echó una nueva ojeada en torno y se inclinó hacia ellos: había una librería de viejo, aquí en el centro.
829 Así que aprobaste, así que ya eres todo un señor universitario. Ven, flaco, dame un abrazo. No dormiste, piensa, estoy seguro que Aída tampoco durmió, que Jacobo tampoco durmió. Todas las puertas abiertas, piensa, en qué momento y por qué comenzaron a cerrarse.
830 A las que colocaban las tapas les decían taperas, etiqueteras a las que pegaban las etiquetas, y al final de la mesa cuatro mujeres recogían los frascos y los ordenaban en cajas de cartón: les decían embaladoras. Su vecina se llamaba Gertrudis Lama y tenía gran rapidez en los dedos.
831 Amalia comenzaba a las ocho, paraba a las doce, volvía a las dos y salía a las seis. A los quince días de entrar al laboratorio, su tía se mudó de Surquillo a Limoncillo, y al principio Amalia iba a almorzar a la casa, pero resultaba caro tanto ómnibus y el tiempo muy justo.
832 Decía vulgaridades con más gracia que los otros, Amalia se acordaba a solas de sus disparates y soltaba la carcajada. Simpático aunque un poquito chiflado ¿no?, le dijo un día Gertrudis, y otro cómo te ríes con él, y otro se nota que el loquito te está gustando.
833 Una tarde lo vio en el paradero, esperándola. Lo más fresco se subió al tranvía, se sentó a su lado, negra consentida, y comenzó con sus chistes, cholita engreída, ella estaba seria por afuera y muerta de risa por adentro. Le pagó el pasaje y cuando Amalia se bajó él chaucito amor.
834 Otra vez la acompañó hasta el centro en el tranvía y se subió con ella al ómnibus de Limoncillo y también le pagó el pasaje y ella qué ahorros. Trinidad quería invitarla a tomar lonche pero Amalia no, no podía aceptarle. Bajémonos amorcito, bájese usted, qué confianzas eran ésas.
835 Me voy si nos presentamos, dijo él, y le estiró la mano, Trinidad López tanto gusto, y ella se la estiró, tanto gusto Amalia Cerda. Al día siguiente Trinidad se sentó a su lado en la acequia y comenzó a decirle a Gertrudis qué amiguita más consentida tiene, Amalia me quita el sueño.
836 A Amalia le chocaban los disparates que decía Trinidad, pero le gustaba su boca y que no tratara de aprovecharse. La primera vez que trató fue en el ómnibus de Limoncillo. Estaba repleto, iban aplastados uno contra el otro, y ahí notó que comenzaba a frotarse.
837 No podía retroceder, tienes que hacerte la tonta. Trinidad la miraba serio, le acercaba la cara, y de repente yo te quiero y la besó. Sintió calor, que alguien se reía. Abusivo, cuando bajaron se puso furiosa, la había avergonzado delante de todos, aprovechador.
838 Ni loca para creer lo que dicen los hombres, decía Amalia, sólo piensas en aprovecharte. Fueron hacia la casa, antes de llegar ven un ratito a esa esquinita, y ahí de nuevo la besó, qué rica eres, la abrazaba y se le aflojaba la voz, yo te quiero, siente, siente cómo me pones.
839 Ella le atajaba las manos, no se dejó abrir la blusa, levantar la falda: ya en esa época se habían enamorado, niño, pero las cosas en serio vinieron después. Trinidad trabajaba cerca del laboratorio, en una fábrica textil, y le contó a Amalia nací en Pacasmayo y trabajé en Trujillo en un garaje.
840 Se echó a reír y le contó: una noche con un compañero pasamos por aquí haciendo la maquinita aprista con el claxon, y los patrulleros los persiguieron y encanaron. ¿Trinidad era aprista?, y él hasta la muerte, ¿y había estado preso?, y él sí, para que veas la confianza que te tengo.
841 Siguió yendo al trabajo y después, el 27 de Octubre, vino la revolución de Odría y le dijeron ¿tampoco ahora te vas a esconder?, y él tampoco. La primera semana de noviembre, una tarde al salir de la fábrica, un tipo se le acercó, ¿usted es Trinidad López?, en ese carro lo espera su primo.
842 Ahí le volaron ese par de dientes, y Amalia ¿cuáles?, y él ¿cómo cuales?, y ella si tienes todos los dientes completitos, y él se había puesto postizos y no se notaban. Estuvo preso ocho meses, la Prefectura, la Penitenciaría, el Frontón, y cuando lo soltaron había perdido diez kilos.
843 Amalia se quedó tan asustada al saber que Trinidad había estado en la cárcel y que podían meterlo preso de nuevo, que ni se lo contó a Gertrudis. Pero pronto descubrió que a Trinidad le interesaba el deporte más que la política, y del deporte el fútbol, y del fútbol el equipo de "Municipal".
844 Se fueron donde Trinidad, a Mirones, y esa noche tuvieron la gran pelea. Estuvo muy cariñoso al principio, besándola y abrazándola, diciéndole amorcito con una voz de moribundo, pero al amanecer lo vio pálido, ojeroso, despeinado, la boca temblándole: ahora cuéntame cuántos pasaron ya por aquí.
845 Alguien tocó y abrió la puerta, Amalia vio a un viejo que decía Trinidad qué pasa, y Trinidad también lo insultó y ella se vistió y salió corriendo. Esa mañana en el laboratorio las pastillas se le escapaban de los dedos y apenas podía hablar de la pena que sentía.
846 En Limoncillo quiso abrazarla y ella lo empujó y amenazó con la policía. Hablaron, forcejearon, Amalia se ablandó y en la esquinita de siempre él, suspirando, me emborraché todas las noches desde esa noche, Amalia, el amor había sido más fuerte que el orgullo, Amalia.
847 Esa misma noche quiso que Amalia dejara el trabajo: ¿acaso estaba manco, acaso no podía ganar para los dos? Ella le cocinaría, le lavaría la ropa y después cuidaría a los hijos. Te felicito, le dijo a Amalia el ingeniero Carrillo, le diré a don Fermín que te vas a casar.
848 Amalia se hizo amiga de la señora Rosario, una lavandera con muchos hijos que vivía en el callejón y era buenísima. La ayudaba a hacer los atados, y a veces venía a conversar con ellas don Atanasio, vendedor de loterías, borrachito y conocedor de la vida y milagros de la vecindad.
849 Trinidad volvía a Mirones a eso de las siete, ella le tenía la comida lista, un día creo que ando encinta, amor. Me echaste la soga al cuello y ahora me clavas la puntilla, decía Trinidad, ojalá sea hombre, van a creer que es tu hermano, qué mamacita tan joven tendrá.
850 Esos meses, pensaría Amalia después, fueron los mejores de la vida. Siempre recordaría las películas que vieron y los paseos que dieron por el centro y por los balnearios, las veces que comieron chicharrones en el Rímac, y la Fiesta de Amancaes a la que fueron con la señora Rosario.
851 Pero no hubo aumento, decían que había crisis, Trinidad venía a la casa malhumorado porque esos carajos hablaban ahora de huelga. Esos carajos del sindicato, requintaba, esos amarillos que reciben sueldo del gobierno. Se habían hecho elegir con ayuda de los soplones y ahora hablaban de huelga.
852 A ésos no les pasaría nada, pero él estaba fichado y dirían el aprista es el agitador. Y efectivamente hubo huelga y al día siguiente don Atanasio entró corriendo a la casa: un patrullero paró en la puerta y se llevó a Trinidad. Amalia fue con la señora Rosario a la Prefectura.
853 Pidió prestado para el ómnibus a la señora Rosario y fue a Miraflores. Cuando llegó a la casa no se atrevía a tocar, va a salir él. Estuvo caminando frente a la puerta y de repente lo vio. Cara de asombro, de felicidad, y al verla encinta, de furia. Ajá, ajá, le señalaba la barriga, ajá, ajá.
854 Ella se entró a la casa y lo dejó hablando solo. Se quedó esperando en el jardín, mirando el cerco de geranios, la pileta de azulejos, su cuartito del fondo, sintió tristeza, le temblaban las rodillas. Con los ojos nublados vio salir a alguien, cómo está niño Santiago, hola Amalia.
855 Aquí venía a visitarlos, pues, niño, qué le había pasado en la cabeza. Él se sacó la boina, tenía una pelusa chiquita y se veía feísimo. Le habían cortado el pelo a coco, así bautizaban a los que acababan de entrar a la Universidad, sólo que a él le estaba demorando en crecer.
856 El niño Santiago le contó y ella nada hizo, don Fermín, no era aprista, le gusta el fútbol, hasta que don Fermín se rió: espera, espera, veremos. Fue a telefonear, se demoró, Amalia se sentía emocionada de estar de nuevo en la casa, de haber visto a Ambrosio, de lo que le pasaba a Trinidad.
857 Ya, quería besarle la mano y don Fermín quieta hija, todo tenía arreglo menos la muerte. Amalia pasó la tarde con la señora Zoila y la niña Teté. Qué linda estaba, qué ojazos, y la señora la hizo quedarse a almorzar y al despedirse, para que le compres algo a tu hijo, le dio dos libras.
858 Furioso, le habían echado la pelota esos amarillos, requintando como Amalia no lo había oído nunca, lo habían acusado de mil cosas, por esos conchas de su madre los soplones lo habían pateado de nuevo. Puñetazos, combazos para que denunciara no sabía qué ni quién.
859 Ya no estás en plantilla, le dijeron en la textil, te despidieron por abandono de trabajo. Si me quejo al sindicato ya sé dónde me mandarán, decía Trinidad, y si al Ministerio ya sé dónde me mandarán. Pierdes tu tiempo mentándoles la madre a los amarillos, decía Amalia, más bien busca trabajo.
860 Y Amalia: déjate de amarillos y busca trabajo, se iban a morir de hambre. No puedo, decía él, estoy enfermo, y ella ¿de qué estás enfermo? Trinidad se metía el dedo a la garganta hasta que le venían arcadas y vomitaba: cómo iba a buscar trabajo si estaba enfermo.
861 Cuando le contó que la habían tomado de nuevo en el laboratorio, Trinidad se puso a mirar el techo. Orgulloso, qué tiene de malo que yo trabaje hasta que te cures, ¿no estás enfermo? ¿Cuánto le habían pagado para que me humilles ahora que me ves caído?, decía Trinidad.
862 Gertrudis Lama se puso contenta cuando la vio de nuevo en el laboratorio, y la inspectora qué buena vara, te pones y te sacas el trabajo como una falda. Los primeros días se le escapaban las pastillas y se le rodaban los frascos, pero a la semana estaba diestra otra vez.
863 Acabando de comer se metía el dedo a la boca hasta vomitar, y entonces estoy enfermo, amorcito. Pero si Amalia no le hacía caso y limpiaba sus vómitos como si nada, al ratito se olvidaba de su enfermedad y qué tal el laboratorio y hasta le hacía chistes y cariños.
864 Quería tirarles tacles y hacerles las llaves del cachascán, y es tan flaquito que cada vez me lo traen sangrando, le contaba Amalia a Gertrudis. Una noche vomitó sin meterse el dedo a la boca. Se puso pálido y Amalia lo llevó al día siguiente al Hospital Obrero.
865 Neuralgias, dijo el médico, y que se tomara unas cucharaditas cada vez que le doliera la cabeza y desde entonces Trinidad se pasaba el día diciendo la cabeza me va a reventar. Tomaba las cucharaditas y náuseas. Tanto jugar a enfermarte te enfermaste, lo reñía Amalia.
866 Paraba echado en la cama, si no me muevo me siento bien, o conversando con don Atanasio, y no había vuelto a preguntar por el hijo. Si Amalia le decía estoy engordando o ya se mueve, él la miraba como si no supiera de qué hablaba. Comía apenas, por los vómitos.
867 Al revés, desde que lo veía hecho un trapo lo quería más. Pensaba todo el tiempo en él, sentía que se acababa el mundo cuando lo oía decir disparates, vez que la desnudaba a jalones en la oscuridad sentía vértigo. Una señora que se había hecho amiga de Amalia se había comedido a criarla, niño.
868 Los dolores de cabeza de Trinidad desaparecían y volvían, de nuevo se iban y venían, y ella nunca sabía si eran de verdad o inventos o exageraciones. Y, además Ambrosio se había metido en un lío y salido pitando de Pucallpa. Sólo los vómitos no se le iban nunca.
869 Sinvergüenza, ingrato, lo insultaba Amalia, mantenido, loco, y por fin le aventó un zapato. El se dejaba gritar y dar manotazos sin protestar. Esa noche se tiró al suelo apretándose la cabeza con las manos y entre Amalia y don Atanasio lo arrastraron a la calle y lo subieron a un taxi.
870 En la Asistencia Pública le pusieron una inyección. Regresaron a Mirones pasito a paso, Trinidad en medio, parándose a descansar cada cuadra. Lo acostaron y antes de dormirse Trinidad la hizo llorar: déjame, que no arruinara su vida con él, estaba acabado, búscate alguien que te responda mejor.
871 Se había encontrado en la calle con el compañero Pedro Flores, le contó, un aprista con el que estuvo preso en el Frontón, y cuando Trinidad le dijo lo que le pasaba Pedro ven conmigo, y lo llevó al Callao, le presentó a otros compañeros, y esa misma tarde tenía trabajo en una mueblería.
872 Dejó de hablar de los amarillos, pero le seguían los vómitos. Muchas tardes lo encontraba tumbado en la cama, los ojos hundidos y sin ganas de comer. Una noche que había salido a una reunión, vino don Atanasio y le dijo a Amalia ven y la llevó hasta la esquina.
873 Amalita por su mamá, y Hortensia por una señora donde había trabajado Amalia, niño, una a la que quería mucho y que también se murió: claro que después de lo que hiciste tienes que salir de aquí, infeliz, dijo don Fermín. Fuiste mi salvación, le decía Trinidad, dime qué quieres.
874 Y entonces Amalia vamos al cine. Vieron una de Libertad Lamarque, triste, la historia se parecía a la de ellos, Amalia salió suspirando y Trinidad tienes muchos sentimientos, amorcito, vales mucho. Se estuvieron bromeando y otra vez se acordó del hijo y le tocaba la barriga, qué gordito.
875 Al otro domingo Trinidad vamos a ver a tu tía, se amistaría con Amalia cuando supiera lo del hijo. Fueron a Limoncillo y Trinidad entró primero y después salió la tía con los brazos abiertos a llamar a Amalia. Se quedaron a comer con ella y Amalia pensaba se fue la mala, todo se arregló.
876 Volvió a Mirones tarde y Trinidad no estaba, amaneció y no llegaba, y a eso de las diez de la mañana paró un taxi en el callejón y bajó un tipo que preguntó por Amalia: quiero hablarle a solas, era Pedro Flores. La hizo subir al taxi y ella qué le ha pasado a mi marido, y él está preso.
877 Usted tiene la culpa, lloraba Amalia, el Apra tiene la culpa, le van a pegar. Qué le pasaba, de qué habla: ni Pedro Flores era aprista ni Trinidad había sido nunca aprista, lo sé de sobra porque somos primos, se habían criado juntos en la Victoria, nacimos en la misma casa, señora.
878 Y le juró: nació en Lima y nunca salió de aquí y nunca se metió en política, sólo que una vez lo llevaron preso por equivocación o quién sabe por qué cuando la revolución de Odría, y cuando salió de la cárcel le dio la chifladura de hacerse pasar por norteño y por aprista.
879 Que fuera a la Prefectura, dígales que estaba borracho y que anda medio zafado, se lo soltarán. La dejó en el callejón y la señora Rosario la acompañó a Miraflores a llorarle a don Fermín. En la Prefectura no está, dijo don Fermín después de telefonear, que volviera mañana, iba a averiguar.
880 Que el ingeniero creyera lo que quisiera, pensaba Amalia. Al salir de la Maternidad fue al cementerio a llevarle unos cartuchos a Trinidad. En la tumba estaba todavía la estampita que le había puesto la señora Rosario y las letras que su primo Pedro Flores había dibujado en el yeso con un palito.
881 No sabía, pero no volvería, y lo decía con tanta cólera que Gertrudis Lama no preguntó más. Un lío terrible, había tenido que esconderse por un asunto de un camión, niño, no quería ni acordarse. La señora Rosario la obligaba a comer, la aconsejaba, trataba de hacerla olvidar.
882 Amalia dormía entre la Celeste y la Jesús, y la menor de las hijas de la señora Rosario se quejaba de que hablara con Trinidad y con su hijo a oscuras. Ayudaba a la señora Rosario a lavar la ropa en una batea, a tenderla en los cordeles, a calentar las planchas de carbón.
883 Anochecía, amanecía, atardecía, venía a visitarla Gertrudis, venía su tía, ella las escuchaba y les decía sí a todo y les agradecía los regalitos que le traían. ¿Siempre andas pensando en Trinidad?, le preguntaba a diario la señora Rosario, y ella sí, también en su hijito.
884 En la noche, cuando don Atanasio regresaba, ella se metía a su cuarto a conversar con él. Vivía en un cuartito de techo tan bajo que Amalia no podía estar de pie, y había en el suelo un colchón despanzurrado y mil cachivaches. Mientras conversaban, don Atanasio sacaba su botellita y tomaba.
885 No que las clases comenzaran en junio en vez de abril, no que los catedráticos fueran decrépitos como los pupitres, piensa, sino el desgano de sus compañeros cuando se hablaba de libros, la indolencia de sus ojos cuando de política. Los cholos se parecían terriblemente a los niñitos bien, Ambrosio.
886 A los profesores les pagarían miserias, decía Aída, trabajarían en ministerios, darían clases en colegios, quién les iba a pedir más. Había que comprender la apatía de los estudiantes, decía Jacobo, el sistema los formó así: necesitaban ser agitados, adoctrinados, organizados.
887 Era tan bueno que daban ganas de seguir Historia y no Psicología, decía Aída, y Jacobo sí, lástima que fuera hispanista y no indigenista. Las aulas abarrotadas de los primeros días se fueron vaciando, en setiembre sólo asistía la mitad de los alumnos y ya no era difícil pescar asiento en las clases.
888 Entrabas y salías de la casa como un fantasma, Zavalita; te encerrabas en tu cuarto y no le dabas cara a la familia, pareces un oso decía la señora Zoila, y el Chispas te ibas a volver virolo de tanto leer, y la Teté por qué ya no salías nunca con Popeye, supersabio.
889 Se habían matriculado en los mismos cursos, se sentaban en la misma banca, iban juntos a la Biblioteca de San Marcos o a la Nacional; a duras penas se separaban para dormir. Leían los mismos libros, veían las mismas películas, se enfurecían con los mismos periódicos.
890 La Universidad era un reflejo del país, decía Jacobo, hacía veinte años esos profesores a lo mejor eran progresistas y leían, después por tener que trabajar en otras casas y por el ambiente se habían mediocrizado y aburguesado, y ahí, de pronto, viscoso y mínimo en la boca del estómago: el gusanito.
891 A veces era como si fueran a revelar algo importante, pero se detenían en el umbral de la revelación, y sus insinuaciones y alusiones, sus ternos desteñidos y sus maneras calculadas, provocaban en ellos desasosiego, dudas, una admiración contenida por el recelo o el temor.
892 Siempre vestido de gris claro, siempre con los alegres dientes caninos al aire con sus bromas imponía a las charlas de "El Palermo", el café-billar o el patio de Económicas un clima personal que no surgía en los diálogos herméticos o estereotipados que tenían con los otros.
893 Así habían aprobado el primer año, así había pasado el verano, sin ir a la playa ni una vez piensa, así había comenzado el segundo. ¿Había sido ese segundo año, Zavalita, al ver que no bastaba aprender marxismo, que también hacía falta creer? A lo mejor te había jodido la falta de fe, Zavalita.
894 Para creer en cualquier cosa, Ambrosio. La idea de Dios, la idea de un "puro espíritu" creador del universo no tenía sentido, decía Politzer, un Dios fuera del espacio y del tiempo era algo que no podía existir. Andabas con una cara que no es tu cara de siempre, Santiago.
895 Era preciso participar de la mística idealista y por consiguiente no admitir ningún control científico, decía Politzer, para creer en un Dios que existiría fuera del tiempo, es decir que no existiría en ningún momento, y que existiría fuera del espacio, es decir que no existiría en ninguna parte.
896 Se había dado cuenta que a veces hacía trampas en el círculo, Aída: decía creo o estoy de acuerdo y en el fondo tenía dudas. Los materialistas, apoyados en las conclusiones de las ciencias, decía Politzer, afirmaban que la materia existía en el espacio y en un momento dado (en el tiempo).
897 No pudiste, Zavalita, piensa. Piensa: eras, eres, serás, morirás un pequeño burgués. ¿Las mamaderas, el colegio, la familia, el barrio fueron más fuertes?, piensa. Ibas a misa, te confesabas y comulgabas los primeros viernes; rezabas y ya entonces mentira, no creo.
898 Había sido obrero gráfico y dirigente sindical, había estado preso en tiempos de Sánchez Cerro, había estado a punto de morir de un ataque al corazón. Ahora trabajaba de día en una imprenta, era corrector de pruebas de "El Comercio" en la noche, y ya no hacía política.
899 Para burlar a los trozkistas, para evitar a los soplones, habían acordado no estar juntos en la Universidad, no detenerse a charlar cuando se cruzaran en los pasillos. En el círculo había unión, complicidad, incluso solidaridad, piensa. Piensa: sólo entre nosotros tres amistad.
900 Por las pistas paralelas de Arequipa pasaban autos y un cuchillo entraba suavecito y otro salía y volvía a entrar despacito, y ellos avanzaban por la alameda que estaba oscura y vacía, y otro como en un pan de corteza finita y mucha miga en su corazón, y de pronto la vocecita calló.
901 La voz un poco más firme ahora, más natural, Zavalita: no era él, no podía ser él. Comprendía, explicaba, aconsejaba desde una altura neutral y pensaba no soy yo. Él era algo chiquito y maltratado, algo que se encogía bajo esa voz, algo que se escabullía y corría y huía.
902 La habían leído en voz alta, glosado, discutido, habían acribillado a preguntas a Washington, se la habían llevado a su casa. Había olvidado su resentimiento, su falta de fe, su frustración, su timidez, sus celos. No era una leyenda, no había desaparecido con la dictadura: existía.
903 Ojo que ahí baja. Era mediodía, el sol caía verticalmente sobre la arena, un gallinazo de ojos sangrientos y negro plumaje sobrevolaba las dunas inmóviles, descendía en círculos cerrados, las alas plegadas, el pico dispuesto, un leve temblor centellante en el desierto.
904 Nueve apristas, tres comunistas, tres dudosos. Los otros once sin antecedentes. No, don Cayo, no se les tomó declaraciones todavía. ¿Una iguana? Dos patitas enloquecidas, una minúscula polvareda rectilínea, un hilo de pólvora encendiéndose, una rampante flecha invisible.
905 Dulcemente el ave rapaz aleteó a ras de tierra, la atrapó con el pico, la elevó, la ejecutó mientras escalaba el aire, metódicamente la devoró sin dejar de ascender por el limpio, caluroso cielo del verano, los ojos cerrados por dardos amarillos que el sol mandaba a su encuentro.
906 El ave rapaz se deslizaba, agonizaba rápidamente sobre la plomiza calamina que iba manchando de granate, llegaba a la orilla, caía y manos hambrientas la recibían, se la disputaban y la desplumaban y había risas, injurias, y un fogón chisporroteaba ya contra el muro de adobes.
907 Dentro de unos días se podrá retirar la policía, se abrirá San Marcos y todo en paz. Masticaba empeñosamente el trozo de carne que había conquistado a puño limpio y los brazos y las manos le ardían y tenía rasguños violáceos en la piel oscura y la fogata donde había tostado su botín humeaba todavía.
908 Don Melquíades venía por el corredor escoltado por dos guardias, seguido de un hombre alto que llevaba un sombrero de paja que el viento candente agitaba, las alas y la copa se mecían como si fueran de papel de seda, y un traje blanco y una corbata azul y una camisa aún más blanca.
909 No era abogado, nunca se había visto un leguleyo tan bien trajeado, y tampoco autoridad porque ¿acaso les habían dado hoy sopa de menestras, acaso les habían hecho barrer las celdas y los excusados como siempre que había inspección? Pero si no era abogado ni autoridad, quién.
910 Si hay consecuencias, renuncio, y el Serrano queda inmaculado. Dejó de roer el pulido huesecillo que tenía entre las manazas, quedó rígido, bajó un poco la cabeza, sus ojos miraban asustados hacia el corredor: don Melquíades seguía haciendo señales, seguía apuntándolo.
911 Se incorporó, corrió, cruzó el patio levantando un terral, se detuvo a un metro de don Melquíades. Los otros habían avanzado las cabezas y miraban y callaban. Los que paseaban se habían quedado inmóviles, los que dormían estaban agazapados observando y el sol parecía líquido.
912 No habrá explosión, no habrá revolución. Y esa hojita desaparecerá, te lo prometo. Alzó las manazas hasta su cara (arrugada ya en los párpados y en el cuello y en las patillas crespas y canosas) y las escupió un par de veces y se las frotó y dio un paso hacia el barril.
913 Arqueado, soportaba el peso con todo su cuerpo, y una manaza descendió toscamente por el flanco del barril y éste se elevó un poco más. Dio dos pasos de borracho con su carga a cuestas, miró con soberbia a la baranda, y de un empellón devolvió el barril a la tierra.
914 Rápidamente caminó hacia adelante, por el terral que conocía, que se divisaba desde las celdas de primera, y pronto llegó a los árboles que también había aprendido de memoria, y luego avanzó por un nuevo terral hasta los ranchos de las afueras donde en vez de detenerse apuró el paso.
915 Siguió avanzando, cada vez más apurado y extraviado, incapaz de orientarse en esas primeras calles empedradas que furiosamente pisaban sus pies descalzos, internándose cada vez más en la ciudad tan alargada, tan anchada, tan distinta de la que recordaban sus ojos.
916 Caminó sin rumbo, sin prisa, al fin se derrumbó en la banca sombreada por palmeras de una plaza. Había una tienda en una esquina entraban mujeres con criaturas, unos muchachos apedreaban un farol y ladraban unos perros. Despacio, sin ruido, sin darse cuenta, se echó a llorar.
917 Todo el viaje estuvo de pie, aferrado a la baranda del camión, olfateando y mirando el arenal, el cielo, el mar que aparecía y desaparecía entre las dunas. Cuando el camión entró a Chincha, abrió mucho los ojos, y volvía la cabeza a un lado y a otro, aturdido por las diferencias.
918 Entró de un salto, golpeándose el pecho y gruñendo, y se plantó entre las dos y la desconocida dio un grito y se persignó. Tomasa, encogida en el suelo, lo observaba y de repente de su cara se fue el miedo. Sin hablar, sin pararse, le señaló la puerta del rancho con el puño.
919 Además, no entiendo nada de política. No se rían, es cierto. Por eso, prefiero escucharlos. Avanzaron a oscuras, por calles ondulantes y abruptas, entre chozas de caña y esporádicas casas de ladrillo, viendo por las ventanas, a la luz de velas y lamparillas, siluetas borrosas que comían conversando.
920 Eran casi de la misma altura, iban callados, el cielo estaba despejado, hacía calor, no corría viento. El hombre que descansaba en la mecedora se puso de pie al verlos entrar en la desierta cantina, les alcanzó una cerveza y volvió a sentarse. Chocaron los vasos en la penumbra, todavía sin hablarse.
921 Tenía un vestido blanco de baile muy ceñido que suavemente destellaba, y dibujaba tan nítidas y tan vivas las líneas de su cuerpo que parecía desnuda. Un vestido del mismo color qué su piel, que besaba el suelo y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.
922 Tenía los hombros blancos, redondos, tiernos, y la blancura de su tez contrastaba con la oscuridad de los cabellos que llovían su espalda. Fruncía la boca con lenta avidez, como si fuera a morder el pequeño micrófono plateado, y sus ojos grandes brillaban y recorrían las mesas, una y otra vez.
923 Ninguno. Pero el Chispas se empeñó y yo moví influencias y lo hice ingresar. Y ahora ya ve, lo botan. Flojo en los estudios, indisciplinado. Se va a quedar sin carrera, es lo peor. Claro que podría moverme y hacer que lo perdonaran. Pero no, no quiero tener un hijo marino.
924 A veces era ¿vive aquí el señor Henri Barbusse o está Don Bruno Bauer?, a veces tocar el portón así, y había confusiones cómicas a veces, Zavalita. Lo guió hasta una habitación invadida por pilas de periódicos, plateadas telarañas y libros arrumados contra negras paredes.
925 Llevaba el terno café que ahora se cambiaba rara vez, la camisa arrugada, la corbata con el nudo flojo. Le ha dado por disfrazarse de proletario bromeaba Washington, piensa, se afeitaba una vez por semana y no se lustraba los zapatos, un día de estos Aída lo va a dejar se reía Solórzano.
926 No habían vuelto a juntarse los dos círculos, sólo veía a Jacobo y a Aída en San Marcos, había otros círculos funcionando pero si se lo preguntaban a Washington respondía en boca cerrada no entran moscas y se reía. Una mañana los llamó: a tal hora, en tal parte, sólo ellos tres.
927 En la Fracción Universitaria, simpatizantes y militantes son iguales. Les dio la mano, adiós camaradas, que salieran diez minutos después que él. La mañana estaba nublada y húmeda cuando dejaron atrás la librería de Matías y entraron al "Bransa" de la Colmena y pidieron cafés con leche.
928 Turnarse, desarrollar cada uno un argumento distinto, no dejar sin rebatir ninguna opinión contraria. Estaba con la corbata caída, despeinado, hablaba en voz baja: la huelga era una ocasión magnífica para provocar una toma de conciencia política en el estudiantado.
929 Las manos caídas a lo largo del cuerpo para desarrollar la alianza obrero-estudiantil. Mirando a Saldívar muy serio: iniciar un movimiento que podía extenderse a reivindicaciones como liberación de estudiantes presos y amnistía política. Calló y Huamán levantó la mano.
930 Levantó la mano y comenzó a hablar antes que Saldívar le diera la palabra: la huelga consolidaría los Centros, foguearía a los delegados, las bases apoyarían porque ¿acaso no habían demostrado su confianza en ellos eligiéndolos? Tenía las manos en los bolsillos y se clavaba las uñas.
931 Pero quién iba a saber, niño.. Pero qué bonito que habla, gritó Trifulcio. Había ralos aplausos en la Plaza, una maquinita, algunos vivas. Desde la escalerilla de la tribuna, Trifulcio veía a la muchedumbre rizándose como el mar bajo la lluvia. Le ardían las manos pero seguía aplaudiendo.
932 A ratos gritaba viva-don-Emilio-Arévalo, a ratos viva-el-general-Odría, a ratos Arévalo-Odría. Desde la tribuna le habían hecho gestos, dicho no lo interrumpas mientras habla, requintado entre dientes, pero Trifulcio no obedecía: era el primero en aplaudir, el último en dejar de hacerlo.
933 No se imagina la pena que me dio. Porque qué gran hombre fue su papá. Ahora la Plaza hervía de cantos, murmullos y vítores. Pero al estallar en el micro, la voz de don Emilio Arévalo apagaba los ruidos: caía sobre la Plaza desde el techo de la Alcaldía, el campanario, las palmeras, la glorieta.
934 Él tenía la suya prendida en la camisa, como una flor. La arrancó con una mano, la mostró a la multitud en un gesto desafiante. Unas cuantas banderitas se elevaron sobre los sombrerones de paja y los cucuruchos de papel que muchos se habían fabricado para protegerse del sol.
935 Calla negro, dijo el que daba las órdenes, todo está saliendo bien. Y Trifulcio: se empujaron el trago pero se olvidaron de las banderitas, don. Y el que daba las órdenes: déjalos, todo está muy bien. Y Trifulcio: sólo que la ingratitud de éstos da cólera, don.
936 Si don Fermín lo quería tanto. Siempre decía el flaco es al que quiero más. Solemne, marcial, la voz de don Emilio Arévalo flotaba sobre la Plaza, invadía las calles terrosas, se perdía en los sembríos. Estaba en mangas de camisa, accionaba y su anillo relampagueaba junto a la cara de Trifulcio.
937 Pero de pronto don Emilio dejó de gritar y sonrió y habló como si estuviera contento. Sonreía, su voz era suave, movía la mano, parecía que arrastrara una muleta y el toro pasara besándole el cuerpo. La gente de la tribuna sonreía, y Trifulcio, aliviado, sonrió también.
938 Además, yo no fui partidario de que se lo encarcelara en fin, ahora hay que tratar de componer las cosas. Ahora gritaba, sus manos eran dos aspas, y su voz ascendía y tronaba como una gran ola que de pronto se rompió ¡viva el Perú! Una salva de aplausos en la tribuna, una salva en la Plaza.
939 Don Emilio Arévalo estaba sudando; estrechaba las manos que convergían hacia él de todos lados, se limpiaba la frente, sonreía, saludaba, abrazaba a la gente de la tribuna, y la armazón de madera se bamboleaba, mientras don Emilio acudía hacia la escalerilla. Ahora te tocaba a ti, Trifulcio.
940 Trifulcio estaba ahí, al pie de la escalerilla, defendiendo a codazos su sitio, escupiéndose las manos, la mirada fanáticamente incrustada en las piernas de don Emilio que se acercaban mezcladas con otras, el cuerpo tenso, los pies bien apoyados en la tierra: a él, le tocaba a él.
941 No, no amigo, dijo un don Emilio risueño y modesto y sorprendido, muchas gracias pero, y Trifulcio lo soltó, retrocedió, confuso, los ojos abriéndose y cerrándose, ¿pero, pero?, y don Emilio pareció también confuso, y en el grupo apiñado en torno a él hubo codazos, cuchicheos.
942 Qué esperas, imbécil, dijo el que daba las órdenes y Trifulcio disparó una mirada angustiada a don Emilio que hizo un signo de rápido o apúrate. La cabeza de Trifulcio se agachó velozmente, atravesó el horcón que formaban las piernas, alzó a don Emilio como una pluma.
943 El Himno Nacional había terminado cuando acabaron de dar la vuelta a la Plaza. Hubo un redoble de tambor, un silencio, y comenzó una marinera. Entre las cabezas y los puestos de refrescos y de viandas, Trifulcio divisó una pareja que bailaba: ya, llévalo a la camioneta, negro.
944 Lo fue, pero sin saberlo, sin quererlo. Y además en este país hay canallas para regalar, y él creo que lo pagó, Ambrosio. Ya bájalo, dijo el que daba las órdenes, y Trifulcio se agachó: vio que los pies de don Emilio tocaban el suelo, vio sus manos que sacudían el pantalón.
945 Si en esa época eran tan amigos, niño. Cuando llegaron a la casa-hacienda y bajó de la camioneta, Trifulcio no fue a pedir de comer, sino al riachuelo a mojarse la cabeza, la cara y los brazos. Después se tendió en el patio de atrás, bajo el alero de la desmotadora.
946 Trifulcio se había arrodillado, había comenzado a jurar y a lloriquear. Pero el que daba las órdenes no se dejó conmover: lo mandaba preso de nuevo, delincuente, hampón conocido, la cartera de una vez. Y en eso se abrió la puerta de la casa-hacienda y salió don Emilio: qué pasaba aquí.
947 Ya me olvidé. Téllez y Urondo, borrachos ya, cabeceaban en la banca de madera de la chingana, pero a pesar de las cervezas y del calor, Trifulcio seguía despierto. Por los agujeros de la pared se divisaba la placita arenosa blanqueada por el sol, el rancho donde entraban los votantes.
948 Trifulcio miraba a los guardias parados frente al rancho. En el transcurso de la mañana habían venido un par de veces a tomar una cerveza y ahora estaban allá, con sus uniformes verdes. Por sobre las cabezas de Téllez y Urondo se veía una lengua de playa, un mar con manchones de algas brillando.
949 Vamos, don Cayo. Me parece magnífico que haya hecho una conquista así. Encantado de ir a comer con ustedes, cuantas veces quieran. Trifulcio vio el terral, vio la camioneta roja. Atravesó la placita entre perros que ladraban, frenó ante la chingana, bajó el que daba las órdenes.
950 Muchísima, toda la mañana habían estado entrando y saliendo. Tenía botas, pantalón de montar, una camisa sin botones: no quería verlos borrachos, que no tomaran más. Y Trifulcio: pero ahí había un par de cachacos, don. No te preocupes, dijo el que daba las órdenes.
951 Los que salían de votar se acercaban a la chingana, la dueña los atajaba en la puerta: cerrado por elecciones, no se atendía. ¿Y por qué no estaba cerrado para ésos? La vieja no les daba explicaciones: fuera o llamaba a los cachacos. Los tipos se iban, requintando.
952 La sombra de los ranchos de la placita era ya más larga que los manchones de sol, cuando volvió a aparecer la camioneta roja, ahora cargada de hombres. Trifulcio miró hacia el rancho: un grupo de votantes observaba la camioneta con curiosidad, los dos guardias también miraban acá.
953 No porque me sacaba plata, no porque me chantajeaba. Trifulcio, Téllez y Urondo salieron de la chingana, se pusieron al frente de los hombres de la camioneta. No eran más de quince y Trifulcio los reconoció: tipos de la desmotadora, peones, los dos sirvientes de la casa-hacienda.
954 Yo creía que no hacía otra cosa que trabajar día y noche, y vea usted lo que se consiguió. ¿Linda hembra, no, don Fermín? Avanzaron en pelotón por la placita y los que estaban en la puerta del rancho comenzaron a codearse y a apartarse. Los dos guardias les salieron al encuentro.
955 Y vea usted con la que salió, don Fermín. La gente se había acercado, mezclado con ellos, y los miraba y miraba a los guardias y se reía. Y entonces en la puerta del rancho surgió un hombrecito que miró a Trifulcio asustado: ¿qué bulla era ésta? Tenía saco y corbata, anteojos y un bigotito sudado.
956 Espero que al General no le parezca mal esto de que se eche una querida; así, tan abiertamente. Trifulcio cogió al hombrecito de las solapas y con suavidad lo retiró de la puerta. Lo vio ponerse amarillo, lo sintió temblar. Entró al rancho, detrás de Téllez, de Urondo y del que daba las órdenes.
957 Santiago recorrió la Colmena, la plaza San Martín. En el Jirón de la Unión cada veinte metros aparecía un guardia impávido entre los transeúntes, la metralleta bajo el brazo, la máscara contra gases a la espalda, un racimo de granadas lacrimógenas en la cintura.
958 La gente que salía de las oficinas, los vagos y los donjuanes los miraban con apatía o con curiosidad, pero sin temor. También en la Plaza de Armas había patrulleros, y ante las rejas de Palacio, además de los centinelas de uniformes negros y rojos, se veían soldados encasquetados.
959 Muchachos con caras de matones, matones con caras de tuberculosos fumaban bajo los rancios faroles de Francisco Pizarro, y Santiago avanzó entre cantinas que escupían borrachitos tambaleantes y los mendigos, las criaturas desarrapadas y los perros sin dueño de otras veces.
960 El hotel Mogollón era apretado y largo como la callejuela sin asfalto donde estaba. No había nadie en el nicho que hacía de recepción, el corredorcito y la escalera se hallaban a oscuras. En el segundo piso, cuatro varillas doradas enmarcaban la puerta del cuarto, más pequeña que su vano.
961 La masa estudiantil estaba algo apática, pero la moral de los camaradas que escaparon a la represión siempre alta, a pesar de los reveses. Fraternalmente. La carta de Arequipa estaba escrita a máquina con una tinta no negra ni azul sino violeta, y no tenía firma ni iba dirigida a nadie.
962 Estábamos moviendo bien la campaña en las Facultades y el ambiente parecía favorable a apoyar la huelga de San Marcos cuando la policía entró a la Universidad, entre los detenidos había ocho nuestros, camaradas: esperando poder darles mejores noticias próximamente y deseándoles todo éxito.
963 Independientes y apristas quieren levantar la huelga y es lo más lógico. Todo se está desmoronando, hay que salvar lo que queda de los organismos estudiantiles. Otra vez tres golpecitos, salud camaradas, la corbatita roja y la voz de pajarito. Llaque miró a su alrededor con sorpresa.
964 Héctor y Washington se sentaron en el catre, Santiago y Llaque en las sillas, Solórzano en el suelo. Estamos esperando, camarada Julián, oyó Santiago y dio un respingo. Siempre te olvidabas de tu seudónimo, Zavalita, siempre que eras secretario de actas y que debías resumir la sesión anterior.
965 Tendrías que buscar una botica y esas idas y venidas no convienen. Sólo tienen media hora de atraso, ya vendrán. Los informes, piensa, los largos monólogos donde era difícil distinguir al objeto del sujeto, los hechos de las interpretaciones y las interpretaciones de las frases hechas.
966 Washington: los dirigentes de la Escuela Normal decían no hay nada que hacer, si llamamos a votación el noventa por ciento estará contra la huelga, les daremos sólo nuestro apoyo moral. Héctor: los contactos con el Comité de huelga tranviario se habían roto desde la ocupación policial del sindicato.
967 Héctor: el movimiento había provocado una toma de conciencia política del estudiantado, ahora convenía replegarse antes de que desapareciera la Federación. Solórzano: levantar la huelga, sí, pero para comenzar de inmediato a preparar un nuevo movimiento, más poderoso y mejor coordinado.
968 Lo que no sabíamos, lo que no estaba previsto, camaradas, ¿qué era? Su manita subía y bajaba junto a tu cara, Zavalita, su voz bajita insistía, repetía, convencía. Que la huelga alcanzaría este éxito y obligaría al gobierno a desenmascararse y a mostrar toda su brutalidad a plena luz.
969 Creías que se miraban a los ojos y se cogían la mano y se recitaban poemas de Maiakovsky y de Nazim Himet, Zavalita. Ahora todos se movían en sus sitios, Héctor se secaba la cara, Solórzano exploraba el techo, por qué no se adelantaba y decía algo él, qué hacía mudo ahí atrás él.
970 Que el otro camarada dé su versión y acabemos de una vez con esto. Ojos que giraban hacia la puerta, los pasos lentos de Jacobo, la silueta de Jacobo junto a la de Aída. Su terno azul claro arrugado, su camisa medio salida, el saco sin abotonar, su corbata caída.
971 Les pido disculpas a todos. Quiero superar esta crisis, ayúdenme a superarme, camaradas. Lo que la camarada, lo que Aída es cierto. Acepto cualquier decisión, camaradas. Calló retrocedió hacia la puerta y Santiago dejó de verlo. Aída sola de nuevo su mano amoratada de puro tensa.
972 Yo voté a favor de esta huelga porque me convencieron los argumentos de Jacobo. Él fue el más entusiasta, por eso lo elegimos a la Federación y al Comité de huelga. Yo tengo que recordar que mientras el camarada Jacobo actuaba como un egoísta, detenían a Martínez.
973 Los que están de acuerdo con que se aplace la discusión de esto. Llaque, Héctor y Santiago levantaron la mano, unos segundos después lo hizo Aída. Héctor se estaba riendo, Solórzano se tocaba el estómago como si tuviera vómitos, qué es esto repetía la voz de pajarito.
974 Los papeles, las cartas. Sujeten la puerta, no tiene llave. Héctor, Solórzano y Llaque vinieron a ayudar a Jacobo y a Santiago que contenían la puerta, y todos se rebuscaban los bolsillos. Inclinado sobre el velador, Washington rompía papeles y los metía en una bacinica.
975 Washington lo tomó de la cintura, lo izó, y al abrirse el tragaluz entró una bocanada de aire fresco al cuarto. La llamita se había apagado, y ahora Aída le alcanzaba la bacinica a Jacobo, que, izado de nuevo por Washington, sacaba la bacinica por el tragaluz.
976 Estamos... Pero un guardia lo empujó y se calló. Los palmotearon de pies a cabeza, los hicieron salir en fila, con las manos en alto. En la calle había dos guardias con metralletas y un grupo de mirones. Los dividieron, a Santiago lo empujaron a un patrullero junto con Héctor y Solórzano.
977 Estaban muy apretados en el asiento, olía a sobaco, el que manejaba estaba hablando por un pequeño micrófono. El auto arrancó: el Puente de Piedra, Tacna, Wilson, la avenida España. Paró ante las rejas de la Prefectura, un soplón cuchicheó con los centinelas, y les ordenaron bajar.
978 Imaginabas la noche desvelada de la casa, Zavalita, el llanto de la mamá, el revoloteo y las carreras al teléfono y las visitas y los chismes de la Teté en el barrio y los comentarios del Chispas. Sí, esa noche la casa se había vuelto un loquerío, niño, dice Ambrosio.
979 No tengo ganas de que me violen los rateros. Mira cómo duerme el camarada. Tiene razón, vamos a acomodarnos a ver si descansamos un poco. Apoyaron las cabezas contra la pared, cerraron los ojos. Un momento después Santiago oyó pasos y miró la puerta; Héctor se había enderezado también.
980 Sí, usted solito. El retaco tomaba impulso y, al salir de la habitación, vio los ojos de Solórzano que se abrían, enrojecidos. Un corredor lleno de puertas, gradas, un pasillo de losetas que se revolvía, subía y bajaba, un guardia con fusil frente a una ventana.
981 Un cuarto grande, casi a oscuras: un escritorio con una lamparita sin pantalla, paredes desnudas, una fotografía de Odría envuelto en la banda presidencial como un bebe en un pañal. Retrocedió, miró su reloj, las doce y media, tomaba impulso y, las piernas blandas, ganas de orinar.
982 Estaba con unos compañeros, no hacíamos nada. Pero Bermúdez se había inclinado a ofrecer cigarrillos a don Fermín que, inmediatamente, con una sonrisita postiza sacó un Inca, él que sólo podía fumar Chesterfield y odiaba el tabaco negro Carlitos, y se lo puso en la boca.
983 Salieron. Iban adelante don Fermín y la figurita pequeña y angosta de Bermúdez, su terno gris a rayas, sus pasitos cortos y rápidos. No contestaba los saludos de los guardias, las buenas noches de los soplones. El patio, la fachada de la Prefectura, las rejas, aire puro, la avenida.
984 Porque los habían metido presos por mí, por lo de Jacobo y Aída, porque me habían soltado y a ellos no, por ver al viejo en ese estado. De nuevo la avenida Arequipa casi desierta, los faros del auto y las rápidas palmeras, y los jardines y las casas a oscuras.
985 Se sentó en la cama, hurgó en los bolsillos del saco, se levantó y revisó todos los ternos del ropero. Sin ponerse la bata ni las zapatillas bajó al primer rellano y entró al cuarto del Chispas. La cajetilla y los fósforos estaban en la mesa de noche, el Chispas dormía boca bajo sobre las sábanas.
986 Regresó a su cuarto. Sentado junto a la ventana ansiosamente, deliciosamente fumó, arrojando la ceniza al jardín. Poco después sintió frenar el auto a la puerta. Vio entrar a don Fermín, vio a Ambrosio yendo hacia su cuartito del fondo. Ahora estaría abriendo el escritorio, ahora prendiendo la luz.
987 Buscó a tientas las zapatillas y la bata y salió del cuarto. Desde la escalera vio que la luz del escritorio estaba encendida. Bajó, se detuvo junto a la puerta de cristal: sentado en uno de los sillones verdes, el vaso de whisky en la mano, sus ojos trasnochados, las canas de sus sienes.
988 Hay algo que estaba a punto de concretarse en estos días. Militares, senadores, mucha gente influyente. El teléfono estaba intervenido por mí, no por ti. Algo se filtraría, el cholito de Bermúdez se aprovechó de ti para darme a entender que sospechaba algo, que sabía.
989 Ahora hay que parar todo, empezar desde el principio. Ya ves, tu padre no es un lacayo de Odría ni mucho menos. Lo vamos a sacar, llamaremos a elecciones. ¿Sabrás guardar el secreto, no? al Chispas no le hubiera contado esto, ya ves que a ti te trato como a un hombrecito, flaco.
990 Bebió su último trago, apagó la luz, subieron juntos la escalera. Frente al dormitorio, don Fermín se inclinó para besarlo: tenías que tener confianza en tu padre, flaco, fueras lo que fueras, hicieras lo que hicieras, tú eras lo que él más quería, flaco. Entró al dormitorio y se tumbó en la cama.
991 Era más chica que la de la señora Zoila, también de dos pisos, elegante, y el jardín qué cuidado, eso sí. El jardinero venía una vez por semana y regaba el pasto y podaba los geranios, los laureles y la enredadera que trepaba por la fachada como un ejército de arañas.
992 De todo en el repostero: galletitas, pasitas, papitas fritas, conservas que se rebalsaban, cajas de cerveza, de whisky, de aguas minerales. En el frigidaire, enorme, había verduras y botellas de leche para regalar. La cocina tenía unas losetas negras y blancas y daba a un patio con cordeles.
993 El malestar en el cerebro aumentó con el agua fría, el dentífrico añadió un sabor dulzón al gusto amargo de la boca ¿iba a vomitar? Cerró los ojos y fue como si viera pequeñas llamas azules consumiendo sus órganos, la sangre circulando espesamente bajo la piel.
994 Sentía los músculos agarrotados, le zumbaban los oídos. Abrió los ojos: dormir más: Bajó al comedor, apartó el huevo pasado y las tostadas, bebió la taza de café puro con asco. Disolvió dos alka-seltzérs en medio vaso de agua, y apenas apuró el burbujeante líquido, eructó.
995 En el escritorio, fumó dos cigarrillos mientras preparaba su maletín. Salió y en la puerta los guardias de servicio se llevaron la mano a las viseras: Era una mañana despejada, el sol alegraba los techos de Chiclacayo, los jardines y los matorrales de la orilla del río se veían muy verdes.
996 Entró por el viejo portón; un espacioso zaguán, gordas bobinas de papel arrimadas contra paredes manchadas de hollín. Olía a tinta; a vejez, era un olor hospitalario. En la reja se le acercó un portero vestido de azul: ¿el señor Vallejo? El segundo piso, al fondo, donde decía Dirección.
997 Subió desasosegado las escaleras anchísimas que crujían como roídas desde tiempos inmemoriales por ratas y polillas. Nunca habrían pasado una escoba por aquí. Para qué haber molestado a la señora Lucía haciéndole planchar el terno, para qué desperdiciar un sol lustrándose los zapatos.
998 Se detuvo; con ojos voraces, vírgenes, exploró las mesas desiertas, las máquinas, los basureros de mimbre, los escritorios, las fotos clavadas en las paredes. Trabajan de noche, duermen de día, pensó, una profesión un poco bohemia, un poco romántica. Alzó la mano y dio un golpecito discreto.
999 LA escalera de la sala al segundo piso tenía una alfombrita roja sujeta con horquillas doradas y en la pared había indiecitos tocando la quena, arreando rebaños de llamas. El cuarto de baño relucía de azulejos, el lavador y la tina eran rosados, en el espejo Amalia podía verse de cuerpo entero.
1000 Había un solo cuadro y le ardió la cara la primera vez que lo vio. La señora Zoila jamás hubiera puesto en su dormitorio una mujer desnuda agarrándose los senos con esa desfachatez, mostrando todo con tanto descaro. Pero aquí todo era atrevido, empezando por el derroche.
1001 Se puso de pie, buenos días don Cayo, y él le alcanzó un puñado de papeles: estos telegramas de inmediato, doctorcito. Señaló la Secretaria, ¿no sabían las damas ésas que tenían que estar aquí a las ocho y media?, y el doctor Alcibíades miró el reloj de la pared: sólo eran ocho y media, don Cayo.
1002 El se alejaba ya. Entró a su oficina, se quitó el saco, se aflojó la corbata. La correspondencia estaba sobre el secante: partes policiales a la izquierda, telegramas y comunicados en el centro, a la derecha cartas y solicitudes. Acercó la papelera con el pie, comenzó con los partes.
1003 Sí, sí estaba, doctorcito, pásemelo. EL señor de cabellos blancos le sonrió amistosamente y le ofreció una silla: así que el joven Zavala, claro que Clodomiro le había hablado. En sus ojos había un brillo cómplice, en sus manos algo bondadoso y untuoso; su escritorio era inmaculadamente limpio.
1004 En fin, Quisiera hacerme una idea de sus disposiciones. -Se puso muy grave, engoló algo la voz-. Un incendio en la Casa Wiese. Dos muertos, cinco millones de pérdidas, los bomberos trabajaron toda la noche para apagar el siniestro. La policía investiga si se trata de accidente o de acto criminal.
1005 En la redacción hay muchas máquinas, escoja cualquiera. Santiago asintió. Se puso de pie, pasó a la redacción y cuando se sentó en el primer escritorio las manos le comenzaron a sudar. Menos mal que no había nadie. La Remington que tenía delante le pareció un pequeño ataúd, Carlitos.
1006 La negra Símula era gorda, canosa, callada y le cayó muy mal. En cambio con su hija Carlota, larguirucha, sin senos, pelo pasa, simpatiquísima, ahí mismo se hicieron amigas. No tiene tres porque necesite, le dijo Carlota, sino para gastar en algo la plata que le da el señor.
1007 Debía tener mucha para ponerle una casa así y haberle comprado esa cantidad de ropa y joyas y zapatos. ¿Cómo, siendo tan guapa, no se había conseguido alguien que se casara con ella? Pero a la señora Hortensia no parecía importarle mucho casarse, se la veía feliz así.
1008 Nunca se la notaba ansiosa de que el señor viniera. Claro que él aparecía y se desvivía atendiéndolo, y cuando el señor llamaba a decir voy a comer con tantos amigos, se pasaba el día dando instrucciones a Símula, vigilando que Amalia y Carlota dejaran la casa brillando.
1009 Pero el señor se iba y no volvía a hablar de él, nunca lo llamaba por teléfono y se la veía tan alegre, tan despreocupada, tan entretenida con sus amigas, que Amalia pensaba ni se acuerda de él. El señor no se parecía en nada a don Fermín que con verlo se descubría que era decente y de plata.
1010 Me sentí contento de entrar a "La Crónica", Carlitos. Qué distinta, en cambio, la señora Hortensia. él tan feo y ella tan bonita, él tan seriote y ella tan alegre. No era estirada como la señora Zoila que parecía hablar desde un trono, ni cuando le alzaba la voz la hacía sentirse su inferior.
1011 Se dirigía a ella sin poses, como si estuviera hablando con la señorita Queta. Pero, eso sí, se tomaba unas confianzas. Qué falta de vergüenza para ciertas cosas. Mi único vicio son los traguitos y las pastillitas dijo una vez, pero Amalia pensaba su vicio es la limpieza.
1012 Al día siguiente de entrar Amalia a la casita de San Miguel, cuando le llevó el desayuno a la cama, la señora la examinó de arriba abajo: ¿ya te bañaste? No, señora, dijo Amalia, sorprendida, y entonces ella hizo ascos de niñita, volando a meterte a la ducha, aquí tenía que bañarse a diario.
1013 Amalia sintió fuego en el cuerpo, cerró la llave, no se atrevía a coger el vestido, permaneció cabizbaja, fruncida. ¿Tienes vergüenza de mí?, se rió la señora. No, balbuceó ella, y la señora se rió otra vez: te estabas duchando sin jabonarte, ya me figuraba; toma, jabónate bien.
1014 Y mientras Amalia lo hacía -el jabón se le escapó de las manos tres veces, se frotaba tan fuerte que le quedó ardiendo la piel-, la señora siguió ahí, taconeando, gozando de su vergüenza, también las orejitas, ahora las patitas, dándole órdenes de lo más risueña, mirándola de lo más fresca.
1015 Pero no sólo eso, además hacía que se echaran polvos contra la transpiración en las axilas. Cada mañana, medio dormida, desperezándose, los buenos días de la señora eran preguntar ¿te bañaste, te pusiste el desodorante? Así como se tomaba esas confianzas, tampoco le importaba que ellas la vieran.
1016 Entró y la señora estaba en la tina, la cabeza apoyada en un almohadón, los ojos cerrados. El vaho cubría el cuarto, todo era tibio y Amalia se detuvo en la puerta, mirando con curiosidad, con inquietud, el cuerpo blanco bajo el agua. La señora abrió los ojos: qué hambre, tráemelo aquí.
1017 En la atmósfera humosa, Amalia vio aparecer el busto impregnado de gotitas, los botones oscuros. No sabía dónde mirar, qué hacer, y la señora con ojos regocijados comenzaba a tomar su jugo, a poner mantequilla en la tostada, de pronto la vio petrificada junto a la tina.
1018 El primer domingo en la casita de San Miguel, para darle una buena impresión le dijo ¿puedo ir a misa un ratito? La señora lanzó una de sus risas: anda, pero cuidado que te viole el cura, beatita. Nunca va a misa, le contó después Carlota, nosotras tampoco vamos ya.
1019 Cuando llegue el Ministro, avísele que iré a su despacho a las tres. Firmaré las cartas luego. Eso es todo, doctorcito. Alcibíades salió y él abrió el primer cajón del escritorio. Cogió un frasquito y lo contempló un momento, disgustado. Sacó una pastilla, la humedeció con saliva y la tragó.
1020 Se levantaba tardísimo. Amalia le subía el desayuno a las diez, junto con todos los periódicos y revistas que encontraba en el quiosco de la esquina, pero después de tomar su jugo, su café y sus tostadas, la señora se quedaba entre las sábanas, leyendo o flojeando, y nunca bajaba antes de las doce.
1021 A veces las lisuras llegaban hasta la cocina y Símula cerraba la puerta. Al principio a Amalia le chocaba, después se moría de risa y corría al repostero a oír lo que les chismeaba a la señorita Queta o a la señorita Carmincha o a la señorita Lucy o a la señora Ivonne.
1022 Bueno, de todo un poco. El primero había tenido que ver con las barriadas. Éste es Ludovico, había dicho el señor Lozano, éste es Ambrosio, así se conocieron. Se dieron la mano, el señor Lozano les explicó todo, después ellos dos habían salido a tomarse un trago a una pulpería de la avenida Bolivia.
1023 Siguieron a patita, espantando las moscas, embarrándose, y preguntando encontraron la casa del tipo. Había abierto una gorda achinada que los miró con desconfianza: ¿se podría hablar con el señor Calancha? Había salido de la oscuridad: gordito, sin zapatos, en camiseta.
1024 Muchos eran recién bajaditos de la sierra y ni hablaban español, se habían acomodado en este terrenito sin hacerle mal a nadie, cuando la revolución de Odría lo bautizaron 27 de Octubre para que no les mandaran a los cachacos, estaban agradecidísimos a Odría porque no los sacó de aquí.
1025 LA señorita Queta venía casi siempre después del almuerzo, era su más íntima, también guapa pero nunca como la señora Hortensia. Pantalones, blusitas escotadas y pegaditas, turbantes de colores. A veces la señora y la señorita Queta salían en el carrito blanco de la señorita y volvían a la noche.
1026 Cuando se quedaban en la casa, se pasaban la tarde hablando por teléfono y eran siempre los mismos chismes y rajes. Toda la casita se contagiaba de los disfuerzos de la señora y de la señorita, sus risas llegaban a la cocina y Amalia y Carlota corrían al repostero a escuchar las pasadas que hacían.
1027 Hablaban poniéndose un pañuelo en la boca, se arranchaban el teléfono, cambiaban de voz. Si les contestaba un hombre: eres muy buen mozo y me gustas, estoy enamorada de ti pero ni siquiera me miras, ¿quieres venir a mi casa a la noche?, soy una amiga de tu mujer.
1028 Y otro día, bajando la voz, ¿te cuento un secreto? La señora también había sido artista, Carlota había encontrado en su dormitorio un álbum con fotos donde aparecía elegantísima y mostrando todo. Amalia rebuscó el velador, el closet, el tocador pero no dio con el álbum.
1029 Se le ha puesto ahí para que facilite las cosas, no para que las complique pensando. El Ministerio ha conseguido algunas concesiones de los empleadores, ahora el sindicato debe aceptar la mediación. Dígale a Pereira que este asunto debe terminar en cuarenta y ocho horas.
1030 La achinada había cogido un palo y Ludovico se echó a reír. Calancha la insultó, le arranchó el palo, discúlpenla, perdónenla, un teatrero increíble don, le había llamado la atención que entraran sin tocar. Salió con ellos y esa noche sólo llevaba un pantalón y apestaba a trago.
1031 Lo dejaron así, jurando y prometiendo. ¿Tendría palabra el pendejo éste, Ambrosio? Tenía don: al día siguiente fue Hipólito a llevarles los banderines y Calancha lo había recibido al frente de la directiva, e Hipólito vio que palabreaba a su gente y cooperaba de lo más bien.
1032 Pero las caderas eran un corazón, anchas anchas y se iban cerrando, cerrando, y las piernas se iban adelgazando despacito, tobillos finos y pies como los de la niña Teté. Manos chiquitas también, uñas larguísimas siempre pintadas del mismo color que los labios.
1033 Y Carlota: ¿por qué va a ser celoso con ella?, si era su querida nomás. Era tan raro, el señor sería feo y viejo pero no parecía tener un pelo de tonto, y sin embargo se quedaba tan tranquilo cuando los invitados, ya tomaditos, empezaban – a aprovecharse con la señora haciéndose los que bromeaban.
1034 Por ejemplo estaban bailando y le daban su besito en el cuello o le sobaban la espalda y cómo la apretaban. La señora soltaba su risita, jugando le daba un manazo al atrevido, lo empujaba jugando contra un sillón, o seguía bailando como si tal cual, dejándolo que se propasara.
1035 Partía tempranito, Amalia lo veía, amarillo y ojeroso, cruzar rapidito el jardín, despertar a los dos tipos que se habían pasado la noche en el auto esperándolo, ¿cuánto les pagaría para hacerlos trasnochar así? apenas partía el auto se iban también los guardias de la esquina.
1036 Símula le tenía lista una fuente de conchitas con salsa de cebolla y mucho ají y un vaso de cerveza helada. Aparecía en bata, los ojos hinchados y enrojecidos, almorzaba y regresaba a la cama, y en la tarde andaba tocando el timbre para que Amalia le subiera agua mineral, alka-seltzers.
1037 Los grupitos se reúnen, los apristas más desorganizados que nunca, los rabanitos un poquito más activos. Ah sí, hemos identificado un nuevo grupito trozkista. Reuniones, conversaciones, nada. La semana próxima hay elecciones en Medicina. La lista aprista puede ganar.
1038 Es una buena persona ¿comprende? La cara gorda se había llenado de sudor, los ojitos de chancho trataban angustiosamente de sonreír. Le abrió la puerta, le dio una palmadita en el hombro, hasta mañana Lozano, y regresó al escritorio. Levantó el fono: comuníqueme con el senador Landa, doctorcito.
1039 Sigue durmiendo nomás. EN la mañanita del 27 habían ido con Hipólito y Ludovico a buscar los ómnibus y camiones, estoy preocupado decía Ludovico pero Hipólito no habrá problema. Desde lejos vieron a la gente de la barriada amontonada, esperando, tantos que tapaban las chozas, don.
1040 Le dieron sus trescientos soles y a él le dio porque tenían que tomarse unos tragos juntos. Habían repartido trago y cigarros, muchos andaban borrachos. Se tomaron unos piscos con Calancha y después Ludovico y Ambrosio se habían escapado, dejándolo a Hipólito en la barriada.
1041 Había sentido al señor bajar las escaleras, salido a la salita, visto entre las persianas que el carro partía y que se iban los cachacos de la esquina. Entonces subió al primer piso, tocó la puerta apenitas, ¿podía recoger la lustradora, señora?, y abrió y entró en puntas de pie.
1042 La poca luz de la ventana aclaraba las patitas de cocodrilo, el biombo, el closet, lo demás estaba a oscuras y flotaba un vaho tibio. No miró la cama mientras iba hacia el tocador, sino cuando volvía jalando la adoga: Se quedó helada: Ahí estaba también la señorita Queta.
1043 Siguió su camino, el suelo parecía de espinas, pero antes de salir una invencible curiosidad la obligó a mirar: una sombra clara, una sombra oscura, las dos tan quietas, pero algo raro y como peligroso salía de la cama y vio el dragón descoyuntado en el espejo del techo.
1044 Así las encontró Símula al volver de la compra, qué les pasaba, nada, en la radio habían oído un chiste chistosísimo. La señora y la señorita bajaron a mediodía, comieron conchitas con ají, tomaron cerveza helada. La señorita se había puesto una bata de la señora que le quedaba cortísima.
1045 No hicieron llamadas, estuvieron oyendo discos y conversando, la señorita se fue al atardecer. AH estaba el señor Tallio, don Cayo, ¿lo hacía pasar? Sí, doctorcito. Un momento después se abrió la puerta: reconoció sus rizos rubios, su cara lampiña y sonrosada, su andar elástico.
1046 Las carátulas eran brillantes, irónicas, multicolores. La mayoría de las mesas estaban vacías, pero del otro lado de la rejilla que separaba los dos ambientes del local, venían murmullos; en el bar un hombre en mangas de camisa bebía una cerveza. Alguien, oculto en la oscuridad, tocaba el piano.
1047 Era la que hacía más bulla en las fiestecitas, una atrevida para bailar, ella sí que se dejaba aprovechar a su gusto por los invitados, no paraba de provocarlos. Se les acercaba por la espalda, los despeinaba, les jalaba la oreja, se les sentaba en las rodillas, una descocada.
1048 Pero era la que alegraba la noche con sus locuras. La primera vez que vio a Amalia se la quedó mirando con una sonrisita rarísima, y la examinaba y la miraba y se quedaba pensando y Amalia qué le pasará, qué tengo. Así que tú eres la famosa Amalia, por fin te conozco.
1049 Loquísima pero qué simpática. Cuando no estaba haciendo pasadas por teléfono con la señora, contaba chistes. Entraba con una alegría perversa en los ojos, tengo mil chismes nuevecitos chola, y desde la cocina, Amalia la oía rajando, chismeando, burlándose de todo el mundo.
1050 También ella les hacía a Carlota y Amalia unas bromas que las dejaban mudas y con la cara quemando. Pero era buenísima, vez que las mandaba al chino a comprar algo les regalaba uno, dos soles. Un día de salida hizo subir a Amalia a su carrito blanco y la llevó hasta el paradero.
1051 Apoyó la cabeza crespa en las carátulas, estuvo un rato con los ojos cerrados, luego hurgó sus bolsillos, sacó algo que se llevó a la nariz y aspiró hondo. Permaneció con la cabeza echada atrás la boca entreabierta, con una expresión de tranquila de embriaguez.
1052 Te voy a confesar un gran secreto. La poesía es lo más grande que hay, Zavalita. Esa vez la señorita Queta llegó a la casita de San Miguel a mediodía. Entró como un ventarrón, al pasar le pellizcó la mejilla a Amalia que le había abierto la puerta y Amalia pensó mareadísima.
1053 Entraron al dormitorio, y rato después un grito de la señora, tráenos una cerveza helada. Amalia subió con la bandeja y desde la puerta vio a la señorita tumbada en la cama sólo con fustán. Su vestido y medias y zapatos estaban en el suelo y ella cantaba, se reía y hablaba sola.
1054 Oye, qué bien te las buscas, chola, y la señorita se hacía la que amenazaba a la señora, ¿no me andarás engañando con ésta, no?, y la señora lanzó una de sus carcajadas: sí, te engaño con ella. Pero tú no sabes con quién te está engañando esta mosquita muerta, se reía la señorita Queta.
1055 A Amalia le empezaron a zumbar las orejas, la señorita la sacudía del brazo y comenzó a cantar ojo por ojo, chola, diente por diente, y miró a Amalia y ¿en broma o en serio? dime Amalia, ¿en las mañanitas después que se va el señor vienes a consolar a la chola? Amalia no sabía si enojarse o reírse.
1056 A veces sí, pues, tartamudeó y fue como si hubiera hecho un chiste. Ah bandida, estalló la señorita Queta, mirando a la señora, y la señora, muerta de risa, te la presto pero trátamela bien, y la señorita le dio a Amalia un jalón y la hizo caer sentada en la cama.
1057 Amalia salió del cuarto, perseguida por las risas de las dos, y bajó las escaleras riéndose, pero le temblaban las rodillas y cuando entró a la cocina estaba seria y furiosa. Símula fregaba en el lavadero, canturreando: qué te pasa. Y Amalia: nada, están borrachas y me han hecho avergonzar.
1058 Cerró la puerta y al instante dejó de sonreír. Fue hacia el escritorio se sentó sacó el tubito del cajón de la derecha, llenó de saliva la boca antes de ponerse la pastilla en la punta de la lengua. Tragó, permaneció un momento con los ojos cerrados, las manos aplastando el secante.
1059 Lo que a mí me gusta. Las escorias, mi elemento, Zavalita. Después calló y permaneció inmóvil y risueño mirando el vacío. Cuando Santiago llamó al mozo, despertó y pagó la cuenta. Salieron y Santiago tuvo que tomarlo del brazo porque se daba encontrones contra las mesitas y las paredes.
1060 La señora Zoila muy bien, el niño Chispas tenía una enamorada que había estado de candidata a Miss Perú, la niña Teté hecha una señorita, y el niño Santiago no había vuelto a la casa desde que se escapó. No se lo podía nombrar delante de la señora Zoila porque se ponía a llorar.
1061 Fue al repostero a espiar: ahí estaba don Fermín, despidiéndose de don Cayo. Alto, canoso, tan elegante de gris, y se acordó de golpe de todas las cosas que habían pasado desde la última vez que lo vio, de Trinidad, del callejón de Mirones, de la Maternidad, y sintió que se le venían las lágrimas.
1062 Fue al baño a mojarse la cara. Ahora estaba furiosa con Ambrosio, furiosa con ella misma por haberse puesto a conversar con él como si fueran algo, por no haberle dicho ¿crees que porque me avisaste que aquí necesitaban sirvienta ya me olvidé, que ya te perdoné? Ojalá te mueras, pensó.
1063 Bajó antes que Ambrosio le abriera la puerta, espérame aquí. Soldados que saludaban, un pasillo, una escalera, un oficial que sonreía. En la antesala del Servicio de Inteligencia lo esperaba un capitán de bigotitos: el Mayor está en su oficina, señor Bermúdez, pase.
1064 Tenían tiempo todavía y estaban yendo a tomarse un trago cuando se apareció Hipólito y agarró a cada uno del brazo: les convidaba una mulita. Habían ido a la chingana de la avenida Bolivia, Hipólito pedido tres cortos, sacado ovalados y encendido el fósforo con mano tembleque.
1065 Hizo que no con la cabeza, vació su copa, le dijo al chino otra vuelta. ¿Qué pasaba entonces, Hipólito? Los miró, les aventó el humo a la cara, por fin se había animado a soltar la piedra, don: le fregaba este merengue del Porvenir. Ambrosio y Ludovico se rieron.
1066 No había de qué, Hipólito, las viejas locas se echarían a correr al primer silbatazo, era el trabajo más botado, hermano. Hipólito se vació la segunda copa y los ojos se le saltaron. No era miedo, conocía la palabra pero no lo había sentido nunca, él había sido boxeador.
1067 Ambrosio y Ludovico se miraron como diciendo ¿se loqueó? Háblanos con la mayor franqueza, Hipólito, para algo eran amigos. Tosía, parecía que se atrevía y se arrepentía, don, por último se le atracó la voz pero lo soltó: una cosa de familia, una cosa personal.
1068 Su madre hacía petates y tenía su puesto en la Parada, él había crecido en el Porvenir, vivido ahí, si eso era vivir. Limpiaba y cuidaba carros, hacía mandados, descargaba los camiones del Mercado, se sacaba sus cobres como podía, a veces metiendo la mano donde no debía.
1069 No hay motivo para que te amargues, quién te va a reconocer después de tantos años. Además ni te verán la cara, las luces del Porvenir son malísimas, los palomillas se andan volando los faroles a pedradas. No hay motivo, Hipólito. Se había quedado pensando, lamiéndose la boca como un gato.
1070 El chino trajo sal y limón, Ludovico se saló la punta de la lengua, se exprimió la mitad del limón en la boca, vació su copa y exclamó el trago ha subido de categoría. Se habían puesto a hablar de otra cosa, pero Hipólito callado, mirando el suelo, el mostrador, pensando.
1071 Iban a pasear, al cine, un domingo habían ido al Coliseo a ver los bailes folklóricos. ¿Porque conversaste con él que ya lo perdonaste? Algunas veces salía con Carlota, pero no muy seguido, porque Símula quería que Amalia la trajera antes del anochecer. Hubieras debido tratarlo mal, bruta.
1072 Al salir, Símula las volvía locas con sus recomendaciones, y al volver con sus preguntas. Qué plantón se iría a dar el domingo, venirse desde Miraflores hasta aquí de balde, cómo te requintaría. Pobre Carlota, Símula no la dejaba asomar la nariz a la calle, paraba asustándola con los hombres.
1073 Pero a lo mejor no vendría, ella le había dicho ni te lo sueñes y diría para qué voy. El sábado planchó el vestido azul brillante que le había regalado la señora Hortensia, ¿dónde vas mañana? le preguntó Carlota, donde su tía. Se miraba en el espejo y se insultaba: ya estás pensando en ir, bruta.
1074 No, no iría. Ese domingo estrenó los zapatos de taco que se había comprado recién, y la pulserita que se sacó en una tómbola. Antes de salir, se pintó un poco los labios. Recogió la mesa rapidito, casi no almorzó, subió al cuarto de la señora a mirarse de cuerpo entero en el espejo.
1075 Se fue derechita hasta el Bertoloto, lo cruzó y en la Costanera sintió furia y cosquillas en el cuerpo: ahí estaba, en el paradero, haciéndole adiós. Pensó regrésate, pensó no le vas a hablar. Se había puesto un terno marrón, camisa blanca, corbata roja, y un pañuelito en el bolsillo del saco.
1076 No la úlcera, no el tabaco. Habían pagado al chino, salido, y cuando llegaron al patio ya había comenzado la reunión, don. El señor Lozano les puso mala cara y les señaló el reloj. Había unos cincuenta ahí, todos vestidos de civil, algunos se reían como idiotas y qué tufo.
1077 Se habían reído, por educación, no porque su chiste fuera chiste, y en la armería habían tenido que firmar un recibito. Les dieron cachiporras, manoplas y cadenas de bicicleta. Regresaron al patio, se mezclaron con los otros, algunos estaban tan jalados que apenas podían hablar.
1078 No, don, todos eran voluntarios. Contentos de sacarse unos soles extras pero algunos asustados de lo que pudiera pasarles. Fumaban, se bromeaban, jugando se pegaban con las cachiporras. Así estuvieron hasta eso de las seis en que vino el Mayor a decir ahí está el ómnibus.
1079 Hipólito se había llevado a los otros hacia el lado del cine. Repartidos en grupitos de tres, de cuatro, se habían metido a la Feria. Ambrosio y Ludovico miraban las sillas voladoras, ¿cojonudo cómo se les levantaba la falda a las mujeres? No, don, ni se veía, había poquita luz.
1080 Huele como si le hubieran dado un dato falso a Lozano, había dicho Ludovico. Llevaban ya media hora ahí y ni sombra de nada. EN el tranvía, se sentaron juntos y Ambrosio le pagó el pasaje. Ella estaba tan furiosa por haber venido que ni lo miraba. Cómo puedes ser tan rencorosa, decía Ambrosio.
1081 Pura risa con él, miraditas y coqueterías, y de pronto, sin darse cuenta, su boca dijo fuerte, mirando a las dos mujeres, no a él: está bien ¿dónde vamos a ir? Ambrosio la miró asombrado, se rascó la cabeza y se rió: qué mujer ésta. Fueron al Rímac, porque Ambrosio tenía que ver a un amigo.
1082 Sólo había hombres en el restaurant, algunos con qué pintas, y Amalia se sentía incómoda. Qué haces aquí pensaba, por qué eres tan bruta. La espiaban de reojo pero no le decían nada. Tendrían miedo a los dos hombrones que estaban con ella, porque Ludovico era tan alto y tan fuerte como Ambrosio.
1083 Entre los dos se contaban cosas, se preguntaban por amigos y ella se aburría. Pero de repente, Ludovico dio un golpecito en la mesa: ya está, se iban a Acho, los haría entrar. Los hizo pasar, no por donde el público, sino por un callejón y los policías lo saludaban a Ludovico como a un íntimo.
1084 Toreaban tres, pero la estrella era Santa Cruz, llamaba la atención ver a un negro en traje de luces. Le haces barra porque es tu hermano de raza, le bromeaba Ludovico a Ambrosio, y él, sin enojarse; sí y además porque es valiente. Era: se hacía revolcar, se arrodillaba, citaba al toro de espaldas.
1085 Iba a contestarle ni te lo sueñes pero se arrepintió y cerró la boca y pensó bruta. Se le ocurrió que hacía más de tres años ya, casi cuatro, que no salía con Ambrosio, y de pronto se sintió apenada. ¿Qué quieres hacer ahora?, dijo Ambrosio. Ir donde su tía, a Limoncillo.
1086 No, se estaba acordando de antes, de los domingos que se veían en Surquillo, y las noches que se juntaban a escondidas en el cuartito junto al garaje y de lo que pasó. Sintió rabia otra vez, si me toca lo rasguñaba, lo mataba. Pero Ambrosio no trató siquiera, y al salir le invitó un lonche.
1087 Fueron andando hasta la plaza de Armas, conversando de todo menos de antes. Sólo cuando estaban esperando el tranvía él la cogió del brazo: yo no soy lo que tú crees, Amalia. Ni tampoco eres lo que tú crees, dijo Queta, tú eres lo que haces, esa pobre Amalia me da compasión.
1088 Bajaron en el paradero del Colegio de las Canonesas y había oscurecido. Tú tuviste otro hombre, el textil ése, dijo Ambrosio, yo no he tenido ninguna mujer. Y un poco después, ya llegando a la esquina de la casa, con la voz resentida: me has hecho sufrir mucho, Amalia.
1089 Habían entrado por una de las esquinas de la Plaza, y ellos se les arrimaron, como curiosos. Cuatro llevaban un cartel con letras rojas, detrás venía un grupito, las cabecillas había dicho Ludovico, que hacían gritar a las demás y las demás serían media cuadra.
1090 La gente de la Feria también se había acercado a mirarlas. Gritaban, sobre todo las de adelante, ni se entendía qué, y había viejas, jóvenes y criaturas pero ningún hombre, tal como dijo el señor Lozano había dicho Hipólito. Muchas trenzas, muchas polleras, muchos sombreros.
1091 Las mujeres dieron la vuelta a la Plaza y ellos las habían seguido, desde atrás y separados. Cuando estaban frente a la Rueda Chicago se había aparecido otra vez Hipólito: me arrepentí, quiero irme. Yo te estimo pero yo me estimo más, había dicho Ludovico, te advierto que te jodo, mostacero.
1092 Ese sacudón le había levantado la moral, don: miró con furia, salió disparado. Habían ido reuniendo a la gente, la habían ido palabreando, y, con disimulo, se pegaron a la manifestación. Estaban aglomeradas junto a la Rueda Chicago, las del cartelón daban la cara a las otras.
1093 Se había amontonado más gente, estaban ahí apretaditas, habían parado la música de la Rueda, pero ni se oía a la que estaba hablando. Ellos se habían ido metiendo, aplaudiendo, las bobas nos abren cancha decía Ludovico, y por el otro lado la gente de Hipólito se iba metiendo también.
1094 Ahí habían entrado en danza las cachiporras y las cadenas, los sopapos y los puñetazos, y ahí habían comenzado un millón de mujeres a rugir y patalear. Ambrosio y Ludovico estaban juntos, uno se resbalaba y el otro lo sostenía, uno se caía y el otro lo levantaba.
1095 No era de ahí, sino de atrás. La cola había estado enterita y coleteando, don. Fueron a ayudar y la desbandaron. Había disparado uno que se llamaba Soldevilla, me acorralaron como diez, me iban a sacar los ojos, no había matado a nadie, el disparo fue al aire.
1096 Te jodes idéntico, había dicho Ludovico, pasaré parte y te quedas sin prima. La Feria se había quedado vacía, los tipos que manejaban la Rueda, las sillas voladoras, el Cohete, estaban temblando en sus casetas, y lo mismo las gitanas en sus carpas. Se contaron y faltaba uno, don.
1097 Lo habían encontrado soñado junto a una tipa que lloraba. Varios se habían enfurecido, qué le has hecho puta, y le llovieron. Se llamaba Iglesias, era ayacuchano, le habían rajado la boca, se levantó como sonámbulo, qué, qué. Basta, había dicho Ludovico a los que sonaban a la mujer, ya se terminó.
1098 Habían tomado el ómnibus en el canchón y nadie hablaba, muertos de cansancio. Al bajar habían empezado a fumar, a mirarse las caras, me duele aquí, a reírse, mi mujer no creerá que este rasguño es accidente de trabajo. Bien, muy bien, había dicho el señor Lozano, cumplieron, vayan a recuperarse.
1099 Ya no se sentía furiosa con él, ya no sentía cólera consigo misma por haber salido con él. Lo odias y se te pasa, pensaba, y al ratito lo odias y otra vez se te pasa, por qué eres tan loca. Una noche soñó que el domingo, a la hora de la salida, lo encontraría en el paradero, esperándola.
1100 Fue a buscar a Gertrudis, no la veía hacía meses. Llegó al laboratorio cuando salían y Gertrudis la llevó a su casa a almorzar. Ingrata, tanto tiempo, decía Gertrudis, había ido a Mirones un montón de veces y la señora Rosario no sabía la dirección donde trabajas, cuéntame cómo te va.
1101 Estuvo a punto de decirle que había visto a Ambrosio de nuevo pero se arrepintió, le había rajado tanto de él antes. Quedaron en verse el domingo próximo. Regresó a San Miguel todavía con luz y fue a tenderse a su cama. Después de todo lo que te hizo todavía piensas en él, bruta.
1102 La insultaba y al final le advertía, lívido: muerta te espero. El domingo Símula y Carlota salieron temprano y la señora poco después, con la señorita Queta. Lavó el servicio, se sentó en la sala, prendió la radio. Todo eran carreras o fútbol y se aburría cuando tocaron la puerta de la cocina.
1103 La sonrisa se le esfumó de la cara, hizo un gesto desanimado y se la quedó mirando sin saber qué hacer. Se echó atrás la gorra y le sonrió con esfuerzo: se estaba arriesgando a que lo resondraran por venir a verte y tú me recibes así, Amalia. Lo que pasó había pasado ya, Amalia, se había borrado.
1104 Pensó va a llorar, voy a llorar-. Para que te lo sepas, te sigo queriendo como antes. Se la quedó mirando de nuevo y ella retrocedió y cerró la puerta. Lo vio vacilar un momento; luego se acomodó la gorra y se fue. Ella volvió a la sala y alcanzó a verlo volteando la esquina.
1105 No, era mentira. ¿A lo mejor se había enamorado de ella de nuevo, ese día que se encontraron en la calle? Afuera no había ningún ruido, las cortinas estaban corridas, una resolana verdosa entraba desde el jardín. Pero su voz parecía sincera, pensaba, sintonizando una y otra estación.
1106 No quieren que te pases la vida de empleadito, como yo. Sonrió sin amargura y llenó de nuevo las copas. Ya iba a estar el chupe, se oía a lo lejos la cascada voz de Inocencia, y el tío Clodomiro movía la cabeza, compasivo: la pobre vieja ya casi ni veía, flaco.
1107 Buscaba pretextos para meterse al repostero, a los cuartos, al patio cuando Amalia estaba ahí. Al principio no le diría nada con la boca, pero le hablaba con los ojos, y ella asustada de que la señora Zoila o los niños se dieran cuenta y le pescaran las miradas.
1108 Pero, al menos de eso, pronto se tranquilizó. Sería fresco, pero también sabido, o mejor dicho cobarde: les tenía más miedo a los señores que yo, Gertrudis. Ni siquiera por las otras empleadas se dejó pescar, estaba fastidiándola y aparecía la cocinera o la otra muchacha y él volaba.
1109 Te aguanto todo a ti, me pegas y sabe a besos, esas mentiras que dicen, Gertrudis. Se dio maña para tener el mismo día de salida que ella se averiguó dónde vivía y un día Amalia lo vio pasando y repasando frente a la casa de su tía en Surquillo, y tú adentro espiándolo encantada se rió Gertrudis.
1110 No, enojada. A la cocinera y a la otra muchacha las impresionaba, decían tan altazo, tan fuerte, cuando está de azul se sienten escalofríos y cochinadas así. Pero ella no, Gertrudis, a Amalia le parecía como cualquier otro nomás. Si no fue por su pinta entonces por qué te conquistó, dijo Gertrudis.
1111 A lo mejor por los regalitos que le dejaba escondidos en su cama. La primera vez que vino y le metió un paquetito en el delantal, se lo devolvió sin abrirlo, pero después, ¿qué bruta no, Gertrudis?, se los aceptaba, y en las noches pensaba curiosa qué me dejaría hoy.
1112 Conversaron en plena calle, tomándose unas raspadillas, y la semana próxima, el día de salida, fueron a un cine. ¿Ahí? dijo Gertrudis. Sí, se había dejado abrazar, besar. Desde entonces se creería con derechos o qué, estaban solos y quería aprovecharse Amalia tenía que andarse corriendo.
1113 Los señores habían salido, la niña Teté y el niño Santiago se habrían dormido ya, el niño Chispas se había ido a la Escuela Naval con su uniforme -qué, qué- y ella, idiota pues, le había hecho caso, idiota se había metido a su cuarto. Claro, se aprovechó, y Gertrudis o sea que ahí, muerta de risa.
1114 La hizo llorar, Gertrudis, sentir qué miedo, qué dolor. Pero allí mismo había comenzado Amalia a decepcionarse, esa misma noche él se le achicó, y Gertrudis ajajá, ajajá, y Amalia no seas tonta, no por eso, ay qué cochina, me has hecho avergonzar. ¿De qué te decepcionaste entonces?, dijo Gertrudis.
1115 Cómo, qué. Se le empaparon las manos de sudor, escóndete escóndete, y la empujaba, métete bajo la cama, no te muevas, llorando casi del miedo que sentía, y semejante hombrón, Gertrudis, cállate y de repente le tapó la boca con furia, como si yo fuera a gritar o qué, Gertrudis.
1116 Y que tenían que cuidarse mucho, la señora Zoila era tan estricta. Qué rara se había sentido al día siguiente, Gertrudis, con ganas de reírse, con pena, feliz, y qué vergüenza cuando fue a lavar a escondidas las manchitas de sangre de las sábanas, ay no sé por qué te cuento estas cosas, Gertrudis.
1117 No tenemos mucho en común con esos patanes, don Cayo. Él no dijo nada. Fumando, esperó que don Fermín alargara la mano hacia el platito de maní, que se llevara el vaso de gin a la boca, bebiera, se secara los labios con la servilleta, y que lo mirara a los ojos.
1118 Pensaría que si nos juntábamos mucho le iba a pasar la peste. Él fue muy ambicioso desde chico. Siempre quiso ser alguien. Bueno, lo ha conseguido y eso no se le puede reprochar a nadie. A ti te debería enorgullecer, más bien. Porque Fermín ha conseguido lo que tiene a fuerza de trabajo.
1119 Ese horror de tu padre por lo que ha sido mi vida, antes me parecía injusto, pero ahora lo comprendo. Porque, a veces, me pongo a pensar, y no tengo ni un recuerdo importante. La oficina, la casa, la casa, la oficina. Tonterías, rutinas, sólo eso. Bueno, no nos pongamos tristes.
1120 La vieja Inocencia entró a la salita: ya estaba servido, podían pasar. Sus zapatillas, su chalina, Zavalita, su delantal tan grande para su cuerpecillo raquítico, su voz cascada. Había un plato de chupe humeando en su asiento, pero en el de su tío sólo un café con leche y un sandwich.
1121 Anda, sírvete, antes que se enfríe. De rato en rato venía Inocencia y a Santiago ¿qué tal, qué tal estaba? Le cogía la cara, qué grande estabas, qué buen mozo estabas, y cuando se iba el tío Clodomiro guiñaba un ojo: pobre Inocencia, tan cariñosa contigo, con todo el mundo, pobre vieja.
1122 Poco, y siempre por la cobardía de él, si no se hubieran llevado regio. Se veían los días de salida, iban al cine, a pasear, en las noches ella cruzaba el jardín sin zapatos y se quedaba con Ambrosio una horita, dos. Todo muy bien, ni las otras muchachas sospechaban nada.
1123 Amalia estaba mirándolo de reojo mientras metía la ropa a la lavadora, y de repente vio que se confundía y oyó lo que le decía al niño Chispas: ¿a mí, niño? Qué ocurrencia, a él qué le iba a gustar ésa, ni regalada la aceptaría, niño. Señalándome, Gertrudis, sabiendo que lo estaba oyendo.
1124 Amalia imaginó que soltaba la ropa, corría y lo rasguñaba. Esa noche fue a su cuarto sólo para decirle te he oído, qué te has creído, creyendo que Ambrosio le pediría perdón. Pero no, Gertrudis, no, nada de eso: fuera, anda vete, sal de aquí. Se había quedado aturdida en la oscuridad, Gertrudis.
1125 No se iba a ir, por qué me tratas así, qué te he hecho, hasta que él se levantó de la cama y cerró la puerta. Furioso, Gertrudis, lleno de odio. Amalia se había puesto a llorar, ¿crees que no oí lo que le dijiste al niño de mí?, y ahora por qué me botas, por qué me recibes así.
1126 No es por los señores, no busques pretextos, trataba de decir Amalia, te has conseguido otra, pero él la arrastró hasta la puerta, la empujó afuera y cerró: nunca más, entiéndeme. Y todavía lo has perdonado, y todavía lo quieres, dijo Gertrudis, y Amalia ¿estás loca? Lo odiaba.
1127 Claro, él había tratado de amistarse, te voy a explicar, sigamos juntos pero viéndonos sólo en la calle. Hipócrita, cobarde, maldito, mentiroso, subía Amalia la voz y él asustado volaba. Menos mal que no te dejó encinta, dijo Gertrudis. Y Amalia: no le hablé más, hasta después, mucho después.
1128 A lo mejor no era un pretexto, decía Gertrudis, a lo mejor tenía miedo de que los pescaran y los botaran, a lo mejor no tenía otra mujer. Y Amalia: ¿tú crees? La prueba que después de años te vio en la calle y te ayudó a encontrar trabajo, decía Gertrudis, si no por qué la hubiera buscado, invitado.
1129 Y no es justo, porque usted es quien decide las cosas. De otro lado, ¿cuándo se va a decidir a invertir? Le he propuesto cuatro o cinco asuntos que hubieran entusiasmado a cualquiera. Él lo escuchaba con una sonrisita cortés en los labios, pero tenía los ojos aburridos.
1130 No tengo ambiciones, por lo demás. Cuando esto termine, me iré a vivir afuera tranquilo, a morirme en paz. Miró su reloj, intentó pasar algunos bocados de carne. Masticaba con disgusto, bebiendo sorbos de agua mineral, y por fin indicó al mozo que se llevara el plato.
1131 Dile que estoy bien, que me porto bien. Iré a verlos pronto, de veras. Fueron a la cocina y encontraron a Inocencia dormida sobre su mecedora. El tío Clodomiro la riñó y entre los dos la ayudaron a llegar a su cuarto, cabeceando de sueño. En la puerta de calle, el tío Clodomiro abrazó a Santiago.
1132 En la casa, fue a mirarse a los espejos de la señora, con un brillo pícaro en los ojos: sí, era. Había engordado, se vestía mejor y eso se lo debía a la señora, tan buena. Le regalaba todo lo que ya no se ponía, pero no como diciendo líbrame de esto, sino con cariño.
1133 Este vestido ya no me entra, pruébatelo, y la señora venía hay que subirle aquí, meterle un poco aquí, estos flequitos a ti no te quedan. Siempre le andaba diciendo no andes con las uñas sucias, péinate, lava tu mandil una mujer que no cuida de su persona está frita.
1134 Nadie era como la señora Hortensia. A ella lo que más le importaba en el mundo era que todo estuviera limpio, que las mujeres fueran bonitas y los hombres buenos mozos. Era lo primero que quería saber de alguien, ¿era guapa fulanita, y él qué tal era? Y, eso sí, no perdonaba que alguien fuera feo.
1135 Hablaban tanto de ella que Amalia tenía curiosidad y un día Carlota le dijo ahí está, es ésa que ha venido con la señorita Queta. Salió a mirarla. Estaban tomándose un traguito en la sala. La señora Ivonne no era tan vieja ni tan fea, qué injustas. Y qué elegancia, qué joyas, brillaba todita.
1136 Hay que renovar esos patrulleros que se caen de viejos, hay que iniciar los trabajos en las Comisarías de Tacna y de Moquegua porque cualquier día se vienen abajo. Hay mil cosas paralizadas y los prefectos y sub-prefectos me vuelven loco con sus telefonazos y telegramas.
1137 No en el Forcito viejo. Ellos le contaban después, don, y por eso se enteraba Ambrosio: seguir a tipos, apuntar quién entraba a una casa, hacerles confesar lo que sabían a los apristas presos, ahí es donde Hipólito se ponía como Ambrosio le había contado, don, o serían inventos de Ludovico.
1138 Hacía eso a escondidas, don, creería que don Cayo no sabía nada, después cuando Ludovico pasó a trabajar con Ambrosio se lo contó a don Cayo para congraciarse con él y resulta que don Cayo lo sabía demás. El Forcito partió, Ludovico esperó que desapareciera y empujó la tranquera.
1139 Porque ¿no veía que jabes y bulines sacaban el permiso en la Prefectura, don? Pereda cambió de voz y Ludovico e Hipólito se miraron, ahora empezaría el llanto. El ingeniero había estado muy recargado de gastos, señor Lozano, pagos, letras, estaban sin efectivo este mes.
1140 Me importa porque no acepto cheques, dijo el señor Lozano, el ingeniero tiene veinticuatro horas para rematar el negocio porque se lo van a cerrar; vamos a dejar a Pereda, Ludovico. Y Ludovico e Hipólito decían que hasta para renovarles los carnets a las polillas les pedía sus tajadas, don.
1141 Y Ludovico e Hipólito como diciéndose Pereda malogró la noche, se nos calentó. Por eso don Cayo diría si algún día Lozano sale de la policía, se hará cafiche, don: ésa es su verdadera vocación. EL sábado sonó el teléfono dos veces en la mañana, la señora se acercaba a contestar y no era nadie.
1142 Así que eras tú el que estuvo llamando, le dijo riéndose, no hay nadie, habla nomás. No podía salir el domingo con ella y tampoco el próximo, tenía que llevar a don Fermín a Ancón. Qué importa, dijo Amalia, otro día pues. Pero sí le importó, la noche del sábado estuvo desvelada, pensando.
1143 Pero en las noches se quedaba pensando en lo mismo: ¿no sería que no iba a volver a buscarla más? El domingo siguiente fue a visitar a la señora Rosario a Mirones. La Celeste se había escapado con un tipo y a los tres días había vuelto solita, con la cara larga.
1144 Estoy en la Dirección de Gobierno por dos razones. La primera, porque me lo pidió el General. La segunda, porque él aceptó mi condición: disponer del dinero necesario y no dar cuenta a nadie de mi trabajo, sino a él en persona. Perdóneme que se lo diga con crudeza, pero las cosas son así.
1145 Dicho y hecho, el señor Lozano había perdido su buen humor: en este país todos se las querían dar de vivos, era la tercera vez que Pereda venía con el cuentecito del cheque. Ludovico e Hipólito, mudos, se miraban de reojo: carajo, como si él hubiera nacido ayer.
1146 No había cola: los autos daban sus vueltas hasta que salía algún carro, entonces se cuadraban frente al portón, señales con las luces, les abrían y a mojar. Adentro todo estaba oscuro; sombras de autos entrando a los garajes, rayitas de luz bajo las puertas, siluetas de mozos llevando cervezas.
1147 Me figuro que de eso. Cojeando Melequías fue hasta la pared y descolgó su saco, agarró a Ludovico del brazo: hazme de bastón para ir más rápido, hermano. Hasta la Panamericana no paró de hablar, como siempre, y de lo mismo que siempre: sus quince años en el cuerpo.
1148 Dile que es Zavala, por favor. No te ha reconocido, atinó a pensar, medio asombrada, medio resentida, y en eso surgió la señora en la escalera: pasa Fermín, siéntate, Cayo estaba viniendo, acaba de llamarme, ¿le servía una copa? Amalia cerró la puerta, se escabulló hacia el repostero y espió.
1149 Don Fermín miraba su reloj, tenía los ojos impacientes y la cara molesta, la señora le alcanzó un vaso de whisky. ¿Qué le había pasado a Cayo, que era siempre tan puntual? Parece que mi compañía no te gusta, decía la señora, me voy a enojar. Se trataban con qué confianza, Amalia estaba asombrada.
1150 Yo habré cambiado pero tú sigues idéntico. Pero se lo decía sonriendo, para que viera que no lo estaba riñendo, que era jugando, y pensó qué contenta estás de verlo, bruta. Ahora Ambrosio se reía también y con sus manos daba a entender de la que nos salvamos, Amalia.
1151 Subió con las copas y ceniceros que bailaban, temblando, pensando el idiota de Ambrosio me ha contagiado sus miedos, si me reconoce qué me va a decir. Pero no la reconoció: los ojos de don Fermín la miraron un segundo sin mirarla y se desviaron. Estaba sentado y taconeaba, impaciente.
1152 Discutían, hasta la cocina se oían las voces, muy fuertes, y la señora vino y juntó la puerta del repostero para que no pudieran oír. Cuando vio por la cocina que el auto de don Fermín partía, subió a recoger la bandeja. La señora y el señor conversaban en la sala.
1153 El tranvía vino semivacío y, antes de que ella se sentara, Ambrosio sacó su pañuelo y sacudió el asiento. La ventana para la reina, dijo, doblándose en dos. Qué buen humor, cómo cambiaba, y se lo dijo: qué distinto te pones cuando no tienes miedo de que te vayan a chapar conmigo.
1154 Y él estaba contento porque se acordaba de otros tiempos, Amalia. El conductor los miraba divertido con los boletos en la mano y Ambrosio lo despachó diciéndole ¿se le ofrece algo más? Lo asustaste, dijo Amalia, y él sí, esta vez no se le iba a cruzar nadie, ni un conductor, ni un textil.
1155 Rata será él, dijo Ambrosio, después de ser tan amigos ahora está queriendo hundirlo en sus negocios. En el centro tomaron un ómnibus al Rímac y caminaron un par de cuadras. Era aquí, Amalia, en la calle Chiclayo. Lo siguió hasta el fondo de un pasillo, lo vio sacar una llave.
1156 No, espera aquí. Comenzaba a subir la escalera cuando vio aparecer en el rellano la silueta alta, la cabeza gris del senador Heredia y sonrió: a lo mejor la señora Heredia estaba aquí. Llegaron todos ya, le dio la mano el senador, un milagro de puntualidad tratándose de peruanos.
1157 La manifestación sería un éxito sin precedentes, don Cayo, lo interrumpió el senador, y hubo murmullos confirmatorios y cabezas que asentían, y detrás de los tules todo eran rumores, roces y suaves jadeos, una agitación de sábanas y manos y bocas y pieles que se buscaban y juntaban.
1158 Iban a volver para robarles sus cosas a las personas decentes como la señora Lucía, piensa. Piensa: pobre señora Lucía, si hubieras sabido que para mi mamá tú ni siquiera serías persona decente. Terminaba de vestirse cuando la señora Lucía volvió: el almuerzo estaba servido.
1159 Salió a la calle y sólo entonces descubrió el sol, un sol frío de invierno que había rejuvenecido los geranios del minúsculo jardín. Un auto estaba estacionado frente a la pensión y Santiago pasó junto a él sin mirar, pero vagamente notó que el auto arrancaba y avanzaba pegado a él.
1160 Vestido de beige, una camisa crema, una corbata verde pálida, y se lo veía bruñido, fuerte y saludable, y tú te acordaste que no te cambiabas de camisa hacía tres días, Zavalita, que no te lustrabas los zapatos hacía un mes, y que tu terno estaría seguramente arrugado y manchado, Zavalita.
1161 Plantándome frente a "La Crónica" un montón de noches. Los viejos creían que andaba de jarana y yo ahí, esperándote para seguirte. Dos veces me confundí con otro que se bajaba del colectivo antes que tú. Pero ayer te pesqué y te vi entrar. Te juro que estaba medio muñequeado, supersabio.
1162 Como eres loco y no hay quien te entienda, qué sé yo. Menos mal que te portaste como una persona decente, supersabio. EL cuarto era grande y sucio, paredes rajadas y con manchas, una cama sin hacer, ropa de hombre colgando de ganchos sujetos a la pared con clavos.
1163 No era como tú, dijo mirando al suelo, no se avergonzaba de mí, pensando se va a parar y te va a pegar, él no la hubiera botado por miedo a perder su trabajo, pensando a ver párate, a ver pégame, para él lo primero era yo, pensando bruta, estás queriendo que te bese.
1164 Él torció la boca, se le habían saltado los ojos, botó el pucho al suelo y lo aplastó. Amalia tenía su orgullo, no me vas a engañar dos veces, y él la miró con ansiedad: si ése no se hubiera muerto te juro que lo mataba, Amalia. Ahora sí se iba a atrever, ahora sí.
1165 No se movió, dejó que la cogiera de los hombros y entonces lo empujó con todas sus fuerzas y lo vio trastabillear y reírse, Amalia, Amalia, y tratar de agarrarla de nuevo. Así estaban, correteándose, empujándose, jaloneándose, cuando la puerta se abrió y la cara de Ludovico, tristísima.
1166 Avisos en la prensa y la radio locales, autos y camionetas con parlantes recorrerían los barrios lanzando volantes y eso atraería más gente y él contaría los minutos, los segundos y sentiría que se le disolvían los huesos y gotas heladas bajando por su espalda y por fin: allí estaría, ahí entraría.
1167 Había cambiado su tonito risueño y sus ademanes rústicos por una voz grave y soberbia y por gestos solemnes y todos lo escuchaban: los agricultores del departamento habían colaborado magníficamente en los preparativos, y también los comerciantes y profesionales, óigalo bien.
1168 No podían reunir la cantidad de camiones que harían falta para movilizar a la gente de las haciendas y luego regresarla, y don Remigio Saldívar expulsó una bocanada de humo que blanqueó su cara: hemos contratado una veintena de ómnibus y camiones pero necesitarían muchos más.
1169 Las manos blancas y las morenas, la boca de labios gruesos y la de labios tan finos, los pezones ásperos inflados y los pequeños y cristalinos y suaves, los muslos curtidos y los transparentes de venas azules, los vellos negrísimos lacios y los dorados rizados.
1170 La Comandancia militar les facilitaría todos los camiones que necesitaran, señor Saldívar, y él magnífico, señor Bermúdez, es lo que íbamos a solicitarle, con movilidad repletarían la Plaza como no se vio en la historia de Cajamarca. Y él: cuenten con eso, señor Saldívar.
1171 No han vuelto a darnos un medio, pararon todos los libramientos, y nosotros tenemos que seguir pagando las letras. Y nos exigen que las obras avancen al mismo ritmo y nos amenazan con demandarnos por incumplimiento de contrato. Una guerra a muerte contra el viejo, para hundirlo.
1172 Hola, Amalia. Sin mirarla, como si ella fuera una cosa que Ludovico había visto toda su vida en el cuarto, Amalia sentía una vergüenza atroz. Ludovico se había arrodillado junto a la cama y arrastraba una maleta. Comenzó a meter en ella la ropa colgada en los ganchos de la pared.
1173 Ni le llamó la atención verte, bruta, sabía que estabas aquí, Ambrosio se habría prestado el cuarto para, era mentira que tenían que verse, Ludovico ha llegado de casualidad. Ambrosio parecía incómodo. Se había sentado en la cama y fumando miraba a Ludovico acomodar camisas y medias en la maleta.
1174 Quédate con la llavecita, negro, al irte déjasela a doña Carmen, ahí a la entrada. Les hizo un apenado adiós desde la puerta y salió. Amalia sintió que la cólera subía por todo su cuerpo, y Ambrosio, que se había puesto de pie y se acercaba, quedó inmóvil, al ver la cara que ella ponía.
1175 Tosió de nuevo, arrugó apenas la cara: de modo que tenía instrucciones del Ministerio para poner a disposición del Comité una suma destinada a aliviarlos y la figura de don Remigio Saldívar dominó bruscamente la sala, ella y Hortensia: alto ahí, señor Bermúdez.
1176 Él se paró, asintiendo y las siluetas se desvanecieron como hechas de humo: no insistía, no quería ofenderlos, en nombre del Presidente agradecía esa caballerosidad, esa generosidad. Pero aún no pudo salir porque los mozos se habían precipitado al salón con bocaditos y bebidas.
1177 Para que conozca a los cajamarquinos, señor Bermúdez, y don Remigio Saldívar lo enfrentó a un hombre canoso de nariz enorme: el doctor Lanusa, había mandado hacer quince mil banderines de su propio bolsillo, además de cotizar igual que los otros para el fondo del Comité, señor Bermúdez.
1178 Y no crea que tuvo ese gesto porque consiguió que la carretera pase justo delante de su hacienda, se rió el diputado Azpilcueta. Lo celebraron, hasta el doctor Lanusa se rió, ah esas lenguas cajamarquinas. No cabe duda que ustedes hacen las cosas en grande, se oía decir él.
1179 No sigas en ese plan tan absurdo, supersabio. Pero se calló porque ahí estaba Carlitos, mirando desconcertado el auto, la cara del Chispas. Santiago le abrió la puerta: pasa, pasa, te presento a mi hermano, nos va a llevar. Adelante, dijo el Chispas, aquí cabían los tres de sobra.
1180 Hay un restaurant en Francisco Pizarro que es bueno, dijo Ambrosio cuando oscureció. Era criollo y chifa a la vez; comieron y tomaron tanto que apenas podían caminar. Hay un baile por ahí cerca, dijo Ambrosio, vamos a ver. Era una carpa de circo levantada detrás del ferrocarril.
1181 A cada rato Ambrosio se iba y volvía con cerveza en unos vasitos de papel. Había mucha gente, las parejas daban saltitos en el sitio por falta de espacio; a veces comenzaba una pelea pero nunca terminaba porque dos forzudos separaban a los tipos y los sacaban en peso.
1182 Se mezclaron con las parejas, abrazados, y nunca terminaba la música. Ambrosio la apretaba fuerte, Ambrosio le daba un empujón a un borracho que la había rozado, Ambrosio la besaba en el cuello: era como si todo eso pasara lejísimos, Amalia se reía a carcajadas.
1183 Después el suelo comenzó a girar y ella se prendió de Ambrosio para no caerse: me siento mal. Sintió que él se reía, que la arrastraba y de repente la calle. El friecito en la cara la despertó a medias. Caminaba del brazo de él, sentía su mano en la cintura, decía ya sé por qué me has hecho tomar.
1184 Reconoció el cuartito de Ludovico entre sueños. Estaba abrazando a Ambrosio, juntaba su cuerpo al de Ambrosio, con su boca buscaba la boca de Ambrosio, decía te odio, Ambrosio, te portaste mal, y era como si fuera otra Amalia la que estuviera haciendo esas cosas.
1185 Se dejaba desnudar, tumbar en la cama y pensaba de qué lloras, bruta. Luego la rodearon unos brazos duros, un peso que la quebraba, una sofocación que la ahogaba. Sintió que ya no reía ni lloraba y vio la cara de Trinidad, cruzando a lo lejos. De pronto, la remecían.
1186 Las cuatro de la mañana. Tenía la cabeza pesada, el cuerpo adolorido, qué diría la señora. Ambrosio le iba pasando la blusa, sus medias, sus zapatos y ella se vestía a la carrera, sin mirarlo a los ojos. La calle estaba desierta, ahora el vientecito le hizo mal.
1187 Ambrosio le acariciaba a ratos la cabeza, pero no hablaban. El ómnibus llegó cuando apuntaba una luz floja sobre los techos; bajaron en la plaza San Martín y era de día, canillitas con periódicos bajo el brazo corrían por los portales. Ambrosio la acompañó hasta el paradero del tranvía.
1188 El tráfico y los semáforos lo demoraron media hora hasta Magdalena; luego, al salir de la avenida, avanzó rápido por calles solitarias y mal iluminadas y en pocos minutos estuvo en San Miguel: dormir más, acostarse temprano hoy. Al ver el auto, los guardias de la esquina saludaron.
1189 Entró a la casa y la muchacha estaba poniendo la mesa. Desde la escalera echó una ojeada a la sala, al comedor: habían cambiado las flores de los jarrones, los cubiertos y las copas de la mesa brillaban, todo se veía ordenado y limpio. Se quitó el saco, entró al dormitorio sin tocar.
1190 Anda -su cara le sonreía desde los espejos; él arrojó el saco sobre la cama, apuntando a la cabeza del dragón: quedó oculta-. La pobre oye Landa y comienza a bostezar. Tiene que soplarse a cada vejestorio por ti, deberías invitarle algún buen mozo de vez en cuando.
1191 Voy a darme un baño. ¿Quieres traerme un vaso de agua? Entró al cuarto de baño, abrió el agua caliente, se desnudó sin cerrar la puerta. Veía cómo se iba llenando la bañera, cómo la habitación se impregnaba de vapor. Oyó a Hortensia dar órdenes, la vio entrar con un vaso de agua.
1192 Se sumergió en la bañera y estuvo tendido, sólo la cabeza afuera, absolutamente inmóvil, hasta que el agua comenzó a enfriarse. Se jabonó, se enjuagó en la ducha con agua fría, se peinó y pasó desnudo al dormitorio. Sobre el lomo del dragón había una camisa limpia, ropa interior, medias.
1193 Se vistió despacio, dando pitadas a un cigarrillo que humeaba en el cenicero. Luego, desde el escritorio llamó a Lozano, a Palacio, a Chaclacayo. Cuando bajó a la sala, Queta había llegado. Tenía un vestido negro con un gran escote y se había hecho un peinado con moño, que la avejentaba.
1194 Lo más fregado de ser chofer de don Cayo no eran esos trabajitos extras para el señor Lozano, tampoco no tener horario ni saber nunca qué día tendría salida, sino las malas noches, don. Esas que había que llevarlo a San Miguel y esperarlo a veces hasta la mañana siguiente.
1195 En una época uno de los guardias era un ancashino cantor. Linda voz, don, Muñequita Linda era su fuerte, qué esperas para cambiar de profesión le decían. A eso de la medianoche comenzaba el aburrimiento, la desesperación porque el tiempo no pasaba más rápido. Sólo Ludovico seguía hablando.
1196 Puras invenciones de él, por supuesto. En bata, negro, una batita como de gasa, rosadita, transparente, con unas zapatillas chinas, sus ojos echaban chispitas. Te echa una mirada y mueres, otra y te sientes lázaro, a la tercera te mata de nuevo y a la cuarta te resucita: chistoso, don, buena gente.
1197 Se había quedado a dormir donde su tía en Limoncillo, la pobrecita estaba enferma, ¿se había enojado la señora? Caminaban juntas hacia la panadería: ni se había dado cuenta, se había pasado la noche en vela oyendo las noticias de Arequipa. Amalia sintió que le volvía el alma al cuerpo.
1198 Pero qué pasaba en Arequipa, loca. Huelgas, líos, muertos, ahora estaban pidiendo que lo botaran al señor del gobierno. ¿A don Cayo? Sí, y la señora no podía encontrarlo por ninguna parte, se había pasado la noche echando lisuras y llamando a la señorita Queta.
1199 Salieron cuchicheando, qué iría a pasar, ¿por qué querían botarlo al señor, Carlota? La señora en su colerón de anoche decía que por ser tan manso, y de repente agarró a Amalia del brazo y la miró a los ojos: no te creo lo de tu tía, estuviste con un hombre, se le veía en la cara.
1200 Entraron a la casa y Símula estaba oyendo la radio de la sala, con la cara ansiosa. Amalia fue a su cuarto, se duchó rápido, ojalá que no le preguntara nada, y cuando subió al dormitorio con el desayuno, desde la escalera oyó el minutero y la voz del locutor de Radio Reloj.
1201 Sí, ahoritita, salió corriendo del cuarto, contenta no se había dado cuenta siquiera. Le pidió plata a Símula y fue al quiosco de la esquina. Tenía que pasar algo grave, tan pálida que estaba la señora. Al verla entrar, saltó de la cama, le arranchó los periódicos y comenzó a hojearlos.
1202 No quiero tener de enemiga a esa arpía. Pasó frente a ellas, hacia el bar. Se sirvió un whisky puro con dos cubitos de hielo y se sentó. Las sirvientas, ya uniformadas, revoloteaban alrededor de la mesa. ¿Les habían dado de comer a los choferes? Respondieron que sí.
1203 Se reían y él las escuchaba, bebiendo. Siempre los mismos chistes, ¿sabía el último?, los mismos temas de conversación, Ivonne y Robertito eran amantes, ahora llegaría Landa y al amanecer tendría también la sensación de haber animado una noche idéntica a otras noches.
1204 Que su boquita, que sus labios, que las estrellitas de sus dientes, que olía a rosas, que un cuerpo para sacudir a los muertos en sus tumbas: parecía templado de la señora, don. Pero si alguna vez estaba en su delante ni a mirarla se atrevía, por miedo a don Cayo.
1205 Cuándo cambiará la suerte y tendré vida normal, pensaba Ambrosio. Y gracias a usted había cambiado y ahora por fin la tenía, don. LA señora se pasó la mañana en bata, un cigarrito tras otro, oyendo las noticias. No quiso almorzar, sólo tomó un café cargado y se fue en un taxi.
1206 Amalia se echó vestida en la cama. Sentía un gran cansancio, le pesaban los párpados, y cuando despertó era de noche. Se incorporó y sentada, trató de recordar lo que había soñado: con él pero no se acordaba qué, sólo que mientras soñaba pensaba que dure, no termines.
1207 O sea que el sueño te gustaba, bruta. Se estaba lavando la cara cuando la puerta del baño se abrió de golpe: Amalia, Amalia, había revolución. A Carlota se le salían los ojos, qué pasaba, qué habían visto. Policías con fusiles y ametralladoras, Amalia, soldados por todas partes.
1208 Y ellas ahí, Amalia, ellas en medio sin saber qué hacer. Se habían apretado contra un portón, abrazadas, rezando, el humo las hacía estornudar y llorar, pasaban tipos gritando muera Odría y habían visto cómo apaleaban a los estudiantes y las pedradas que les llovían a los policías.
1209 Qué iba a pasar, qué iba a pasar. Fueron a escuchar la radio y Símula tenía los ojos irritados y se persignaba: de la que se habían librado, ay Jesús. La radio no decía nada, cambiaban de estación y anuncios, música, preguntas y respuestas, pedidos telefónicos.
1210 Había hablado por teléfono con el señor, les iban a dar un escarmiento a los arequipeños y mañana ya estaría todo en paz. Tenía hambre y Símula le hizo un churrasco: el señor no pierde la serenidad por nada, decía la señora, no vuelvo a preocuparme así por él.
1211 Ya está, había comenzado todo de nuevo, bruta, te habías amistado con él. Sentía una languidez suave, una flojera tibiecita. Cómo se llevarían ahora, ¿se pelearían de vez en cuando?, no iría más a casa de su amigo, que alquilara un cuartito, ahí podrían pasar los domingos.
1212 Vengan, sin que nos oiga don Cayo. Se festejaba con sonoras carcajadas, que se mezclaban con las de Queta y Hortensia, y él festejaba también los chistes, la boca entreabierta y las mejillas fruncidas. Bueno, si el ilustre senador tenía que irse pronto, mejor comían de una vez.
1213 No se iría, se iba a quedar, inventaría una mentira, se emborracharía y sólo a las tres o cuatro de la mañana se llevaría a Queta: acercó los pulgares sin vacilar y los ojos de ella estallaron como dos uvas. Lo excitaste, se quedó y por tu culpa hoy tampoco dormí: paga.
1214 Cuando se levantaron, Landa hablaba de una manera difusa y sobresaltada, quería que Queta y Hortensia dieran pitadas de su habano, se iba a quedar. Pero de pronto miró su reloj y la alegría se esfumó de su cara: las doce y media, con el dolor de su alma tenía que irse.
1215 Se sentó, recobró su vaso de whisky y bebió, despacio, mirando a Hortensia que ahora bailaba en el sitio. Tomó el último trago, miró su reloj, y se puso de pie. Tenía que irse, también. Subió al dormitorio y, en la escalera, sintió que Hortensia dejaba de cantar y venía tras él.
1216 Queta se rió. ¿No podía quedarse?, se le acercó Hortensia por detrás y sintió su mano en el brazo, su voz mimosa, ebria ya, esta semana no te he visto una sola vez. Para el diario, dijo él, poniendo unos billetes sobre el tocador: no podía, tenía que hacer desde temprano.
1217 Cogió el maletín y bajó la escalera, con Hortensia prendida de su brazo, oyéndola ronronear como una gata excitada, sintiéndola insegura, casi tambaleante. Tendida en el sofá grande, Queta balanceaba en el aire su vaso a medio llenar, y vio sus ojos que se volvían a mirarlos, burlones.
1218 Las observaba desde el último escalón, fumando, una media sonrisa benévola en la boca, sintiendo en los ojos una súbita indecisión, en el pecho un brote de cólera. De pronto, con un gesto de derrota, se dejó caer en el sillón, y soltó el maletín que resbaló al suelo.
1219 Quería quedarse, pero su vicio fue más fuerte. Ellas se hacían cosquillas, daban grititos exagerados, se secreteaban y sus estremecimientos, manotazos y disfuerzos las acercaban a la orilla del sofá. No llegaban a caer: adelantaban y retrocedían, empujándose, sujetándose, siempre con risas.
1220 Ustedes son mi ruina. Sonriendo, murmurando algo entre dientes, Hortensia fue hacia el bar, tropezando, y él buscó los ojos de Queta y le señaló el repostero: cierra esa puerta, las sirvientas estarían despiertas. Hortensia le trajo el vaso de whisky y se sentó en sus rodillas.
1221 Mientras bebía, reteniendo el líquido en la boca, paladeándolo con los ojos cerrados, sentía el brazo desnudo de ella alrededor de su cuello, su mano que lo despeinaba, y oía su incoherente, tierna voz: cayito mierda, cayito mierda. El fuego de la garganta era soportable, hasta grato.
1222 Un fantasma que tomaba cuerpo de repente y saltaba sobre uno por la espalda y lo tumbaba: así le habría pasado a Landa, así a todos. Entró al dormitorio y no encendió la luz. Avanzó a tientas hasta el sillón del tocador, sintió su propia risita disgustada. Se quitó la corbata, el saco, y se sentó.
1223 Quiero ver a los que bailan. El Chispas acercó el auto a la vereda y ellos pudieron ver, desde el asiento, los hombros y caras de las parejas que bailaban en "El Nacional"; oían los timbales, las maracas, la trompeta, y al animador anunciando a la mejor orquesta tropical de Lima.
1224 Al callar la música, oían el mar a sus espaldas, y si se volvían, divisaban por sobre la barandilla del Malecón la espuma blanca, la reventazón de las olas. Había varios automóviles estacionados frente a los restaurantes y bares de La Herradura. La noche estaba fresca, con estrellas.
1225 Amalia le llevó la jarrita de café, el jugo de naranja y las tostadas, y desde la escalera oyó el tic-tac de Radio Reloj. La señora estaba a medio vestir, los periódicos regados por la cama deshecha, en vez de contestarle los buenos días le ordenó sólo café puro, con una cólera.
1226 Ahora quería ver qué harían sin él esos sinvergüenzas, el lápiz de labios se le escapó de las manos, derramó el café dos veces, sin él no durarían ni un mes. Salió del cuarto sin acabar de maquillarse, llamó un taxi y, mientras esperaba, se mordía los labios y de repente una palabrota.
1227 A lo mejor ahora que ya no estaba en el gobierno se viene a vivir aquí, decía Carlota, y Símula sería una gran desgracia para nosotras, y Amalia pensó: ¿si lo habían, tendría algo de malo que Ambrosio arrendara el cuartito para ellos dos? Sí, sería aprovecharse de una desgracia.
1228 Pero ni siquiera me ha llamado, decía la señora, paseándose, y ellas estaría en reuniones, discusiones, ya llamaría, a lo mejor esta misma noche vendría. Se tomaban sus whiskicitos y al sentarse a la mesa ya se reían y hacían bromas. A eso de la medianoche la señorita Lucy se fue.
1229 En vez de seguir hacia él la silueta de Hortensia se desvió y avanzó zigzagueando hasta la cama, donde se desplomó con suavidad. Allí le daba a medias la luz, vio su mano que se alzaba para señalarle la puerta, y miró: Queta había llegado sigilosamente también.
1230 En su oscuro refugio se rió y Queta que seguía en el umbral como esperando una orden, también se rió: ella no quería nada con cayito mierda, chola, ¿no quería irse, no se iba a largar? Que se fuera nomás, no lo necesitaban y él con infinita angustia pensó: no está borracha, ella no.
1231 Adelante, señora Heredia, murmuró, sintiendo una invencible decepción, una ira que le turbaba la voz. La vio moverse, avanzar simulando inseguridad, y oyó a Hortensia ¿lo oíste, tú conoces a esa mujer, Quetita? Queta se había sentado junto a Hortensia, ninguna miraba hacia su rincón y él suspiró.
1232 Ellas ya habían comenzado a desnudarse una a la otra y a la vez se acariciaban, pero sus movimientos eran demasiado vehementes para ser ciertos, sus abrazos demasiado rápidos o lentos o estrechos, y demasiada súbita la furia conque sus bocas se embestían y él las mato si, las mataba si.
1233 Sintió que su furia disminuía, las manos mojadas de sudor, la presencia amarga de la saliva en la boca. Ahora estaban quietas, presas en el espejo del tocador, una mano sobre los imperdibles de un sostén, unos dedos estirándose bajo una enagua, una rodilla acuñada entre dos muslos.
1234 Fue hacia la cama con la correa en alto, sin pensar, sin ver, los ojos fijos en la oscuridad del fondo, pero sólo llegó a golpear una vez: unas cabezas que se levantaban, unas manos que se prendían de la correa, jalaban y lo arrastraban. Oyó una lisura, oyó su propia risa.
1235 Quedó un momento inmóvil, respirando hondo, y luego se apartó de ellas, ladeando el cuerpo, con un disgusto que sentía crecer cancerosamente. Permaneció tendido, los ojos cerrados, envuelto en una modorra confusa, sintiendo oscuramente que ellas volvían a mecerse y a jadear.
1236 El muchacho del quiosco la estuvo fastidiando y en vez de responderle una malacrianza se bromeó un rato con él. Se sentía de buen humor, sólo faltaban tres días para el domingo. Querían que las despertaran temprano, dijo Símula, súbeles el desayuno de una vez.
1237 Sólo en la escalera vio la fotografía del periódico. Tocó la puerta varias veces, la voz dormida de la señora ¿sí?, y entró hablando: había una foto del señor en "La Prensa", señora. En la semioscuridad una de las dos formas de la cama se enderezó, se encendió la lamparita del velador.
1238 Ahora te mandará el pasaje. Te habrá dejado alguna carta, seguro. La señora se había desencajado y Amalia veía cómo le temblaba la boca, la mano que sujetaba el periódico lo iba arrugando: el desgraciado ése, Queta, sin telefonear, sin dejarle un centavo, y sollozó.
1239 Se vistió muy despacio, la mente en blanco y un zumbido delicado en las orejas. Volvió al dormitorio y ellas se habían cubierto con las sábanas. Distinguió en la penumbra las cabelleras en desorden, las manchas de rouge y rimmel en las caras saciadas, el sosiego adormecido de sus ojos.
1240 Apoyó la cabeza en el respaldo, se subió las solapas, ordenó que cerraran las ventanillas de adelante. Oía, inmóvil, el rumor de la charla de Ambrosio y Ludovico, y de cuando en cuando abría los ojos y reconocía calles, plazas, la oscura carretera: todo zumbaba en su cabeza, monótonamente.
1241 Oyó órdenes y buenas noches, divisó las siluetas de los guardias que abrían el portón. ¿A qué hora mañana, don Cayo?, dijo Ambrosio. A las nueve. Las voces de Ambrosio y Ludovico se perdieron á su espalda, y desde la entrada de la casa, divisó siluetas retirando la tranquera del garaje.
1242 Tomó dos, con un largo trago de agua. A oscuras dio cuerda al reloj y puso el despertador a las ocho y media. Se subió las sábanas hasta el mentón. La sirvienta había olvidado cerrar las cortinas y el cielo era un cuadrado negro salpicado de brillos diminutos.
1243 No me conoce porque trabajo en otra sección, Inspector. El flash de Periquito relampagueó, el de la papada pestañó y se hizo a un lado. Entre las personas que murmuraban, Santiago vio un fragmento de pared empapelada de azul claro, losetas sucias, un velador, un cubrecama negro.
1244 Permiso, dos hombres se apartaron, sus ojos subieron y bajaron y subieron muy rápido, la silueta tan blanca piensa, sin detenerse en los coágulos, en los labios rojinegros de las heridas fruncidas, en la maraña de cabellos que ocultaba su cara, en la mata de vello negro agazapada entre las piernas.
1245 Las caras veladas por el humo se relajaron en sonrisas, Santiago hizo un esfuerzo y también sonrió. Al tocar el lapicero descubrió que su mano estaba sudando; cogió la libreta, sus ojos volvieron a mirar: manchones, senos que se derramaban, pezones escamosos y sombríos como lunares.
1246 Primera noticia, niño. Una ansiosa excitación había reemplazado el vértigo del primer momento, una cruda vehemencia mientras la camioneta atravesaba el centro y tratabas de descifrar los borrones de la libreta y de resucitar la conversación con el Inspector Peralta, Zavalita.
1247 Qué sería un crimen más o menos para Becerrita que se levantaba, vivía y se acostaba entre asesinatos, Zavalita, robos, desfalcos, incendios, atracos, que hacía un cuarto de siglo vivía de historias de pichicateros, ladrones, putas, cabrones. Pero el desaliento fue breve, Zavalita.
1248 Si quieres que explotemos esto a fondo hay que dedicarle un redactor día y noche. Arispe mordisqueaba pensativo su lápiz rojo, hojeaba las cuartillas; luego sus ojos pasearon por la redacción, buscando. Te fregaste, dijo Carlitos, niégate con cualquier pretexto.
1249 Esto es mermelada fina, mi señor. Becerrita asintió, dio media vuelta, las máquinas comenzaron a teclear de nuevo, y seguido por Santiago se encaminó hacia su escritorio. Estaba al fondo, desde allí observaba las espaldas de todos, piensa, era uno de sus temas.
1250 Pero una vez que Arispe le propuso cambiar de escritorio se indignó, piensa: de mi rincón sólo me sacan muerto, carajo. Su escritorio era bajito y un poco contrahecho, como él piensa, pringoso como el terno platinado que solía llevar adornado con lamparones de grasa.
1251 Sus amigas, sus amigos, direcciones, qué vida llevaba. Que Periquito fotografíe el local. Santiago se fue poniendo el saco mientras bajaba la escalera. Becerrita había avisado a Darío y la camioneta, cuadrada en la puerta, obstruía el tránsito; los automovilistas tocaban la bocina.
1252 Si hay que trabajar con él, en vez de amargarnos tratemos de explotar su punto débil. Los bulines, las cantinas hediondas, los barcitos promiscuos de aserrín vomitado, la fauna de las tres de la mañana. Piensa: su punto débil. Ahí se volvía humano, piensa, ahí se hacía querer.
1253 Darío frenó: una masa sin facciones circulaba por las aceras en penumbra de 28 de Julio, sobre las siluetas sombrías languidecía la menuda, rancia luz de los faroles del Porvenir. Había neblina, la noche estaba muy húmeda. La puerta de "Monmartre" estaba cerrada.
1254 Más, ocho meses. Estaba casi sin voz, la contraté por compasión, cantaba tres o cuatro canciones y se iba. Antes estuvo en La Laguna. Calló al estallar el primer arcoiris y se quedó mirando, boquiabierta: Periquito, tranquilamente, fotografiaba el bar, la pista de baile, el micrófono.
1255 Mala vida, ya le conté. Tomaba, los amigos no le duraban, siempre con apuros de plata. La contraté por compasión, y la tuve poco, unos dos meses, quizás ni eso. Los clientes se aburrían. Sus canciones habían pasado de moda. Trató de ponerse al día, pero los nuevos ritmos no le iban.
1256 Y gracias al señor Becerra no se publicó nada en los periódicos ¿no se acuerda? Un temblor rapidísimo animó la cara carnosa, las inflexibles pestañas vibraron con indignación, pero luego una sonrisa porfiada, reminiscente, fue suavizando la expresión de la Paqueta.
1257 A mí no me iba a hablar don Cayo de sus polillas, yo era su chofer, niño. Salieron a la neblina, la humedad y la penumbra del Porvenir; Darío cabeceaba. recostado sobre el volante de la camioneta. Al encenderse el motor, un perro ladró desde la vereda lúgubremente.
1258 Habían sido unos días agitados y laboriosos, Zavalita, te sentías interesado, desasosegado, piensa: vivo otra vez. Un infatigable trajín: subir y bajar de la camioneta, entrar y salir de cabarets, radios, pensiones, bulines, un incesante ir y venir entre la mustia fauna noctámbula de la ciudad.
1259 Y a mí tráemela a la Madama. Es urgente. Robertito abanicó sus rizadas pestañas, asintió con una risita inamistosa, salió dando un saltito de bailarín. Periquito se dejó caer en un sillón con las piernas abiertas, qué bien se estaba aquí, qué elegante, y Santiago se sentó a su lado.
1260 Tenía la boca torcida en una mueca casi risueña, se rascaba el bigotito con sus dedos color mostaza, se había echado el sombrero hacia la nuca y se paseaba por el saloncito con una mano en el bolsillo, como un malo de película mexicana piensa. Entró Robertito, con una bandeja.
1261 Vez que tomo, al día siguiente cago sangre. Robertito salió y ahí estaba Ivonne, Zavalita. Su larga nariz tan empolvada, piensa, su vestido de gasas y lentejuelas rumorosas. Madura, experimentada, sonriente, besó a Becerrita en la mejilla, tendió una mano mundana a Periquito y a Santiago.
1262 Miró la bandeja, ¿Robertito no les había servido?, hizo un mohín de reproche, se inclinó y llenó los vasos diestramente, a medias y sin mucha espuma, se los alcanzó. Se sentó al borde del sillón, estiró el cuello, la piel se recogió en pequeños pliegues bajo sus ojos, cruzó las piernas.
1263 Sacó un pañuelo de su manga, se limpió los ojos, dejó de sonreír. La conocía, por supuesto, algunas veces había venido aquí cuando era amiga de, bueno, Becerrita sabía de quién. Él la había traído algunas veces, en plan de diversión, para que espiara desde esa ventanita que daba al bar.
1264 Sí, al saloncito. Tomen asiento. Así, con la luz del atardecer que entraba por la única ventana, el saloncito había perdido su misterio y su encanto. Los forros raídos de los muebles, piensa, el papel descolorido de las paredes, las quemaduras de puchos y los rasgones en la alfombra.
1265 Es el método de Becerrita. Romperle los nervios al paciente para que suelte todo. Un método de soplón, no de periodista. Santiago y Periquito no habían tocado sus cervezas: seguían el diálogo desde la orilla de sus asientos, mudos. La había quebrado, Zavalita, ahora contestaba todo, sí.
1266 La había echado a la calle sabiendo que se moría de hambre, la pobre. Tenía sus aventuras pero ya no conseguía un amante, alguien que le pasara una mensualidad y le pagara la casa. Y de repente se había puesto a llorar, Carlitos, no por las preguntas de Becerrita sino por la Musa.
1267 Piensa: sí, ahí. La cara petrificada de Ivonne, piensa, el recelo y el desconcierto de sus ojos, los dedos de Becerrita inmovilizados en el bigotito, el codo de Periquito en tu cadera, Zavalita, alertándote. Los cuatro se habían quedado quietos, mirando a Queta, que sollozaba muy fuerte.
1268 Usted sabe que el matón de Cayo Mierda la mató. Todos los poros a sudar, piensa, todos los huesos a crujir. No perder ni un gesto, ni una sílaba, no moverse, no respirar, y en la boca del estómago el gusanito creciendo, la culebra, los cuchillos, igual que esa vez, piensa, peor que esa vez.
1269 Sí, había sido una suerte encontrarlo, una suerte ir a parar a la plaza San Martín y no a la pensión de Barranco, una suerte no ir a llorar la boca contra la almohada en la soledad del cuartito, sintiendo que se había acabado el mundo y pensando en matarte o en matar al pobre viejo, Zavalita.
1270 Respirabas el aire frío con la boca abierta, Zavalita, sentías latir tu corazón y a ratos corrías. Habías tomado un colectivo, bajado en la Colmena, andado aturdido bajo el Portal y de pronto ahí estaba la silueta desbaratada de Carlitos levantándose de una mesa del bar Zela, su mano llamándote.
1271 Se dejó arrastrar, bajó como un sonámbulo la escalerita del "Negro Negro", cruzó ciego y tropezando las tinieblas semivacías del local, la mesa de siempre estaba libre, dos cervezas alemanas dijo Carlitos al mozo y se recostó contra las carátulas del New Yorker.
1272 Todos acaban teniendo un lío con Becerrita. ¿Se emborrachó y te echó de carajos en el bulín? No le hagas caso hombre. Ahí las carátulas brillantes, sardónicas y multicolores, el rumor de las conversaciones de la gente invisible. El mozo trajo las cervezas, bebieron al mismo tiempo.
1273 Toda la redacción, Zavalita, menos tú. El pianista había comenzado a tocar, una risita de mujer a ratos en la oscuridad, el gusto ácido de la cerveza, el mozo venía con su linterna a llevarse las botellas y a traer otras. Hablabas estrujando el pañuelo, Zavalita, secándote la boca y los ojos.
1274 Y yo ahí. No podía ser y fumabas, Zavalita, tenía que ser mentira y tomabas un trago y te atorabas, y se le iba la voz y repetía siempre no podía ser. Y Carlitos, su cara disuelta en humo, delante de las indiferentes carátulas: te parecía terrible pero no era, Zavalita, había cosas más terribles.
1275 Lo otro tiene que ser una calumnia. Eso no puede ser, Carlitos. -La puta le debe tener odio por algo, ha inventado esa historia para vengarse de él por algo -dijo Carlitos-. Algún enredo de cama, algún chantaje para sacarle plata, quizás. No sé cómo se lo puedes advertir.
1276 Una suerte haber tenido que llevarlo hasta Chorrillos, subirlo colgado del hombro por la viejísima escalera de su casa, y desnudarlo y acostarlo, Zavalita. Sabiendo que no estaba borracho, piensa, que se hacía para distraerte y ocuparte, para que pensaras en él y no en ti.
1277 Ahí estaba la pequeña ducha apretada entre el lavatorio y el excusado del cuarto de Carlitos, el agua fría que te hizo estremecer y acabó de despertarte. Se vistió, despacio. Carlitos seguía durmiendo de barriga, la cabeza colgando fuera de la cama, en calzoncillos y medias.
1278 En la cancha de básquet, dos hombres en buzos azules tiraban a la canasta; la poza donde se entrenaban los bogas parecía seca, ¿seguía siendo boga el Chispas en esa época? Ya eras un extraño para la familia, Zavalita, ya no sabías cómo eran tus hermanos, qué hacían, en qué y cuánto habían cambiado.
1279 Llegó a la entrada del Club, se sentó en el poyo que sujetaba la cadena, también la garita del guardián estaba vacía. Podía ver Agua Dulce desde allí, la playa sin carpas, los quioscos cerrados, la neblina que ocultaba los acantilados de Barranco y Miraflores.
1280 En la playita rocosa que separaba Agua Dulce del "Regatas", los cholos de la gente diría la mamá piensa, había unos botes varados, uno de ellos con el cascarón enteramente agujereado. Hacía frío, el viento le revolvía los cabellos y sentía un gusto salado en los labios.
1281 No, piensa, más bien ¿venía manejando él, vería la cara de él? Sí, ahí estaba la gran sonrisa de Ambrosio en la ventanilla, ahí su voz, niño Santiago cómo está, y ahí la figura del viejo. Cuántas canas más, piensa, cuántas arrugas y había adelgazado tanto, ahí su voz rota: flaco.
1282 Cruzaron las canchas de básquet, caminando lentamente y silenciosos, entraron al edificio del Club por una puerta lateral. No había nadie en el comedor, las mesas no estaban puestas. Don Fermín dio unas palmadas y al rato apareció un mozo, apresurado, abotonándose el saco.
1283 Diciendo que el que mató a esa mujer fue un ex-matón de Cayo Bermúdez, uno que ahora es chofer de, y ponía tu nombre, papá. Han podido mandar el mismo anónimo a la policía, y de repente -Sí, piensa, precisamente porque te quería tanto-, en fin, quería avisarte, papá.
1284 No es la primera vez, no será la última. La gente es así. Si el pobre negro supiera que lo creen capaz de una cosa así. Se rió otra vez, tomó el último traguito de café, se limpió la boca: si tú supieras la cantidad de anónimos canallas que ha recibido tu padre en su vida, flaco.
1285 El canallita de Bermúdez nos puso al borde de la quiebra. Nos canceló los libramientos, varios contratos, nos mandó auditores para que nos expulgaran los libros con lupa y nos arruinaran con impuestos. Y ahora, con Prado, el gobierno se ha vuelto una mafia terrible.
1286 Te esperamos el domingo, entonces. Cómo se va a poner tu madre de contenta. Volvieron a pasar por las canchas de básquet y los jugadores ya no estaban. La neblina se había diluido y alcanzaban a verse los acantilados, lejanos y pardos, y los techos de las casas del Malecón.
1287 Nos veremos el domingo, iré a eso de las doce. Se alejó hacia la playita a grandes trancos, torció por la pista hacia el Malecón, cuando comenzaba a subir la cuesta oyó arrancar el automóvil: lo vio alejarse por Agua Dulce, brincar en los baches, desaparecer en el polvo.
1288 Cómo te irán a recibir el domingo, Zavalita. Con risas, bromas y llanto, piensa. No había sido tan difícil, el hielo se había roto un instante después que se abrió la puerta y oyó el grito de la Teté ¡ahí estaba ya, mami! Acababan de regar el jardín, piensa, el pasto estaba húmedo, la pileta seca.
1289 Lo abrazaba, sollozaba, lo besaba, el viejo y el Chispas y la Teté sonreían, las sirvientas revoloteaban alrededor, ¿hasta cuándo con esas loqueras, hijito, no tenías remordimientos de hacer pasar a tu madre este calvario, hijito? Pero él no estaba ahí: no habían sido mentiras, papá.
1290 Estás flaco, tienes ojeras, habían entrado a la sala, quién te lavaba la ropa, se había sentado entre la señora Zoila y la Teté, ¿la comida de la pensión era buena?, sí mamá, y en los ojos del viejo ninguna incomodidad, ¿ibas a clases?, ninguna complicidad ni turbación en su voz.
1291 Después todos se acostumbrarían, se olvidarían. ¿Con la Musa no pasó así, no pasa con todo así en este país, Zavalita? Años que se confunden, Zavalita, mediocridad diurna y monotonía nocturna, cervezas, bulines. Reportajes, crónicas: papel suficiente para limpiarse toda la vida, piensa.
1292 Borracheras sin convicción, Zavalita, polvos sin convicción, periodismo sin convicción. Deudas a fines de mes, una purgación, lenta, inexorable inmersión en la mugre invisible. Ella había sido lo único distinto, piensa. Te hizo sufrir, Zavalita, desvelarte, llorar.
1293 Había inclinado un poco la cabeza y con voz densa, insegura y demorada, comenzado a recitar. Repetía un mismo verso, callaba, volvía, a ratos se reía casi sin ruido. Eran ya cerca de las tres cuando Norwin y Rojas entraron al "Negro Negro" y hacía rato que Carlitos desvariaba.
1294 No, compadre, vengo a conversar. Cuéntame cómo se porta contigo la China, después yo te cuento y comparamos. Nos hicimos amigos. ¿Había sido la dejadez, la abulia limeña, la estupidez de los soplones, Zavalita? Piensa: que nadie exigiera, insistiera, que nadie se moviera por ti.
1295 Los primeros días de mes, Norwin, Rojas, Milton aparecían en esas cuevas humosas y se iban a los bulines. A veces encontraban a Becerrita, rodeado de dos o tres redactores, brindando y conversando de tú y voz con los cabrones y los maricas y siempre pagaba la cuenta él.
1296 El Presidente está dispuesto a pasar la esponja, General. Espina saldrá del país, los oficiales comprometidos no serán molestados si actúan razonablemente. Sabemos que usted prometió apoyar al general Espina, pero el Presidente está dispuesto a olvidarlo, General.
1297 Y en ese caso te doy mi palabra que me bastan un par de horas para demostrarte que el Ejército permanece totalmente fiel al régimen, pese a todo lo que te haya hecho creer Espina. Si no envías el telegrama antes del amanecer, consideraré que has entrado en rebelión.
1298 Ya ve, soy sincero con usted. Primero que todo, soy hombre del régimen, don Fermín. -Hizo una pausa, bajó un poco la voz, y usó un tono menos impersonal, más íntimo-. Ya sé que está pasando un mal momento. No, no hablo de esto. De su hijo, el que se fue de la casa.
1299 Su empresa constructora, gracias a las carreteras y a las Unidades Escolares. Se acabó, no volverá a recibir un libramiento. Hacienda le hará expulgar los libros y tendrá que pagar los impuestos burlados, las multas. No se le podrá hundir del todo, pero algún daño se le hará.
1300 De haber conseguido dinero y haber invertido su propio dinero en este asunto. De haber reunido, en esta casa y en "Olave" a la veintena de conspiradores civiles que ahora están detenidos. Tenemos declaraciones firmadas, cintas grabadas. Todas las pruebas que usted quiera.
1301 Quisiera hablar a solas, por favor -dijo él, y vio enrojecer violentamente al joven de gris, lo vio asentir con ojos ofendidos y partir-. Es posible que Landa salga de la embajada de un momento a otro, Lozano. No lo molesten. Téngame informado de sus movimientos.
1302 Ese domingo, apenas se encontraron en el Bertoloto, se pusieron a hablar de la señora. Qué sería de ella ahora, decía Amalia, quién la ayudaría. Y él: era una vivísima, se conseguirá otro platudo antes de que cante un gallo. No hables así de ella, dijo Amalia, no me gusta.
1303 Fueron a ver una película argentina y Ambrosio salió diciendo pibe, ché y hablando con eyes; loco, se reía Amalia, y de repente se le apareció la cara de Trinidad. Estaban en el cuartito de la calle Chiclayo, desvistiéndose, cuando una cuarentona de pestañas postizas vino a preguntar por Ludovico.
1304 La mujer se fue y Amalia se burlaba de sus pestañas y Ambrosio decía se las busca pericas. Y a propósito ¿qué sería de Ludovico? Ojalá no le hubiera pasado nada, el pobre que tenía tanta mala gana de ir. Tomaron lonche en el centro y estuvieron caminando hasta que oscureció.
1305 No podía. ¿Pero por qué, bruta? ¿No se casaba tanta gente a diario, por qué no tú con él? Haría un mes que se había ido el señor cuando, un día, la señora entró a la casa como un ventarrón: listo Quetita, desde la semana próxima donde el gordo, hoy mismo empezaría a ensayar.
1306 Claro que sí, como antes. Ella había sido famosa, Amalia, dejé mi carrera por el desgraciado ése, ahora comenzaría de nuevo. Ven que te enseñe, la agarró del brazo, subieron corriendo y en el escritorio sacó un álbum de recortes, por fin lo que tanto querías ver pensaba Amalia, mira, mira.
1307 En fin, Quetita, lo principal era la oportunidad, recuperaría su público y pondría condiciones. Se iba donde el gordo a eso de las nueve, en pantalones y turbante, con un maletín, y volvía al amanecer, magulladísima. Su preocupación era la gordura más que la limpieza ahora.
1308 Amalia reconocía a veces entre los invitados a algunos vejestorios elegantes que venían cuando el señor, pero la mayoría de la gente era ahora distinta: más jóvenes, no tan bien vestidos, sin carro pero qué alegres, qué corbatas, qué colorines, artistas zumbaba Carlota.
1309 Ambrosio tenía razón, era vivísima. Al mes pescó a otro, al mes otro. Vivísima, sí, pero con ella buenísima y cuando los días de salida Ambrosio le preguntaba qué dice la señora, ella le mentía muy triste desde que se fue el señor, para que no pensara mal de ella.
1310 Era cierto, la señora tenía para escoger: a diario llovían llamadas, a veces traían flores con tarjetitas que la señora le leía por teléfono a la señorita Queta. Escogió a uno que venía cuando el señor, uno que Amalia creía tenía sus cosas con la señorita Queta.
1311 Qué pena, un viejo, decía Carlota. Pero ricacho, alto y de buena planta. Por su cara rosada y sus pelos blancos no provocaba decirle señor Urioste sino abuelito, papá, se reía Carlota. Muy educado, pero se le subían las copas y se le saltaban los ojos y se abalanzaba sobre las mujeres.
1312 Se quedó a dormir una vez, dos, tres, y desde entonces amanecía con frecuencia en la casita de San Miguel y partía a eso de las diez, en su autazo color ladrillo. El ancianito te dejó por mí, decía riéndose la señora, y la señorita Queta riéndose: a éste exprímelo, cholita.
1313 No había duda, estaba con él por puro interés. El señor Urioste no inspiraba antipatía y miedo como don Cayo, más bien respeto, y hasta cariño cuando bajaba las escaleras con los cachetes rozagantes y los ojos fatigados, y le ponía a Amalia unos soles en el delantal.
1314 Así que, cuando a los pocos meses dejó de venir, Amalia, pensando, le dio la razón ¿porque era viejito se iba a dejar engañar? Se enteró de lo de Pichón, le dio un ataque de celos y se largó, le dijo la señora a la señorita, ya volverá mansito como una oveja. Pero no volvió.
1315 Amalia le contó la verdad: ya se había consolado, tenido un amante, peleado con él, y ahora dormía con hombres distintos. Pensó que él le diría ¿ves, no te dije? y que quizás le ordenaría no trabajes más ahí. Pero sólo encogió los hombros: estaba ganándose los frejoles, allá ella.
1316 Tuvo ganas de contestarle ¿y si yo hiciera lo mismo te importaría? pero se aguantó. Se veían todos los domingos, iban al cuartito de Ludovico, a veces se encontraban con él y les invitaba un lonche o unas cervecitas. ¿Tuvo un accidente?, le preguntó Amalia el primer día que lo vio vendado.
1317 Como la señora apenas paraba en la casa, la vida era más descansada que nunca. En las tardes, con Carlota y Símula se sentaba a oír los radioteatros, discos. Una mañana, al subir el desayuno a la señora, encontró en el pasillo una cara que la hizo perder la respiración.
1318 Carlota, bajó corriendo excitadísima, Carlota, uno joven, uno buenmocísimo, y cuando lo vio agárrame que me derrito, dijo Carlota. La señora y él bajaron tarde, Amalia y Carlota lo miraban aleladas, sofocadas, tenía una pinta que mareaba. También la señora parecía hipnotizada.
1319 Amalia no la reconocía, tan suavecita, y esas miraditas y esa vocecita. El señor Lucas era tan joven que hasta la señora parecía vieja a su lado, tan pintón que Amalia sentía calor cuando él la miraba. Moreno, dientes blanquísimos, ojazos, un caminar de dueño del mundo.
1320 Era español, cantaba en el mismo sitio que la señora. Nos conocimos y nos quisimos, le confesó la señora a Amalia, bajando los ojos. Lo quería, lo quiere. A veces el señor y la señora, jugando, cantaban a dúo y Amalia y Carlota que se casaran, que tuvieran hijos, se veía a la señora tan feliz.
1321 No salía casi nunca antes del anochecer y se las pasaba echado en el sofá, ordenando tragos, café. Ninguna comida le gustaba, a todo ponía peros y la señora reñía a Símula. Pedía platos rarísimos, qué carajo será gazpacho oyó gruñir Amalia a Símula, era la primera lisura que le oía.
1322 La buena impresión del primer día se fue borrando y hasta Carlota empezó a detestarlo. Además de caprichoso, resultó fresco. Disponía de la plata de la señora a sus anchas, mandaba a comprar algo y decía pídele a Hortensia, es mi banco. Además, organizaba fiestecitas cada semana, le encantaban.
1323 Una noche Amalia lo vio besando a la señorita Queta en la boca. ¿Cómo podía ella siendo tan amiga de la señora, qué habría hecho la señora si lo pescaba? Nada, lo hubiera perdonado. Estaba enamoradísima, le aguantaba todo, una palabrita de cariño de él y se le iba el malhumor, rejuvenecía.
1324 Los cobradores traían cuentas de cosas que el señor Lucas compraba y la señora pagaba o les contaba historias fantásticas para que volvieran. Ahí se dio cuenta Amalia por primera vez que la señora pasaba apuros de plata. Pero el señor Lucas no se daba, cada día pedía más.
1325 Andaba muy elegante, corbatas multicolores, ternos entallados, zapatos de gamuza. La vida es corta cariño, se reía, hay que vivirla cariño, y abría los brazos. Eres un bebe, amor, decía ella. Cómo está, pensaba Amalia, el señor Lucas la había vuelto una gatita de seda.
1326 Amalia le contaba a Ambrosio y él se sonreía: un cafichito el tal Lucas. Por primera vez la señora se ocupaba de las cuentas, Amalia se reía por adentro viendo la cara de Símula cuando le reclamaba los vueltos. Y un buen día Símula anunció que ella y Carlota se iban.
1327 A Huacho, señora, abrirían una bodeguita. Pero la noche antes de la partida, viendo a Amalia tan apenada, Carlota la consoló, mentira, no se iban a Huacho, seguiremos viéndonos. Símula había encontrado una casa en el centro, ella sería cocinera y Carlota muchacha.
1328 Tienes que irte tú también, Amalita, mi mamá dice que esta casa se hunde. ¿Se iría? No, la señora era tan buena. Se quedó y más bien se dejó convencer de que hiciera la cocina, ganaría cincuenta soles más. Desde entonces casi nunca comían en casa los señores, mejor vámonos a cenar afuera cariño.
1329 Pero el trabajo se triplicó: arreglar, sacudir, tender camas, lavar platos, barrer, cocinar. La casita ya no andaba ordenada y flamante. Amalia veía en los ojos de la señora cómo sufría cuando pasaba una semana sin baldear el patio, tres y cuatro días sin pasar el plumero por la sala.
1330 Corrió al repostero; la señora escuchaba, encogida en el sillón, y de repente alzó la cara y estaba llorando. Sabía todo eso, Quetita, y Amalia sintió que ella también iba a llorar, pero qué iba a hacer, Quetita, lo quería, era la primera vez en su vida que quería de verdad.
1331 Se levantaba tarde y se instalaba en la sala a leer el periódico. Amalia lo veía, buen mozo, risueño, en su bata color vino, los pies sobre el sofá, canturreando, y lo odiaba: escupía en su desayuno, echaba pelos en su sopa, en sueños lo hacía triturar por trenes.
1332 Una mañana, al volver de la bodega, encontró a la señora y a la señorita que salían, en pantalones, con bolsas. Iban al baño turco, no volverían a almorzar, que le comprara una cerveza al señor al mediodía. Partieron y al ratito Amalia sintió pasos; ya se despertó, querría su desayuno.
1333 Subió y el señor Lucas, con saco y corbata, estaba metiendo apurado sus ropas en una maleta. Se iba de viaje a provincias, Amalia, cantaría en teatros, volvería el próximo lunes, y hablaba como si ya estuviera viajando, cantando. Le entregas esta cartita a Hortensia, Amalia, y ahora llámame un taxi.
1334 Amalia lo miraba boquiabierta. Por fin salió del cuarto, sin decir nada. Consiguió un taxi, bajó la maleta del señor, adiós Amalia, hasta el lunes. Entró a la casa y se sentó en la sala, agitada. Si siquiera estuvieran aquí doña Símula y Carlota cuando le diera la noticia a la señora.
1335 Eran las cinco cuando el carrito de la señorita Queta paró en la puerta. La cara pegada a la cortina las vio acercarse, muy frescas, muy jóvenes, como si en el baño turco no hubieran perdido peso sino años, y abrió la puerta y le comenzaron a temblar las piernas.
1336 Sí señorita, y no se atrevía a mirar a la señora, el lunes volvía y se daba cuenta que tartamudeaba. Quiso pegarse una escapada con alguna, dijo la señorita, se sentía amarrado con tus celos chola, vendría el lunes a pedir perdón. Por favor, Queta, dijo la señora, no te hagas la idiota.
1337 Cuando volvía con la bandeja, temblando, la señorita estaba hablando por teléfono: usted conoce gente, señora Ivonne, que lo buscaran, que lo pescaran. La señora estuvo toda la tarde en su cuarto, conversando con la señorita, y al anochecer vino la señora Ivonne.
1338 Al día siguiente se presentaron dos tipos de la policía y uno era Ludovico. Se hizo el que no conocía a Amalia. Los dos le hacían preguntas y preguntas sobre el señor Lucas y al final tranquilizaron a la señora: recuperaría sus joyas, era cuestión de unos días.
1339 Antes las cosas iban mal pero desde entonces todo fue peor, pensaría Amalia después. La señora estaba en cama, pálida, despeinada y sólo tomaba sopitas. Al tercer día la señorita Queta se fue. ¿Quiere que suba mi colchón a su cuarto, señora? No, Amalia, duerme en el tuyo nomás.
1340 Pero Amalia se quedó en el sofá de la sala, envuelta en su frazada. En la oscuridad, sentía su cara húmeda. Odiaba a Trinidad, a Ambrosio, a todos. Cabeceaba y se despertaba, tenía pena, tenía miedo, y en una de ésas vio luz en el pasillo. Subió, pegó el oído a la puerta, no se oía nada, y abrió.
1341 La señora estaba tumbada en la cama, sin taparse, los ojos abiertos: ¿la estaba llamando, señora? Se acercó, vio el vaso caído, los ojos en blanco de la señora. Corrió a la calle, gritando. Se había matado, y tocaba el timbre del lado, se había matado, y pateaba la puerta.
1342 Pálida y flaquita, pero más resignada. Aquí está mi salvadora, bromeó la señora. ¿Cómo le digo que no hay ni para comer?, pensaba ella. Felizmente, la señora se acordó: dale algo para sus gastos, Quetita. Ese domingo, fue a buscar a Ambrosio al paradero y lo trajo a la casa.
1343 Sí, ella lo había llamado y él, tan caballero, al verla en esa situación, se había compadecido y la estaba ayudando. Amalia le preparó de comer y después oyeron radio. Se acostaron en el cuarto de la señora y a Amalia le vino un ataque de risa que no le paraba.
1344 A veces, jugando, ella lo asustaba: voy a ir a visitar a la señora Zoila, voy a contarle a la señora Hortensia lo nuestro. Él echaba espuma: si vas te arrepentirás, si le cuentas no nos veremos nunca más. ¿Por qué tanto escondite, tanto misterio, tanta vergüenza? Era raro, era loco, tenía manías.
1345 La señora Hortensia volvió a San Miguel hecha una espina. La ropa le bailaba, se le había chupado la cara, sus ojos ya no brillaban como antes. ¿La policía no encontró las joyas, señora? La señora se rió sin ganas, nunca las encontrarían, y los ojos se le aguaron, Lucas era más vivo que la policía.
1346 La verdad que no quedaban muchas, Amalia, las había ido vendiendo por él, para él. Qué tontos eran los hombres, él no necesitaba robárselas, Amalia, a él le hubiera bastado pedírmelas. La señora cambió. Los males le venían uno detrás de otro y ella indiferente, seria, callada.
1347 Lo decía sin furia, como la cosa más normal del mundo. Y unos días después, a la señorita Queta, las deudas me van a ahogar. No parecía asustada ni que le importara. Amalia ya no sabía qué inventar cuando el señor Poncio venía a cobrar el alquiler: no está, salió, mañana, el lunes.
1348 Desde lo alto de la escalera, la señora lo miró como si fuera una cucarachita: con qué derecho esos gritos, dígale a Paredes que le pagaré otro día. Usted no paga y el coronel Paredes me requinta a mí, ladró el señor Poncio, la vamos a sacar de aquí judicialmente.
1349 Amalia subió después al cuarto pensando estará furiosa. Pero no, estaba tranquila, mirando el techo con ojos gelatinosos. Cuando Cayo, Paredes ni quería cobrar el alquiler, Amalia, y en cambio ahora. Hablaba con una terrible flojera, como si estuviera lejísimos o durmiéndose.
1350 Tendrían que mudarse, no había otro remedio, Amalia. Fueron unos días agitados. La señora salía temprano, volvía tarde, vi cien casas y todas carísimas, llamaba a un señor y a otro señor, les pedía una firmita, un préstamo y colgaba el teléfono y se le torcía la boca: malagradecidos, ingratos.
1351 El primer domingo que se encontró con Ambrosio en la avenida Brasil, en el paradero del Hospital Militar, tuvieron una pelea. Pobre la señora, le contaba Amalia, los apuros que pasó, le quitaron sus muebles, las groserías del señor Poncio, y Ambrosio dijo me alegro.
1352 Antes te planto a ti, dijo Amalia. Discutieron como una hora y sólo se amistaron a medias. Está bien, no hablarían más de ella, Amalia, no valía la pena que nos peleemos por esa loca. Con los préstamos y lo que vendió, la señora estuvo viviendo mal que bien, mientras buscaba trabajo.
1353 Otra vez empezó a hablar de dejar de fumar y a amanecer muy maquillada. Nunca nombraba al señor Lucas, sólo venía a verla la señorita Queta. No era la de antes. No hacía bromas, no tenía la malicia, la gracia, esa manera tan despreocupada y alegre de antes. Ahora pensaba mucho en la plata.
1354 Le da vergüenza que vean cómo vive ahora, pensaba Amalia. Se levantaba y se servía su pisco con ginger-ale. Oía la radio, leía el periódico, llamaba a la señorita Queta, y se tomaba dos, tres. Ya no se la veía tan guapa ni tan elegante. Así se pasaban los días, las semanas.
1355 A eso de las siete comenzaba a pintarse la boca y las uñas, a peinarse, y a eso de las ocho la señorita Queta la recogía en su autito. Volvía al amanecer hecha un trapo, tomadísima, con una fatiga tan grande que a veces despertaba a Amalia para que la ayudara a desvestirse.
1356 Todo el tiempo andaba llevando su ropa a una costurera de la avenida Brasil para que se la angostara. Cada día le daba a Amalia lo del diario y le pagaba su sueldo puntual, ¿de dónde sacaba plata? Ningún hombre se había quedado a dormir en el departamento de Magdalena todavía.
1357 Ni se fijaba que los ceniceros se quedaban repletos de puchos, y no había vuelto a preguntarle en las mañanas ¿te duchaste, te echaste desodorante? El departamento se veía desordenado, pero Amalia no tenía tiempo para todo. Además, ahora la limpieza le costaba mucho más esfuerzo.
1358 La señora me contagió su flojera, le contaba a Ambrosio. Da no sé qué verla a la señora así, tan dejada, señorita, ¿sería porque no se conformaba de lo del señor Lucas? Sí, dijo la señorita Queta, y también porque el trago y las pastillitas para los nervios la tienen medio idiotizada.
1359 Cómo había envejecido desde la última vez, cuántas canas, qué ojos hundidos. La señora la mandó a comprar cigarrillos, y el domingo, cuando Amalia le preguntó a Ambrosio a qué vino don Fermín, él hizo ascos: a traerle plata, esa desgraciada lo había tomado de manso.
1360 A Ambrosio nada, pero a don Fermín lo estaba sangrando, abusando de lo bueno que era, cualquier otro la hubiera mandado al diablo. Amalia se enfurecía: qué te metes tú, qué te importa a ti. Busca otro trabajo, insistía él ¿no ves que se muere de hambre?, déjala.
1361 A veces la señora desaparecía dos, tres días, y al volver estuve de viaje, Amalia. Paracas, el Cuzco, Chimbote. Desde la ventana, Amalia la divisaba subiendo a automóviles de hombres con su maletín. A algunos les conocía la voz, por el teléfono, y trataba de adivinar cómo eran, de qué edad.
1362 Nada, quieta, como si todo su cuerpo se hubiera muerto menos sus ojos que vagaban, mirando. Corrió al teléfono y esperó temblando la voz de la señorita Queta: se mató otra vez, ahí estaba en su cama, no oía, no hablaba, y la señorita Queta gritó cállate, no te asustes, óyeme.
1363 Café bien cargado, no llames al médico, ella ya venía. Tómese esto para que se mejore, señora, lloriqueaba Amalia, la señorita Queta ya venía. Nada, muda, sorda, mirando, así que ella le levantó la cabeza y le acercó la taza a la boca. Tomaba obediente, dos hilitos le chorreaban por el cuello.
1364 Así señora, todito, y le hacía cariños en la cabeza y le besaba las manos. Pero cuando la señorita Queta llegó, en vez de apenarse comenzó a decir lisuras. Mandó comprar alcohol, hizo que la señora tomara más café, entre ella y Amalia acostaron a la señora, le frotaron la frente y las sienes.
1365 Sonreía, qué era tanto laberinto, se movía, y la señorita estaba harta, no soy tu niñera, te vas a meter en un lío, si quieres matarte mátate pero no a pocos. Esa noche la señora no fue al "Monmartre" pero al día siguiente se levantó ya bien. Una mañana después ocurrió el lío.
1366 Corrió al teléfono: haga algo, señora Ivonne, no podían tenerla presa, todo era culpa de la Paqueta, atropellada y asustada la señorita también. Le dio una libra a Amalia: habían complicado a la señora en algo feo, a lo mejor vendrían policías o periodistas, anda vete donde tu familia por unos días.
1367 Tenía los ojos llenos de lágrimas y la oyó murmurar pobre Hortensia. Dónde iría, dónde iba. Fue donde su tía, que ahora tenía una pensioncita en Chacra Colorada. La señora se fue de viaje, tía me dio vacación. Su tía la resondró por haberse perdido tanto tiempo, y la estuvo mirando, mirando.
1368 Ella le negó, no estaba, protestó, de quién iba a estar encinta. Pero ¿y si su tía tenía razón, si era por eso que no sangraba? Se olvidó de la señora, de la policía, qué le iba a decir a Ambrosio, qué diría él. El domingo fue al paradero del Hospital Militar, rezando entre dientes.
1369 Comenzó a contarle lo de la señora, pero él ya sabía. Ya estaba en su casa, Amalia, don Fermín habló con amigos y la hizo soltar. ¿Y por qué la habían metido presa a la señora? Algo sucio haría, algo malo haría, y cambió de tema: Ludovico le había prestado el cuartito por toda la noche.
1370 Fueron a un restaurancito del Rímac y él le preguntó por qué no comes. No tenía hambre, había almorzado mucho. ¿Por qué no hablaba? Estaba pensando en la señora, mañana iré tempranito a verla. Apenas entraron al cuartito se atrevió: mi tía dice que estoy encinta.
1371 Qué mierda lo que creía tu tía, la sacudió de un brazo, ¿estaba o no estaba? Sí, creía que sí, y se echó a llorar. En vez de consolarla, Ambrosio se puso a mirarla como si tuviera lepra y lo pudiera contagiar. No podía ser, repetía, no puede ser y se le atracaba la voz.
1372 Ella salió corriendo del cuartito. Ambrosio la alcanzó en la calle. Cálmate, no llores, atontado, la acompañó hasta el paradero y decía no me lo esperaba, no creas que me he enojado, me dejaste sonso. En la avenida Brasil se despidió de ella hasta el domingo. Amalia pensó: no va a venir más.
1373 La abrazó contenta, creía que te habías asustado y no volverías. Cómo se le ocurría, señora. Ya sé, dijo la señora, tú eres una amiga, Amalia, una de verdad. Habían querido embarrarla en algo que no había hecho, la gente era así, la mierda de la Paqueta así, todos así.
1374 Un día tocó la puerta un hombre de uniforme. ¿A quién buscaba? Pero la señora salió a recibirlo, hola Richard, y Amalia lo reconoció. Era el mismo que había entrado a la casa esa madrugada, sólo que ahora estaba con gorra de aviador y un saco azul de botones dorados.
1375 El señor. Richard era piloto de Panagra, se pasaba la vida viajando, patillas canosas, un mechón amarillo sobre la frente, gordito, pecoso, un español mezclado de inglés que daba risa. A Amalia le cayó simpático. Fue el primero en entrar al departamento, el primero en quedarse a dormir.
1376 Llegaba a Lima los jueves, se venía del aeropuerto de azul marino, se bañaba, descansaba un rato, y salían, volvían al amanecer haciendo bulla y dormían hasta el mediodía. A veces el señor Richard se quedaba en Lima dos días: Le gustaba meterse a la cocina, ponerse un mandil de Amalia, y cocinar.
1377 Ella y la señora, riéndose, lo veían freír huevos, preparar tallarines, pizzas. Era bromista, juguetón y la señora se llevaba bien con él. ¿Por qué no se casaba con el señor Richard, señora?, es tan bueno. La señora Hortensia se rió: era casado y con cuatro hijos, Amalia.
1378 Habrían pasado dos meses y una vez el señor Richard llegó miércoles en vez de jueves. La señora estaba encerrada a oscuras, con su chilcanito en el velador. El señor Richard se asustó y llamó a Amalia. No se ponga así, lo calmaba ella; no era nada, ya le iba a pasar, eran los remedios.
1379 Pero el señor Richard hablaba en inglés, colorado del susto, y le daba a la señora unas cachetadas que escarapelaban, y la señora mirándolos como si no estuvieran ahí. El señor Richard iba a la sala, volvía, llamaba por teléfono y al fin salió y trajo un médico que le puso una inyección a la señora.
1380 Cuando el médico se fue, el señor Richard entró a la cocina y parecía un camarón: rojísimo, furiosísimo, comenzaba a hablar en español y se pasaba al inglés. Señor qué le pasa, por qué gritaba, por qué me insulta. Él daba manotazos y Amalia pensaba me va a pegar, se loqueó.
1381 El señor Richard se había ido y la señora lo insultaba desde la puerta. Entonces no pudo aguantarse, atinó a levantar el mandil pero fue por gusto, todo el vómito cayó al suelo. Al oír las arcadas la señora vino corriendo. Anda al baño, no te asustes, no pasa nada.
1382 Amalia se lavó la boca, volvió a la sala con un trapo mojado y una escoba, y, mientras limpiaba, oía a la señora riéndose. No había de qué asustarse, sonsa, hacía rato tenía ganas de largar a este idiota, y Amalia muerta de vergüenza. Pero de repente la señora se calló.
1383 Oye, oye, le vino una sonrisita de ésas de otros tiempos, mosquita muerta, ven, ven aquí. Sintió que enrojecía, ¿no estarás encinta, no?, que le daba vértigo, no señora, qué ocurrencia. Pero la señora la agarró del brazo: pedazo de boba, claro que estás. No enojada sino asombrada, riéndose.
1384 Sí estaba, señora, todo este tiempo se había sentido tan mal: sed, mareos, esa sensación de que le jalaban el estómago. Lloraba a gritos y la señora la consolaba, por qué no me contaste, sonsa, si no tenía nada de malo, te hubiera llevado al médico, no hubieras trabajado tanto.
1385 Lloraba a gritos y le contaba, señora, se portó mal una vez y ahora peor. Desde que supo del hijo se ha vuelto rarísimo, no quería hablar de él, Amalia le decía tengo vómitos y él cambia de conversación, Amalia ya se mueve y él hoy no puedo quedarme contigo, tengo que hacer.
1386 Ya sólo la veía un ratito los domingos, por cumplir, y la señora abría los ojos. ¿Ambrosio?, sí, no la había vuelto a llevar al cuartito, ¿el chofer de Fermín Zavala?, sí, le invitaba un lonche y se despedía, ¿años que te ves con él?, y la miraba y movía la cabeza y decía quién lo iba a creer.
1387 Sí, era su marido, si ahora sabe que le conté todo la iba a dejar, señora, me puede hasta matar. Lloraba y la señora le trajo otro vasito de agua y la abrazó: no va a saber que me contaste, no la iba a dejar. Se quedaron conversando y la señora la tranquilizaba, nunca sabría, sonsa.
1388 No, ay qué tonta eres, Amalia. ¿De cuántos meses estaba? De cuatro, señora. Al día siguiente ella misma la llevó donde un doctor que la examinó y dijo el embarazo está muy bien. Esa noche llegó la señorita Queta y la señora, delante de Amalia, esta mujer está encinta, figúrate.
1389 Y si supieras de quién, se rió la señora, pero al ver la cara de Amalia se puso un dedo en la boca: no se podía decir, chola, era un secreto. ¿Qué iba a pasar ahora? Nada, no la iba a botar. La señora la había llevado al médico y quería que se cuidara, no te agaches, no enceres, no levantes eso.
1390 Era buena la señora, y ella se sentía tan aliviada de habérselo contado a alguien. ¿Y si Ambrosio se enteraba? Qué importa si de todos modos te va a dejar, bruta. Pero no la dejaba, todos los domingos venía. Conversaban, tomaban lonche y Amalia pensaba qué falso, qué mentiroso todo lo que decimos.
1391 Un domingo, al salir de la vermouth, le escuchó la voz cortada: cómo te sientes, Amalia. Bien nomás, dijo ella, y mirando el suelo ¿le preguntaba eso por el hijo? Cuando nazca ya no podrás seguir trabajando, lo oyó decir: Y por qué no, dijo Amalia; qué crees que voy a hacer, de qué iba a vivir.
1392 El quinto, el sexto mes. Se sentía muy pesada ya, tenía que interrumpir el arreglo para recuperar el aliento, la cocina, hasta que pasaran los arrebatos de calor. Y un día la señora dijo nos mudamos. ¿Adónde, señora? A Jesús María, este departamento resultaba caro.
1393 Amalia se quedó fría al ver el departamentito de General Garzón. No es que fuera tan chiquito, pero tan viejo, tan feo. La salita comedor era minúscula, lo mismo el dormitorio, la cocinita y el baño parecían de juguete. En el cuarto de servicio, tan angosto, sólo cabía el colchón.
1394 Se levantaba temprano, comía mejor, pasaba gran parte del día en la calle, conversaba. Y hablaba del viaje: a México, se iría a México, Amalia, y no volvería nunca. La señorita Queta venía a verla, y desde la sofocante cocina, Amalia las oía, hablando día y noche de lo mismo: se iría, viajaría.
1395 Había algo raro pero qué, qué era. Se lo preguntó a la señorita Queta y ella le dijo: las mujeres son idiotas, Amalia: la está llamando porque necesita plata, y la idiota de Hortensia se la va a llevar, y cuando tenga la plata en sus manos la va a largar otra vez.
1396 Pero ya no podía pensar mucho rato en la señora ni en nada, se sentía demasiado mal. La primera vez no había sentido ese cansancio, esa pesadez tan grande: sueño mañana y tarde y al regresar de la compra tenía que echarse. Se había llevado un banquito a la cocina y cocinaba sentada.
1397 Zavala a Ancón y Amalia sólo lo veía un domingo sí y otro no. ¿No sería lo de Ancón una mentira, un pretexto para irse alejando de ella a poquitos? Porque de nuevo estaba rarísimo. Amalia iba a darle el encuentro a la avenida Arenales, con mil cosas para contarle, y qué baño de agua fría.
1398 No me estás oyendo, sí te estoy, en qué estás pensando, en nada. No importa, pensaba Amalia, ya no lo quiero. Su tía le había dicho cuando se vaya la señora te vienes acá, la señora Rosario le había dicho si te quedas en la calle ésta es tu casa y Gertrudis lo mismo.
1399 Si te has arrepentido de lo que me ofreciste, mejor olvídate y cambia de cara, le dijo un día, yo no te he pedido nada. Y él, asombrado ¿qué te he ofrecido? Vivir juntos, dijo ella. Y él: ah, eso, no te preocupes, Amalia. Cómo había podido amistarse, juntarse de nuevo con él.
1400 Se buscaría una casa donde trabajar no lo vería más qué dulce sería la venganza cuando él viniera llorando a pedirle perdón: fuera, no te necesito, lárgate. Seguía engordando, y la señora hablaba todo el tiempo del viaje, ¿pero cuándo iba a viajar? No sabía exactamente cuándo pero pronto, Amalia.
1401 Una noche la oyó discutiendo a gritos con la señorita Queta. Estaba tan adolorida que no se levantó a espiar: he sufrido mucho, todos le habían dado patadas, no tengo por qué guardar consideraciones a nadie. Te vas a fregar, decía la señorita, la verdadera patada sólo ahora te la van a dar, loca.
1402 Se le acercó pensando qué vendrá a decirme, pero él la recibió poniéndose un dedo en la boca: chist, no subas, ándate. Don Fermín estaba arriba con la señora. Ella se fue a sentar a la placita de la esquina: nunca cambiaría, toda la vida seguiría con sus cobardías.
1403 Lo odiaba, le tenía asco, Trinidad era mil veces mejor. Cuando vio partir el carro entró a la casa y la señora parecía una fiera. Requintaba, fumaba, empujaba las sillas y, al ver a Amalia, qué haces ahí mirándome como una idiota, anda a la cocina. Se fue a encerrar a su cuarto, resentida.
1404 Nunca me habías insultado, pensaba. Se quedó dormida. Cuando salió a la salita, la señora no estaba. Volvió al anochecer, arrepentida de haberla gritoneado. Estaba nerviosa, Amalia, un hijo de puta le había dado un colerón. Que se fuera a acostar nomás, no te preocupes de la comida.
1405 Esa semana se sintió peor. La señora pasaba el día en la calle, o en su cuarto hablando a solas, con un malhumor terrible. El jueves en la mañana se estaba agachando a recoger un secador cuando sintió que se le quebraban los huesos y cayó al suelo. Trataba de levantarse y no podía.
1406 Mil años después la señora y la señorita entraron a la casa y las vio como en sueños. Casi en peso la bajaron las gradas, la subieron al carrito y la llevaron a la Maternidad: no te asustes, todavía no iba a nacer, vendrían a verla, volverían, tranquilita Amalia.
1407 Quería rezar y no podía, se iba a morir. La habían subido a una camilla y una vieja con pelos en el cuello le estaba quitando la ropa y riñéndola. Pensó en Trinidad mientras sentía que se le rasgaban los músculos y que le hundían un cuchillo entre la cintura y la espalda.
1408 Unas pelotas tibias le cerraban la garganta y no podía vomitar. Poco a poco fue reconociendo la sala llena de camas, las caras de las mujeres, el techo altísimo y sucio. Has estado durmiendo tres días, le dijo su vecina de la derecha, y la de la izquierda: te daban de comer con tubos.
1409 Te salvaste de milagro, le dijo una enfermera, y tu hijita también. El doctor que hizo la visita: cuidadito con tener más hijos, hago milagros una sola vez por paciente. Después una Madre buenísima le trajo un bultito que se movía: pequeñita, peludita, no había abierto aún los ojos.
1410 Se le pasó la sed, el dolor, y se sentó en la cama a darle de mamar. Sintió cosquillas en el pezón y se echó a reír como loca. ¿No tienes familia?, le dijo la de la izquierda, y la de la derecha: menos mal que te salvaste, a las que no tienen familia las despachaban a la fosa común.
1411 No, nadie. Pero por qué, pero cómo. ¿Ni habían llamado a preguntar por ella? ¿Se habían portado así, la habían dejado botada sin venir, sin preguntar? Pero no se enfureció ni apenó. Las cosquillas subían y bajaban por todo su cuerpo y el bultito seguía afanándose, quería más.
1412 Al sexto día, el doctor dijo estás bien, te doy de alta. Cuídate, había quedado muy débil con la operación, descansa por lo menos un mes. Y nunca más hijos, ya sabía. Se levantó y le vino un vértigo. Había enflaquecido, estaba amarilla y con los ojos hundidos.
1413 A su tía le tembló la boca al verla aparecer en Chacra Colorada con la niña en los brazos. Se abrazaron, lloraron juntas. ¿Tan perra se había portado la señora que ni llamó a preguntar ni te fue a ver? Sí, así, y ella tan bruta que siempre la había ayudado y no había querido plantarla.
1414 La casita tenía tres cuartos, en uno dormía la tía y en los otros sus pensionistas, que eran cuatro. Una pareja de viejitos, Que pasaban el día oyendo la radio y cocinándose en un primus que llenaba de humo la casa; él había sido empleado de correos y se acababa de jubilar.
1415 Los otros eran dos ayacuchanos, uno heladero de D'Onofrio y el otro sastre. No comían en la pensión paraban cantando en quechua en las noches. La tía le puso un colchón en su dormitorio, y Amalita dormía con ella. Estuvo una semana casi sin moverse de la cama, con mareos vez que se paraba.
1416 Jugaba con Amalita, la contemplaba, le hablaba al oído: irían a cobrarle el sueldo a esa ingrata y a decirle no voy a trabajar más donde usted, y si el desgraciado daba cara un día fuera, chau, no te necesitamos. A lo mejor te coloco en una bodeguita de unas amigas de Breña, decía su tía.
1417 Me verá y se arrepentirá, pensaba, me rogará que me quede. No vayas a ser tan bruta de nuevo. Llegó a General Garzón con la niña en brazos y en la puerta del edificio se encontró con Rita, la sirvienta coja del primer piso. Le sonrió y pensó qué tengo, qué tiene ésta: hola, Rita.
1418 Pero dónde había estado, cómo no se iba a haber enterado, si había salido en los periódicos, si aparecían tantas fotos de la señora, ¿en la Maternidad no hablaban, no había oído las radios? Y Amalia, sintiendo cómo le chocaban los dientes, algo calientito, Rita, un té, cualquier cosa.
1419 Rita le preparó una tacita de café. Qué más quieres que te libraste, decía, los policías, los periodistas, venían y tocaban y preguntaban, se iban y venían otros, todos querían saber dónde estabas, algo sabrá cuando se fue, algo haría cuando se escondió, menos mal que no te encontraron, Amalia.
1420 Ella tomaba su café a sorbitos, decía sí, muchas gracias Rita, y mecía a Amalita que estaba llorando. Se iría, se escondería, sí, nunca volvería, y Rita: si te pescan te tratarán peor que a nosotras, a ella Dios sabe lo que le harían. Amalia se paró, gracias de nuevo, y salió.
1421 Podías venirte en ómnibus, ella no era rica. Se fue a encerrar en su cuarto. Tenía tanto frío que se abrigó con las frazadas de su tía y sólo al atardecer dejó de hacerse la dormida y contestó las preguntas: no, la señora no estaba, tía, había salido de viaje.
1422 No se había olvidado del número, lo recordaba clarito. Pero contestó una voz de chiquilla que no conocía: no, ahí no vivía ninguna señorita Queta. Volvió a llamar y un hombre: no era allí, no la conocían, ellos acababan de mudarse allí, tal vez era la antigua inquilina.
1423 Por eso no había ido a la Maternidad, ése era el crimen de que hablaban en la radio, y a ella la estaban buscando. Se la llevarían, le harían preguntas, le pegarían, la matarían como a Trinidad. Pasó unos días sin salir de la casa, ayudando a su tía en el arreglo.
1424 Se pasaba las noches en blanco, abrazando a Amalita, sintiéndose vacía, culpable, perdón por haber pensado mal de usted, ella cómo podía saber, señora, pensando qué sería de la señorita Queta. Pero al cuarto día reaccionó: haces un mundo de todo, de qué tanto miedo, bruta.
1425 No, la insultarían, no le creerían. Al atardecer su tía la mandó a comprar azúcar y cuando estaba cruzando la esquina una figura se apartó del poste y le cerró el paso, Amalia dio un grito: te espero hace horas, dijo Ambrosio. Se dejó ir contra él, incapaz de hablar.
1426 La gente estaba mirando, no llores, hacía tres semanas que la buscaba, ¿y el hijito, Amalia? La hijita, sollozaba ella, sí, había nacido bien. Ambrosio sacó un pañuelo, le limpió la cara, la hizo estornudar, la llevó a un café. Se sentaron en una mesita del fondo.
1427 Él le había pasado el brazo, la dejaba llorar dándole palmaditas. Está bien, estaba bien, Amalia, ya basta. Lloraba por lo de la señora Hortensia. Sí, y por lo que se sentía tan sola, tan asustada. La policía me anda buscando, como si ella supiera algo, Ambrosio.
1428 Y porque creía que él la había abandonado. Y cómo iba a ir a verte a la Maternidad, sonsa, acaso él sabía, ¿acaso iba a adivinar? Había ido a esperarla a Arenales y no viniste, cuando salió en los periódicos lo de la señora te estuve buscando como loco, Amalia.
1429 Había ido a la casa donde vivía antes tu tía, en Surquillo, y de ahí lo mandaron a Balconcillo, y de ahí a Chacra Colorada, pero sólo sabían la calle, no el número. Había venido, preguntado por todas partes; todos los días, pensando va a salir a la calle, la voy a encontrar.
1430 No vas a ir, dijo él. Le había preguntado a Ludovico y creía que te tendrían encerrada lo menos un mes, preguntándole, averiguando. Mejor que ni le vean la cara, mejor que se vaya un tiempito de Lima hasta que nos olvidemos de ella. Y cómo se iba a ir, hacía pucheros Amalia, adónde se iba a ir.
1431 Pero por qué la buscaban, qué había hecho, qué sabía ella. Ambrosio la abrazó: no pasaría nada, se irían mañana en el tren, después tomarían un ómnibus. En la montaña nadie la encontraría. Se acurrucó contra él, ¿hacía todo esto porque la quería, Ambrosio? Claro, tonta, por qué crees.
1432 En la montaña había un pariente de Ludovico, trabajaría con él, los ayudaría. Ella se sentía atontada de susto y de asombro. No le digas nada a tu tía, no se lo diría, que nadie supiera, nadie sabría. No fuera que, ella no, claro, sí. ¿Conocía Desamparados? Sí, conocía.
1433 Toda la noche, los ojos abiertos, oyó la respiración de su tía y los ronquidos cansados que salían del cuarto de los viejos. Voy a cobrarle de nuevo a la señora, le dijo al día siguiente a su tía. Tomó un taxi y cuando llegó a Desamparados, Ambrosio apenas si miró a Amalita Hortensia.
1434 Era de madrugada todavía cuando el que daba las órdenes pateó la puerta del galpón y gritó ya nos fuimos. Había estrellas, todavía no estaba trabajando la desmotadora, hacía friecito. Trifulcio se enderezó en la tarima, gritó estoy listo y mentalmente le requintó la madre al que daba las órdenes.
1435 Salió al caño a mojarse la cara, pero el vientecito lo desanimó y sólo se enjuagó la boca. Se alisó los pelos crespos, se limpió las legañas con los dedos. Volvió al galpón y Téllez, Urondo y el capataz Martínez ya estaban levantados, protestando por el madrugón.
1436 Había luces en la casa-hacienda y la camioneta estaba en la puerta. Las cholas de la cocina les alcanzaron unos tazones de café caliente que bebieron rodeados de perros gruñones. Don Emilio salió a despedirlos, en zapatillas y bata: bueno muchachos, a portarse bien allá.
1437 Sí, pensó Trifulcio, aburridísimo. Trataba de dormir, pero la camioneta brincaba y él se andaba golpeando la cabeza contra el techo y el hombro contra la puerta. Tenía que viajar agachado, prendido al espaldar de adelante. Se hubiera sentado en el centro, queriendo joder a Urondo se había jodido él.
1438 A él no le importaba tanto fregar a Odría como a don Cayo. Tuvo que esconderse unos días, creía que lo iban a detener. La camioneta entró a Camaná a eso de las siete. Comenzaba a oscurecer y había poca gente en la calle. El que daba las órdenes los llevó de frente a un restaurant.
1439 Bajaron, se desperezaron. Trifulcio sentía calambres y escalofríos. El que daba las órdenes escogió el menú, pidió cervezas y dijo voy a hacer averiguaciones. Qué te está pasando, pensó Trifulcio, ninguno de éstos se ha cansado como tú. Téllez, Urondo y el capataz Martínez comían haciendo bromas.
1440 Al fin le preguntaron qué te pasa, Trifulcio. Nada, un poco resfriado. Lo que le pasa es que está viejo, dijo Urondo. Trifulcio se rió pero en sus adentros lo odió. Cuando comían el dulce volvió el que daba las órdenes, de malhumor: qué confusión era ésta, quién entendía este enredo.
1441 Nada de bulín, nada de seguir chupando. A dormir. Hay que estar fresquitos para mañana. El Subprefecto les había preparado alojamiento en la Comisaría y apenas llegaron Trifulcio se tumbó en su litera y se envolvió en la frazada. Quieto y abrigado se sintió mejor.
1442 Él los oía: si habían pedido un camión la cosa sería brava, decía Urondo. Bah, el senador Arévalo les dijo trabajo fácil, muchachos, y hasta ahora nunca nos engañó, decía el capataz Martínez. Además, si algo fallaba para eso estaban los cachacos, decía Téllez.
1443 Habían salido de Camaná todavía oscuro, sin desayunar, y el que daba las órdenes no hacía más que requintar. ¿Te pasaste la noche tratando de telefonear? te mueres de sueño, pensaba Trifulcio. El tampoco había podido dormir. El frío aumentaba a medida que la camioneta trepaba la sierra.
1444 El que daba las órdenes los llevó a una casa donde había un cartel con letras rojas: Partido Restaurador. La puerta estaba cerrada. Manazos, timbrazos, nadie abría. En la angosta callecita la gente entraba a las tiendas, el sol no calentaba, unos canillitas voceaban periódicos.
1445 El que daba las órdenes corrió al teléfono: qué pasó, dónde estaba la gente, por qué no había nadie esperándolos. Téllez, Urondo y el capataz Martínez tenían hambre: ¿podían salir a tomar desayuno, señor? Vuelvan dentro de cinco minutos, dijo el que daba las órdenes.
1446 Aprovechando que estamos aquí. Después de desayunar, sin obedecer las órdenes, se fueron a dar un paseíto por la ciudad: callecitas, solcito frío, casitas con rejas y portones, adoquines que brillaban, curas, iglesias. Los portales de la plaza de Armas parecían los muros de una fortaleza.
1447 Por las ventanas del auto tiraban volantes que la gente recogía, hojeaba y botaba. La altura, pensaba Trifulcio. Se lo habían dicho: el corazón como un tambor y te falta la respiración. Se sentía como si hubiera corrido o peleado: el pulso rápido, las sienes desbocadas, las venas duras.
1448 Ellos estaban ya picaditos. El cholón maceteado se las daba de culto, en la casa del lado había dormido Bolívar, las chicherías de Yanahuara eran las mejores del mundo, y se reía con suficiencia: en Lima no tenían esas cosas ¿no? Le habían explicado que venían de Ica, pero no entendía.
1449 Trifulcio pensó: si en vez de una, hubiera tomado dos pastillas no me habría vuelto el soroche. Miraba las paredes tiznadas, las mujeres trajinando con fuentes de picantes entre el fogón y la mesa, y se tomaba el pulso. No se había parado, seguía circulando, pero despacito.
1450 Y hervía, eso sí, ahí estaban las oleadas calientes batiendo contra su pecho. Que llegara la noche, que se acabara el trabajito del teatro, regresar a Ica de una vez. ¿No es hora de ir al Mercado?, dijo el capataz Martínez. Ruperto miró su reloj: había tiempo, no eran las cuatro.
1451 Quiero protestar de la manera más enérgica. Nos prometió ochenta hombres y nos manda siete. Hemos ofrecido al Presidente convertir el mitin de la Coalición en un gran acto popular a favor del Gobierno y están saboteándonos. Pero le advierto que no vamos a dar marcha atrás.
1452 Ya sé que Lama exagera, pero no hay más remedio que confiar en él. Sí, hablaré con el Comandante para que doble las fuerzas en el centro, por si acaso. Enfermedad rara, pensó Trifulcio, se viene y se va. Sentía que moría, que resucitaba, que moría otra vez. Ruperto lo desafiaba con el vaso en alto.
1453 Ruperto miró su reloj: ahora sí, hora de irse, las camionetas ya estarían en el Mercado. Pero el capataz Martínez dijo la del estribo. Pidió una jarra de chicha y la bebieron parados. Empecemos aquí mismo, dijo Ruperto, y saltó sobre una silla: arequipeños, hermanos, escuchen un momentito.
1454 Trifulcio se apoyó contra la pared y cerró los ojos: ¿iba a morirse aquí? Poco a poco, el mundo dejó de dar vueltas, la sangre empezó a correr de nuevo. Todos al Municipal a demostrarles a esos limeños quiénes eran los arequipeños, rugía Ruperto, tambaleándose.
1455 La gente seguía comiendo, tomando, y uno que otro se reía. Salud por ustedes y por Odría, dijo Ruperto, alzando una copa, los esperamos en la puerta del Municipal. Téllez, Urondo y el capataz Martínez sacaron a Ruperto a la calle abrazado; mejor se iban de una vez, characato, se hacía tarde.
1456 El taxi los dejó en una esquina del Mercado y Ruperto ¿ven?, ahí estaba ya su gente. Las dos camionetas con parlantes, estacionadas entre los puestos, hacían un ruido infernal. De una salía música, de otra una voz retumbante, y Trifulcio tuvo que sujetarse de Urondo.
1457 No, murmuró Trifulcio, ya pasó. Unos tipos repartían volantes, otros llamaban a la gente con bocinas, poco a poco iba engordando el grupo alrededor de las camionetas. Pero la mayoría de hombres y mujeres seguían vendiendo y comprando en los puestos de verduras, de frutas y de ropa.
1458 Ruperto trepó a una camioneta, se dio de abrazos con los tipos que estaban ahí, y agarró el micro. Acérquense, acérquense, arequipeños, oigan. Urondo, Téllez, el capataz Martínez se mezclaron con las placeras, los compradores, los mendigos, y los azuzaban: acérquense, vengan, oigan.
1459 Unas cinco horas para que termine lo del teatro, pensaba Trifulcio, y la noche ocho horas más, y a lo mejor no partirían hasta el mediodía: no iba a aguantar tanto. Atardecía, aumentaba el frío, entre los puestos de mercaderías había mesitas alumbradas con velas donde la gente comía.
1460 El agua le hizo bien y fue a ayudar a los otros. Prepárense para demostrarles a ésos, rugía Ruperto, con el puño en alto, y lo escuchaban muchos ya. Bloqueaban la calle y Téllez, Urondo, el capataz Martínez y los tipos de las camionetas iban de un lado a otro aplaudiendo y animando a los curiosos.
1461 Como idea estaba bien, sólo que no resultó. Apretado contra la gente que escuchaba, reía y aplaudía, Trifulcio cerró la boca. No se moría, no parecía que los huesos se fueran a quebrar de frío, ya no sentía que el corazón se iba a parar. Y habían desaparecido los agujazos en la cabeza.
1462 Escuchaba los alaridos de Ruperto y veía a la gente empujándose para llegar a la camioneta en la que habían comenzado a repartir trago y regalos. En la media luz, reconocía las caras de Téllez, de Urondo, del capataz Martínez, salpicadas entre los oyentes, y los imaginaba aplaudiendo, animando.
1463 Bien, aunque no tanto como el senador Arévalo, pensaba Trifulcio. Téllez lo agarró del brazo: nos íbamos, negro. Se abrieron paso a codazos, en la esquina había una camioneta y adentro Urondo, el capataz Martínez, – el que daba las órdenes, y los dos limeños, hablando de rocotos rellenos.
1464 Las luces prendidas, los cuartos llenos de gente, y otra vez los latidos, el frío, la sofocación. El que daba las órdenes y el Chino Molina hacían las presentaciones: mírense bien las caras, ustedes son los que entrarán a la candela. Les habían traído trago, cigarros y sandwiches.
1465 Empujan la gente a la calle y ahí estará ya la contra-manifestación. Se unen a los del partido Restaurador y después del mitin en la Plaza de nuevo reunión aquí. Repartieron más trago y cigarros, y después periódicos para envolver las cadenas, las manoplas, las cachiporras.
1466 Molina y el que daba las órdenes pasaron revista, escóndanlas bien, abróchate el saco, y cuando llegaron donde Trifulcio el que daba las órdenes lo animó: se nota que ya estás bien, negro. Sí, dijo Trifulcio, ya estoy, y pensó concha de tu madre. Cuidado con disparar a las locas, dijo Molina.
1467 Tú y yo aquí, dijo Ludovico Pantoja y Trifulcio lo siguió. Llegaron al teatro antes que los otros. Había gente a la entrada, repartiendo volantes, pero la platea estaba casi vacía. Se instalaron en la tercera fila y Trifulcio cerró los ojos: ahora sí, iba a estallar, la sangre salpicaría el teatro.
1468 Han llenado el teatro más o menos. La contra-manifestación debe estar saliendo del Mercado. Se había llenado la platea, después la galería, después los pasillos, y ahora delante del escenario había gente apiñada que pugnaba por romper la barrera de hombres con brazaletes rojos del servicio de orden.
1469 Grita, hombre, aplaude. No puedo creer que me sienta tan bien, pensó Trifulcio. Un tipo bajito, con corbata michi y anteojos hacía gritar Libertad al público y anunciaba a los oradores. Decía sus nombres, los señalaba y la gente, cada vez más excitada y ruidosa, aplaudía.
1470 La estrechez, los gritos, los cigarrillos habían caldeado el local y se veía brillo de sudor en las caras; algunos se habían quitado los sacos, aflojado las corbatas, y todo el teatro daba alaridos: Li-ber-tad, Le-ga-lidad. Angustiado, Trifulcio pensó: otra vez.
1471 Todos miraban a la galería. Estallaron otros Viva Odría en diferentes puntos del local, y ahora el gordo chillaba provocadores, provocadores, la cara morada de furia, mientras exclamaciones, empujones y protestas sumergían su voz y una tormenta de desorden revolucionaba el teatro.
1472 Alguien de la fila de atrás lo agarró del hombro ¡provocador! él se desprendió de un codazo y miró al limeño: ya, vamos. Pero Ludovico Pantoja estaba acurrucado como una momia, mirándolo con los ojos saltados. Trifulcio lo cogió de las solapas, lo hizo levantarse: muévase, hombre.
1473 Ahí nos esperaban los de los brazaletes. Algunos del escenario corrían hacia las salidas; otros miraban a los tipos del servicio de orden que habían formado una muralla y esperaban, con los palos en alto, al negrazo y a los otros dos que avanzaban remeciendo las cadenas sobre sus cabezas.
1474 Pero un tipógrafo acertó un domingo nueve de los diez caballos ganadores y obtuvo los cien mil soles de la Polla. "La Prensa" lo entrevistó: sonreía entre sus familiares, brindaba en torno a una mesa crispada de botellas, se arrodillaba ante la imagen del Señor de los Milagros.
1475 Piensa: si no hubiera sido por la Polla no habría habido ningún accidente y a lo mejor seguirías soltero, Zavalita. Pero estaba contento con esa comisión; no había mucho que hacer, y, gracias a lo invertebrado del trabajo, podía robarle muchas horas al diario.
1476 Los sábados en la noche debía montar guardia en la oficina central del Jockey Club para averiguar a cuánto ascendían las apuestas, y en la madrugada del lunes ya se sabía si el ganador de la Polla era uno o varios y en qué oficina se había vendido la cartilla premiada.
1477 Desde la desierta platea polvorienta y con pulgas, la veían discutir con Tabarín, el coreógrafo marica, y la perseguían en el remolino de siluetas del escenario, aturdidos de mambo, de rumba, de huaracha y de subi: es la mejor de todas Carlitos, bravo Carlitos.
1478 Durante esa época, la pareja se había llevado muy bien, y una noche en el Negro-Negro Carlitos puso la mano en el brazo de Santiago: ya pasamos la prueba difícil, Zavalita, tres meses sin tormentas, cualquier día me caso con ella. Y otra noche, borracho: estos meses he sido feliz, Zavalita.
1479 Pedrito Aguirre no les cobraba consumo mínimo, les rebajaba las cervezas y les aceptaba vales. Desde el Bar, observaban a los experimentados piratas de la noche limeña tomar al abordaje a las mamberas. Les mandaban papelitos con los mozos, las sentaban en sus mesas.
1480 En los entreactos de su romance con Carlitos, la China se exhibía con abogados millonarios, adolescentes de buen apellido y semblante rufianesco y comerciantes cirrosos. Acepta lo que venga con tal que sean padres de familia, decía venenosamente Becerrita, no tiene vocación de puta sino de adúltera.
1481 Pero esas aventuras sólo duraban pocos días, la China acababa siempre por llamar a "La Crónica". Ahí las sonrisas irónicas de la redacción, los guiños pérfidos sobre las máquinas de escribir, mientras Carlitos, la cara ojerosa besando el teléfono, movía los labios con humildad y esperanza.
1482 La China lo tenía en la bancarrota total, se andaba prestando dinero de medio mundo y hasta la redacción llegaban cobradores con vales suyos. En el Negro-Negro le cancelaron el crédito, piensa, a ti te estaría debiendo lo menos mil soles, Zavalita. Piensa: veintitrés, veinticuatro, veinticinco años.
1483 Queta sólo entendía pedazos confusos de la historia que el gringo le venía contando con risotadas y mímica. Un asalto a un banco o a una tienda o a un tren que él había visto en la vida real o en el cine o leído en una revista y que, ella no comprendía por qué, le provocaba una sedienta hilaridad.
1484 La sonrisa en la cara, una de sus manos rodeando el cuello pecoso, Queta pensaba mientras bailaban ¿doce fichas, nada más? Y en eso asomó Ivonne tras la cortina del Bar, hirviendo de rimmel y de colorete. Le guiñó un ojo y su mano de garras plateadas la llamó.
1485 Lástima, pensó Queta, mientras los dedos de Ivonne revoloteaban en su cabeza. Y después, mientras avanzaba por el pasillo ¿un político, un militar, un diplomático? La puerta del saloncito estaba abierta y al entrar vio a Malvina arrojando su fustán sobre la alfombra.
1486 No, pensó Queta, y recordó con nostalgia al gringo del Bar. Mientras se desabotonaba la falda, veía a Malvina, desnuda ya: un rombo tostado y carnoso desperezándose en una pose que quería ser provocativa bajo el cono de luz de la lámpara y hablando sola. Parecía tomadita y Queta pensó: ha engordado.
1487 Ni siquiera sabe dar las buenas noches tu amigo. Pero él no quería bromear ni hablar. Permaneció callado, balanceándose en el sillón con un mismo movimiento obsesivo e idéntico, hasta que Queta terminó de desnudarse. Como Malvina, se había quitado la falda, la blusa y el sostén, pero no el calzón.
1488 Vengan, se les están calentando los tragos. Fueron juntas hacia el sillón, y mientras Malvina se dejaba caer con una risita forzada en las rodillas del hombre, Queta pudo observar su cara flaca y huesuda, su boca hastiada, sus minuciosos ojos helados. Cincuenta años, pensó.
1489 Un impotente lleno de odio, pensó Queta, un pajero lleno de odio. Él había pasado un brazo por los hombros de Malvina, pero sus ojos, con su inconmovible desgano, la recorrían a ella, que aguardaba de pie junto a la mesita. Por fin se inclinó, cogió dos vasos y se los alcanzó al hombre y a Malvina.
1490 Una rodilla cada una, para que no se peleen. Sintió que la jalaba del brazo, y al dejarse ir contra ellos, oyó a Malvina chillar ay, me diste en el hueso, Quetita. Ahora estaban muy apretados, el sillón se mecía como un péndulo, y Queta sintió asco: la mano de él sudaba.
1491 Era esquelética, minúscula, y mientras Malvina, muy cómoda ya o disimulando muy bien, reía, hacía chistes y trataba de besar al hombre en la boca, Queta sentía los deditos rápidos, mojados, pegajosos, cosquilleándole los senos, la espalda, el vientre y las piernas.
1492 Queta sintió que la fría manita huesuda la atraía de nuevo hacia él y se inclinó, adelantó la cabeza y separó los labios: pastosa, incisiva, una forma que hedía a tabaco picante y alcohol, paseó por sus dientes, encías, aplastó su lengua y se retiró dejando una masa de saliva amarga en su boca.
1493 Queta sentía que la cólera la iba dominando, pero su sonrisa, en vez de disminuir, aumentó. Malvina vino hacia ellos, cogió a Queta de la mano, la arrastró a la alfombra. Bailaron una huaracha, haciendo figuras y cantando, tocándose apenas con la yema de los dedos.
1494 Y en eso el chirrido trepidante de las ruedas de un automóvil que frenaba apagó la música. Se soltaron, Malvina se tapaba los oídos, dijo borrachos escandalosos. Pero no hubo choque, sólo un portazo después de la frenada seca y silbante, y por fin el timbre de la casa.
1495 Volvieron a abrazarse, a bailar, y de pronto la puerta se estrelló contra la pared como si la hubieran abierto de un patadón. Queta lo vio: sambo, grande, musculoso, brillante como el terno azul que llevaba, una piel a medio camino del betún y del chocolate, unos pelos furiosamente alisados.
1496 En su carro. Que baje, que es muy urgente. Malvina se ponía apresuradamente la falda, la blusa, los zapatos, y Queta, mientras se vestía, miró otra vez a la puerta. Por sobre el hombrecillo de espaldas, encontró un segundo los ojos del sambo: atemorizados, deslumbrados.
1497 Discúlpeme. Desapareció en el pasillo y el hombre cerró la puerta. Se volvió hacia ellas y la luz de la lámpara lo iluminó de pies a cabeza. Su cara estaba cuarteada. En sus ojillos había un brillo rancio y frustrado. Sacó unos billetes de su cartera y los puso sobre un sillón.
1498 No sabe en cuál, señor. Pidió una libra a Solórzano y tomó un taxi. Al entrar a la Clínica Americana vio a la Teté, llamando por teléfono desde la Administración; un muchacho que no era el Chispas la tenía del hombro y sólo cuando estuvo muy cerca reconoció a Popeye.
1499 Don Fermín había regresado a la casa más temprano que de costumbre; no se sentía bien, temía una gripe. Había tomado un té caliente, un trago de coñac y estaba leyendo Selecciones, bien arropado en su sillón del escritorio, cuando la Teté y Popeye, que oían discos en la sala, sintieron el golpe.
1500 Santiago cierra los ojos: el macizo cuerpo de bruces en la alfombra, el rostro inmovilizado en una mueca de dolor o de espanto, la manta y la revista caídas. Los gritos que daría la mamá, la confusión que habría. Lo habían abrigado con frazadas, subido al automóvil de Popeye, traído a la clínica.
1501 A pesar de la barbaridad que hicieron ustedes moviéndolo ha resistido muy bien el infarto, había dicho el médico. Necesitaba guardar reposo absoluto, pero ya no había nada que temer. En el pasillo, junto al cuarto, estaba la señora Zoila y el tío Clodomiro y el Chispas la calmaban.
1502 Don Fermín había cerrado los ojos, respiraba profundamente. No tenía almohada, su cabeza estaba ladeada sobre el colchón y él podía ver su cuello con estrías y los puntitos grises de la barba. Poco después entró una enfermera de zapatos blancos y le indicó con un gesto que saliera.
1503 Le has amargado la vida a tu padre, mocoso. La enfermera salió del dormitorio y susurró al pasar no hablen tan fuerte. La señora Zoila se limpió los ojos con el pañuelo y el tío Clodomiro se inclinó hacia ella, compungido y solícito. Estuvieron callados, mirándose.
1504 Luego la Teté y Popeye comenzaron de nuevo a cuchichear. Cómo habían cambiado todos, Zavalita, cómo había envejecido el tío Clodomiro. Le sonrió y su tío le devolvió una apenada sonrisa de circunstancias. Se había encogido, arrugado, casi no tenía pelo, sólo motitas blancas salpicadas por el cráneo.
1505 Ahí estaba, Zavalita: fuerte, bronceado, terno gris, zapatos y medias negras, los puños albos de su camisa, la corbata verde oscura con un discreto prendedor, el rectángulo del pañuelito blanco asomando en el bolsillo del saco. Y ahí la Teté, hablando en voz baja con Popeye.
1506 Tenían unidas las manos, se miraban a los ojos. Su vestido rosado, piensa, el ancho lazo que envolvía su cuello y bajaba hasta la cintura. Se notaban sus senos, la curva de la cadera comenzaba a apuntar, sus piernas eran largas y esbeltas, sus tobillos finos, sus manos blancas.
1507 Piensa: ya sé por qué te venía esa furia apenas me veías, mamá. No se sentía victorioso ni contento, sólo impaciente por partir. Sigilosamente la enfermera vino a decir que había terminado la hora de visitas. La señora Zoila se quedaría a dormir en la clínica, el Chispas llevó a la Teté.
1508 Ahí Popeye, Zavalita: pecoso, colorado, los pelos rubios erizados, la misma mirada amistosa y sana de antes. Pero más grueso, más alto, más dueño de su cuerpo y del mundo. Su camisa a cuadros, piensa, su casaca de franela con solapas y codos de cuero, su pantalón de corduroy, sus mocasines.
1509 Tenían que verse un poco más, flaco, sobre todo ahora que somos medio cuñados. Popeye había querido buscarlo un montón de veces pero tú eras invisible, hermano. Les pasaría la voz a algunos del barrio que siempre preguntan por ti, flaco, y podían almorzar juntos un día de éstos.
1510 Me río de mi cara de intelectual. Al día siguiente, encontró a don Fermín sentado en la cama, leyendo los periódicos. Estaba animado, respiraba sin dificultad, le habían vuelto los colores. Estuvo una semana en la clínica y lo había visto todos los días, pero siempre con gente.
1511 La oveja negra, el que se fue de la casa, el que amargaba a Zoilita, el que tenía un puestecito en un periódico. Imposible recordar los nombres de esas tías y tíos, Zavalita, las caras de esos primos y primas; te habrías cruzado muchas veces con ellos sin reconocerlos.
1512 Regresaron a los diez días y la familia se fue a pasar el verano a Ancón. Casi no los habías visto tres meses, Zavalita, pero hablabas con el viejo por teléfono todas las semanas. A fines de marzo volvieron a Miraflores y don Fermín se había repuesto y tenía un rostro tostado y saludable.
1513 En tu cumpleaños, la Teté y el Chispas y Popeye habían ido a despertarte a la pensión, y en la casa toda la familia te esperaba con paquetes. Dos ternos, Zavalita, camisas, zapatos, unos gemelos, en un sobrecito un cheque de mil soles que gastaste con Carlitos en el bulín.
1514 No tanto por la desconsolada tristeza de Ambrosio, como por las pesadillas. El cuerpo blanco, joven y bello de los tiempos de San Miguel se acercaba desde oscuridades remotas, destellando, y ella, de rodillas en su estrecho cuartito de Jesús María, comenzaba a temblar.
1515 Flotaba, crecía, se detenía en el aire rodeado de un halo dorado y ella podía ver la gran herida púrpura en el cuello de la señora y sus ojos acusadores: tú me mataste. Despertaba aterrada, se apretaba al cuerpo dormido de Ambrosio, permanecía desvelada hasta el amanecer.
1516 Habían vivido primero en un lugar invadido por arañas y cucarachas -el hotel Pucallpa-, en las cercanías de la plaza a medio hacer, desde cuyas ventanas se divisaba el embarcadero con sus canoas, lanchas y barcazas balanceándose en las aguas sucias del río. Qué feo era todo, qué pobre era todo.
1517 Iglesias y funerarias. Uno se marea entre tantas religiones como hay en Pucallpa, niño. También la Morgue estaba frente al hospital, a pocos pasos de la cabaña. Amalia había sentido un estremecimiento el primer día, al ver la lóbrega construcción de cemento con su cresta de gallinazos en el techo.
1518 Pueden sembrar algo, les había dicho Alandro Pozo, el dueño, el día que se mudaron, hacerse una huertita. El piso de los cuatro cuartos era de tierra y las paredes estaban descoloridas. No tenían ni un colchón, ¿dónde iban a dormir? Sobre todo Amalita Hortensia, la picarían los animales.
1519 Claro que estoy contento, tonta. Mentira, sólo había empezado a estar contento después. Esas primeras semanas en Pucallpa se las había pasado muy serio, casi sin hablar, la cara apenadísima. Pero, a pesar de eso, se había portado bien con ella y Amalita Hortensia desde el primer momento.
1520 Al día siguiente de llegar, había salido solo del hotel y vuelto con un paquete. ¿Qué era? Ropa para las dos Amalias. El vestido de ella era enorme, pero Ambrosio ni había sonreído al verla perdida dentro de esa túnica floreada que se le chorreaba en los hombros y le besaba los tobillos.
1521 Habían ido a ver a los indios shipibos, se habían dado atracones de arroz chaufa, camarones arrebosados y wantán frito en los chifas de la calle Comercio, habían paseado en bote por el Ucayali, hecho una excursión a Yarinacocha, y varias noches se habían metido al cine Pucallpa.
1522 Las películas se caían de viejas, y a veces Amalita Hortensia soltaba el llanto en la oscuridad y la gente gritaba sáquenla. Pásamela, decía Ambrosio, y la hacía callar dándole a chupar su dedo. Poco a poco se había ido Amalia acostumbrando, poco a poco la cara de Ambrosio alegrando.
1523 Habían empezado a conversar de nuevo: estabas tan raro, a veces se me ocurre que otro Ambrosio se metió en tu cuerpo, que el verdadero se quedó en Lima. ¿Pero por qué, Amalia? Por su tristeza, su cara reconcentrada y sus miradas que de repente se apagaban y desviaban como las de un animal.
1524 Las pesadillas se habían ido espaciando, desapareciendo, y también el miedo que sentía cada vez que veía un policía. El remedio había sido estar todo el tiempo ocupada, cocinando, lavándole la ropa a Ambrosio, atendiendo a Amalita Hortensia, mientras él trataba de convertir el descampado en huerta.
1525 Frente a la suya, había una cabaña pintada de blanco y azul, con una huerta repleta de frutales. Una mañana Amalia había ido a pedirle consejo a la vecina y la señora Lupe, compañera de uno que tenía una chacrita aguas arriba y que aparecía rara vez, la había recibido con cariño.
1526 Doña Lupe le había enseñado a Ambrosio a desbrozar y a ir sembrando al mismo tiempo, aquí camotes, aquí yucas, aquí papas. Les había regalado semillas y a Amalia le había enseñado a hacer el revuelto de plátanos fritos con arroz, yuca y pescado que comía todo el mundo en Pucallpa.
1527 Había comenzado en una de esas noches blancas y estúpidas, que, por una especie de milagro, se transformó en fiesta. Norwin había llamado a "La Crónica" diciendo que los esperaba en El Patio, y, al terminar el trabajo, Santiago y Carlitos se habían ido a reunir con él.
1528 Pedrito Aguirre se sentó con ellos y convidó cervezas. Al terminar el segundo show partieron los últimos clientes, y entonces, súbita, inesperadamente, las muchachas del show y los muchachos de la orquesta y los empleados del bar acabaron reunidos en una ronda de mesas risueñas.
1529 Habían empezado con chistes, brindis, anécdotas y rajes, y de repente la vida parecía contenta, achispada, espontánea y simpática. Bebían, cantaban; empezaron a bailar, y al lado de Santiago, la China y Carlitos, mudos y apretados, se miraban a los ojos como si acabaran de descubrir el amor.
1530 Al despertar, vio entre nieblas azuladas a Ada Rosa, encogida como un feto en el sofá, durmiendo vestida. Fue dando tumbos hasta el baño, aturdido por la biliosa pesadez y el resentimiento de los huesos, y metió la cabeza al agua fría. Salió de la casa: el sol le hirió los ojos y lo hizo lagrimear.
1531 La señora Lucía le había dejado un papel sobre la cama: que llame a "La Crónica", muy urgente. Arispe estaba loco si creía que ibas a llamarlo, Zavalita. Pero en el momento de entrar a la cama pensó que la curiosidad lo desvelaría y bajó en pijama a telefonear.
1532 Se me impuso solo, como el trabajo, como todas las cosas que me han pasado. No las he hecho por mí. Ellas me hicieron a mí, más bien. Se vistió de prisa, volvió a mojarse la cabeza, bajó a trancos la escalera. El chofer del taxi tuvo que despertarlo al llegar a "La Crónica".
1533 Era una mañana soleada, había un calorcito que deliciosamente entraba por los poros y adormecía los músculos y la voluntad. Arispe había dejado las instrucciones y dinero para gasolina, comida y hotel. A pesar del malestar y del sueño, te sentías contento con la idea del viaje, Zavalita.
1534 A la derecha dunas y amarillos cerros empinados, a la izquierda el mar azul resplandeciente y el precipicio que crecía, adelante la carretera trepando penosamente el flanco pelado del monte. Se incorporó y encendió un cigarrillo; Periquito miraba alarmado el abismo.
1535 Darío conducía rápido, pero era seguro. Casi no encontraron autos en Pasamayo, en Chancay hicieron un alto para almorzar en una fonda de camioneros a orillas de la carretera. Reanudaron el viaje y Santiago, tratando de dormir a pesar del zangoloteo, los oía conversar.
1536 Pueblos agonizantes, perros agresivos que salían al encuentro de la camioneta con los colmillos al aire; camiones estacionados junto a la pista; cañaverales esporádicos. Entraban al kilómetro 83 cuando Santiago: se incorporó y fumó de nuevo. Era una recta, con arenales a ambos lados.
1537 Por un tiempo indefinido todo fue quieto, en tinieblas, doloroso y caliente. Sintió primero un gusto acre, y, aunque había abierto los ojos, tardó en descubrir que había sido despedido del vehículo y estaba tendido en la tierra y que el áspero sabor era la arena que se le metía a la boca.
1538 Tenía frío, no le dolía nada pero seguía atontado. Oía diálogos y murmullos, el ruido del motor, de otros motores, y cuando abrió los ojos lo estaban colocando en una camilla. Vio la calle, el cielo que empezaba a oscurecer, leyó "La Maison de Santé" en la fachada del edificio donde entraban.
1539 Antes, cuando Queta se arreglaba, Ivonne había venido a ayudarla en el peinado y a vigilar personalmente su vestuario; hasta le había prestado un collar que hacía juego con su pulsera. ¿Me he sacado la lotería?, pensaba Queta, sorprendida de no estar excitada ni contenta ni siquiera curiosa.
1540 Pero el sambo la miró de frente sólo unos segundos; bajó la cabeza, murmuró buenas noches, se apresuró a abrirle la puerta del automóvil que era negro, grande y severo como una carroza funeraria. Entró sin devolverle sus buenas noches y vio otro tipo ahí adelante, junto al asiento del chofer.
1541 El sambo se había bajado a abrirle la puerta. Estaba ahí, la mano ceniza en la manija, cabizbajo y acobardado, tratando de abrir la boca. ¿Es aquí?, murmuró Queta. Las casitas se sucedían idénticas en la mezquina luz, detrás de los alineados arbolitos sombríos de las veredas.
1542 Atravesó el oloroso jardín de flores húmedas y al tocar el timbre oyó al otro lado de la puerta voces, música. La luz del interior la hizo pestañear. Reconoció la angosta silueta menuda del hombre, su cara devastada, el desgano de su boca y sus ojos sin vida: adelante, bienvenida.
1543 Se volvió a reír, exagerada y sin gracia, y el hombre, con media sonrisa abúlica, señaló el sillón: asiento, se iba a cansar de estar parada. Avanzó como sobre hielo o cera, temiendo resbalar, caer y hundirse en una confusión todavía peor y se sentó en la orilla del asiento, rígida.
1544 A ver si un trago te levanta el espíritu. Maquinalmente, se llevó el vaso a la boca, cerró los ojos y bebió. Una espiral de calor, cosquillas en las pupilas y pensó whisky puro. Pero bebió otro largo trago y sacó un cigarrillo de la cajetilla que el hombre le ofrecía.
1545 Bebía serio, ojeaba el comedor, parecía absorbido por meditaciones íntimas y graves, lejísimos de allí, y ella pensó es absurdo, pensó te odio. Cuando la mujer le alcanzó el vaso de whisky, se inclinó y le habló en voz baja: ¿podía decirle dónde estaba él baño? Sí, claro, ven, le enseñaría dónde.
1546 El no las miró. Queta subía la escalera detrás de la mujer, que se agarraba del pasamanos y tanteaba los peldaños con desconfianza antes de pisar, y se le ocurrió me va a insultar, ahora que estuvieran solas la iba a botar. Y pensó: te va a ofrecer plata para que te vayas.
1547 La Musa abrió una puerta, le señaló el interior sin reír ya y Queta murmuró rápidamente gracias. Pero no era el baño, sino el dormitorio, uno de película o de sueño: espejos, una mullida alfombra, espejos, un biombo, un cubrecamas negro con un animal amarillo bordado que escupía fuego, más espejos.
1548 Entró al baño, cerró con llave, respiró con ansiedad. ¿Qué era esto, qué juego era éste, qué se creían éstos? Se miraba en el espejo del lavador; su cara, muy maquillada, tenía impresa aún la perplejidad, la turbación, el susto. Hizo correr el agua para disimular, se sentó en el borde de la bañera.
1549 Anda, siéntate aquí, déjate de tonterías. Le hablaba sin odio ni amistad, con la voz un poco evasiva y calmada del alcohol, y seguía mirándola, ahora fijamente. Como tasándome, pensó Queta, mareada, como si. Dudó un momento y se sentó en la orilla de la cama, todos los poros de su cuerpo alertas.
1550 Ya se hicieron amigas. Despertó con un hambre atroz; ya no le dolía la cabeza, pero sentía punzadas en la espalda y calambres. El cuarto era pequeño, frío y desnudo, con ventanas sobre un corredor de columnas por el que pasaban monjas y enfermeras. Le trajeron el desayuno y comió vorazmente.
1551 Ahí estaba, Zavalita: tan morena, tan aseada y tan joven en su albo uniforme sin arrugas, con sus medias blancas, sus cortos cabellos de muchacho y su toca almidonada, parada al pie de la cama con sus piernas esbeltas y su cuerpo filiforme de maniquí, sonriendo con sus dientecillos voraces.
1552 Toda la mañana lo tuvieron de una sala a otra, tomándole radiografías y haciéndole análisis; el nebuloso doctor de la noche pasada lo sometió a un interrogatorio casi policial. No había nada roto, aparentemente; pero no le gustaban esas punzadas, joven, a ver qué decían las radiografías.
1553 Les habían dado dos días de descanso y esa noche se iban juntos a una fiesta. Poco después llegaron Solórzano, Milton y Norwin, y, cuando todos ellos partieron, aparecieron, como recién rescatados de un naufragio, cadavéricos y acaramelados, la China y Carlitos.
1554 Pero la China lo interrumpió con su torrentosa carcajada fluvial: ya sabían, ella misma les había contado lo que pasó. Ada Rosa era así, provocaba y a última hora se chupaba, una calentadora, una loca. La China se reía con contorsiones, palmoteando como una foca.
1555 Cómo son, qué hacen las mamberas. Cuénteme, usted que las conoce tanto. Había empezado así, seguido así, Zavalita: bromitas, jueguecitos. Pensabas qué coqueta es, una suerte que estuviera aquí, ayudaba a matar el tiempo, pensabas lástima que no sea más bonita.
1556 El especialista se llamaba Mascaró y luego de echar una apática ojeada a las radiografías dijo no sirven, que le tomen otras. El sábado al anochecer se apareció Carlitos, con un paquete bajo el brazo, sobrio y tristísimo: sí, se habían peleado, esta vez para siempre.
1557 Había traído comida china, Zavalita, ¿no lo botarían, no? La enfermera les consiguió platos y cubiertos, conversó con ellos y hasta probó un poquito de arroz chaufa. Cuando pasó la hora de visitas, permitió que Carlitos se quedara un rato más y ofreció sacarlo a ocultas.
1558 Pero volvió para llevarse los cubiertos y, al salir, desde la puerta, le guiño un ojo: que te sueñes conmigo. Se fue y Santiago la oyó reírse en el pasillo. El lunes, el especialista examinó las nuevas radiografías y dijo desilusionado usted está más sano que yo.
1559 Aquí el ochenta por ciento de la gente vaga, no hay trabajo. A menos que quiera irse a tirar lampa a alguna chacra o a emplearse como peón de los militares que construyen la carretera. Pero ni eso es fácil y ésos son trabajos de hambre. Aquí no hay porvenir. Regrese a Lima volando.
1560 Hacía calor, por qué no conversaban refrescándose, don. Lo había dejado asombrado con esa invitación, Amalia, se había dado cuenta que Ambrosio no era lo que él pensaba. Habían ido a la calle Comercio, ocupado una mesita de "El gallo de oro", pedido dos cervezas bien heladas.
1561 Don Hilario había sonreído, Amalia, alentándolo. Le había explicado que la Compañía había nacido hacía cinco años, con dos camionetas, y que ahora tenía dos camioncitos y tres camionetitas, los primeros para carga y las segundas de pasajeros, que hacían el servicio Tingo María-Pucallpa.
1562 La piel todavía bruñida del verano se había avejentado, aparecido en su cara un extraño rictus y era como si en pocos días hubiera perdido diez kilos. Estaba sin corbata, con una casaca de pana abierta y unas puntas de vello canoso asomaban por el cuello de la camisa.
1563 Arreglaremos un horario que te permita estudiar y ganarás más que en "La Crónica". Ya es hora de que te pongas al corriente de todo. En cualquier momento yo me muero y entonces tú y el Chispas tendrán que sacar adelante la oficina. Tu padre te necesita, Santiago.
1564 Sentiría que me están pagando un sueldo de favor. Además, no hables de morirte. Tú mismo acabas de decirme que te sientes mucho mejor. Don Fermín estuvo cabizbajo unos segundos, luego alzó la cara y sonrió, empeñosamente: estaba bien, no quería fregarte más la paciencia con lo mismo, flaco.
1565 Vaya, por fin se había acabado el tele-teatro, y comenzó a hablar de Popeye y la Teté. Estaba preocupada, piensa, Popeye quería casarse el próximo año pero la Teté era una criatura, ella les aconsejaba esperen un tiempito más. La vieja de tu madre no quiere ser abuela todavía, bromeaba don Fermín.
1566 De rato en rato, Queta distinguía en distintos puntos del Bar o en el saloncito o en los cuartos de arriba los disforzados chillidos de Malvina. Él seguía en la puerta; grande y asustado, con su flamante terno marrón a rayas y su corbata roja, los ojos yendo y viniendo.
1567 Sácalo. El muchachito con una sombra de bigote y chaleco de fantasía que la había sacado a bailar tres veces seguidas sin dirigirle la palabra, volvió a acercarse a Queta y articuló con angustia ¿subimos? Sí, dame para el cuarto y anda subiendo, era el doce, ella iría a pedir la llave.
1568 Dio media vuelta, subió, y, mientras le pedía la llave del doce a Ivonne, pensaba se irá pero va a volver. La esperaría en la calle, un día la seguiría, por fin se atrevería y se le acercaría temblando. Bajó media hora después y lo vio sentado en el Bar, de espaldas a las parejas del salón.
1569 Bebía mirando las siluetas de senos protuberantes que Robertito había dibujado con tizas de colores en las paredes; sus ojos blancos revoloteaban en la penumbra, brillantes e intimidados y las uñas de la mano que aferraba el vaso de cerveza parecían fosforescentes.
1570 No se sintió sorprendida, no le importó. Pero sí a Martha, que estaba bailando y gruñó ¿viste? al pasar Queta a su lado, ahora se permitían negros aquí. Despidió en la entrada al muchachito del chaleco, volvió al Bar y Robertito le servía al sambo otra cerveza.
1571 Quedaban muchos hombres sin pareja, arrinconados y de pie, mirando, y ya no se oía a Malvina. Cruzó la pista, una mano la pellizcó en la cadera y ella sonrió sin detenerse, pero antes de llegar al mostrador se le interpuso una cara hinchada de ojos añejos y cejas hirsutas: ven a bailar.
1572 Bailaba y sentía a su pareja tropezando, incapaz de seguir la música, y veía los ojos añejos espiando descontrolados al sambo que, siempre de pie, miraba ahora parsimoniosamente las figuras de la pared y la gente de los rincones. Terminó la pieza y el hombre quiso retirarse.
1573 Para mí, lo mismo de antes. Queta vio la media sonrisa irónica de Robertito al alejarse, y descubrió a Martha, al fondo de la pista, mirándola indignada por sobre el hombro de su pareja, y vio las pupilas excitadas y censoras de los solitarios de los rincones, clavadas en ella y el sambo.
1574 Por una vez en tu vida date el gusto de bailar conmigo. Él la ayudó a bajar de la banqueta. La miraba ahora a los ojos con una gratitud canina y casi llorona. La enlazó apenas y no trató de pegarse. No, no sabía bailar, o no podía, se movía apenas y sin ritmo.
1575 Qué cobarde es, pensó Queta, casi conmovida. – Mientras ella giraba, canturreaba, movía las manos en el aire y cambiaba de paso, él, meciéndose sin gracia en el sitio, tenía una expresión tan chistosa como las de las caretas de Carnaval que Robertito había colgado en el techo.
1576 Ya ves, no está al alcance de tu bolsillo. Las bolas blancas de los ojos giraron un segundo, los labios se soldaron, abrumados. Pero la manaza se elevó y señaló lastimeramente a Robertito, que estaba al otro extremo del mostrador: ése había dicho que la tarifa era doscientos.
1577 Pero si tienes doscientos puedes subir con cualquiera de ésas. Menos Martha, la de amarillo. No le gustan los negros. Bueno, paga la cuenta y anda vete. Lo vio sacar unos billetes de la cartera, pagarle a Robertito y guardarse el vuelto con una cara compungida y meditabunda.
1578 Prefiero irme. Lo acompañó hasta el jardincito de la entrada y allí él se paró de golpe, giró y, a la luz rojiza del farol, Queta lo vio vacilar, alzar y bajar y alzar los ojos, luchar con su lengua hasta que alcanzó a balbucear: le quedaban doscientos soles todavía.
1579 Ahí estaba el "Neptuno", Zavalita: el oscuro local de ritmos sonámbulos, sus parejas ominosas bailando en las tinieblas, las estrellitas fosforescentes de las paredes, su olor a trago y adulterio. Estabas preocupado por la cuenta, hacías durar el vaso avaramente, calculabas.
1580 Se besaron largamente mientras bailaban, siguieron besándose en la mesa, y, en el taxi en que la llevaba a su casa, Ana se dejó acariciar los senos sin protestar. No hizo una broma en toda la noche, piensa. Había sido un romance desganado y semiclandestino, Zavalita.
1581 Ana se empeñaba en que fueras a almorzar a su casa y tú nunca podías, tenias un reportaje, un compromiso, la semana próxima, otro día. Una tarde los encontró Carlitos en el "Haití" de la Plaza de Armas y puso cara de asombro al verlos de la mano y a Ana recostada en el hombro de Santiago.
1582 Volvió a salir con Carlitos y Milton y Solórzano y Norwin; una noche les contó bromeando sus amoríos con Ana y les inventó que se acostaban. Luego, un día, antes de ir al diario se bajó en el paradero del Palacio de Justicia y se presentó en la clínica. Sin premeditarlo, piensa, como de casualidad.
1583 Se reconciliaron en el zaguán de la entrada, entre gente que llegaba y salía, sin tocarse ni las manos, hablando en secreto, mirándose a los ojos. Me porté mal Anita, yo me porté mal Santiago, no sabes lo mal que me he Anita, y yo he llorado todas las Santiago.
1584 Desde entonces habían hecho el amor en la pensión de Barranco, una vez por semana, la tarde que doña Lucía hacía visitas. Ahí esos ansiosos amores sobresaltados de los miércoles, los remordimientos de Ana cada vez y su llanto cuando limpiaba la cama, Zavalita.
1585 A través de la verja del garaje vio sesgado el jardín: una mesita con un mantel blanco, un mayordomo haciendo guardia, parejas conversando alrededor del estanque. Pero el grueso de los invitados estaban en la sala y en el comedor y en los visillos de las ventanas se dibujaban sus siluetas.
1586 De pronto apareció el tío Clodomiro y se fue a sentar en la mecedora del jardín, solo. Ahí estaba, las manos y las rodillas juntas, mirando a las muchachas de tacones altos, a los muchachos de corbata que comenzaban a cercar la mesa de mantel blanco. Pasaban delante de él y afanosamente les sonreía.
1587 Estaba ya decidido a no entrar pero no se marchaba. Paró un auto en la puerta y vio bajar a dos muchachas que, sujetándose el peinado, esperaron que el que manejaba estacionara y viniera. A él sí lo conocías, piensa: Tony, el mismo jopo danzarín sobre la frente, la misma risa de lorito.
1588 Pero ese horario se había cumplido rara vez, siempre se quedaba plantado por el camino y había viajes que duraban un día. El motor estaba cansado, Amalia, todo el tiempo se paraba a tomar fuerzas. Llegaba a la casa con tierra de los pies a los pelos y mortalmente extenuado.
1589 En Tingo María, Pantaleón se había conseguido una viuda que no sabía que él tenía su mujer y tres hijos en Pucallpa, pero a veces no iba a casa de la viuda, sino a comer con Ambrosio a un restaurancito barato, "La luz del día" y a veces, después, a un bulín de esqueletos que cobraban tres soles.
1590 Nada era diferente desde que la funeraria había cambiado de dueño. Don Hilario no venía nunca al local; seguía el empleado de antes, un muchacho de cara enfermiza que se pasaba el día sentado en la baranda mirando estúpidamente los gallinazos que se asoleaban en los techos del Hospital y la Morgue.
1591 Un hombre descalzo y sin saco pero con corbata negra y rostro compungido, entró a "Ataúdes Limbo" y salió al poco rato cargando un cajoncito al hombro. Pasó frente a Amalia y ella se había persignado. La segunda semana no había habido ninguna compra; la tercera un par: uno de niño y otro de adulto.
1592 No parecía un gran negocio, Amalia, había comenzado a inquietarse Ambrosio. Al mes, Amalia había empezado a descuidar la vigilancia. No se iba a pasar la vida en la puerta de la cabaña, con Amalita Hortensia en los brazos, sobre todo contando que se llevaban ataúdes tan rara vez.
1593 Se había hecho amiga de doña Lupe, pasaban horas conversando, comían y almorzaban juntas, daban vueltas por la Plaza, por la calle Comercio, por el embarcadero. Los días más calurosos bajaban al río a bañarse en camisón y luego tomaban raspadillas en la Heladería Wong.
1594 Ambrosio descansaba los domingos; dormía toda la mañana y después de almorzar salía con Pantaleón a ver los partidos de fútbol en el estadio de la salida a Yarinacocha. En la tarde; dejaban a Amalita Hortensia con la señora Lupe y se iban al cine. Ya los conocían en la calle, la gente los saludaba.
1595 Ellos también entraban donde doña Lupe cuando querían, se prestaban cosas. Cuando venía a Pucallpa, el marido de doña Lupe salía a sentarse con ellos a la calle, en las noches, a tomar fresco. Era un viejo que sólo abría la boca para hablar de su chacrita y sus deudas con el Banco Agropecuario.
1596 Ahora te digo que tuviste suerte de conseguírtelo. Todas las vecinas se lo quisieran de marido, negro y todo. Amalia se había reído: era cierto, se estaba portando muy bien con ella, muchísimo mejor que en Lima y hasta a Amalita Hortensia le hacía sus cariños.
1597 Ambrosio había creído que gracias a los extras que sacaba sin que supiera don Hilario redondearían el mes. Pero no, en primer lugar había pocos pasajeros, y en segundo a don Hilario se le había ocurrido que las reparaciones las pagaran a medias la empresa y el chofer.
1598 Habían discutido y quedado en que Ambrosio pagaría el diez por ciento de las reparaciones. Pero el segundo mes don Hilario le había descontado el quince, y cuando se robaron la llanta de repuesto había querido que Ambrosio pagara la nueva. Pero qué barbaridad, don Hilario, cómo se le ocurre.
1599 Los domingos partía muy temprano en un colectivo que venía a recogerlo a la pensión. Dormía todo el viaje, estaba con Ana hasta el anochecer y regresaba. Andabas en bancarrota con esos viajes semanales, piensa, las cervezas del "Negro-Negro" ahora las pagaba siempre Carlitos.
1600 Tenían una casa vecina a los desportillados patios de la Unidad Escolar y lo recibían con una hospitalidad ruidosa y relamida. Ahí estaban los abundantes almuerzos que te infligían los domingos, ahí las angustiosas miradas que cambiaban con Ana pensando a qué hora acaba el desfile de platos.
1601 Había sido en una de esas rápidas venidas de Ana a Lima, un atardecer, al encontrarse en la puerta del cine Roxy. Se mordía los labios, piensa, su nariz palpitaba, había susto en sus ojos, balbuceaba: ya sé que te has cuidado amor, yo también siempre amor, no sabía qué había pasado amor.
1602 No te cases. A los dos días Carlitos había averiguado la dirección de una mujer y Santiago fue a verla, a una ruinosa casita de ladrillos de los Barrios Altos. Era fornida, sucia y desconfiada y lo despidió de mal modo: estaba muy equivocado, joven, ella no cometía crímenes.
1603 Había sido una semana de exasperantes idas y venidas, de mal gusto en la boca y sobresalto continuo, de charlas afanosas con Carlitos y amaneceres desvelados en la pensión: era enfermera, conocía tantas parteras, tantos médicos, no quería, era una trampa que te tendía.
1604 Por fin Norwin había encontrado un médico de pocos clientes que, luego de tortuosas evasivas, aceptó. Pedía mil quinientos soles y entre Santiago, Carlitos y Norwin habían tardado tres días en juntarlos. Llamó a Ana por teléfono: ya está, todo arreglado, que viniera a Lima cuanto antes.
1605 Piensa: lo que la alegraba en medio de su pena era haberte quitado esa preocupación tan grande, amor. Había descubierto que no la querías, era un entretenimiento para ti, no podía soportar la idea porque ella sí te quería, no te vería más, el tiempo la ayudaría a olvidarte.
1606 De la Plaza fue andando tan rápido que llegó sin aliento. Abrió su madre y tenía los ojos parpadeantes y sentidos: Anita estaba enferma, unos cólicos terribles, les había dado un susto. Lo hizo pasar a la sala y tuvo que esperar un buen rato antes que la madre volviera y le dijera suba.
1607 Aquí entraba el que podía pagar, decía Flora, pregúntaselo a la vieja Ivonne y vería, Martha. Desde la puerta del Bar, Queta lo vio, de espaldas como la primera vez, alto en la banqueta, enfundado en un terno oscuro, los crespos pelos brillantes, acodado en el mostrador.
1608 Robertito se deslizó felinamente al otro extremo del mostrador y Queta se volvió a mirarlo. No ígneos, ni atemorizados ni caninos; más bien impacientes. Tenía la boca cerrada y moviéndose como tascando un freno; su expresión no era servil ni respetuosa ni siquiera cordial, sólo vehemente.
1609 Pero en sus ojos había siempre esa premura salvaje-. Sí y subimos. No y entonces me voy. ¿Qué había cambiado tanto en tan poco tiempo? No que estuviera más gordo ni más flaco, no que se hubiera vuelto insolente. Está como furioso, pensó Queta, pero no conmigo ni con nadie, sino con él.
1610 Ya no eres el sirviente de Cayo Mierda, ahora puedes venir aquí cuando te dé la gana. ¿O Bola de Oro te ha prohibido que salgas de noche? No se encolerizó, no se turbó. Pestañeó una sola vez, y estuvo unos segundos sin responder, rumiando despacio, buscando las palabras.
1611 Y él, moviendo ligeramente la cabeza: entendía. Le pidió el dinero del cuarto, le ordenó que subiera y la esperara en el doce y cuando él desapareció en la escalera ahí estaba Robertito, una maléfica sonrisa agridulce en su cara lampiña, haciendo tintinear la llavecita contra el mostrador.
1612 Ella le arranchó la llave. A media escalera se dio con Malvina que bajaba muerta de risa: pero si ahí estaba el sambito del año pasado, Queta. Señalaba hacia arriba y de pronto se le encendieron los ojos, ah, había venido por ti, y dio una palmada. Pero qué te pasaba, Quetita.
1613 Mejor para ti, tonta. Él la estaba esperando en la puerta del doce. Queta abrió y él entró y se sentó en la esquina de la cama. Echó llave a la puerta, pasó al cuartito del lavatorio, corrió la cortina; encendió la luz, y metió entonces la cabeza en la habitación.
1614 Ven que te lave. Lo vio levantarse y acercarse sin quitarle la mirada, que había perdido el aplomo y la prisa y recobrado la docilidad de la primera vez. Cuando estuvo delante de ella, se llevó la mano al bolsillo en un movimiento rápido y casi atolondrado, como si recordara algo esencial.
1615 Sácate el pantalón, déjame lavarte de una vez. Él pareció indeciso unos segundos. Avanzó hacia una silla con una prudencia qué delataba su embarazo y Queta, desde el lavatorio lo vio sentarse, quitarse los zapatos, el saco, la chompa, el pantalón y doblarlo con extremada lentitud.
1616 Se quitó la corbata. Vino hacia ella, caminando con la misma cautela de antes, las largas piernas tirantes moviéndose a compás bajo la camisa blanca. Cuando estuvo a su lado se bajó el calzoncillo y luego de tenerlo en las manos un instante lo arrojó a la silla, sin acertar.
1617 Mientras le apretaba el sexo con fuerza y lo jabonaba y enjuagaba, no trató de tocarla. Lo sentía rígido a su lado, su cadera rozándola, respirando amplia y regularmente. Le alcanzó el papel higiénico para que se secara y él lo hizo de una manera meticulosa y como queriendo ganar tiempo.
1618 Anda y espérame. Él asintió y ella vio en sus ojos una reticente serenidad, una huidiza vergüenza. Cerró la cortina y, mientras llenaba el lavatorio de agua caliente, oyó sus largos pasos pausados sobre las maderas del piso y el crujido de la cama al recibirlo.
1619 Se quitó la falda y la blusa y se acercó a la cama con zapatos; él siguió inmóvil. Miró su vientre: bajo la mata de vellos cuya negrura se destacaba poco de la piel, con el brillo del agua reciente, yacía el sexo escurrido y fláccido entre las piernas. Fue a apagar la luz.
1620 Contigo o con el rey de Roma me da lo mismo, negrito. Lo sintió incorporarse, adivinó en la oscuridad sus movimientos obedientes, vio en el aire la mancha blanca de la camisa que él arrojaba hacia la silla visible en los hilos de luz de la ventana. El cuerpo desnudo se tumbó otra vez a su lado.
1621 Trataba de sacarle el sostén y ella lo ayudó, ladeándose. Sintió su boca mojada en el cuello y los hombros y lo oía jadear y moverse; lo enlazó con las piernas y le sobó la espalda, las nalgas que transpiraban. Permitió que la besara en la boca pero mantuvo los dientes apretados.
1622 Lo sintió terminar con unos cortos quejidos jadeantes. Lo hizo a un lado y lo sintió rodar sobre sí mismo como un muerto. Se calzó a oscuras, fue al lavatorio y al volver a la habitación y encender la luz lo vio otra vez boca arriba, otra vez con los brazos cruzados sobre la cara.
1623 Arispe y dos redactores de la página policial lo llevaron en la camioneta al hospital; un par de horas después llamaron para avisar que había muerto de un ataque cerebral. Arispe escribió la nota necrológica, que apareció en un recuadro de luto: Con las botas puestas, piensa.
1624 Los redactores policiales habían hecho semblanzas y apologías: su espíritu inquieto, su contribución al desarrollo del diarismo nacional, pionero de la crónica y el reportaje policial, un cuarto de siglo en las trincheras del periodismo. En vez de la despedida de soltero tuviste un velorio piensa.
1625 Ahí estaba esa noche tragicómica, Zavalita, esa barata farsa. Los reporteros de la página policial estaban apenados y había mujeres que suspiraban junto al cajón en esa salita de muebles miserables y viejas fotografías ovaladas que habían oscurecido de crespones.
1626 Al salir del cementerio, bostezando y con los huesos resentidos, Carlitos, Norwin y Santiago almorzaron en una cantina del Santo Cristo, cerca de la Escuela de Policía, unos tamales ensombrecidos por el fantasma de Becerrita que reaparecía cada momento en la conversación.
1627 Examinó pensativo el cuartito, la cama, la pequeña repisa con libros. El colectivo vino a buscarlo a las ocho. La señora Lucía salió a despedirlo en bata, atontada de sorpresa todavía, sí, le juraba que no le diría nada a su papá, y le había dado un abrazo y un beso en la frente.
1628 El terno oscuro que sacó de la lavandería el día anterior se había arrugado en la maleta y la madre de Ana se lo planchó. A regañadientes, los padres de Ana habían cumplido lo que él pidió: ningún invitado. Sólo con esa condición aceptabas casarte por la Iglesia les había advertido Ana, piensa.
1629 Ahí, los tres días de luna de miel alrededor de las aguas verdosas pestilentes de la laguna, Zavalita. Caminatas entre los médanos, piensa, conversaciones tontas con las otras parejas de novios, largas siestas, las partidas de ping-pong que Ana ganaba siempre.
1630 Pero ella no notaba que había cambiado su manera de hablar, doña Lupe, y doña Lupe, sonriendo con malicia: el huanuqueño te había estado haciendo fiestas, Amalia. Sí, doña Lupe, y figúrese que hasta había querido invitarla al cine, pero claro que Amalia no le había aceptado.
1631 Pero no había oído nada alarmante: sólo el silbido de Ambrosio, el chapaleo del agua, los grillos cantando en la oscuridad. Por fin había oído a Ambrosio que le pedía la comida. Había ido a cocinar, temblando, y todavía mucho rato después todo se le había estado cayendo de las manos.
1632 Doña Lupe le había tapado la boca diciéndole sé todo. El huanuqueño se había metido a su casa y le había abierto su corazón, señora Lupe: desde que la conocí a Amalia soy otro, su amiga es única. No pensaba entrar a tu casa, Amalia, no era tan tonto, sólo quería verla de lejos.
1633 La plata está tirada ahí, esperando que la recojamos. Sólo hace falta una pequeña inyección de capital. Leoncio Paniagua venía a Pucallpa cada mes, sólo por un par de días y Amalia le había llegado a tomar simpatía por la forma como la trataba, por su terrible timidez.
1634 Ni una palabra más. Trae esa platita que tienes en Lima y hacemos un monopolio, Ambrosio. A lo más que había llegado había sido, al cabo de los meses y más por darle gusto a doña Lupe que a él, a ir una vez a comer al chifa y luego al cine con Leoncio Paniagua.
1635 Y una vez habían pasado dos meses sin que se apareciera por Pucallpa el huanuqueño. Amalia casi se había olvidado de él, la tarde que lo encontró, sentado en la playita del río, con su saco y su corbata cuidadosamente doblados sobre un periódico y un juguetito para Amalita Hortensia en la mano.
1636 Y él, temblando como si tuviera terciana: no iba a volver a Pucallpa, ¿podía hablarle un momentito a solas? Doña Lupe se había apartado con Amalita Hortensia y ellos habían conversado cerca de dos horas. Ya no era agente viajero, había heredado una tiendecita de un tío, de eso iba a hablarle.
1637 Lo había visto tan asustado, dar tantos rodeos y tartamudear tanto para pedirle que se fuera con él, que se casara con él, que hasta le había dado su poquito de pena decirle que si estaba loco, doña Lupe. Ya ves que te quería de verdad y no como una aventurita de paso, Amalia.
1638 Leoncio Paniagua no había insistido, se había quedado mudo y como idiotizado y cuando Amalia le había aconsejado que se olvidara de ella y se buscara otra mujer allá en Huánuco, él movía la cabeza apenado y susurraba nunca. Este tonto hasta la había hecho sentirse mala, doña Lupe.
1639 Se habían divertido bastante, y Amalia se había mareado y hecho locuras: bailado sola, cantado, dicho palabrotas. Al día siguiente había amanecido débil y con vómitos y Ambrosio la había hecho avergonzar: la criatura nacería borracha con el baño que le diste anoche, Amalia.
1640 Dile que te devuelva tu plata y vamos a hacer algo juntos. Desde ese sábado en Yarinacocha, ella había vuelto a vigilar a los clientes de "Ataúdes Limbo" escrupulosamente. Este embarazo no había sido ni sombra del anterior, ni siquiera del primero, doña Lupe: ni mareos ni vómitos, casi ni sed.
1641 Se habían pasado la espera jugando a contar los gallinazos que veían asoleándose en los techos vecinos y, cuando les llegó el turno, Amalia estaba medio dormida. El médico la había examinado rapidito y dicho vístete, estás bien, que volviera dentro de un par de meses.
1642 Amalia lo había mirado asombrada y él: era una sorpresa que te tenía guardada, Amalia. Con Pantaleón se habían pasado este tiempo haciendo planes, habían decidido uno genial. Se llenarían los bolsillos a costa de don Hilario, Amalia, eso era lo más chistoso del caso.
1643 La señora Lucía los recibió con suspiros en la puerta de la pensión, y después de abrazar a Ana se llevó a los ojos el ruedo del mandil. Había puesto flores en el cuartito, lavado las cortinas y cambiado las sábanas, y comprado una botellita de oporto para brindar por su felicidad.
1644 Cuando Ana empezaba a vaciar las maletas, llamó aparte a Santiago y le entregó un sobre con una sonrisita misteriosa: la había traído anteayer su hermanita. La letra miraflorina de la Teté, Zavalita, ¡bandido nos enteramos que te casaste!, su sintaxis gótica, y qué tal raza por el periódico.
1645 Se había arreglado para esa visita más que para el matrimonio, Zavalita. Había ido a peinarse a una peluquería, pedido a doña Lucía que la ayudara a planchar una blusa, se había probado todos sus vestidos y zapatos y mirado y remirado en el espejo y demorado una hora en pintarse la boca y las uñas.
1646 Sí le importó, Zavalita. Al tocar el timbre de la casa, la sintió buscar su brazo, la vio protegerse el peinado con la mano libre. Era absurdo, qué hacían aquí, por qué tenían que pasar ese examen: habías sentido furia, Zavalita. Ahí estaba la Teté, vestida de fiesta en el umbral, saltando.
1647 Besó a Santiago, abrazó y besó a Ana, decía cosas, daba grititos, y ahí estaban los ojitos de la Teté, como un minuto después los ojitos del Chispas y los ojos de los papás, buscándola, trepanándola, autopsiándola. Entre las risas, chillidos y abrazos de la Teté, ahí estaban ese par de ojos.
1648 Fue la última en acercarse a ellos, como un penitente que arrastra cadenas, lívida. Besó a Santiago murmurando algo que no entendiste -le temblaba el labio, piensa le habían crecido los ojos- y después y con esfuerzo se volvió hacia Ana que estaba abriendo los brazos.
1649 Pero ella no la abrazó ni le sonrió; se inclinó apenas, rozó con su mejilla la de Ana y se apartó al instante: hola, Ana. Endureció todavía más la cara, se volvió hacia Santiago y Santiago miró a Ana: había enrojecido de golpe y ahora don Fermín trataba de arreglar las cosas.
1650 Se había precipitado hacia Ana, así que ésta era su nuera, la había abrazado de nuevo éste el secreto que les tenía escondido el flaco. El Chispas abrazó a Ana con una sonrisa de hipopótamo y a Santiago le dio un palmazo en la espalda exclamando cortado qué guardadito te lo tenías.
1651 De reojo, Santiago veía el empeño de Ana por tragar los bocaditos que le pasaba la Teté, y respondía como podía a las bromas -cada vez más tímidas, más falsas- que le hacía Popeye. Parecía que el aire se fuera a encender, piensa, que una fogata fuera a aparecer en medio del grupo.
1652 Se alejaron, desaparecieron en la escalera, y Santiago miró a la señora Zoila. No decía nada todavía, Zavalita. Tenía el ceño fruncido, su labio temblaba, te miraba. Pensabas no le va a importar que estén aquí Popeye y Cary, piensa, es más fuerte que ella, no se va a aguantar.
1653 Don Fermín seguía cabizbajo, absorto en sus zapatos, y a Popeye se le había cristalizado la sonrisa y parecía idiota. Cary miraba a uno y a otro, descubriendo que ocurría algo, preguntando con los ojos qué pasa, y el Chispas había cruzado los brazos y observaba a Santiago con severidad.
1654 Es la mujer de Santiago, Zoila. La voz enronquecida y atolondrada del papá, Zavalita, los esfuerzos de él y del Chispas por calmar, callar a la mamá que sollozaba a gritos. La cara de Popeye estaba pecosa y granate, Cary se había acurrucado en el asiento como si hiciera un frío polar.
1655 Piensa: sólo faltaron mariachis y charros, amor. El Chispas y don Fermín se habían llevado por fin a la señora Zoila casi a rastras hacia el escritorio y Santiago estaba de pie. Mirabas la escalera, Zavalita, ubicabas el baño, calculabas la distancia: sí, había oído.
1656 En el cuarto, Ana se puso a llorar tan fuerte que doña Lucía vino a preguntar qué pasaba. Santiago la calmaba, le hacía cariños, le explicaba y Ana por fin se había secado los ojos. Entonces comenzó a protestar y a insultarlos: no iba a verlos nunca más, los detestaba, los odiaba.
1657 Santiago le daba la razón: sí corazón, claro amor. No sabía por qué no había bajado y la había cacheteado a la vieja ésa, a la vieja estúpida ésa, sí corazón. Aunque fuera tu madre, aunque fuera mayor, para que aprendiera a decirle huachafa, para que viera: claro amor.
1658 Las da para tener contentos a sus compinches. Estaba echada en la cama, boca arriba como él, los dos ya vestidos los dos fumando. Arrojaban la ceniza en una cajita de fósforos vacía que él tenía sobre el pecho; el cono de luz caía sobre sus pies, sus caras estaban en la sombra.
1659 Por lo disimulada. Levantaba el vaso, para que don Cayo creyera que iba a tomar un trago, y yo me daba cuenta que no era para eso. Me ponía los ojos encima y no me los quitaba hasta que salía del cuarto. Queta se echó a reír y él se calló al instante. Esperó, inmóvil, que ella dejara de reír.
1660 Ahora fumaban de nuevo los dos, tumbados de espalda, y él había posado su mano sobre la rodilla de ella. No la acariciaba, la dejaba descansar ahí, tranquila. No hacía calor, pero en el segmento de piel desnuda en que se tocaban sus brazos, había brotado el sudor.
1661 Pensé se está haciendo el borracho, pensé a lo mejor está y quiere divertirse a mi costa. Yo me había tomado mis tragos en la cocina y pensé a lo mejor estoy borracho y me parece. Pero la próxima vez que entraba decía no, qué le pica. Serían las dos, las tres, qué sé yo.
1662 A pesar de que se lo habría oído a don Cayo cien veces, no lo sabía. Después me contó. Queta se echó a reír, él se calló y esperó. Un aura de luz llegaba a la silla y alumbraba las ropas mezcladas de él. El humo planeaba sobre ellos, dilatándose, deshaciéndose en sigilosos ritmos curvos.
1663 Me sentí mal ahí, sentado en la puntita de la silla. Raro, avergonzado, mal. Se frotó las manos, y por fin, con una solemnidad ceremoniosa, dijo salud sin mirar a nadie y bebió. Queta se había vuelto para verle la cara: tenía los ojos cerrados, los labios juntos y transpiraba.
1664 A ti te gusta eso, ya me he dado cuenta. Ser el ratón. Que te pisen, que te traten mal. Si yo no te hubiera tratado mal no te pasarías la vida juntando plata para subir aquí a contarme tus penas. ¿Tus penas? Las primeras veces creía que sí, ahora ya no. A ti todo lo que te pasa te gusta.
1665 Y yo también, pero no me salía. No podía. Estaba muy nervioso, ya sabía. Queta no se rió: se había ladeado, apoyado en su brazo y lo miraba. Él seguía de espaldas, inmóvil, había dejado de fumar y su mano yacía muerta sobre su rodilla desnuda. Pasó un auto, un perro ladró.
1666 Sentí que me desperté, sentí que, pero pude frenar. De golpe, como si en la mojada carretera hubiera surgido un intempestivo camión, un burro, un árbol, un hombre, el auto patinó chirriando salvajemente y chicoteó a derecha e izquierda y zigzagueó, pero sin salirse de la carretera.
1667 Entré a su oficina y ahí nomás me aguantó con un gesto que quería decir estás salmuera, negro. Además se había llevado el índice de la mano derecha al cogote y serruchado, y luego a la sien y disparado: pum, Ambrosio. Pero sin dejar de sonreír con su cara ancha y sus saltones ojos experimentados.
1668 Se abanicaba con un periódico: mal negro, pura pérdida. Casi no se habían vendido ataúdes y estos dos últimos meses él había tenido que pagar de su bolsillo el alquiler del local, el sueldito del idiota y lo que se debía a los carpinteros: ahí estaban los recibitos.
1669 Así que aunque quisiera tener paciencia, no puedo. Una sonrisita intrigada y sorprendida había redondeado la cara de don Hilario, que seguía abanicándose con una mano y había empezado a hurgarse el diente con la otra: dos hijos no era nada, lo bravo era llegar a la docena como él, Ambrosio.
1670 Para trabajarla por mí cuenta, don. A ver si tengo más suerte. Entonces había empezado con sus cocorocós, Amalia, y Ambrosio se había callado, como para concentrarse mejor en la matanza de todo lo que estaba cerca: la yerba, los árboles, Amalita Hortensia, el cielo.
1671 Yo encantado, ahora mismo. Sólo tienes que encontrar un manso que quiera cargar con el muerto. No alguien que te dé los treinta mil que metimos, eso ni un loco. Alguien que la acepte regalada y quiera hacerse cargo del idiota y lo que se debe a los carpinteros.
1672 Había ido a sentarse a la huerta, pasado toda la mañana allí, pensando. Al mediodía Amalia lo había llamado a almorzar y estaban comiendo cuando había entrado el hombre casi corriendo. Se había cuadrado delante de Ambrosio que no había atinado ni a pararse: don Hilario.
1673 Diciendo en la plaza que Hilario Morales te robó tu plata. Amalia había sentido que le volvían las náuseas del desayuno. Ambrosio no se había movido: ¿por qué no se paraba, por qué no le contestaba? Nada, había seguido sentado, mirando al hombre gordito que rugía.
1674 Le han ido a contar mentiras. Cómo va a creerles a los chismosos. Siéntese, don, permítame ofrecerle una cervecita. Amalia había mirado a Ambrosio, asombrada: le sonreía, le ofrecía la silla. Se había parado de un salto, corrido a la huerta y vomitado sobre las yucas.
1675 Desde ahí, había oído a don Hilario: no estaba para cervecitas, había venido a poner los puntos sobre las íes, que se levantara, vamos a ver al Mayor. Y la voz de Ambrosio, rebajándose y adulándolo cada vez más: cómo iba a desconfiar de él, don, sólo se había lamentado de la mala suerte, don.
1676 Cuidadito con ir por ahí ensuciando mi apellido. Amalia lo había visto dar media vuelta, ir hasta la puerta, volverse y dar un grito más: no quería verlo más por la empresa, no quería tener de chofer a un malagradecido como tú, podía pasar el lunes a cobrar. Sí, ya habían comenzado de nuevo.
1677 Piensa: a lo mejor habías sido, Zavalita. A lo mejor esa monotonía con estrecheces era la felicidad, esa discreta falta de convicción y de exaltación y de ambición, a lo mejor era esa suave mediocridad en todo. Hasta en la cama, piensa. Desde el principio la pensión les resultó incómoda.
1678 Había ido a entrevistar a alguien que vivía en Benavides, y al subir hacia la Diagonal la descubrió. Ahí estaba: la fachada rojiza, las casitas pigmeas alineadas en torno al pequeño rectángulo de grava, sus ventanitas con rejas y sus voladizos y sus matas de geranios.
1679 Había un aviso: se alquilan departamentos. Habían vacilado, ochocientos era mucho. Pero ya estaban hartos de la incomodidad de la pensión y las disputas con doña Lucía y lo tomaron. Habían ido poblando poco a poco los dos cuartitos vacíos, con muebles baratos que pagaban a plazos.
1680 Ahora casi únicamente mexicanas, piensa. ¿Habías comenzado a ceder por llevar la fiesta en paz con Ana o porque ya tampoco te importaba eso, Zavalita? Algún sábado viajaban a Ica a pasar el día con los padres de Ana. No hacían ni recibían visitas, no tenían amigos.
1681 Trae también a la China, Carlitos, pensando qué dirá, qué hará Ana: no, la China y él estaban peleados. Fue solo y había sido un almuerzo tirante y áspero, arrebosado de mentiras. Carlitos se sentía incómodo, Ana lo miraba con desconfianza y los temas de conversación morían apenas nacían.
1682 El mundo era chico, pero Lima grande y Miraflores infinito, Zavalita: seis, ocho meses viviendo en el mismo barrio sin encontrarse con los viejos ni el Chispas ni la Teté. Una noche en la redacción, Santiago terminaba una crónica cuando le tocaron el hombro: hola, pecoso.
1683 El viejo se habría lamentado cada día de esos meses por lo que no venía el flaco, por lo enojado y resentido que estarías, y habría reñido y responsabilizado cien veces a la mamá, y algunas noches habría venido a apostarse en el auto en la avenida Tacna para verte salir de "La Crónica".
1684 Si todos pensaran así, este país no cambiaría nunca. Esa noche, en la quinta de los duendes, mientras Santiago le contaba, Ana había escuchado muy atentamente, los ojos chispeando de curiosidad: por supuesto que no irían al matrimonio, Anita. Ella por supuesto que no.
1685 Además dirían Ana no lo dejó ir, la odiarían más, tenía que ir. A la mañana siguiente, cuando Santiago estaba aún en cama se presentó la Teté en la quinta de los duendes: la cabeza con ruleros que asomaban bajo el pañuelo de seda blanca espigada y en pantalones y contenta.
1686 Es mejor que no. No hablemos más de eso. Pero todo el resto de la semana habían discutido mañana y noche sobre el mismo asunto, ¿ya te animaste, amor, iban a ir?, Ana le había prometido a la Teté que irían, amor, y el sábado en la noche se habían acostado peleados.
1687 De la gente, de tus amigos. ¿O a ellos les cuentas como a mí? Lo vio sonreír con cierta amargura en la semioscuridad; la ventana de la calle estaba abierta pero no había brisa y en la atmósfera inmóvil y cargada de vaho de la habitación el cuerpo desnudo de él comenzaba a sudar.
1688 Tiene otra. No es un déspota. Es bueno, un señor. Hace que uno sienta respeto por él. Queta se rió más fuerte y miró a Ambrosio: encendía otro cigarrillo y la llamita instantánea del fósforo le mostró sus ojos saciados y su expresión seria, tranquila, y el brillo de transpiración de su frente.
1689 A mí me da, a él también. Usted se cree que eso pasa cada día. No, ni siquiera cada mes. Es cuando algo le ha salido mal. Yo ya sé, lo veo subir al carro y pienso algo le ha salido mal. Se pone pálido, se le hunden los ojos, la voz le sale rara. Llévame a Ancón, dice.
1690 Ni qué hago en mi día libre ni nada, sólo lo que yo le cuento. Pero yo sé lo que sentiría si supiera que ando con mujeres. No por celos ¿no se da cuenta? Por vergüenza, miedo de que vayan a saber. No me haría nada, no se enojaría. Diría anda vete, nada más. Yo sé cómo es.
1691 Había despertado ardiendo y con una flojera tan grande que cuando Amalita Hortensia comenzó a quejarse, ella se había puesto a llorar, angustiada por la idea de tener que levantarse. Cuando se había sentado en la cama había visto unas manchas color chocolate en el colchón.
1692 No te asustes, de qué te asustas. Habían hecho la cola de costumbre, mirando los gallinazos del techo de la Morgue, y el doctor le había dicho a Amalia te internas ahora mismo. ¿Por qué le había salido eso, doctor? Iban a tener que inducirte el parto, mujer, había explicado el doctor.
1693 En la tarde regresé a verla. Le habían dejado el brazo y la nalga morados de tanta inyección. La habían puesto en la sala común: hamacas y catres tan pegados que las visitas tenían que estar paradas al pie de la cama porque no había espacio para acercarse al paciente.
1694 Doña Lupe había venido a verla con Amalita Hortensia pero una enfermera le había dicho no traiga más a la niña. Ella le había pedido a doña Lupe que cuando pudiera fuera a la cabaña a ver qué necesita Ambrosio, y doña Lupe por supuesto, también le haré la comida.
1695 Me engañaron ¿ve, niño? Con las inyecciones los dolores habían desaparecido y la fiebre bajado, pero había seguido ensuciando la cama todo el día con minúsculas manchitas color chocolate y la enfermera le había cambiado tres veces los paños. Parece que te van a operar, le había dicho Ambrosio.
1696 Vamos a comprarnos esa camioneta con Panta, hoy lo decidimos. Ni me oía. Tenía sus ojos así de hinchados. Había pasado la noche despierta por los accesos de tos de uno de los enfermos, y asustada con otro que, moviéndose en la hamaca a su lado, decía palabrotas en sueños contra una mujer.
1697 Después con otra enfermera había jalado su catre hasta la entrada de la sala y la habían pasado a una camilla y cuando habían comenzado a arrastrarla ella se había sentado llamando a gritos a su marido. Las enfermeras se habían ido, había venido el doctor enojado: qué era ese escándalo, qué pasa.
1698 Hasta que el doctor perdió la paciencia. O autorizas o te la llevas de aquí. ¿Qué iba a hacer yo, niño? La habían estado convenciendo entre Ambrosio y una enfermera más vieja y más buena que la primera, una que le había hablado con cariño y le decía es por tu bien y el de la criatura.
1699 La cara de Ambrosio había desaparecido y habían cerrado una puerta. Había visto al doctor poniéndose un mandil y conversando con otro hombre vestido de blanco y con un gorrito y un antifaz. Las dos enfermeras la habían sacado de la camilla y acostado en una mesa.
1700 Habían prendido un foco de luz sobre su cara, tan fuerte que había tenido que cerrar los ojos, y un momento después había sentido que le ponían otra inyección. Luego había visto muy cerca de la suya la cara del doctor y oído que le decía cuenta uno, dos, tres.
1701 Le había parecido que todo se movía suavecito y ella también, como si estuviera flotando en el agua, y apenas había reconocido a su lado las caras largas de Ambrosio y doña Lupe. Había querido preguntarles ¿la operación se acabó?, contarles no me duele nada, pero no había tenido fuerzas para hablar.
1702 Se fue y volvió trayendo algo. ¿Qué pasa? Me dio otro empujón y al poco rato salió la otra. La criatura se perdió, dijo, pero que la madre podía salvarse. Parecía que Ambrosio lloraba, que doña Lupe rezaba, que había gente dando vueltas a su alrededor y diciéndole cosas.
1703 Se le había ocurrido que la iban a jalar, que se iba a ahogar y había pensado no voy a mirar, no voy a hablar, no se iba a mover y así iba a flotar. Había pensado ¿cómo vas a estar oyendo cosas que ya pasaron, bruta? y se había asustado y había sentido otra vez mucha lástima.
1704 Nadie le había creído, pero Carlitos cumplió escrupulosamente la voluntaria cura de desintoxicación y estuvo cuatro semanas sin probar gota de alcohol. Cada día tachaba un número en el almanaque de su escritorio y lo enarbolaba desafiante: y ya iban diez, y ya van dieciséis.
1705 Esa noche se presentó en la redacción, caminando con infinita cautela y mirando a través de las cosas. Olía a desvelo, a mezclas indecibles, y había en su cara un desasosiego vibrante, una efervescencia de la piel en los pómulos, las sienes, la frente y el mentón: todo latía.
1706 Sin responder a las bromas, flotó hasta su escritorio y permaneció de pie, mirando su máquina de escribir con ansiedad. De pronto, la alzó con gran esfuerzo sobre su cabeza y sin decir palabra la soltó: ahí el estruendo, Zavalita, la lluvia de teclas y tuercas.
1707 Cuando fueron a sujetarlo, se echó a correr, dando gruñidos: manoteaba las carillas, hacía volar a puntapiés las papeleras, se estrellaba contra las sillas. Al día siguiente se había internado en la clínica por primera vez. ¿Cuántas desde entonces, Zavalita? Piensa: tres.
1708 Ana y Santiago recibieron parte e invitación pero no fueron ni llamaron ni mandaron flores. Popeye y la Teté no habían tratado siquiera de convencerlos. Se habían presentado en la quinta de los duendes, unas semanas después de regresar de la luna de miel y no estaban resentidos.
1709 Habían seguido viéndose ese año cada cierto tiempo, en la quinta y alguna vez en San Isidro, cuando Popeye y la Teté estrenaron su departamento. Por ellos te enterabas de las novedades, Zavalita: el compromiso del Chispas, los preparativos de matrimonio, el futuro viaje de los papás a Europa.
1710 Había sido poco después de la adopción del Batuque, Zavalita. Una tarde, Ana volvió de la Clínica Delgado con una cajita de zapatos que se movía; la abrió y Santiago vio saltar una cosita blanca: el jardinero se lo había regalado con tanto cariño que no había podido decirle que no, amor.
1711 Esa mañana se había metido al cajón de la ropa sucia se estaba tratando de salir, Zavalita, y tú lo estabas mirando. Se había encaramado, apoyado las patas en el borde, estaba descargando todo su peso hacia ese lado y el cajón comenzó a oscilar y por fin se volcó.
1712 No estaba en la casa cuando Popeye recibió la llamada del Chispas, sino en la iglesia, y tenía en una mano el mensaje de Popeye y en la otra un velo y un libro de misa. Perdieron varios minutos yendo y viniendo por los corredores hasta que, al torcer por un pasillo, vieron al Chispas.
1713 Disfrazado, piensa: la chaqueta rojiblanca del pijama, un pantalón sin abrochar, un saco de otro color y no se había puesto medias. Abrazaba a su mujer, Cary lloraba y había un médico que movía la boca con una mirada lúgubre. Te estiró la mano, Zavalita, y la Teté comenzó a llorar a gritos.
1714 Pero el Chispas aseguraba que cuando él, Cary y el mayordomo lo subieron al auto vivía aún, que le había sentido el pulso. La mamá estaba en la Sala de Emergencia y cuando entraste le ponían una inyección para los nervios: desvariaba y cuando la abrazaste aulló.
1715 Se quedó dormida poco después y los gritos más fuertes eran los de la Teté. Luego habían comenzado a llegar familiares, luego Ana, y tú, Popeye y el Chispas se habían pasado toda la tarde haciendo trámites, Zavalita. La carroza, piensa, las gestiones del cementerio, los avisos del periódico.
1716 Piensa: también Ana. Seguía llegando gente, toda la noche hubo gente que entraba y salía, murmullos, humo, y las primeras coronas. El tío Clodomiro se había pasado la noche sentado junto al cajón, mudo, tieso, con una cara de cera; y cuando te habías acercado por fin a mirarlo ya amanecía.
1717 Sino que se muriera creyendo que estaba peleado con él. El entierro fue al día siguiente, a las tres de la tarde. Toda la mañana habían seguido llegando telegramas, tarjetas, recibos de misas, ofrendas, coronas, y en los diarios habían publicado la noticia en recuadros.
1718 Al día siguiente, Ana y Santiago pasaron todo el día en la casa. La mamá permanecía en su cuarto, rodeada de parientes, y al verlos entrar había abrazado y besado a Ana y Ana la había abrazado y besado y las dos habían llorado. Piensa: así estaba hecho el mundo, Zavalita.
1719 De abajo subía siempre el mismo confuso rumor de música y voces del bar y las risas del saloncito. Ambrosio se había sentado en la cama y Queta lo veía envuelto por el cono de luz, quieto y macizo en su terno azul y sus zapatos negros puntiagudos y el cuello albo de su camisa almidonada.
1720 Queta lo vio juntar las rodillas y encogerse, lo vio incrustarse los dedos en las piernas. La voz se le había cuarteado-. Yo no le había hecho nada, conmigo no era la cosa. Y Amalia ha estado ayudándola, acompañándola en todo lo que le ha pasado. Ella no tenía por qué ir a contar eso.
1721 No te metas, la que va a salir perdiendo eres tú. Cuando supe que Amalia le había contado que estaba esperando un hijo tuyo, se lo advertí. Cuidado con decirle a la chica que Ambrosio, cuidado con ir a contarle a Bola de Oro que Amalia. No armes líos, no te metas.
1722 Ésta se paró del todo una mañana, a la entrada de Yarinacocha, luego de humear y estremecerse en una brevísima y chirriante agonía de latas y eructos mecánicos. Alzaron la capota, se le había fundido el motor. Hasta aquí llegó la pobre, dijo don Calixto, el dueño.
1723 Lo sentía muchísimo, Ambrosio, pero él no era la Beneficencia, tienes que irte. Don Alandro aceptó quedarse con la cama, la cunita, la mesa y el primus en pago de los alquileres atrasados, y Ambrosio metió el resto de las cosas en unas cajas y las llevó donde doña Lupe.
1724 Ambrosio se fue a la barriada de Pantaleón y éste no había vuelto de Tingo. Llegó al anochecer y encontró a Ambrosio, sentado a la puerta de su casa, los pies hundidos en el suelo fangoso. Trató de levantarle el ánimo: claro que podía vivir con él hasta que le dieran algún trabajo.
1725 Le aconsejó que se fuera a Tingo o a Huánuco. Pero a Ambrosio le había dado no sé qué irse estando todavía tan cerquita la muerte de Amalia, niño, y además cómo iba a cargar solo por el mundo con Amalita Hortensia. Así que había intentado quedarse en Pucallpa.
1726 Un día ayudaba a descargar las lanchas, otro limpiaba las telarañas y mataba los ratones de los "Almacenes Wong" y hasta había baldeado la Morgue con desinfectante, pero todo eso alcanzaba apenas para los cigarros. Si no hubiera sido por Panta y doña Lupe, no comía.
1727 Pero no le dijo nada: escuchó, asintió, murmuró qué lástima. Don Hilario lo consoló con unas palmaditas y, al despedirlo, le regaló media libra para un trago, Ambrosio. Se fue a comer a una chingana de la calle Comercio y le compró un chupete a Amalita Hortensia.
1728 Donde doña Lupe, lo recibió otra mala noticia: habían venido otra vez del hospital, Ambrosio. Si no iba por lo menos a hablar, lo citarían con la policía. Fue al hospital y la señora de la administración lo resondró por haberse estado ocultando. Le sacó los recibos y le fue explicando de qué eran.
1729 Al menos, me vengaré. Itipaya se rascó la cabeza: qué locuras. Habían discutido cerca de media hora. Si la iba a desbarrancar era preferible que sirviera para algo mejor, negro. Pero no le podía dar mucho: tenía que desarmarla todita, venderla a poquitos, pintar la carrocería y mil cosas más.
1730 La señora Zoila regresó menos abatida, tostada por el verano de Europa, rejuvenecida, con las manos llenas de regalos y la boca de anécdotas. Antes de un año se había recobrado del todo, Zavalita, retomado su agitada vida social, sus canastas, sus visitas, sus teleteatros y sus tés.
1731 Ana y Santiago venían a verla al menos una vez al mes y ella los atajaba a comer y su relación era desde entonces distante pero cortés, amistosa más que familiar, y ahora la señora Zoila trataba a Ana con una simpatía discreta, con un afecto resignado y liviano.
1732 El Chispas y Cary nunca, Zavalita, pero cuando el Campeonato Sudamericano de Fútbol te había mandado de regalo un abono a primera. Andabas en apuros de plata y lo revendiste en la mitad de precio, piensa. Piensa: al fin encontramos la fórmula para llevarnos bien.
1733 Ya era tardísimo. La conversación había sido bastante tiempo después de la muerte de don Fermín, una semana después de haber pasado de la sección locales a la página editorial de "La Crónica", Zavalita, unos días antes que Ana perdiera su puesto en la Clínica.
1734 Habían hablado un momento de pie, en la vereda: ¿podían almorzar mañana juntos, supersabio? Claro, Chispas. Esa tarde habías pensado, sin curiosidad, de cuándo acá, qué querría. Y al día siguiente el Chispas vino a buscar a Santiago a la quinta de los duendes poco después del mediodía.
1735 Se volvió a reír, algo artificialmente ahora, y mientras reía había brotado ese fulgor de incomodidad en sus ojos, Zavalita, esos puntitos brillantes e inquietos: ah flaco bohemio, había dicho dos veces, ah flaco bohemio. Ya no alocado, descastado, acomplejado y comunista, piensa.
1736 Miró las mesas vacías del contorno, tosió y habló con pausas, eligiendo las palabras con una especie de recelo-. El testamento, por ejemplo. Ha sido muy complicado, hubo que seguir un trámite largo para hacerlo efectivo. Tendrás que ir donde el notario a firmar un montón de papeles.
1737 Piensa: estabas tan avergonzado, Chispas. A ratos se callaba y se ponía a mirar por la ventana. Era noviembre y todavía no habían alzado las carpas ni venían bañistas a la playa; algunos automóviles circulaban por el malecón, y grupos ralos de personas caminaban frente al mar gris verdoso y agitado.
1738 Habíamos empezado, cuando murió. Sólo empezado. La idea era evitar los impuestos a la sucesión, los malditos papeleos. Fuimos dando un aspecto legal al asunto, poniendo las firmas a mi nombre, con contratos simulados de traspaso, etcétera. Tú eres lo bastante inteligente para darte cuenta.
1739 La idea del viejo no era dejarme a mí todos los negocios ni mucho menos. Sólo evitar las complicaciones. Íbamos a hacer todos los traspasos y al mismo tiempo a dejar bien arreglado lo de tus derechos y los de la Teté. Y los de la mamá, por supuesto. El Chispas sonrió y Santiago también sonrió.
1740 Sólo el laboratorio, la compañía. Sólo los negocios. No la casa ni el departamento de Ancón. Además, comprenderás que el traspaso es más bien una ficción. Que las firmas estén a mi nombre no quiere decir que yo me voy a quedar con todo eso. Ya está arreglado lo de la mamá, lo de la Teté.
1741 Se acabaron los negocios y ahora empieza el chupe. Mira qué buena cara tiene, Chispas. Ahí su cara, Zavalita, su pestañeo, su parpadeo, su reticente incredulidad, su incómodo alivio y la viveza de sus manos alcanzándote el pan, la mantequilla, y llenándote el vaso de cerveza.
1742 Yo me desheredé solito cuando me mandé mudar, Chispas. Así que ni acciones, ni compra y se acabó el tema para siempre ¿okey? Ahí su pestañeo feroz; Zavalita, su agresiva, bestial confusión: tenía la cuchara en el aire y un hilillo de caldo rojizo volvía al plato y unas gotas salpicaban el mantel.
1743 Santiago se echó a reír y dio una palmada en la mesa. Un mozo vino a preguntar qué querían, ah disculpe. El Chispas estaba serio y parecía otra vez dueño de sí mismo, el malestar de sus ojos se había desvanecido y te miraba ahora con afecto y superioridad, Zavalita.
1744 Bueno, sigamos así. Pero no me toques nunca más este tema ¿okey? Su cara fastidiada, desconcertada, arrepentida, había sonreído lastimosamente, Zavalita, y había encogido los hombros, hecho una mueca de estupor o conmiseración final y se había quedado un rato callado.
1745 Trajeron la cuenta, el Chispas pagó, antes de subir al auto se llenaron los pulmones de aire húmedo y salado cambiando frases banales sobre las olas y unas muchachas que pasaban y un auto de carrera que atravesó la calle roncando. En el camino a Miraflores no cruzaron ni una palabra.
1746 Sí, se había escogido la peor hora. Estaban sonando las sirenas y una tumultuosa marea humana cubría la avenida. El taxi avanzaba despacio, sorteando siluetas, muchas caras se pegaban a las ventanillas y la miraban. La silbaban, decían rica, mamacita, hacían muecas obscenas.
1747 Las fábricas sucedían a callejones, los callejones a fábricas, y por encima de las cabezas Queta veía las fachadas de piedra, los techos de calamina, las columnas de humo de las chimeneas. A ratos y a lo lejos, los árboles de las chacras que la avenida escindía: es aquí: El taxi paró y ella bajó.
1748 Son diez soles, por ser tú. Queta le entregó el dinero y le dio la espalda. Cuando empujaba la pequeña puerta empotrada en el descolorido muro rosado, escuchó el motor del taxi alejándose. No había nadie en el jardín. En el sillón de cuero del pasillo encontró a Robertito, limpiándose las uñas.
1749 La señora te está esperando. Ni siquiera cómo te sientes o ya estás bien, pensó Queta, ni siquiera la mano. Entró al Bar y antes que la cara vio los dedos de afiladas uñas plateadas de la señora Ivonne, el anillo que exhalaba brillos y el lapicero con el que estaba poniendo la dirección en un sobre.
1750 Pero más flaca que una escoba. Tienes que reponerte, tienen que volverte los colores a la cara. Por lo pronto, quítate la ropa que llevas puesta. Déjala remojando. ¿No trajiste nada para cambiarte? Que Malvina te preste algo. Ahora mismo, no vayas a estar llena de microbios.
1751 Queta asintió. Subió al segundo piso con los dientes apretados, mirando sin ver la misma alfombra granate con las mismas manchas y las mismas quemaduras de fósforos y cigarrillos. En el descanso vio a Malvina, que abría los brazos: ¡Quetita! Se abrazaron, se besaron en la mejilla.
1752 Yo no quería ir. Le dije a la señora es por gusto, se va a llevar un chasco y no me hizo caso. Pensando siempre en su negocio ella. Él tiene capital, él sabe que yo cumplo con mis socios, fuimos amigos. Pero nos trató como a dos pordioseros y nos botó. Tu ex, Quetita, el ex de tu ex.
1753 Un perrito te digo, Quetita. La señora le habló de ella, nos dio mucha pena lo que le pasó a la pobre, ya se habrá enterado. Y él ni se inmutó. A mí no tanta, dijo, yo sabía que la loca terminaría mal. Y entonces nos preguntó por ti, Quetita. Sí, sí. La pobre está en el hospital, figúrese.
1754 Yo siempre a tus órdenes, Quetita. Sobre todo ahora, que estás más simpática. Ya no tienes los humos de antes. Queta se levantó, salió de la tina y avanzó en puntas de pie, regando gotas sobre las losetas desportilladas. Se colocó una toalla en la cintura y otra sobre los hombros.
1755 Había venido desde Tingo María a tramos cortos, por si acaso: en camión hasta Huánuco, donde pasó una noche encerrado en un cuartito de hotel, luego en ómnibus hasta Huancayo, de ahí a Lima en tren. Al cruzar la cordillera la altura le había dado mareos y palpitaciones, niño.
1756 Había vagabundeado sin cesar, lejos de las calles del centro, sintiendo que se le helaban los huesos cada vez que divisaba un policía y repasando nombres y eliminándolos: Ludovico ni pensar, Hipólito seguiría en provincias o si había vuelto trabajaría con Ludovico, Hipólito ni pensar, él ni pensar.
1757 Bah, no seas tonto, le había dicho el Pancras, quién se va a estar acordando de ese camión, llévale tus papeles nomás. Él había tenido miedo, mejor no Pancras, y había seguido con esos trabajitos de a ocultas. Por esa época había vuelto a su pueblo, Chincha niño, la última vez.
1758 Pensando conseguirse otros papeles, bautizarse de nuevo con algún curita y con otro nombre, y también por curiosidad, por ver qué era ahora el pueblo. Se había arrepentido de haber ido más bien. Había salido temprano de la Perla con el Pancras y se habían despedido en Dos de Mayo.
1759 Pero apenas se detuvo el ómnibus en la plaza de Armas, aunque todo se había achicado y achatado, reconoció todo: el olor del aire, el color de las bancas y de los tejados, las losetas en triángulo de la vereda de la Iglesia. Se había sentido apenado, mareado, avergonzado.
1760 Observaba ansiosamente a hombres y mujeres y había sentido que el pecho le latía fuerte al ver acercarse a una figura cansada y descalza, con un sombrero de paja y un bastón que tanteaba: ¡el ciego Rojas! Pero no era él, sino un ciego albino y todavía joven que fue a acuclillarse bajo una palmera.
1761 Se levantó, echó a andar, y cuando llegó a la barriada vio que habían pavimentado algunas calles y construido casitas con pequeños jardines que tenían el pasto marchito. Al fondo, donde comenzaban las chacras del camino a Grocio Prado, ahora había un mar de chozas.
1762 Había estado yendo y viniendo por los polvorientos pasadizos de la barriada sin reconocer ninguna cara. Después había ido al cementerio, pensando la tumba de la negra estará junto a la del Perpetuo. Pero no estaba y no se había atrevido a preguntarle al guardián dónde la habían enterrado.
1763 En el café-restaurant "Mi Patria" que ahora se llamaba "Victoria" y atendían dos mujeres en vez de don Rómulo, había comido un churrasco encebollado, sentado cerca de la puerta, mirando todo el tiempo la calle, tratando de reconocer alguna cara: todas distintas.
1764 Todo igualito pero más chiquito, todo igualito pero más chato, sólo la gente distinta: se había arrepentido de haber ido, niño, se había regresado esa noche jurando no volveré. Ya se sentía bastante jodido aquí, niño, allá ese día además de jodido se había sentido viejísimo.
1765 La raya del monte se borró cuando mataron a Lázaro Codesal y ya no se volvió a ver nunca más. Llueve con tanta monotonía como aplicación desde el día de San Ramón Nonato, a lo mejor desde antes aun, y hoy es San Macario, que trae suerte a los naipes y a las papeletas de la rifa.
1766 El mirlo canta en el mismo ciprés en el que de noche entona su solitario lamento el ruiseñor. Ahora ya no quedan casi leprosos; no es como antes, que abundaban mucho y silbaban como lechuzas para avisarse de que andaban los frailes de las misiones buscándolos para darles la absolución.
1767 Benicia es sobrina de Gaudencio Beira y medio prima de los Gamuzos, que son nueve, de Policarpo el de la Bagañeira y del difunto Lázaro Codesal. Por el contorno todos somos más o menos familia, salvo los Carroupos, que ninguno se libra de tener una chapeta de piel de puerco en la frente.
1768 El día del Apóstol de 1933, en Tecedeiras, que queda en la carretera de La Gudiña a Lalín, antes de llegar a la mámoa de Corredoira, Afouto desarmó a una pareja de la guardia civil, les ató las manos a la espalda y los entregó en el cuartel, con los mosquetones y previo recibo.
1769 El segundo Gamuzo es Tanis, a quien llaman Perello porque discurre el mal muy deprisa. Tanis está casado con Rosa Roucón, que es hija de un consumero de Orense. Rosa le da al anís y se pasa todo el día durmiendo; no es mala, todo hay que decirlo, pero se le va un poco la mano en el anís.
1770 Benicia tiene los pezones como castañas pilongas, todos lo saben, como maiolas por San Juan, cuando ya van para viejas. Benicia tiene mucho ardor en la sangre y ni se fatiga ni se aburre jamás. Benicia luce los ojos azules y es muy alegre en la cama, muy cabrona.
1771 Benicia Segade Beira tiene muy poderoso el andar y ríe siempre, es como una bendición. Su madre sabe leer y escribir; Benicia, no, a veces las familias van para abajo y entonces ya no las para nadie hasta que se estrellan o descubren un regato con pepitas de oro, ahora ya no debe quedar ninguno.
1772 Carocha es cazador (conejos y palomas torcaces) y Furelo es pescador (pencas y barbos y, con suerte, alguna trucha). Aún quedan cuatro Gamuzos más. Ádega es mujer precavida pero también dadivosa, de joven debió haber sido muy hospitalaria y cachonda, muy entera y amiga de la parranda.
1773 El recuerdo de Lázaro Codesal no se borró aún de las cabezas. Ádega no es la única que sabe las historias. Una noche que bajaba de la Cabreira, bajaba cantando, Lázaro Codesal cantaba siempre, para avisar que iba o que venía, lo paró un marido en la Cruz del Chosco.
1774 Benicia es como una cerda obediente, no te dice que no a nada. Benicia no sabe leer ni tocar el acordeón, pero es joven y hace muy bien filloas; también sabe dar gusto, en su momento, y tiene los pezones dulces, grandes y duros como castañas. Ádega lleva la cuenta de los ahorcados.
1775 Oiga, don Camilo, le quiero dar un poco de chorizo para que lo pruebe, le es de mucha confianza y también reconstituyente. Mi difunto Cidrán tenía tanta fuerza porque se tragaba los chorizos enteros; yo le digo que el muerto que lo mató, si no lo mata como a un raposo, no lo mata.
1776 Diga usted que a mi difunto le tiraron por la espalda, no le dejaron ni mirar; si le dejan mirar, el muerto que lo mató y su compañía, si iba en compañía, están aún corriendo. El cura de San Miguel de Buciños vive rodeado de moscas, a lo mejor es que tiene el gusto dulce.
1777 Chufreteiro es muy animado y baila con ritmo, canta con buena voz y sin desafinar y juega al chapó con aprovechamiento (hay meses de ganar hasta mil pesetas y aún más). Chufreteiro es muy pavero y ocurrente y cuenta cuentos de Otto y Fritz poniendo acento alemán.
1778 Usted sabe mejor que yo, no lo diga si no quiere, que al muerto que mató a Afouto y a mi difunto lo acorraló su pariente y fue a morir en la fuente das Bouzas do Gago, yo no tengo por qué hablar. A Rosalía Trasulfe le llaman Cabuxa Tola porque es muy descarada, lo fue siempre.
1779 Hay que estar pegado a la tierra, y más vale ser tierra que agua. Cabuxa Tola no tiene nada de tola y vive aún, pienso que con su hija Edelmira, que casó en Sarria con un guardia civil. Tiene mi edad, uno o dos años más que yo, y fuimos siempre muy buenas amigas.
1780 Llueve sobre el cruceiro de Piñor y el chorro de Albarona que vigilan los lobos mientras el carro de bueyes de Roquiño va por la corredoira haciendo cantar el eje para espantarlos. Las lamáchegas se vuelven agua por el invierno y duermen agazapadas en las raicitas de los morodos dulces y escondidos.
1781 Lacrau es sordomudo pero listo; hace muy bien recados y sabe cepillar la madera, criar conejos y freír filloas, fríe filloas casi tan bien como Benicia. Lacrau es soltero y vive en Carballiño con su hermano Matías, trabaja en la fábrica de ataúdes y gana lo suficiente.
1782 Con Chufreteiro y con Lacrau también vive el último hermano, Salustio, que el pobre es inocente y furricosiño; la verdad es que se arregla con cualquier cosa y tampoco da ningún trabajo. Chufreteiro no piensa en volver a casarse porque no sabe lo que sería de sus hermanos.
1783 Ahora, lo que yo quiero es no morirme sin ver el mar, debe ser muy hermoso. Cabuxa Tola me dijo que es por lo menos tan grande como toda la provincia de Orense o, a lo mejor, más aún. El muerto que mató a Afouto y más a mi difunto ya murió, y eso siempre consuela.
1784 Cabuxa Tola se da muy buena maña para amaestrar pájaros y otros animalitos, lo hace tan bien como Policarpo Obenza, el de la Bagañeira: búhos, cuervos..., los búhos son más papones que los cuervos, sapos, cabras, éstas son muy fáciles, garduñas, murciélagos, lo que usted quiera.
1785 A Cabuxa Tola le obedecían los animales del monte porque a su madre la preñaron encima de un caballo al galope durante la tormenta de San Lourenciño de Casfigueiro, que cada año mata a un castellano, un gitano, un negro y un seminarista, es una tormenta muy cruel y destrozadora, muy amarga.
1786 Policarpo el de la Bagañeira no se llama Obenza de apellido sino Portomourisco; Obenza se llamaba su abuela, mujer de mucho mando y arranque. Los Carroupos tienen una chapeta de piel de puerco en la frente, la tienen todos, es como la marca de fábrica o un antojo para señalar malditos.
1787 Moucho lleva sangre carroupa en las venas, no es de ley ni de confianza. Los Carroupos no se sabe de dónde salieron, del país no son, a lo mejor vinieron de la Maragatería, más allá de Ponferrada, vinieron escapando del hambre o de la justicia, cualquiera sabe.
1788 Si sopla el viento, se pueden levantar y echarlos a vivir y volar; si no, hay que dejarlos pegados a la tierra hasta que se mueren de hambre, porque rematarlos trae desgracia. Si se les deja pegados a la tierra, no pasa nada y el mundo sigue dando vueltas como si tal.
1789 Antes estaba callada y ahora hablo, a lo mejor más de lo debido. Lo del acordeón es como beber agua de la fuente; algunos días se tiene sed y otros, no. Yo creo que lo único que sé hacer bien es despreciar; me costó mucho trabajo aprenderlo pero ahora desprecio como Dios, podría jurárselo.
1790 Yo soy de esta tierra y de aquí no me echa nadie; cuando muera me convertiré en la tierra que da de comer a los tojos, me convertiré en la flor de oro del tojo, y mientras tanto, ¡pues mire! Ádega se quedó en silencio y escanció otras dos copas de aguardiente, una para ella y otra para mí.
1791 La señorita Ramona compone poesías, interpreta sonatas al piano y vive con dos criados carcamales y dos criadas brujas que heredó de su padre, don Brégimo Faramiñás Jocín, que era espiritista y aficionado a tocar el banjo y que murió de comandante de intendencia.
1792 La señorita Ramona también heredó de su padre un Packard negro, muy solemne, y un Isotta-Fraschini blanco, muy elegante, no los saca jamás de la cochera, la señorita Ramona sabe conducir, es la única mujer del contorno que tiene carnet de conducir, pero no los saca jamás de la cochera.
1793 Cada día que pasa estamos todos un poco más lejos, y también un poco más hartos, de nosotros mismos. ¿Tú no crees qué debo irme a vivir a Madrid? Llueve a Dios dar sobre los pecadores y la tierra se pinta con el manso y blando color del cielo que no rompe el vuelo del pájaro, aún falta.
1794 Benicia tiene el pecar saludable y alegre y los pezones grandes y oscuros, también duros y dulces. Benicia tiene los ojos azules y es mandona y atravesada en la cama, jode con mucha sabiduría y despotismo. Benicia no sabe ni leer ni escribir pero ríe siempre con mucha seguridad.
1795 En la fuente del Miangueiro, donde hoy se lavan las bubas los leprosos, crece aún la higuera de las ramas que se trocaron lanzas para que los Figueroas rescataran de la morisma a las siete doncellas de la torre de Peito Burdelo. Hoy día ya nadie se acuerda de la historia.
1796 El agua clara de la fuente del Miangueiro no se puede beber, no la beben ni los pájaros, porque lava los huesos de los muertos, los bofes de los muertos, las miserias de los muertos, y arrastra mucho dolor. El ciego Gaudencio es muy bien mandado y no se cansa jamás de tocar el acordeón.
1797 Manecha fue siempre bien parecida y bien plantada y sus hijos y nietos, aunque quizá no tanto, también tenían buena presencia. Una hija del subsecretario y por tanto biznieta de Manecha, la Haydée Comesaña Bethencourt, fue Miss Barquisimeto allá por los años 50.
1798 Hay parvos con suerte y parvos en desgracia, esto pasa desde que el mundo es mundo y pasará siempre. A Roquiño Borrén, parvo en desgracia, lo tuvieron cerca de cinco años metido en un baúl, se conoce que para que no molestara a nadie; cuando lo sacaron parecía una araña pálida y peluda.
1799 De la viña del sacristán cuelga una guirnalda de alimañas ahorcadas, parecen garabatos, estragándose bajo la lluvia y apestando a carroña podre. Catuxa Bainte, la parva de Martiñá, cuando no la ve nadie, se acerca hasta la viña del sacristán a enseñarle las tetas a la salvajina muerta.
1800 Catuxa Bainte es parva cándida, no maldita lela pasmona, y vive de la casualidad y también de la inercia, morirse de hambre es muy difícil; a veces tose y escupe un poco de sangre, pero todos los años mejora cuando llega San Juan y las nubes se van yendo, poco a poco, del cielo.
1801 El piso de arriba de la casa de Policarpo el de la Bagañeira, en Cela do Camparrón, se hundió cuando la muerte de su padre, se vino abajo del personal que había. ¡Dios, de la que libramos! Muertos no hubo, pero se rompieron muchos huesos y muchas cabezas y se abollaron no pocos ánimos y voluntades.
1802 Cuidando y vigilando a Dorotea había un ex seminarista tatexo y pintado de pecas, Luisiño Bocelo, Parrulo, a quien don Benigno, cuando lo tomó a su servicio y le puso al corriente de la obligación, capó con un fouciño para evitarle malos pensamientos y deslealtades.
1803 Don Ceferino, cuando los diezmos y primicias, bueno, ahora no hay diezmos y primicias, cuando la feligresía le regala algo, un par de pollos, unos huevos, unos chorizos, una cesta de manzanas, o cuando él pesca unos peces, siempre le lleva una parte a Benicia.
1804 Tú te acuestas con una mujer y cuando pare un hijo, a lo mejor es una hija que se te escapa dentro de quince años con un leonés vagabundo, sigue lloviendo sobre el monte como si tal. Estamos en la mitad de todo, el principio es la mitad de todo, y nadie sabe lo que falta para el fin.
1805 A Marcos Albite le mordió un raposo rabiado en las piernas, después le dio un paralís, más tarde se le volvieron podres y al final se las hubieron de cortar a cercén, todo por este orden. Marcos Albite tiene cara de estar muy harto, el aburrimiento harta a cualquiera y la desgracia también.
1806 En esos nueve años se murieron mi madre, mi mujer y mi hijo, uno detrás de otro; las piernas me las cortaron después. Mi madre se ahorcó en el desván, a mi mujer la mató un mercancías y mi hijo murió de garrotillo, quizá hubiera podido salvarse con suerte y algo de dinero.
1807 En Orense, durante la cuaresma, suele hacer mucho frío, a veces hasta nieva, y del Miño sube la humedad como si fuera vaselina. A Gaudencio le gusta la voz de la Anunciación Sabadelle, es muy melodiosa, también le gusta palparle las tetas elásticas y las crujientes cachas.
1808 Ni el ciego Gaudencio era ciego, que aún estaba en el seminario; ni a Marcos Albite le habían cortado las piernas, que ni tan siquiera había ido al manicomio, y Cidrán Segade, el garrido mozo que después dejara viuda a Ádega, no estaba todavía difunto sino vivo y bien vivo y recién casado.
1809 A Fabián Minguela, Moucho, no le dejamos venir al curro; los Carroupos tienen todos una chapeta de piel de puerco en la frente, eso vale para encender mixtos, sí, pero no para hacerse al monte detrás de los caballos ni para andar como si tal cosa entre nosotros todos.
1810 Un amo no puede darse gusto a la carne con la carne del pastor de sus cabras, aunque después lo estrangule con el cinto, porque eso lo prohíbe la ley de Dios; tampoco un lobo puede montar a una cierva, ni una mujer coronar de flores a otra mujer desnuda, preñada o leprosa.
1811 El que cruza la laguna de Antela pierde la memoria, no sé si yendo de aquí para allá o viniendo de allá para aquí, y al rey Artús, cuando andaba a la busca del Santo Grial, los soldados se le volvieron mosquitos; la laguna de Antela está llena de mosquitos, también hay ranas y culebras de agua.
1812 El viaje hasta Briñidelo fue divertido y cómodo y se pudo hacer sin novedad mayor; en Mourillones, al segundo día de marcha, Moncho Preguizas tuvo un altercado en una taberna, tampoco fue ninguna batalla campal, pero medió Tanis Perello y allí no pasó nada irremediable.
1813 Al curro del Xurés no vamos más que la familia porque tampoco merece la pena llevar a nadie. La provincia de Orense es la que menos caballos monteses tiene de toda Galicia; también hay algunos en la sierra de Quinxo y en los montes de Faro de Avión y de Suido, apoyados ya en tierra pontevedresa.
1814 La rapa se hace como se puede, allí no se esmera nadie, y el caso es acabar rápido y cuanto antes. Cada animal deja, uno con otro, la libra de crin, puede que algo menos; la crin larga y limpia, cogida en mazos, vale lo que la canal de ternera. Crego de Comesaña se me quedó mirando.
1815 Y además, esta noche he de visitar a Rosicler, le he de llevar chocolatinas para que engorde un poco. Rosicler es enfermera, pone muy bien las inyecciones, a la señorita Ramona siempre le está poniendo inyecciones de hierro, de hígado y de cal, para que coja fuerzas.
1816 No midió las distancias el marido que le salió al paso a Lázaro Codesal en la Cruz del Chosco, ¡Dios, qué tunda llevó por descarado! Los cornudos no han de ser descarados sino, antes bien, recatados, prudentes y temerosos de Dios, no es fácil ser cornudo con dignidad y eficacia.
1817 A Moncho Preguizas se le habían muerto sus dos pajaritos mensajeros, macho y hembra, cuando fuera de navegar el mar Rojo; el jesusito curado es avecica soñadora y poco resistente que sólo vale para llevar noticias de amor y, en cuanto se le saca de sus islas, suele morir de pena y de catarro.
1818 Si supiera tocar el salterio, como los antiguos, ahora ya ni hay salterios, me pasaría las tardes tocando el salterio, pero no sé. Si supiera tocar el banjo, como don Brégimo Faramiñás, me pasaría las horas muertas tocando el banjo, eso siempre acompaña, pero no sé.
1819 Durante dos semanas se revuelve todo bien revuelto con una varita de avellano: cien veces siguiendo la marcha de las agujas del reloj, cuando nace el día, y otras cien al revés, cuando viene la noche; después se filtra con papel de estraza, se embotella y se deja reposar por lo menos un año.
1820 Tía Jesusa y tía Emilita gastan su tiempo en rezar, en murmurar y en orinar, las dos tienen incontinencia de orina. Tía Jesusa y tía Emilita no se hablan con tío Cleto, bueno, no es que no se hablen, es que se aborrecen, se odian a muerte y sin disimulo mayor.
1821 Luisiño Bocelo, el criado capón propiedad de don Benigno, y Dolores, la criada manca del corral del cura de San Miguel, eran dos criaturas que parecían señaladas por el dedo de la ira que hace obedecer a coces, que es un dedo engarabitado, sarmentoso y tirando a seco.
1822 Gramola es más que gramófono, más lujoso y también más moderno, la gramola no tiene bocina, la voz le sale por unas rendijas que van a los lados. Rosicler tiene unos parientes argentinos que llaman vitrola a la gramola, el fonógrafo es todavía más antiguo que el gramófono.
1823 Bécquer era de la misma edad que Rosalía, más o menos, pero murió aún más joven, la verdad es que no aguantaban casi nada. A la señorita Ramona le gustaba mucho la poesía Aires da miña terra, de Curros, que era de Celanova, en el camino del Xurés, y tío abuelo de Robín.
1824 En la taberna de Rauco ponen muy bien los callos, mejor que el pulpo. Raimundo y nuestra prima no duermen toda la noche juntos más que cuando van de viaje, por la Pascua florida estuvieron en Lisboa; Raimundo cuando va a visitar a nuestra prima, le lleva siempre una camelia blanca.
1825 Tripeiro, el padre de los Gamuzos, decía siempre que quien no sabe perder, no sabe acabar, o sea que quien mal pierde, mal acaba, esto es: con la cabeza partida en dos en la cuneta o con un pinchazo en mitad del vientre, en el monte donde vive el lobo de la Zacumeira o en cualquier lado.
1826 Patrona, empiece a sacar vino, digo si no molesto, que yo no quiero molestar a nadie. Moucho, los domingos, se peina con fijador Omega y gasta corbata de lacito color verde brillante y pañuelo de crespón a juego, que se sujeta con un imperdible para que no se lo roben.
1827 A tía Lourdes la echaron a la fosa común porque tío Cleto dejó pagado el entierro, sí, pero no la sepultura, en esto los franceses son muy mirados y el cónsul dijo que a él ni le iba ni le venía; morir en el extranjero es siempre desairado porque no se conocen los usos.
1828 El difunto marido de Fina se llamaba Antón Guntimil y anduvo siempre mal de salud, era enfermizo y delicado y además tatexo, le costaba mucho trabajo arrancar a hablar. Fina lo trataba desconsideradamente y se reía de sus debilidades, en esto no se portaba bien.
1829 La familia de la señorita Ramona es importante, por lo menos para el país, y en las familias importantes siempre están pasando desgracias. La madre de la señorita Ramona se ahogó en el río Asneiros, que tampoco lleva tanta agua, nunca se supo si queriendo o sin querer.
1830 El pobre no discurrió nunca mucho. Fina ya le guisaba conejos a don Celestino en vida del marido. Fina siempre procuró complacer a los sacerdotes y ser amable con ellos. La casa de mi madre, bueno, ahora es la casa de mis tíos, está en Albarona, en la parroquia de San Xoan de Barran.
1831 Tía Jesusa y tía Emilita llevan lo menos veinte años orinándose por ellas. A mí me parece que tía Lourdes tuvo suerte quedándose enterrada en París, la verdad es que esto nunca se sabe; a los abuelos les hubiera gustado que muriese en Galicia, es la costumbre.
1832 Tío Cleto toca la batería de oído, lo hace bastante bien, y se anima silbando y canturreando, tío Cleto no teme a la soledad porque la espanta con el bombo y los platillos. Tía Jesusa y tía Emilita meriendan cascarilla con bollito maimón, que es barato pero de muy fino paladar.
1833 Don Jesús murió en la cama, sí, eso es verdad, pero con el cuerpo podrido y oliendo a muerto, los hijos se apartaban porque no podían con el olor y se ponían agua de colonia en el pañuelo, también murió con muchos dolores en la carne, tantos como remordimientos en el alma.
1834 En Cambados, entre la pleamar y la bajamar hay lo menos tres metros, quizá cuatro, y cuando bajan las aguas, los pesqueros se quedan varados sobre la lama del fondo, rodeados de cangrejos vivos, gaviotas busconas y gatos muertos, también hay casi siempre una gallina muerta.
1835 Ponte más coñac y dame otro poco a mí. ¿Por qué no me llevas otra vez a Lisboa? Raimundo el de los Casandulfes no se explica cómo pudieron pegarle el ladillazo que le pegaron, el otro día pasó por Orense y se entretuvo un rato en casa de la Parrocha, es cierto, pero allí las mujeres suelen cuidarse.
1836 A Pepiño Pousada Coires le dicen Xurelo por la pinta. Pepiño Xurelo pasó la meningitis de niño y quedó ya escorado para siempre. Ahora se habla mucho de la cuestión sexual, del problema sexual: eso es mismo de la cuestión sexual, a lo mejor eso viene del problema sexual, etc.
1837 Lo que le pasa a Pepiño Xurelo es que le gusta sobar niños, a otros les gusta sobar mujeres gordas y tetonas, primero les regala caramelos y después, en cuanto se confían, les acaricia el culo y los muslos y el pipí, hubiera hecho un buen lego de colegio de pago.
1838 Cuando se enteró su mujer..., un momento, se llamaba Concepción Estivelle Gresande, ahora lo recuerdo, sí, no hay duda, Concepción Estivelle Gresande, le llamaban Concha da Cona, dijo que no quería saber nada, que le era igual y que por ella podía morirse o acabar leproso.
1839 Con Matías viven sus dos hermanos pequeños: Lacrau, que es sordomudo y listo, y Mixiriqueiro, que anda delicado de salud y es inocente. Benitiño Lacrau va de putas una vez al mes, para eso trabaja y gana su buen dinero; Salustiño Mixiriqueiro casi no se mueve y se distrae suspirando.
1840 Purina fue muy guapa, guapa a lo lánguido, no como su hermana Loliña, la de Afouto, que era guapa a lo bravo, por aquí por el país hay muchas mujeres guapas de las dos clases, a Loliña la aplastó un buey contra la pared. A Julián Paxarolo también le llamaban Xiao.
1841 Antes de irse mártir, su pariente el santo Fernández tuvo varios hijos, dicen que once, cada vez que venía a España preñaba a alguna; a los hijos, para reconocerlos cuando hiciera falta, los marcaba al fuego debajo de la tetilla izquierda con una sortija de hierro que tenía.
1842 Concha da Cona estaba cada día más guapa y alegre, a las mujeres jóvenes se les ponen las carnes muy lozanas cuando enviudan, la naturaleza es muy sabia y suele barnizar el dolor de cachondería para permitirnos seguir viviendo. Concha da Cona toca las castañuelas como una gitana.
1843 Concha da Cona tiene el mirar altivo y descarado, a lo mejor es hija de un conde o de un general, la sangre de las familias que llevan algún tiempo comiendo caliente es algo que no se puede ocultar. Concha da Cona duerme toda estirada, ésa es otra señal de confianza.
1844 Mi tío Claudio Montenegro, el pariente de la Virgen María, murió de viejo a poco de acabar la guerra; era un tipo curioso que jamás descomponía la figura, ni levantaba la voz, ni se extrañaba de nada, ni siquiera de los eclipses o las auroras boreales, durante la guerra hubo una aurora boreal.
1845 Manuela Fernández, Morana, era hija de Manuel y siempre nos quiso mucho porque la abuela le perdonó no sé qué deuda, a lo mejor era un foro. Las familias son como los ríos, que no se cansan nunca de pasar y pasar. La abuela Teresa era sobrina del santo Fernández.
1846 Las familias son como la mar, que no se acaba nunca y no tiene ni principio ni fin. Orvalla sobre las familias y las personas y los animales mansos y silvestres, sobre los hombres y las mujeres, los padres y los hijos, los sanos y los enfermos, los enterrados, los desterrados y los viajeros.
1847 Cuando a Afouto se le enciende la estrellita, no importa el color, unas veces es de un color y otras de otro, esto no lo sabe nadie, lo mejor es santiguarse y hacerse a un lado. Afouto manda en los Gamuzos, que son una nube, y en los Guxindes (otros les dicen Moranes), que son todavía más.
1848 Loliña Moscoso, la mujer de Baldomero Afouto, mantuvo encendida la llamita de la ley del monte: el que la hace, la paga, ¿no lo hizo?, pues que la pague, nosotros no tenemos por qué perdonar la sangre. Loliña Moscoso es guapa a lo bravo, cuando se cabrea está más guapa aún.
1849 Ricardo Vázquez Vilariño murió en la guerra, le pegaron un tiro en el corazón (es un decir), esto es lo que tienen las guerras. Por estos montes anduvo el sacamantecas Manuel Blanco Romasanta, el hombre lobo que mató a una docena de fraile de personas a bocados.
1850 Felipiño o Tatelo, tuerto y con seis dedos en cada mano, sabía bien la historia. El sacaúntos andaba con dos valencianos, don Jenaro y don Antonio, que también tiraban a lobo cuando perdían el sentido; de esto hace ya muchos años, cien o más, pero por aquí todo el mundo lo sabe.
1851 A Manueliña la llevaba a Santander, que queda muy distante, en la mar de Castilla, donde iba a ponerla a servir en casa de un sacerdote, pero en el lugar que dicen Malladavella, en el bosque de la Redondela, le dio el pronto y los mató a los dos, también los medio devoró.
1852 El sacaúntos no era muy grande, era más bien pequeño y además tenía los dientes podres. El sacaúntos hizo más muertos, Xosefa García era hermana de Manueliña y de Benitiña, aquella sangre se conoce que le tiraba, y murió en el camino de Correchouso. Y su hijo Xosesiño.
1853 La zorza de primera se hace con raxo bien picado, también con la paíña y el costillar teniendo cuidado con el hueso, mucho pimentón dulce, el pimentón picante que admita, sal, ajos muy machacados y el agua necesaria más bien justa; se amasa con paciencia y se le deja posar durante un día entero.
1854 Marujita tiene muy buena planta y anda con poderío y mandando, en eso se le ve la casta, Marujita es algo pechugona, a los hombres les suelen gustar las mujeres algo pechugonas, y tiene las piernas largas y el culo remangado, lo que no tiene es bonita la voz, habla como una urraca.
1855 Celso Varela se gastó unos cuartos que no tenía en darle caprichos, un vermú, una caja de bombones, un bolso, unos pendientes, cada vez más, y acabó sin una perra y debiendo dinero, Marujita correspondía con sus favores y además le cortaba las uñas y le lavaba la cabeza.
1856 Olvidé ya cómo se llamaba pero lo que sí recuerdo es el cabreo que le entró cuando lo soltaron, la verdad es que tampoco tenía por qué aguantar bromas molestas. El esqueleto de la pobre tía Lourdes no se podrá recomponer hasta el día del Juicio Final porque en París la echaron a la fosa común.
1857 Peor es acostarse con Fabián el Moucho, ¡y ya ves! Una mujer, si sabe comerse el asco, puede resistir mucho, vamos, puede resistir toda la vida. La novena señal del hijoputa es la avaricia, Fabián Minguela es pobre pero podría ser rico con lo que lleva ahorrado.
1858 Pepiño Xurelo salió de la cárcel porque se dejó capar, a la ciencia se le debe tributo. Pepiño Xurelo no mejoró con la operación, los médicos, los abogados y los jueces dicen emasculación, que hace más fino y equilibrado, y además le dolían los huesos y la cabeza.
1859 La madre de Roquiño Borrén, el parvo al que tuvieron cinco años metido en un baúl de lata de colores, azul ultramar, color de oro, naranja, verde lechuga, no cría buenos sentimientos. La madre de Roquiño Borrén supone que los parvos tienen más de croios del monte que de personas y aun de bestias.
1860 Prepárate, Roquiño, que has de cobrar, ¡ya verás, ya! La madre de Roquiño fuma cuando no la ve nadie, fuma las colillas que recoge en la taberna de Rauco, es amiga de Remedios, la patrona, le lava la ropa, le ayuda en la matanza y le hace recados, también fuma hojas de magnolia.
1861 Tía Lourdes murió durante el viaje de novios, del tálamo nupcial a la tumba fría, parece el título de una novela de Ponson du Terrail, cada uno muere cuando y donde Dios quiere, los franceses le contagiaron las viruelas y tío Cleto no tuvo más remedio que enviudar.
1862 Adrián Estévez, natural de Ferreiravella, término municipal de Foz, es un buzo muy famoso, en la ría de Foz encontró un submarino alemán posado en el fondo y con todos los tripulantes muertos. A Adrián Estévez le llaman Tabeirón por lo valiente que es y lo bien que nada.
1863 A la criada muda y sin nombre de los Venceás la mataron los perros, fue un caso de desgracia. La criada muda y sin nombre de los Venceás puede que fuera portuguesa, por la pinta lo parecía, y preparaba el licor café mejor que nadie y con tanta ciencia como cariño.
1864 Al cabo Doroteo también le gustaba el trato carnal con las mujeres, como suele decirse, había elegido a la criada de los Venceás porque era discreta y no se iba de la lengua, bueno, no se iba de la lengua porque era muda más que porque fuera discreta, pero esto es igual.
1865 El bigote de Doroteo, un bigote a lo kaiser muy orgulloso y de buena traza, llamaba mucho la atención a las mujeres. La muda estaba coladita, lo que se dice coladita por Doroteo y, cuando lo sentía encima y escarbándole, prorrumpía en unos extraños gruñidos de complacencia y regalo.
1866 Doña Elvira y don Claudio sólo se tutean en la cama, conviene guardar las apariencias. A don Claudio no le resulta fácil acostarse con Castora, doña Elvira los tiene muy vigilados a los dos, lo que sí puede es palparle las tetas y el culo cuando se cruza con ella por el pasillo.
1867 Don Claudio y Castora se ven los domingos por la tarde en un almacén de coloniales que hay en la carretera de Rairo, el dueño es amigo de don Claudio y le da la llave, tienen hasta una cama turca y un aguamanil. A don Cristóbal, doña Elvira lo deja más suelto porque tampoco está enamorada de él.
1868 A mí me saltaba el corazón en el pecho cuando me decía: ¿Te gusta, marrano? Al entierro de Adolfito fue mucha gente, como era un chisgarabís tenía simpatías. El personal del acompañamiento hablaba del Celta de Vigo y de lo buena y apetitosa que estaba la viuda.
1869 Tía Jesusa y tía Emilita, a fuerza de rezar sin tino, murmurar sin descanso y orinar sin orden, han perdido el uso de la esperanza, la fe las reconforta y la caridad la ignoran. Tío Cleto, como se aburre como una ostra, se pasa el día vomitando en la bacinilla o detrás de la cómoda.
1870 Don Romualdo era muy mirado en el hablar pero los feligreses lo oían como quien oye llover. A Mamerto Paixón lo envolvieron en una manta y lo llevaron a Orense en el taxi de Reboredo, que vino enseguida; llegó casi agonizante, pero hubo suerte en la operación y a los pocos días empezó a mejorar.
1871 Doña Rita se propuso que don Rosendo no se le escapara vivo y lo consiguió, el que la sigue la mata. Doña Rita empezó a atacar al cura por el estómago, por el rijo ya lo tenía bien sujeto, por la vanidad y por la avaricia, don Rosendo era glotón, cachondo, vanidoso y avaro.
1872 Braulio Doade, uno de los criados de la señorita Ramona (los cuatro son muy viejos y están medio ciegos y medio sordos, también bronquíticos y reumáticos), anduvo paseándose por las Filipinas cuando aún eran españolas, Braulio Doade fue siempre muy pinche y peripuesto.
1873 Tanis Gamuzo salió a buscarlos con sus perros y una escopeta y a la noche siguiente mató dos lobos, uno pesaba cerca de cinco arrobas, no era el lobo de la Zacumeira pero poco le faltaba; al perro Kaiser se lo dejaron malherido y tuvo que rematarlo de una cuchillada, eso siempre da pena.
1874 Angustias abrió el sobre, toda nerviosa, dentro venía un papelito escrito con letra redondilla: Vete a la mierda. De Feliciano nunca jamás volvió a saberse nada, parecía como si se lo hubiera tragado la tierra, alguien dijo que lo habían visto en Madrid de cobrador de autobuses.
1875 Cuando las cosas comienzan a estar confusas, lo mejor es enconcharse y esperar a que escampe. A Policarpo el de la Bagañeira le faltan tres dedos de la mano derecha, se los arrancó un caballo una vez que fue al curro, hace un par de años o tres, quizá más, quizá cuatro o cinco.
1876 Catuxa Bainte, la parva de Martiñá, es como una mata de tojo con sus flores doradas, cada rincón del mundo tiene su medido equilibrio y su pirueta serena, no es prudente querer cambiar nada, a Catuxa Bainte le gusta pasear por el monte con las tetas mojadas, hace bien.
1877 Purina Moscoso, la mujer de Matías Gamuzo, Chufreteiro, murió tísica, era muy lánguida y espiritada y murió tísica, Chufreteiro no tiene hijos y mira por sus hermanos Benito, que es sordomudo, y Salustio, que es inocente, Chufreteiro juega muy bien al billar, hasta podría hacer exhibiciones.
1878 Fabián Minguela es un trapacero, Fabián Minguela no es pequeño del todo sino medio pequeño, ningún Carroupo es grande ni fuerte, hay pequeños y medio pequeños mañosos pero también los hay muy trapalleiros y confusos, al lado de don Jesús Manzanedo, Fabián el Moucho es un doctrino, un aprendiz.
1879 Las ranas del condado de Tipperary, en Irlanda, son tan nobles como las de la laguna de Antela y seguramente también vieron verter mucha sangre, cuando se rompen los cauces de la sangre se anega todo en sangre que tarda mucho tiempo en secar, hay hombres que llevan un murciélago colgado del corazón.
1880 El cuervo del preso Manueliño Remeseiro Domínguez se llama Moncho, como el primo que murió de la tos ferina, da gusto verlo volar. Mariquiña es una pastora joven, pobre y hermosa, que todas las mañanas lleva a pastar una vaca, dos ovejas y tres cabras al lugar que dicen monte das Cantariñas.
1881 Mariquiña cumplió cuanto le mandara la reina mora y cuando desató el pañuelo lo vio todo lleno de monedas de oro, había lo menos docena y media de monedas de oro. La madre de Mariquiña se sintió muy feliz y por más que preguntó, no supo de dónde saliera aquel caudal.
1882 Adrián Estévez, Tabeirón, nada mejor que los peces y las ranas, parece mentira que pueda nadar tan bien y aguanta debajo del agua más que nadie. Al día siguiente Mariquiña volvió al monte y se repitió la escena pero, mientras despiojaba a la reina mora, le dio la tos porque hacía mucho frío.
1883 Micifú fue el organizador, instigador y primer jefe de la Escuadra del Amanecer, que operaba con un ritual muy solemne, parecían italianos. A Micifú lo mataron a puñaladas en el portal de la Parrocha, Gaudencio sabe quién fue pero no quiere decirlo y como es ciego puede disimular.
1884 No hay que dramatizar demasiado, en las familias es mejor confesar la derrota que seguir luchando, ¿confiesas tu derrota y te rindes? Tía Emilita se puso primero colorada, después pálida y después se cayó al suelo con un desmayo, se dio una costalada cumplida.
1885 Que sea lo que Dios quiera. Hace buen tiempo y el paisanaje anda confundido, el sol revuelve el aire que respiramos y unta la atmósfera de un pringue raro y poco saludable; a la señorita Ramona le preocupa la marcha de Raimundo pero aún más el que los restantes hombres nos quedemos.
1886 Lódola vino de la aldea de Reporicelo, parroquia de Santa Marina de Rubiana, en El Barco, cuando llegó iba descalza, tenía frío y no hablaba una sola palabra de castellano, a Lódola la protege Marta la Portuguesa, que tiene muy buenos sentimientos, muy buenas inclinaciones.
1887 Las gemelas Méndez Cotabad, Mercedes y Beatriz, estuvieron muy malas con la tos ferina, les dio cuando ya eran mayorcitas y tuvieron que mandarlas al monte a respirar aire puro, también les dieron caldo de mochuelo y las llevaron a que medio las abafase el humo del tren, las llevaron a Carril.
1888 Según rumores, don Lesmes tuvo que ver con los paseos del campo de la Rata y los asaltos a las logias Renacimiento Masónico y Pensamiento y Acción, tú te ves arrastrado por las muertes del prójimo y de repente te ves rodeado de muertos, te das cuenta de que también estás matando y asolando.
1889 Afouto tiene apagada la estrellita de luz que se le encendía en la frente -unas veces era roja como el rubí, otras azul como el zafiro o violeta como la amatista o blanca como el diamante- y el demonio aprovechó para matarlo a traición, no le faltan ya sino un par de cientos de pasos.
1890 Fabián Minguela, el muerto que también mató a Cidrán Segade y puede que a otros diez o doce, no quiere seguir gastando la suela de las botas, se queda un par de pasos atrás y le pega un tiro en la espalda a Baldomero Afouto; ya en el suelo, le da otro tiro en la cabeza.
1891 Aún quedan hombres capaces de hacer cumplir la ley, en nuestras familias se respeta la ley, Robín, y la costumbre, también la costumbre, pero si los hombres se muriesen todos ahí están Loliña Moscoso y Ádega Beira para vengar a sus difuntos, las dos muy bravas y decentes.
1892 El molinero Lucio Mouro, silvestre flor de romería, apareció muerto en el camino de Casmoniño en la mañana de San Martín, tenía un tiro en la espalda y otro en la cabeza, se conoce que es la costumbre, y una flor de tojo en la gorra de visera. Catuxa Bainte lo enterró sin mayor ceremonia.
1893 Don Mariano Vilobal, el cura zullenco, se cayó del campanario y se desnucó, hay épocas amargas, las guerras púnicas, la gripe del 18, la campaña del Rif, hay tiempos de dolor que parecen señalados por el dedo de la muerte, don Mariano, cuando iba por el aire, se tiró el último pedo de su vida.
1894 La perra Véspora murió de un entripado, se conoce que tío Cleto había vomitado la noche anterior alimentos muy indigestos y alcohólicos y el animalito no pudo resistirlo. En cambio Zarevich, el galgo ruso de la señorita Ramona, está lucido y elegante, da gusto verlo.
1895 Raimundo el de los Casandulfes y su primo el artillero Camilo se van a hacer las curas y a poner inyecciones al hospital, situación cura ambulatoria, ya se sabe, sor Catalina sigue dándoles vales; a los pocos días, mientras están sentados en el café, surge la conversación.
1896 Al segoviano don Atanasio Higueruela Martín, segoviano de Tabanera la Luenga, prestidigitación, cartomancia, hipnotismo, también adivinaba el pensamiento y el porvenir, ¿no sería medio masón?, se le escapó la señora con un moro, don Atanasio echaba espuma por la boca.
1897 Robín Lebozán se pasó toda la noche escribiendo, se siente como destemplado y se prepara café en un infiernillo de alcohol, no tiene más que prender la mecha, por lo menos el café estará caliente, entre sorbo y sorbo Robín Lebozán lee lo que ya va escrito y entorna los ojos para pensar.
1898 Y si quieres te lo digo delante de todo el mundo y del ama, si no te vas ahora mismo y además mirando para el suelo te lo digo en medio del salón, ¿me oyes? Marta la Portuguesa aborrece a Eutelo o Cirolas, no lo puede ver desde el día que le escupió al ciego Gaudencio en la cara.
1899 Las autoridades no lo supieron nunca pero el segoviano don Atanasio Higueruela, el medio mago a quien se le escapó la señora con un moro, era caballero rosacruz, en el brazo llevaba tatuado el sotuer y las cuatro rosas, lo que pasa es que no se remangaba jamás.
1900 La Cruz Roja manda un comunicado diciendo que tía Salvadora, la madre de Raimundo el de los Casandulfes, murió en Madrid de muerte natural, tío Cleto se siente muy importante y le da al jazz-band una soba casi deleitosa, un negro de Nueva Orleáns no lo hubiera hecho mejor.
1901 No abras la botella de whisky, guárdala y la vas bebiendo solo, voy a hacerte una media combinación, y a ti también, Robín, claro. A Raimundo el de los Casandulfes le gusta la media combinación, vermut rojo y ginebra, a partes iguales, unas gotas de bitter, una hojita de yerbabuena y una guinda.
1902 Benicia no sabe ni leer ni escribir ni tampoco lo necesita para nada, yo no estoy demasiado seguro de que esto de leer y escribir pueda servir para algo, Benicia tiene los pezones como maiolas y, con el tiempo por medio, tampoco demasiado, la risa le va volviendo a la cara.
1903 España es un hermoso país, Moncha, que salió mal, ya sé que esto no se puede decir, pero, ¡qué quieres!, a los españoles casi ni nos quedan ánimos para vivir, los españoles tenemos que hacer enormes esfuerzos y también tenemos que gastar muchas energías para evitar que nos maten los otros españoles.
1904 Y más que no se dicen porque las cosas quieren su fin, tampoco todos los muertos habían sido clientes de la Parrocha, hay algunos que no, en Orense hay otras casas de putas, el P. Santisteban, S. J., en sus iracundos sermones, les llama lupanares, ramerías y casas de lenocinio.
1905 Aquí va a costar trabajo que vuelvan las cosas a su ser natural, la gente le ha cogido el gusto a no hacer nada y a andar de un lado para otro, así no se puede levantar un país y dentro de poco estaremos todos pasando hambre, y eso si no se nos meten por la frontera los ingleses o los alemanes.
1906 Entonces doña Rita dispuso la mesa y el paño blanco y limpio, una bandeja con copitos de algodón en rama, tuvo que sacarlos de una compresa higiénica porque se le había acabado, otra con migas de pan y unos trozos de limón, el agua bendita, etc., y don Rosendo dijo sus oraciones.
1907 Ahora está como una rosa, da gusto verla. Robín Lebozán y Raimundo el de los Casandulfes se dilatan en muy amenas y prolijas filosofías, la señorita Ramona los tiene a merendar, el que más habla es Robín porque Raimundo está un poco cansado, lleva ya varios días un poco cansado.
1908 El muerto que mató a Afouto y más a Cidrán Segade aún no está muerto pero ya no le anda lejos de estarlo, entre Santa Marta y San Luis de hace tres años hizo lo menos doce o quince muertes, puede que más, y ahora le huele la badana a muerto, la gente se aparta cuando lo ve venir.
1909 Don Lesmes Cabezón Ortigueira, practicante de medicina y cirugía menor y uno de los jefes de los Caballeros de La Coruña, se cayó al mar en la dársena de pescadores, mismo donde una vez apareció una ballena, y se ahogó, puede que lo empujaran, a Doloriñas Alontra le dio la risa cuando se lo dijeron.
1910 Fue el que llaman Fabián Minguela Abragán, le dicen Moucho Carroupo y tiene una chapeta de piel de puerco en la frente, todos sabéis quién es y ninguno de nosotros, desde este momento, deberá pronunciar jamás su nombre. El silencio es roto por tío Evelio Xabarín.
1911 Tanis Perello pasa por la piedra sus dos cuchillos de monte, uno tiene las cachas de asta cervuna y el otro de plata perulera y los dos llevan sus iniciales, los cuchillos de Tanis Gamuzo cumplieron ya algunos años pero aguantan porque son de buena clase y están siempre secos y bien cuidados.
1912 Cuando a tía Lourdes le pegaron las viruelas, los franceses la dejaron morir, a mí que no me digan, y además tiraron su cadáver a la fosa común con los polacos, los gitanos, los moros y los indochinos, en esto los franceses son muy suyos y tampoco se andan con mayores miramientos.
1913 La muerte es una necedad habitual, un uso que va perdiendo prestigio, las viejas razas desprecian a la muerte, la muerte es una costumbre, observa que las mujeres disfrutan mucho en los funerales, dan órdenes y consejos, las mujeres se sienten a sus anchas en los funerales.
1914 Llueve sobre el cruceiro de Arenteiriño y el regato de Ricobelo, el mismo en el que se chapuzan las raposas la calentura, mientras el eje del carro de bueyes de Toupolistán o Toupello, el alimañero más listo de toda la diócesis, canta a grito herido subiendo por la corredoira de Mosteirón.
1915 A Policarpo el de la Bagañeira le faltan tres dedos de la mano, se los arrancó un potro, Policarpo el de la Bagañeira puede amaestrar los animales del monte, los bravos y los mansos, los que miran y muerden y los que disimulan y escapan, Policarpo el de la Bagañeira baja la voz.
1916 Preguntando por aquí y por allá entre los conocidos, le indicaron que me buscara en la librería Mundo o en los cafés vecinos, donde iba dos veces al día a conversar con mis amigos escritores. El que se lo dijo le advirtió: «Vaya con cuidado porque son locos de remate».
1917 Había encanecido por completo antes de tiempo, los ojos se le veían más grandes y atónitos detrás de sus primeros lentes bifocales, y guardaba un luto cerrado y serio por la muerte de su madre, pero conservaba todavía la belleza romana de su retrato de bodas, ahora dignificada por un aura otoñal.
1918 Había leído ya, traducidos y en ediciones prestadas, todos los libros que me habrían bastado para aprender la técnica de novelar, y había publicado seis cuentos en suplementos de periódicos, que merecieron el entusiasmo de mis amigos y la atención de algunos críticos.
1919 Alternaba mis ocios entre Barranquilla y Cartagena de Indias, en la costa caribe de Colombia, sobreviviendo a cuerpo de rey con lo que me pagaban por mis notas diarias en El Heraldo, que era casi menos que nada, y dormía lo mejor acompañado posible donde me sorprendiera la noche.
1920 De modo que cuando mi madre me pidió que fuera con ella a vender la casa no tuve ningún estorbo para decirle que sí. Ella me planteó que no tenía dinero bastante y por orgullo le dije que pagaba mis gastos. En el periódico en que trabajaba no era posible resolverlo.
1921 Los niños teníamos entonces la ilusión de hacer pelotas con las nieves perpetuas y jugar a la guerra en las calles abrasantes. Pues el calor era tan inverosímil, sobre todo durante la siesta, que los adultos se quejaban de él como si fuera una sorpresa de cada día.
1922 La única manera de llegar a Aracataca desde Barranquilla era en una destartalada lancha de motor por un caño excavado a brazo de esclavo durante la Colonia, y luego a través de una vasta ciénaga de aguas turbias y desoladas, hasta la misteriosa población de Ciénaga.
1923 Su plegaria debió llegar a donde debía, porque la lluvia se volvió mansa cuando entramos en el caño y la brisa sopló apenas para espantar a los mosquitos. Mi madre guardó entonces el rosario y durante un largo rato observó en silencio el fragor de la vida que transcurría en torno de nosotros.
1924 Esto le había permitido establecer un poder matriarcal cuyo dominio alcanzaba hasta los parientes más remotos en los lugares menos pensados, como un sistema planetario que ella manejaba desde su cocina, con voz tenue y sin parpadear apenas, mientras hervía la marmita de los frijoles.
1925 Los mosquitos carniceros, el calor denso y nauseabundo por el fango de los canales que la lancha iba revolviendo a su paso, el trajín de los pasajeros desvelados que no encontraban acomodo dentro del pellejo, todo parecía hecho a propósito para desquiciar la índole mejor templada.
1926 Lo que tienen que hacer para vivir es peor que trabajar. Así se mantuvo hasta la medianoche, cuando me cansé de leer con el temblor insoportable y las luces mezquinas del corredor, y me senté a fumar a su lado, tratando de salir a flote de las arenas movedizas del condado de Yoknapatawpha.
1927 Había desertado de la universidad el año anterior, con la ilusión temeraria de vivir del periodismo y la literatura sin necesidad de aprenderlos, animado por una frase que creo haber leído en Bernard Shaw: «Desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela».
1928 No fui capaz de discutirlo con nadie, porque sentía, sin poder explicarlo, que mis razones sólo podían ser válidas para mí mismo. Tratar de convencer a mis padres de semejante locura cuando habían fundado en mí tantas esperanzas y habían gastado tantos dineros que no tenían, era tiempo perdido.
1929 Interrumpió la discusión, no porque mis argumentos la hubieran vencido, sino porque quería ir al retrete y desconfiaba de sus condiciones higiénicas. Hablé con el contramaestre por si había un lugar más saludable, pero me explicó que él mismo usaba el retrete común.
1930 Dígasela. Quedamos en eso, y alguien que no la conociera bien habría pensado que ahí terminaba todo, pero yo sabía que era una tregua para recobrar alientos. Poco después se durmió a fondo. Una brisa tenue espantó los zancudos y saturó el aire nuevo con un olor de flores.
1931 Mi abuela materna, Tranquilina Iguarán -Mina-, no se arriesgaba a la travesía sino en casos de urgencia mayor, después de un viaje de espantos en que tuvieron que buscar refugio hasta el amanecer en la desembocadura del Riofrío. Aquella noche, por fortuna, era un remanso.
1932 Desde las ventanas de proa, donde salí a respirar poco antes del amanecer, las luces de los botes de pesca flotaban como estrellas en el agua. Eran incontables, y los pescadores invisibles conversaban como en una visita, pues las voces tenían una resonancia espectral en el ámbito de la ciénaga.
1933 Acodado en la barandilla, tratando de adivinar el perfil de la sierra, me sorprendió de pronto el primer zarpazo de la nostalgia. En otra madrugada como ésa, mientras atravesábamos la Ciénaga Grande, Papalelo me dejó dormido en el camarote y se fue a la cantina.
1934 No sé qué hora sería cuando me despertó una bullaranga de mucha gente a través del zumbido del ventilador oxidado y el traqueteo de las latas del camarote. Yo no debía tener más de cinco años y sentí un gran susto, pero muy pronto se restableció la calma y pensé que pudo ser un sueño.
1935 Por la mañana, ya en el embarcadero de Ciénaga, mi abuelo estaba afeitándose a navaja con la puerta abierta y el espejo colgado en el marco. El recuerdo es preciso: no se había puesto todavía la camisa, pero tenía sobre la camiseta sus eternos cargadores elásticos, anchos y con rayas verdes.
1936 El retraso en los caños nos permitió ver a pleno día la barra de arenas luminosas que separa apenas el mar y la ciénaga, donde había aldeas de pescadores con las redes puestas a secar en la playa, y niños percudidos y escuálidos que jugaban al fútbol con pelotas de trapo.
1937 Sobre todo si trabaja con el gobierno. No sé si fue por discreción que mi madre le escamoteó el tema, o por temor a los argumentos del interlocutor imprevisto, pero ambos terminaron compadeciéndose de las incertidumbres de mi generación, y repartiéndose las añoranzas.
1938 Al final, rastreando nombres de conocidos comunes, terminaron descubriendo que éramos parientes dobles por los Cotes y los Iguarán. Esto nos ocurría en aquella época con cada dos de tres personas que encontrábamos en la costa caribe y mi madre lo celebraba siempre como un acontecimiento insólito.
1939 En esa ocasión le conté mi recuerdo de las gallinas ahogadas y, como a todos los adultos, le pareció que era una alucinación de la niñez. Luego siguió contemplando cada lugar que encontrábamos en el camino, y yo sabía lo que pensaba de cada uno por los cambios de su silencio.
1940 Bordeamos la ciudad sin entrar, pero vimos las calles anchas y desoladas, y las casas del antiguo esplendor, de un solo piso con ventanas de cuerpo entero, donde los ejercicios de piano se repetían sin descanso desde el amanecer. De pronto, mi madre señaló con el dedo.
1941 Ahí fue donde se acabó el mundo. Yo seguí la dirección de su índice y vi la estación: un edificio de maderas descascaradas, con techos de cinc de dos aguas y balcones corridos, y enfrente una plazoleta árida en la cual no podían caber más de doscientas personas.
1942 El tren llegaba a Ciénaga a las nueve de la mañana, recogía los pasajeros de las lanchas y los que bajaban de la sierra, y proseguía hacia el interior de la zona bananera un cuarto de hora después. Mi madre y yo llegamos a la estación pasadas las ocho, pero el tren estaba demorado.
1943 Antes tenía tres clases. La tercera, donde viajaban los más pobres, eran los mismos huacales de tablas donde transportaban el banano o las reses de sacrificio, adaptados para pasajeros con bancas longitudinales de madera cruda. La segunda clase, con asientos de mimbre y marcos de bronce.
1944 Los relojes de los pueblos se ponían en la hora exacta por su silbato. Aquel día, por un motivo o por otro, partió con una hora y media de retraso. Cuando se puso en marcha, muy despacio y con un chirrido lúgubre, mi madre se persignó, pero enseguida volvió a la realidad.
1945 Éramos los únicos pasajeros, tal vez en todo el tren, y hasta ese momento no había nada que me causara un verdadero interés. Me sumergí en el sopor de Luz de agosto, fumando sin tregua, con rápidas miradas ocasionales para reconocer los lugares que íbamos dejando atrás.
1946 No tuve que interrumpir la lectura para saber que habíamos entrado en el reino hermético de la zona bananera. El mundo cambió. A lado y lado de la vía férrea se extendían las avenidas simétricas e interminables de las plantaciones, por donde andaban las carretas de bueyes cargadas de racimos verdes.
1947 El cura llevaba botas y casco de explorador, una sotana de lienzo basto con remiendos cuadrados, como una vela de marear, y hablaba al mismo tiempo que el niño lloraba y siempre como si estuviera en el púlpito. El tema de su prédica era la posibilidad de que la compañía bananera regresara.
1948 Fue lo único original que dijo, pero no logró explicarlo, y la mujer del niño acabó de confundirlo con el argumento de que Dios no podía estar de acuerdo con él. La nostalgia, como siempre, había borrado los malos recuerdos y magnificado los buenos. Nadie se salvaba de sus estragos.
1949 Cada forastero que llegaba con un maletín de negocios les parecía que era el hombre de la United Fruit Company que volvía a restablecer el pasado. En todo encuentro, en toda visita, en toda carta surgía tarde o temprano la frase sacramental: «Dicen que la compañía vuelve».
1950 Al menos, cuando tenía alguno que le interesaba tanto como para contarlo al desayuno, estaba siempre relacionado con sus añoranzas de la zona bananera. Sobrevivió a sus épocas más duras sin vender la casa, con la ilusión de cobrar por ella hasta cuatro veces más cuando volviera la compañía.
1951 Cuando Papalelo me llevaba al flamante cine Olympia de don Antonio Daconte yo notaba que las estaciones de las películas de vaqueros se parecían a las de nuestro tren. Más tarde, cuando empecé a leer a Faulkner, también los pueblos de sus novelas me parecían iguales a los nuestros.
1952 Y no era sorprendente, pues éstos habían sido construidos bajo la inspiración mesiánica de la United Fruit Company, y con su mismo estilo provisional de campamento de paso. Yo los recordaba todos con la iglesia en la plaza y las casitas de cuentos de hadas pintadas de colores primarios.
1953 Ya en mi niñez no era fácil distinguir unos pueblos de los otros. Veinte años después era todavía más difícil, porque en los pórticos de las estaciones se habían caído las tablillas con los nombres idílicos -Tucurinca, Guamachito, Neerlandia, Guacamayal- y todos eran más desolados que en la memoria.
1954 Yo pensaba que no iba a rendirse jamás, en busca de un flanco por donde quebrantar mi decisión. Poco antes había sugerido algunas fórmulas de compromiso que descarté sin argumentos, pero sabía que su repliegue no sería muy largo. Aun así me tomó por sorpresa esta nueva tentativa.
1955 Lo había usado ya en tres libros como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia casual que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de cocina.
1956 Más tarde descubrí en la Enciclopedia Británica que en Tanganyika existe la etnia errante de los macondos y pensé que aquél podía ser el origen de la palabra. Pero nunca lo averigüé ni conocí el árbol, pues muchas veces pregunté por él en la zona bananera y nadie supo decírmelo.
1957 El día en que iba con mi madre a vender la casa pasó con una hora y media de retraso. Yo estaba en el retrete cuando empezó a acelerar y entró por la ventana rota un viento ardiente y seco, revuelto con el estrépito de los viejos vagones y el silbato despavorido de la locomotora.
1958 Salí a toda prisa, empujado por un pavor semejante al que se siente con un temblor de tierra, y encontré a mi madre imperturbable en su puesto, enumerando en voz alta los lugares que veía pasar por la ventana como ráfagas instantáneas de la vida que fue y que no volvería a ser nunca jamás.
1959 Mientras el tren permaneció allí tuve la sensación de que no estábamos solos por completo. Pero cuando arrancó, con una pitada instantánea y desgarradora, mi madre y yo nos quedamos desamparados bajo el sol infernal y toda la pesadumbre del pueblo se nos vino encima.
1960 Atravesamos la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y nos sumergimos en el marasmo de la siesta buscando siempre la protección de los almendros. Yo detestaba desde niño aquellas siestas inertes porque no sabíamos qué hacer.
1961 En algunas era tan insoportable que colgaban las hamacas en el patio o recostaban taburetes a la sombra de los almendros y dormían sentados en plena calle. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo detrás de la iglesia.
1962 Yo la había reconocido. Trabajó desde niña en la cocina de mis abuelos, y por mucho que hubiéramos cambiado nos habría reconocido, si se hubiera dignado mirarnos. Pero no: pasó en otro mundo. Todavía hoy me pregunto si Vita no había muerto mucho antes de aquel día.
1963 Fui esa noche con Papalelo, y la encontramos sentada en una poltrona de Manila que parecía un enorme pavorreal de mimbre, en medio del fervor de los amigos que le escuchaban el cuento mil veces repetido. Todos estaban de acuerdo con ella en que había disparado por puro miedo.
1964 Fue entonces cuando mi abuelo le preguntó si había oído algo después del disparo, y ella le contestó que había sentido primero un gran silencio, después el ruido metálico de la ganzúa al caer en el cemento del piso y enseguida una voz mínima y dolorida: «¡Ay, mi madre!».
1965 Sólo entonces rompió a llorar. Esto sucedió un lunes. El martes de la semana siguiente, a la hora de la siesta, estaba jugando trompos con Luis Carmelo Correa, mi amigo más antiguo en la vida, cuando nos sorprendió que los dormidos despertaban antes de tiempo y se asomaban a las ventanas.
1966 Entonces vimos en la calle desierta a una mujer de luto cerrado con una niña de unos doce años que llevaba un ramo de flores mustias envuelto en un periódico. Se protegían del sol abrasante con un paraguas negro, ajenas por completo a la impertinencia de la gente que las veía pasar.
1967 Más aún: cuando pasamos frente a la casa de María Consuegra no miró siquiera la puerta donde todavía se notaba el remiendo de la madera en el boquete del balazo. Años después, rememorando con ella aquel viaje, comprobé que se acordaba de la tragedia, pero habría dado el alma por olvidarla.
1968 Y como quise saber por qué, me contestó-: Porque tengo miedo. Así supe también la razón de mi náusea: era miedo, y no sólo de enfrentarme a mis fantasmas, sino miedo de todo. De manera que seguimos por una calle paralela para hacer un rodeo cuyo único motivo era no pasar por nuestra casa.
1969 La máquina de coser, el granatario, el caduceo, el reloj de péndulo todavía vivo, el linóleo del juramento hipocrático, los mecedores desvencijados, todas las cosas que había visto de niño seguían siendo las mismas y estaban en su mismo lugar, pero transfiguradas por la herrumbre del tiempo.
1970 Ahí estaba el doctor Alfredo Barboza, más viejo que todos los hombres y todos los animales viejos de la tierra y del agua, tendido bocarriba en su eterna hamaca de lampazo, sin zapatos, y con su piyama legendaria de algodón crudo que más bien parecía una túnica de penitente.
1971 Si iba con adultos me atrevía apenas a una mirada furtiva hacia la botica. Veía a Adriana condenada a cadena perpetua en la máquina de coser detrás del mostrador, y lo veía a él por la ventana del dormitorio meciéndose a grandes bandazos en la hamaca, y esa sola mirada me erizaba la piel.
1972 El doctor había sido uno de los primeros arrastrados por dos fuerzas contrarias: la ferocidad del déspota de su país y la ilusión de la bonanza bananera en el nuestro. Desde su llegada se acreditó por su ojo clínico -como se decía entonces- y por las buenas maneras de su alma.
1973 El origen de todas las desgracias, por supuesto, había sido la matanza de los obreros por la fuerza pública, pero aún persistían las dudas sobre la verdad histórica: ¿tres muertos o tres mil? Quizás no habían sido tantos, dijo él, pero cada quien aumentaba la cifra de acuerdo con su propio dolor.
1974 Ahora no se sabe ni cuándo regresa el tren. Así que compartimos con ellos una comida criolla, cuya sencillez no tenía nada que ver con la pobreza sino con una dieta de sobriedad que él ejercía y predicaba no sólo para la mesa sino para todos los actos de la vida.
1975 Aquel reflejo incontrolable me volvió de pronto cuando el doctor me miró. El calor se había vuelto insoportable. Permanecí al margen de la conversación por un rato, preguntándome cómo era posible que aquel anciano afable y nostálgico hubiera sido el terror de mi infancia.
1976 Le hablé de «La Jirafa» -mi nota diaria en El Heraldo- y le avancé la primicia de que muy pronto pensábamos publicar una revista en la que fundábamos grandes esperanzas. Ya más seguro, le conté el proyecto y hasta le anticipé el nombre: Crónica. Él me escrutó de arriba abajo.
1977 Al doctor, por el contrario, le pareció la prueba espléndida de una vocación arrasadora: la única fuerza capaz de disputarle sus fueros al amor. Y en especial la vocación artística, la más misteriosa de todas, a la cual se consagra la vida íntegra sin esperar nada de ella.
1978 Y remató con una encantadora sonrisa de masón irredimible-: Así sea la vocación de cura. Me quedé alucinado por la forma en que explicó lo que yo no había logrado nunca. Mi madre debió compartirlo, porque me contempló con un silencio lento, y se rindió a su suerte.
1979 Y al cabo de otra reflexión, concluyó-: Pero no te preocupes, ya encontraré una buena manera de decírselo. No sé si lo hizo así, o de qué otro modo, pero allí terminó el debate. El reloj cantó la hora con dos campanadas como dos gotas de vidrio. Mi madre se sobresaltó.
1980 La primera visión de la casa, en la acera de enfrente, tenía muy poco que ver con mi recuerdo, y nada con mis nostalgias. Habían sido cortados de raíz los dos almendros tutelares que durante años fueron una seña de identidad inequívoca y la casa quedó a la intemperie.
1981 De acuerdo con el telegrama que mi madre había recibido, los inquilinos aceptaban abonar en efectivo la mitad del precio mediante un recibo firmado por ella, y pagarían el resto cuando se firmaran las escrituras en el curso del año, pero nadie recordaba que hubiera una visita prevista.
1982 Tenían una lista de reparaciones pendientes, además de otras que se habían deducido del alquiler, hasta el punto de que éramos nosotros quienes les debíamos dinero. Mi madre, que siempre fue de lágrima fácil, era también capaz de una entereza temible para enfrentar las trampas de la vida.
1983 Al final mi madre reunió unos pesos de aquí y otros de acá, hizo su maleta de escolar y se fue sin más recursos que el pasaje de regreso. Mi madre y la inquilina repasaron todo otra vez desde el principio, y en menos de media hora habíamos llegado a la conclusión de que no habría negocio.
1984 Lo único que quedó de ella fueron los pisos de cemento y el bloque de dos piezas con una puerta hacia la calle, donde estuvieron las oficinas en las varias veces en que Papalelo fue funcionario público. Sobre los escombros todavía calientes construyó la familia su refugio definitivo.
1985 Los cuartos eran simples y no se distinguían entre si, pero me bastó con una mirada para darme cuenta de que en cada uno de sus incontables detalles había un instante crucial de mi vida. La primera habitación servía como sala de visitas y oficina personal del abuelo.
1986 Allí se recibieron algunos personajes de nota, sobre todo políticos, desempleados públicos, veteranos de guerras. Entre ellos, en ocasiones distintas, dos visitantes históricos: los generales Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera, quienes almorzaron en familia.
1987 Yo fui el único varón que disfrutó de los privilegios de ambos mundos. El comedor era apenas un tramo ensanchado del corredor con la baranda donde las mujeres de la casa se sentaban a coser, y una mesa para dieciséis comensales previstos o inesperados que llegaban a diario en el tren del mediodía.
1988 Sin embargo, lo que más me ha hecho falta desde entonces es el trueno de las tres de la tarde. Me impresionó, porque yo también recordaba el estampido único que nos despertaba de la siesta como un reguero de piedras, pero nunca había sido consciente de que sólo fuera a las tres.
1989 Después del corredor había una sala de recibo reservada para ocasiones especiales, pues las visitas cotidianas se atendían con cerveza helada en la oficina, si eran hombres, o en el corredor de las begonias, si eran mujeres. Allí empezaba el mundo mítico de los dormitorios.
1990 Apenas si podía mantenerme en pie agarrado a los barrotes de la cuna, tan pequeña y frágil como la canastilla de Moisés. Esto ha sido motivo frecuente de discusión y burlas de parientes y amigos, a quienes mi angustia de aquel día les parece demasiado racional para una edad tan temprana.
1991 Es decir, que no se trataba de un prejuicio de higiene sino de una contrariedad estética, y por la forma como perdura en mi memoria creo que fue mi primera vivencia de escritor. En aquel dormitorio había también un altar con santos de tamaño humano, más realistas y tenebrosos que los de la Iglesia.
1992 Yo dormí en la hamaca de al lado, aterrado con el parpadeo de los santos por la lámpara del Santísimo que no fue apagada hasta la muerte de todos, y también allí durmió mi madre de soltera, atormentada por el pavor de los santos. Al fondo del corredor había dos cuartos que me estaban prohibidos.
1993 Además de una prestancia natural desde muy niña, tenía una personalidad fuerte que me abrió mis primeros apetitos literarios con una preciosa colección de cuentos de Calleja, ilustrados a todo color, a la que nunca me dio acceso por temor de que se la desordenara.
1994 Frente a esos dos aposentos, en el mismo corredor, estaba la cocina grande, con anafes primitivos de piedras calcinadas, y el gran horno de obra de la abuela, panadera y repostera de oficio, cuyos animalitos de caramelo saturaban el amanecer con su aroma suculento.
1995 Las mujeres de la casa, que sabían hablar con él, sólo entendieron lo que gritaba cuando un toro cimarrón escapado de los toriles de la plaza irrumpió en la cocina con bramidos de buque y embistiendo a ciegas los muebles de la panadería y las ollas de los fogones.
1996 Yo iba en sentido contrario del ventarrón de mujeres despavoridas que me levantaron en vilo y me encerraron con ellas en el cuarto de la despensa. Los bramidos del toro perdido en la cocina y los trancos de sus pezuñas en el cemento del corredor estremecían la casa.
1997 Cuando los picadores lograron llevárselo al toril, ya había empezado en la casa la parranda del drama, que se prolongó por más de una semana con ollas interminables de café y pudines de boda para acompañar el relato mil veces repetido y cada vez más heroico de las sobrevivientes alborotadas.
1998 Las evocaciones más frecuentes e intensas, con las cuales habíamos conformado una versión ordenada, las hacía la abuela Mina, ya ciega y medio lunática. Sin embargo, en medio del rumor implacable de la tragedia inminente, ella fue la única que no tuvo noticias del duelo hasta después de consumado.
1999 Lo más triste para el coronel debió ser que no fuera ninguno de los numerosos enemigos sin rostro que se le atravesaron en los campos de batalla, sino un antiguo amigo, copartidario y soldado suyo en la guerra de los Mil Días, al que tuvo que enfrentar a muerte cuando ya ambos creían ganada la paz.
2000 Éste lo desmintió como un infundio y les dio satisfacciones públicas a los ofendidos, pero Medardo Pacheco persistió en el encono y terminó por pasar de ofendido a ofensor con un grave insulto al abuelo sobre su conducta de liberal. Nunca supe a ciencia cierta cuál fue.
2001 Herido en su honor, el abuelo lo desafió a muerte sin fecha fija. Desmintió como un infundio y les dio satisfacciones públicas a los ofendidos, pero Medardo Pacheco persistió en el encono y terminó por pasar de ofendido a ofensor con un grave insulto al abuelo sobre su conducta de liberal.
2002 Una muestra ejemplar de la índole del coronel fue el tiempo que dejó pasar entre el desafío y el duelo. Arregló sus asuntos con un sigilo absoluto para garantizar la seguridad de su familia en la única alternativa que le deparaba el destino: la muerte o la cárcel.
2003 Quizás lo pensaba porque el coronel le dijo que había visto un relámpago de pesadumbre en los ojos del adversario tomado de sorpresa. También le dijo que cuando el enorme cuerpo de ceiba se derrumbó sobre los matorrales, emitió un gemido sin palabras, «como el de un garito mojado».
2004 La tradición oral atribuyó a Papalelo una frase retórica en el momento de entregarse al alcalde: «La bala del honor venció a la bala del poder». Es una sentencia fiel al estilo liberal de la época pero no he podido conciliarla con el talante del abuelo. La verdad es que no hubo testigos.
2005 La población aterrorizada tuvo que atrincherarse en sus cuartos, y el flagelo sólo pudo ser derrotado por artes de hechicería. En cualquier tiempo nos sorprendían unos huracanes secos que desentechaban ranchos y arremetían contra el banano nuevo y dejaban el pueblo cubierto de un polvo astral.
2006 En verano se ensañaban con el ganado unas sequías terribles, o caían en invierno unos aguaceros universales que dejaban las calles convertidas en ríos revueltos. Los ingenieros gringos navegaban en botes de caucho, por entre colchones ahogados y vacas muertas.
2007 La United Fruit Company, cuyos sistemas artificiales de regadío eran responsables del desmadre de las aguas, desvió el cauce del río cuando el más grave de aquellos diluvios desenterró los cuerpos del cementerio. La más siniestra de las plagas, sin embargo, era la humana.
2008 Un tren que parecía de juguete arrojó en sus arenas abrasantes una hojarasca de aventureros de todo el mundo que se tomaron a mano armada el poder de la calle. Su prosperidad atolondrada llevaba consigo un crecimiento demográfico y un desorden social desmadrados.
2009 Una tarde cualquiera oímos gritos en la calle y vimos pasar un hombre sin cabeza montado en un burro. Había sido decapitado a machete en los arreglos de cuentas de las fincas bananeras y la cabeza había sido arrastrada por las corrientes heladas de la acequia.
2010 Empezó un sábado peor que los otros cuando un nativo de bien cuya identidad no pasó a la historia entró en una cantina a pedir un vaso de agua para un niño que llevaba de la mano. Un forastero que bebía solo en el mostrador quiso obligar al niño a beberse un trago de ron en vez del agua.
2011 Papalelo me lo recordaba a menudo cuando entrábamos juntos a tomar un refresco en las cantinas, pero de un modo tan irreal que ni él mismo parecía creerlo. Debió ocurrir poco después de que llegó a Aracataca, pues mi madre sólo lo recordaba por el espanto que suscitaba en sus mayores.
2012 Lo eran, en rigor, pero en las muchedumbres del tren que nos llegaron del mundo era difícil hacer distinciones inmediatas. Con el mismo impulso de mis abuelos y su prole habían llegado los Fergusson, los Duran, los Beracaza, los Daconte, los Correa, en busca de una vida mejor.
2013 Con las avalanchas revueltas siguieron llegando los italianos, los canarios, los sirios -que llamábamos turcos- infiltrados por las fronteras de la Provincia en busca de la libertad y otros modos de vivir perdidos en sus tierras. Había de todos los pelajes y condiciones.
2014 Uno de ellos. René Belvenoit, fue un periodista francés condenado por motivos políticos, que pasó fugitivo por la zona bananera y reveló en un libro magistral los horrores de su cautiverio. Gracias a todos -buenos y malos-, Aracataca fue desde sus orígenes un país sin fronteras.
2015 Pero la colonia inolvidable para nosotros fue la venezolana, en una de cuyas casas se bañaban a baldazos en las albercas glaciales del amanecer dos estudiantes adolescentes en vacaciones: Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, que medio siglo después serían presidentes sucesivos de su país.
2016 Era la de los veteranos liberales de las guerras civiles, que se quedaron allí después de los dos últimos tratados, con el buen ejemplo del general Benjamín Herrera, en cuya finca de Neerlandia se escuchaban en la tardes los valses melancólicos de su clarinete de paz.
2017 Ella ocultó este nombre durante media vida, porque le parecía masculino y aparatoso, hasta que un hijo infidente la delató en una novela. Fue una alumna aplicada salvo en la clase de piano, que su madre le impuso porque no podía concebir una señorita decente que no fuera una pianista virtuosa.
2018 Sin embargo, la única virtud que le sirvió en la flor de sus veinte años fue la fuerza de su carácter, cuando la familia descubrió que estaba arrebatada de amor por el joven y altivo telegrafista de Aracataca. La historia de esos amores contrariados fue otro de los asombros de mi juventud.
2019 Ambos eran narradores excelentes, con la memoria feliz del amor, pero llegaron a apasionarse tanto sus relatos que cuando al fin me decidí a usarla en El amor en los tiempos del cólera, con más de cincuenta años, no pude distinguir los límites entre la vida y la poesía.
2020 De acuerdo con la versión de mi madre se habían encontrado por primera vez en el velorio de un niño que ni él ni ella lograron precisarme. Ella estaba cantando en el patio con sus amigas, de acuerdo con la costumbre popular de sortear con canciones de amor las nueve noches de los inocentes.
2021 De pronto, una voz de hombre se incorporó al coro. Todas se volvieron a mirarlo y se quedaron perplejas ante su buena pinta. «Vamos a casarnos con él», cantaron en estribillo al compás de las palmas. A mi madre no la impresionó, y así lo dijo: «Me pareció un forastero más».
2022 Llevaba además unos espejuelos de moda, redondos y con montura fina, y vidrios naturales. Quienes lo conocieron en esa época lo veían como un bohemio trasnochador y mujeriego, que sin embargo no se bebió un trago de alcohol ni se fumó un cigarrillo en su larga vida.
2023 Mi madre me contaba que cuando uno lo oía de madrugada no se podían resistir las ganas de llorar. Su tarjeta de presentación en sociedad había sido «Cuando el baile se acabó», un valse de un romanticismo agotador que él llevó en su repertorio y se volvió indispensable en las serenatas.
2024 Estos salvoconductos cordiales y su simpatía personal le abrieron las puertas de la casa y un lugar frecuente en los almuerzos familiares. La tía Francisca, oriunda del Carmen de Bolívar, lo adoptó sin reservas cuando supo que había nacido en Sincé, un pueblo cercano al suyo.
2025 Ella entendió la rosa como una más de las bromas galantes que él solía hacer a sus amigas. Tanto, que al salir la dejó olvidada en cualquier parte y él se dio cuenta. Ella había tenido un solo pretendiente secreto, poeta sin y buen amigo, que nunca logró llegarle al corazón con sus versos ardientes.
2026 Pues, como suele ser, Luisa Santiaga sería la última en enterarse de que las tormentas de su corazón eran ya del dominio público. En las numerosas conversaciones que sostuve con ella y con mi padre, estuvieron de acuerdo en que el amor fulminante tuvo tres ocasiones decisivas.
2027 La primera fue un Domingo de Ramos en la misa mayor. Ella estaba sentada con la tía Francisca en un escaño del lado de la Epístola, cuando reconoció los pasos de sus tacones flamencos en los ladrillos del piso y lo vio pasar tan cerca que percibió la ráfaga tibia de su loción de novio.
2028 La segunda ocasión fue una carta que él le escribió. No la que ella hubiera esperado de un poeta y violinista de madrugadas furtivas, sino una esquela imperiosa, que exigía una respuesta antes de que él viajara a Santa Marta la semana siguiente. Ella no le contestó.
2029 Ella lo agredió con cuantos desaires se le ocurrieron, y terminó por vaciarle encima desde el balcón, noche tras noche, una bacinilla de orines. Pero no consiguió ahuyentarlo. Al cabo de toda clase de agresiones bautismales -conmovida por la abnegación de aquel amor invencible- se casó con él.
2030 La historia de mis padres no llegó a esos extremos. La tercera ocasión del asedio fue una boda de grandes vuelos, a la cual ambos fueron invitados como padrinos de honor. Luisa Santiaga no encontró pretexto para faltar a un compromiso tan cercano a la familia.
2031 Al día siguiente a primera hora le devolvió a Gabriel Eligio todos sus regalos. Este desaire inmerecido, y la comadrería del plantón en la boda, como las plumas echadas al aire, ya no tenía vientos de regreso. Todo el mundo dio por hecho que era el final sin gloria de una tormenta de verano.
2032 Mi padre decía que fue a esperarla en la estación porque había leído el telegrama con que Mina anunció el regreso a casa, y en la forma en que Luisa Santiaga le estrechó la mano al saludarlo sintió algo como una seña masónica que él interpretó como un mensaje de amor.
2033 Ella misma, de obediente y sumisa que había sido, se enfrentó a sus opositores con una ferocidad de leona parida. En la más ácida de sus muchas disputas domésticas, Mina perdió los estribos y levantó contra la hija el cuchillo de la panadería. Luisa Santiaga la afrontó impávida.
2034 Y puso la mano en las brasas del fogón como una penitencia brutal. Entre los argumentos fuertes contra Gabriel Eligio estaba su condición de hijo natural de una soltera que lo había tenido a la módica edad de catorce años por un tropiezo casual con un maestro de escuela.
2035 Vivía en la población de Sincé, donde había nacido, y estaba criando a su prole con las uñas y con un ánimo independiente y alegre que bien hubiéramos querido sus nietos para un Domingo de Ramos. Gabriel Eligio era un ejemplar distinguido de aquella estirpe descamisada.
2036 Le confesó que con una de ellas, siendo telegrafista en la población de Achí a los dieciocho años, había tenido un hijo, Abelardo, que iba a cumplir tres. Con otra, siendo telegrafista de Ayapel, a los veinte años, tenía una hija de meses a la que no conocía y se llamaba Carmen Rosa.
2037 Es sorprendente que aquella conducta irregular pudiera causarle inquietudes morales al coronel Márquez, que además de sus tres hijos oficiales había tenido otros nueve de distintas madres, antes y después del matrimonio, y todos eran recibidos por su esposa como si fueran suyos.
2038 Más tarde, el de mi abuela paterna: Argemira, y los de sus padres: Lozana y Aminadab. Tal vez de allí me viene la creencia firme de que los personajes de mis novelas no caminan con sus propios pies mientras no tengan un nombre que se identifique con su modo de ser.
2039 Quizás el conservatismo del pretendiente era más por contagio familiar que por convicción doctrinaria, pero lo tomaban más en cuenta que otros signos de su buena índole, como su inteligencia siempre alerta y su honradez probada. Papá era un hombre difícil de vislumbrar y complacer.
2040 Sin embargo, también tenía a su lado un catre de soltero con los resortes bien aceitados para lo que le deparara la noche. En una época tuve una cierta tentación por sus costumbres de cazador furtivo, pero la vida me enseñó que es la forma más árida de la soledad, y sentí una gran compasión por él.
2041 La familia de ella lo negó siempre y se lo atribuyó a un rescoldo del resentimiento de mi padre, o al menos a un falso recuerdo, pero a mi abuela se le escapó alguna vez en los desvaríos cantados de sus casi cien años, que no parecían evocados sino vueltos a vivir.
2042 Ni Gabriel Eligio ni Luisa Santiaga se amilanaron con el rigor de la familia. Al principio podían encontrarse a escondidas en casas de amigos, pero cuando el cerco se cerró en torno a ella, el único contacto fueron las cartas recibidas y enviadas por conductos ingeniosos.
2043 Pero la represión llegó a ser tan severa que nadie se atrevió a desafiar las iras de Tranquilina Iguarán, y los enamorados desaparecieron de la vista pública. Cuando no quedó ni un resquicio para las cartas furtivas, los novios inventaron recursos de náufragos.
2044 Ella logró esconder una tarjeta de felicitación en un pudín que alguien había encargado para el cumpleaños de Gabriel Eligio, y éste no desaprovechó ocasión de mandarle telegramas falsos e inocuos con el verdadero mensaje cifrado o escrito con tinta simpática.
2045 Entonces Gabriel Eligio mandaba mensajes de amor desde la ventana del doctor Alfredo Barboza, en la acera de enfrente, con la telegrafía manual de los sordomudos. Ella la aprendió tan bien que en los descuidos de la tía lograba conversaciones íntimas con el novio.
2046 Y lo había intentado de veras, encerrada con tranca en su cuarto, a pan y agua durante tres días, hasta que se le impuso el terror reverencial que sentía por su padre. Gabriel Eligio se dio cuenta de que la tensión había llegado a sus límites, y tomó una decisión también extrema pero manejable.
2047 Luisa Santiaga le suplicó a la tía que los dejara solos, y asumió el riesgo. Entonces Gabriel Eligio le expresó su acuerdo de que hiciera el viaje con sus padres, en la forma y por el tiempo que fuera, pero con la condición de que le prometiera bajo la gravedad del juramento que se casaría con él.
2048 La primera parte del viaje en una caravana de arrieros duró dos semanas a lomo de mula por las cornisas de la Sierra Nevada. Los acompañaba Chon -diminutivo afectuoso de Encarnación-, la criada de Wenefrida, que se incorporó a la familia desde que se fueron de Barrancas.
2049 Pensar en un novio incierto, con sus trajes de medianoche y el violín de madrugada, parecía una burla de la imaginación. Al cuarto día, incapaz de sobrevivir, amenazó a la madre con tirarse al precipicio si no volvían a casa. Mina, más asustada que ella, lo decidió.
2050 Antes de que culminara la primera etapa, Gabriel Eligio se había asegurado una comunicación permanente con la novia errante, gracias a la complicidad de los telegrafistas de los siete pueblos donde ella y su madre iban a demorarse antes de llegar a Barrancas. También Luisa Santiaga hizo lo suyo.
2051 Casi sesenta años después, cuando trataba de saquear estos recuerdos para El amor en los tiempos del cólera, mi quinta novela, le pregunté a mi papá si en la jerga de los telegrafistas existía una palabra específica para el acto de enlazar una oficina con otra.
2052 El no tuvo que pensarla: enclavijar. La palabra está en los diccionarios, no para el uso específico que me hacía falta, pero me pareció perfecta para mis dudas, pues la comunicación con las distintas oficinas se establecía mediante la conexión de una clavija en un tablero de terminales telegráficas.
2053 Y fue que a los seis meses de viaje, cuando mi madre estaba en San Juan del César, le llegó a Gabriel Eligio el soplo confidencial de que Mina llevaba el encargo de preparar el regreso definitivo de la familia a Barrancas, una vez cicatrizados los rencores por la muerte de Medardo Pacheco.
2054 Pero también era razonable que la tozudez de los Márquez Iguarán los llevara a sacrificar la propia felicidad con tal de librar a la hija de las garras del gavilán. La decisión inmediata de Gabriel Eligio fue gestionar su traslado para la telegrafía de Riohacha, a unas veinte leguas de Barrancas.
2055 No estaba disponible pero le prometieron tomar en cuenta la solicitud. Luisa Santiaga no pudo averiguar las intenciones secretas de su madre, pero tampoco se atrevió a negarlas, porque le había llamado la atención que cuanto más se acercaban a Barrancas más suspirante y apacible le parecía.
2056 La madre tuvo un instante de vacilación pero no se decidió a decir nada, y la hija quedó con la impresión de haber pasado muy cerca del secreto. Inquieta, se libró al azar de las barajas con una gitana callejera que no le dio ninguna pista sobre su futuro en Barrancas.
2057 Luisa Santiaga fue tan fiel al compromiso que en la población de Fonseca no le pareció correcto asistir a un baile de gala sin el consentimiento del novio. Gabriel Eligió estaba en la hamaca sudando una fiebre de cuarenta grados cuando sonó la señal de una cita telegráfica urgente.
2058 Más atónito que halagado, el novio transmitió una frase de identificación: «Dígale que soy su ahijado». Mi madre reconoció el santo y seña, y estuvo en el baile hasta las siete de la mañana, cuando tuvo que cambiarse de ropa a las volandas para no llegar tarde a la misa.
2059 La recepción de la parentela fue tan entrañable que entonces fue Luisa Santiaga quien pensó en la posibilidad de que la familia regresara a aquel remanso de la sierra distinto del calor y el polvo, y los sábados sangrientos y los fantasmas decapitados de Aracataca.
2060 Pues siempre estuvo tan convencido del fatalismo de la ley guajira, que se opuso a que su hijo Eduardo hiciera el servicio de medicina social en Barrancas medio siglo después. Contra todos los temores, fue allí donde se desataron en tres días todos los nudos de la situación.
2061 Por esos días recibió Gabriel Eligió el nombramiento formal para la telegrafía de Riohacha. Inquieta por nueva separación, mi madre apeló entonces a monseñor Pedro Espejo, actual vicario de la diócesis, con la esperanza de que la casara sin el permiso de sus padres.
2062 La respetabilidad de Monseñor había alcanzado tanta fuerza que muchos feligreses la confundían con la santidad, y algunos acudían a sus misas sólo para comprobar si era cierto que se alzaba varios centímetros sobre el nivel del suelo en el momento de la Elevación.
2063 Más aún: ahora que conozco Riohacha no consigo visualizarla como es, sino como la había construido piedra por piedra en mi imaginación. Dos meses después de la boda, Juan de Dios recibió un telegrama de mi papá con el anuncio de que Luisa Santiaga estaba encinta.
2064 La familia supone que el ron no era para celebrar sino para reanimar con fricciones al recién nacido. Misia Juana de Freytes, que hizo su entrada providencial en la alcoba, me contó muchas veces que el riesgo más grave no era el cordón umbilical, sino una mala posición de mi madre en la cama.
2065 Misia Juana de Freytes propuso un tercer nombre en memoria de la reconciliación general que se lograba entre familias y amigos con mi venida al mundo, pero en el acta del bautismo formal que me hicieron tres años después olvidaron ponerlo: Gabriel José de la Concordia.
2066 Los conformistas decían, en efecto, que no hubo muertos. Los del extremo contrario afirmaban sin un temblor en la voz que fueron más de cien, que los habían visto desangrándose en la plaza y que se los llevaron en un tren de carga para echarlos en el mar como el banano de rechazo.
2067 De modo que me completó la idea que siempre tuve de la masacre y me formé una concepción más objetiva del conflicto social. La única discrepancia entre los recuerdos de todos fue sobre el número de muertos, que de todos modos no será la única incógnita de nuestra historia.
2068 Tantas versiones encontradas han sido la causa de mis recuerdos falsos. Entre ellos, el más persistente es el de mí mismo en la puerta de la casa con un casco prusiano y una escopetita de juguete, viendo desfilar bajo los almendros el batallón de cachacos sudorosos.
2069 El uniforme, el casco y la escopeta coexistieron, pero unos dos años después de la huelga cuando ya no había tropas de guerra en Cataca. Múltiples casos como ése me crearon en casa la mala reputación de que tenía recuerdos intrauterinos y sueños premonitorios.
2070 Durante años me pareció que aquella época se me había convertido en una pesadilla recurrente de casi todas las noches, porque amanecía con el mismo terror que en el cuarto de los santos. Durante la adolescencia, interno en un colegio helado de los Andes, despertaba llorando en medio de la noche.
2071 De modo que la mayoría de los visitantes que llegaban a diario en el tren iban de la Provincia o mandados por alguien de allá. Siempre los mismos apellidos: los Riasco, los Noguera, los Ovalle, cruzados a menudo con las tribus sacramentales de los Cotes y los Iguarán.
2072 Iban de paso, sin nada más que la mochila al hombro, y aunque no anunciaran la visita estaba previsto que se quedaban a almorzar. Nunca he olvidado la frase casi ritual de la abuela al entrar en la cocina: «Hay que hacer de todo, porque no se sabe qué les gustará a los que vengan».
2073 Aquel espíritu de evasión perpetua se sustentaba en una realidad geográfica. La Provincia tenía la autonomía de un mundo propio y una unidad cultural compacta y antigua, en un cañón feraz entre la Sierra Nevada de Santa Marta y la sierra del Perijá, en el Caribe colombiano.
2074 Su comunicación era más fácil con el mundo que con el resto del país, pues su vida cotidiana se identificaba mejor con las Antillas por el tráfico fácil con Jamaica o Curazao, y casi se confundía con la de Venezuela por una frontera de puertas abiertas que no hacía distinciones de rangos y colores.
2075 Siempre había varios turnos en la mesa, pero los dos primeros eran sagrados desde que cumplí tres años: el coronel en la cabecera y yo en la esquina de su derecha. Los sitios restantes se ocupaban primero con los hombres y luego con las mujeres, pero siempre separados.
2076 Estas reglas se rompían durante las fiestas patrias del 20 de julio, y el almuerzo por turnos se prolongaba hasta que comieran todos. De noche no se servía la mesa, sino que se repartían tazones de café con leche en la cocina, con la exquisita repostería de la abuela.
2077 Antes de ir a la casa habían oído la misa del Miércoles de Ceniza, y la cruz que el padre Angarita les dibujó en la frente me pareció un emblema sobrenatural cuyo misterio habría de perseguirme durante años, aun después de que me familiaricé con la liturgia de la Semana Santa.
2078 La mayoría de ellos había nacido después del matrimonio de mis abuelos. Mina los registraba con sus nombres y apellidos en una libreta de apuntes desde que tenía noticia de sus nacimientos, y con una indulgencia difícil terminaba por asentarlos de todo corazón en la contabilidad de la familia.
2079 Pero ni a ella ni a nadie le fue fácil distinguirlos antes de aquella visita ruidosa en la que cada uno reveló su modo de ser peculiar. Eran serios y laboriosos, hombres de su casa, gente de paz, que sin embargo no temían perder la cabeza en el vértigo de la parranda.
2080 Rompieron la vajilla, desgreñaron los rosales persiguiendo un novillo para mantearlo, mataron a tiros a las gallinas para el sancocho y soltaron un cerdo ensebado que atropello a las bordadoras del corredor, pero nadie lamentó esos percances por el ventarrón de felicidad que llevaban consigo.
2081 Impresionado por mi buena reputación de caso perdido, me despedía con una bolsa de mercado bien provista para proseguir el viaje. Rafael Arias llegaba siempre de paso y deprisa en una mula y en ropas de montar, apenas con el tiempo para un café de pie en la cocina.
2082 A los otros los encontré desperdigados en los viajes de nostalgia que hice más tarde por los pueblos de la Provincia para escribir mis primeras novelas, y siempre eché de menos la cruz de ceniza en la frente como una señal inconfundible de la identidad familiar.
2083 Años después de muertos los abuelos y abandonada a su suerte la casa señorial, llegué a Fundación en el tren de la noche y me senté en el único puesto de comida abierto a esas horas en la estación. Quedaba poco que servir, pero la dueña improvisó un buen plato en mi honor.
2084 Apolinar, el antiguo esclavo pequeño y macizo a quien siempre recordé como un tío, desapareció de la casa durante años, y una tarde reapareció sin motivo, vestido de luto con un traje de paño negro y un sombrero enorme, también negro, hundido hasta los ojos taciturnos.
2085 El único de los tíos que tuvo una resonancia pública fue el mayor de todos y el único conservador, José María Valdeblánquez, que había sido senador de la República durante la guerra de los Mil Días, y en esa condición asistió a la firma de la rendición liberal en la cercana finca de Neerlandia.
2086 Chon era de la servidumbre y de la calle. Había llegado de Barrancas con los abuelos cuando todavía era niña, había acabado de criarse en la cocina pero asimilada a la familia, y el trato que le daban era el de una tía chaperona desde que hizo la peregrinación a la Provincia con mi madre enamorada.
2087 Tenía un bello color de india y desde siempre pareció en los puros huesos, y andaba a pie descalzo, con un turbante blanco y envuelta en sábanas almidonadas. Caminaba muy despacio por la mitad de la calle, con una escolta de perros mansos y callados que avanzaban dando vueltas alrededor de ella.
2088 Terminó incorporada al folclor del pueblo. En unos carnavales apareció un disfraz idéntico a ella, con sus sábanas y su pregón, aunque no lograron amaestrar una guardia de perros como la suya. Su grito de las masitas heladas se volvió tan popular que fue motivo de una canción de acordeoneros.
2089 Santos Villero, impasible en medio del desorden, murmuraba oraciones de buena mar con los ojos cerrados mientras parecía excavar entre los muslos de la parturienta. El calor era insoportable en el cuarto lleno de humo por las ollas de agua hirviendo que llevaban de la cocina.
2090 Permanecí en un rincón, repartido entre el susto y la curiosidad, hasta que la partera sacó por los tobillos una cosa en carne viva como un ternero de vientre con una tripa sanguinolenta colgada del ombligo. Una de las mujeres me descubrió entonces en el rincón y me sacó a rastras del cuarto.
2091 Y me ordenó con un dedo amenazante-: No vuelvas a acordarte de lo que viste. En cambio, la mujer que de verdad me quitó la inocencia no se lo propuso ni lo supo nunca. Se llamaba Trinidad, era hija de alguien que trabajaba en la casa, y empezaba apenas a florecer en una primavera mortal.
2092 Lo mismo me había sucedido con el misterio del parto antes de asistir al de Matilde Amenta: me atoraba de risa cuando decían que a los niños los traía de París una cigüeña. Pero debo confesar que ni entonces ni ahora he logrado relacionar el parto con el sexo.
2093 Atravesé la calle, me escondí detrás de uno de los almendros y arrojé la carta con tal precisión que le cayó en el regazo. Asustada, levantó las manos, pero el grito se le quedó en la garganta cuando reconoció la letra del sobre. Sara Emilia y J. del C. fueron amigos míos desde entonces.
2094 No la disimulaba ante nadie ni en circunstancia alguna, y a cada quien le cantaba las verdades en su cara. Incluida una monja, maestra de mi madre en el internado de Santa Marta, a quien paró en seco por una impertinencia baladí: «Usted es de las que confunden el culo con las témporas».
2095 Durante media vida fue la depositaría de las llaves del cementerio, asentaba y expedía las partidas de defunción y hacía en casa las hostias para la misa. Fue la única persona de la familia, de cualquier sexo, que no parecía tener atravesada en el corazón una pena de amor contrariado.
2096 Desde entonces seguí oyéndosela con frecuencia, pero nunca me pareció gloriosa ni arrepentida, sino como un hecho cumplido que no dejó rastro alguno en su vida. En cambio, era una casamentera redomada que debió sufrir en su juego doble de hacerle el cuarto a mis padres sin ser desleal con Mina.
2097 A veces cantaba en susurros para sí misma, y su voz podía confundirse con la de Mina, pero sus canciones eran distintas y más tristes. A alguien le oí decir que eran romanzas de Riohacha, pero sólo de adulto supe que en realidad las inventaba ella misma a medida que las cantaba.
2098 Dos o tres veces no pude resistir la tentación de entrar en su cuarto sin que nadie se diera cuenta, pero no la encontré. Años después durante una de mis vacaciones de bachiller, le conté aquellos recuerdos a mi madre, y ella se apresuró a persuadirme de mi error.
2099 Tenía una imagen de hombre bueno y pacífico, pero el adversario lo hostigó sin tregua, y no le quedó más recurso que armarse. Era tan menudo y óseo que calzaba zapatos de niño, y sus amigos le hacían burlas cordiales porque el revólver le abultaba como un cañón debajo de la camisa.
2100 El abuelo lo previno en serio con su frase célebre: «Usted no sabe lo que pesa un muerto». Pero el tío Quinte no tuvo tiempo de pensarlo cuando el enemigo le cerró el paso con gritos de energúmeno en la antesala del juzgado, y se le echó encima con su cuerpo descomunal.
2101 Pero Nana no se repuso de sus males. Poco después, la hoguera del patio volvió a encenderse cuando una gallina puso un huevo fantástico que parecía una bola de pimpón con un apéndice como el de un gorro frigio. Mi abuela lo identificó de inmediato: «Es un huevo de basilisco».
2102 Nunca pude concebir a los abuelos a una edad distinta de la que tenían en mis recuerdos de esa época. La misma de los retratos que les hicieron en los albores de la vejez, y cuyas copias cada vez más desvaídas se han transmitido como un rito tribal a través de cuatro generaciones prolíficas.
2103 Convencido de que era su dentadura natural que se quitaba y ponía por artes guajiras, hice que me mostrara el interior de la boca para ver cómo era por dentro el revés de los ojos, del cerebro, de la nariz, de los oídos, y sufrí la desilusión de no ver nada más que el paladar.
2104 En la casa de los abuelos cada santo tenía su cuarto y cada cuarto tenía su muerto. Pero la única casa conocida de modo oficial como «La casa del muerto» era la vecina de la nuestra, y su muerto era el único que en una sesión de espiritismo se había identificado con su nombre humano: Alfonso Mora.
2105 No alcancé a conocer a Meme, la esclava guajira que la familia llevó de Barrancas y que en una noche de tormenta se escapó con Alirio, su hermano adolescente, pero siempre oí decir que fueron ellos los que más salpicaron el habla de la casa con su lengua nativa.
2106 Cuando ya no hubo para más, Mina siguió sosteniendo la familia a pulso con la panadería, los animalitos de caramelo que se vendían en todo el pueblo, las gallinas jabadas, los huevos de pato, las hortalizas del traspatio. Hizo un corte radical del servicio y se quedó con las más útiles.
2107 El dinero en efectivo terminó por no tener sentido en la tradición oral de la casa. De modo que cuando tuvieron que comprar un piano para mi madre a su regreso de la escuela, la tía Pa sacó la cuenta exacta en moneda doméstica: «Un piano cuesta quinientos huevos».
2108 Sólo con él desaparecía la zozobra y me sentía con los pies sobre la tierra y bien establecido en la vida real. Lo raro, pensándolo ahora, es que yo quería ser como él, realista, valiente, seguro, pero nunca pude resistir la tentación constante de asomarme al mundo de la abuela.
2109 Fue la primera vez que oí aquella palabra mítica que sembró en la familia el germen de las ilusiones eternas: la jubilación. Había entrado en la casa antes de mi nacimiento, cuando el gobierno estableció las pensiones para los veteranos de la guerra de los Mil Días.
2110 En la guerra de los Mil Días mi abuelo fue encarcelado en Riohacha por un primo hermano de ella que era oficial del ejército conservador. La parentela liberal, y ella misma, lo entendieron como un acto de guerra ante el cual no valía para nada el poder familiar.
2111 Nadie se explicó cómo pudo sobrevivir con sus noventa kilos y sus cincuenta y tantos años. Ése fue para mí el día memorable en que el médico lo examinó desnudo en la cama, palmo a palmo, y le preguntó qué era una vieja cicatriz de media pulgada que le descubrió en la ingle.
2112 Como no me repongo del día en que se asomó a la calle por la ventana de su oficina para conocer un famoso caballo de paso que querían venderle, y de pronto sintió que el ojo se le llenaba de agua. Trató de protegerse con la mano y le quedaron en la palma unas pocas gotas de un líquido diáfano.
2113 La impresión que tengo hoy es que la casa con todo lo que tenía dentro sólo existía para él, pues era un matrimonio ejemplar del machismo en una sociedad matriarcal, en la que el hombre es rey absoluto de su casa, pero la que gobierna es su mujer. Dicho sin más vueltas, él era el macho.
2114 De regreso a Cataca llevaron consigo a Margot, con poco más de un año, y mis padres se quedaron con Luis Enrique y la recién nacida. Me costó trabajo acostumbrarme al cambio, porque Margot llegó a la casa como un ser de otra vida, raquítica y montuna, y con un mundo interior impenetrable.
2115 Pasó mucho tiempo antes de que Margot se rindiera la vida familiar. Se sentaba en el mecedorcito a chuparse el dedo en el rincón menos pensado. Nada le llamaba la atención, salvo la campana del reloj, que a cada hora buscaba con sus grandes ojos de alucinada. No lograron que comiera en varios días.
2116 El padre Angarita la bautizó en la misma ceremonia con que ratificó el bautismo de emergencia que me habían hecho al nacer. Lo recibí de pie sobre una silla y soporté con valor la sal de cocina que el padre me puso en la lengua y la jarra de agua que me derramó en la cabeza.
2117 Margot, en cambio, se sublevó por los dos con un chillido de fiera herida y una rebelión del cuerpo entero que padrinos y madrinas lograron controlar a duras penas sobre la pila bautismal. Hoy pienso que ella, en su relación conmigo, tenía más uso de razón que los adultos entre ellos.
2118 Pero esa vez sentí al oírlo la revelación inexplicable de que en ese tren llegaba el médico de la compañía bananera que meses antes me había dado una pócima de ruibarbo que me causó una crisis de vómitos. Corrí por toda la casa con gritos de alarma, pero nadie lo creyó.
2119 Salvo mi hermana Margot, que permaneció escondida conmigo hasta que el médico acabó de almorzar y se fue en el tren de regreso. «¡Ave María Purísima! -exclamó mi abuela cuando nos encontraron escondidos debajo de su cama-, con estos niños no se necesitan telegramas».
2120 Quienes me conocieron a los cuatro años dicen que era pálido y ensimismado, y que sólo hablaba para contar disparates, pero mis relatos eran en gran parte episodios simples de la vida diaria, que yo hacía más atractivos con detalles fantásticos para que los adultos me hicieran caso.
2121 Y era todo lo contrario: yo las absorbía como una esponja, las desmontaba en piezas, las trastocaba para escamotear el origen, y cuando se las contaba a los mismos que las habían contado se quedaban perplejos por las coincidencias entre lo que yo decía y lo que ellos pensaban.
2122 El susto de que se muriera por culpa mía fue el primer elemento moderador de mi desenfreno precoz. Ahora pienso que no eran infamias de niño, como podía pensarse, sino técnicas rudimentarias de narrador en ciernes para hacer la realidad más divertida y comprensible.
2123 Sin embargo, mi recuerdo más impresionante de esa época fue el paso fugaz del superintendente de la compañía bananera en un suntuoso automóvil descubierto, junto a una mujer de largos cabellos dorados, sueltos al viento, y con un pastor alemán sentado como un rey en el asiento de honor.
2124 Empecé a ayudar la misa sin demasiada credulidad, pero con un rigor que tal vez me lo abonen como un ingrediente esencial de la fe. Debió ser por esas buenas virtudes que me llevaron a los seis años con el padre Angarita para iniciarme en los misterios de la primera comunión.
2125 A la tercera vez, el padre se volvió hacia mí y me ordenó de un modo áspero que no la tocara más. La parte buena del oficio era cuando el otro monaguillo, el sacristán y yo nos quedábamos solos para poner orden en la sacristía y nos comíamos las hostias sobrantes con un vaso de vino.
2126 Creo que contesté bien hasta que me preguntó si no había hecho cosas inmundas con animales. Tenía la noción confusa de que algunos mayores cometían con las burras algún pecado que nunca había entendido, pero sólo aquella noche aprendí que también era posible con las gallinas.
2127 De ese modo, mi primer paso para la primera comunión fue otro tranco grande en la pérdida de la inocencia, y no encontré ningún estímulo para seguir de monaguillo. Mi prueba de fuego fue cuando mis padres se mudaron para Cataca con Luis Enrique y Aída, mis otros dos hermanos.
2128 Margot, que apenas se acordaba de papá, le tenía terror. Yo también, pero conmigo fue siempre más cauteloso. Sólo una vez se quitó el cinturón para azotarme, y yo me paré en posición de firmes, me mordí los labios y lo miré a los ojos dispuesto a soportar lo que fuera para no llorar.
2129 El bajó el brazo, y empezó a ponerse el cinturón mientras me recriminaba entre dientes por lo que había hecho. En nuestras largas conversaciones de adultos me confesó que le dolía mucho azotarnos, pero que tal vez lo hacía por el terror de que saliéramos torcidos.
2130 La fritanguera le vendió una empanada y lo vio poco después conversando con el portero del cine, que lo dejó entrar gratis porque le había dicho que su papá lo esperaba dentro. La película era Drácula, con Carlos Villanas, Lupita Tovar, dirigida por George Melford.
2131 Mi terror y admiración por aquel acto de independencia de mi hermano me quedaron vivos para siempre en la memoria. Pero él parecía sobrevivir a todo cada vez más heroico. Sin embargo, hoy me intriga que su rebeldía no se manifestaba en las raras épocas en que papá no estuvo en la casa.
2132 Siempre estábamos juntos, durante las mañanas en la platería o en su oficina de administrador de hacienda, donde me asignó un oficio feliz: dibujar los hierros de las vacas que se iban a sacrificar, y lo tomaba con tanta seriedad que me cedía el puesto en el escritorio.
2133 A las once íbamos a la llegada del tren, pues su hijo Juan de Dios, que seguía viviendo en Santa Marta, le mandaba una carta cada día con el conductor de turno, que cobraba cinco centavos. El abuelo la contestaba por otros cinco centavos en el tren de regreso.
2134 Ahora me doy cuenta, sin embargo, de que en aquellos largos paseos veíamos dos mundos distintos. Mi abuelo veía el suyo en su horizonte, y yo veía el mío a la altura de mis ojos. El saludaba a sus amigos en los balcones y yo anhelaba los juguetes de los cacharreros expuestos en los andenes.
2135 Al principio me lo celebraban como gracias pueriles, pero me gustaban tanto los aplausos fáciles de los adultos, que éstos terminaron por huirme cuando me sentían llegar. Más tarde me sucedió lo mismo con las canciones que me obligaban a cantar en bodas y cumpleaños.
2136 El otro ser vivo en su casa era un gran danés, sordo y pederasta, que se llamaba como el presidente de los Estados Unidos: Woodrow Wilson. Al Belga lo conocí a mis cuatro años, cuando mi abuelo iba a jugar con él unas partidas de ajedrez mudas e interminables.
2137 Me llamó la atención su pellejo pegado al hueso, del mismo color amarillo solar del cabello y con un mechón que le caía en la cara y le estorbaba para hablar. Fumaba una cachimba de lobo de mar que solo encendía para el ajedrez, y mi abuelo decía que era una trampa para aturdir al adversario.
2138 Estaba inválido desde la cintura, encorvado hacia delante y torcido hacia su izquierda, pero navegaba como un pescado por entre los escollos de sus talleres, más colgado que sostenido en las muletas de palo. Nunca le oí hablar de sus navegaciones, que al parecer eran muchas e intrépidas.
2139 La única pasión que se le conocía fuera de su casa era la del cine, y no faltaba a ninguna película de cualquier clase los fines de semana. Nunca lo quise, y menos durante las partidas de ajedrez en que se demoraba horas para mover una pieza mientras yo me derrumbaba de sueño.
2140 Por esa época el abuelo colgó en el comedor el cuadro del Libertador Simón Bolívar en cámara ardiente. Me costó trabajo entender que no tuviera el sudario de los muertos que yo había visto en los velorios, sino que estaba tendido en un escritorio de oficina con el uniforme de sus días de gloria.
2141 Luego, con una voz trémula que no parecía la suya, me leyó un largo poema colgado junto al cuadro, del cual sólo recordé para siempre los versos finales: «Tú, Santa Marta, fuiste hospitalaria, y en tu regazo, tú le diste siquiera ese pedazo de las playas del mar para morir».
2142 Fue mi abuelo quien me enseñó y me pidió no olvidar jamás que aquél fue el hombre más grande que nació en la historia del mundo. Confundido por la discrepancia de su frase con otra que la abuela me había dicho con un énfasis igual, le pregunté al abuelo si Bolívar era más grande que Jesucristo.
2143 Sin embargo, tengo la imagen nítida de una noche en que pasé por azar de la mano de alguien frente a una casa desconocida, y vi al abuelo sentado como dueño y señor en la sala. Nunca pude entender por qué me estremeció la clarividencia de que no debía contárselo a nadie.
2144 Nunca volvió a estudiar, pero toda la vida fue consciente de sus vacíos y tenía una avidez de conocimientos inmediatos que compensaba de sobra sus defectos. Aquella tarde del circo volvió abatido a la oficina y consultó el diccionario con una atención infantil.
2145 Era un mamotreto ilustrado con un atlante colosal en el lomo, y en cuyos hombros se asentaba la bóveda del universo. Yo no sabía leer ni escribir, pero podía imaginarme cuánta razón tenía el coronel si eran casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos preciosos.
2146 La verdad es que yo no necesitaba entonces de la palabra escrita, porque lograba expresar con dibujos todo lo que me impresionaba. A los cuatro años había dibujado a un mago que le cortaba la cabeza a su mujer y se la volvía a pegar, como lo había hecho Richardine a su paso por el salón Olympia.
2147 Sin embargo, cuando el abuelo me regaló el diccionario me despertó tal curiosidad por las palabras que lo leía como una novela, en orden alfabético y sin entenderlo apenas. Así fue mi primer contacto con el que habría de ser el libro fundamental en mi destino de escritor.
2148 Los trámites legales y los pormenores del entierro, resueltos deprisa por el abuelo, no duraron más de diez minutos. Para mí, sin embargo, fueron los diez minutos más impresionantes que habría de recordar en mi vida. Lo primero que me estremeció desde la entrada fue el olor del dormitorio.
2149 Sólo mucho después vine a saber que era el olor de las almendras amargas del cianuro que el Belga había inhalado para morir. Pero ni ésa ni ninguna otra impresión habría de ser más intensa y perdurable que la visión del cadáver cuando el alcalde apartó la manta para mostrárselo al abuelo.
2150 Nadie se imagina la compasión que siento desde entonces por los pobres niños declarados genios por sus padres, que los hacen cantar en las visitas, imitar voces de pájaros e incluso mentir por divertir. Hoy me doy cuenta, sin embargo, de que aquella frase tan simple fue mi primer éxito literario.
2151 Esa era mi vida en 1932, cuando se anunció que las tropas del Perú, bajo el régimen militar del general Luis Miguel Sánchez Cerro, se habían tomado la desguarnecida población de Leticia, a orillas del río Amazonas, en el extremo sur de Colombia. La noticia retumbó en el ámbito del país.
2152 Los recaudadores no se daban abasto para recibir los tributos voluntarios casa por casa, sobre todo los anillos matrimoniales, tan estimados por su precio real como por su valor simbólico. Para mi, en cambio, fue una de las épocas mas felices por lo que tuvo de desorden.
2153 Pero mis padres, que habían contribuido para la guerra con sus anillos de boda, no se restablecieron nunca de su candor. Hasta donde recuerdo, mi vocación por la música se reveló en esos años por la fascinación que me causaban los acordeoneros con sus canciones de caminantes.
2154 Algunas las sabía de memoria, como las que cantaban a escondidas las mujeres de la cocina porque mi abuela las consideraba canciones de la guacherna. Sin embargo mi urgencia de cantar para sentirme vivo me la infundieron los tangos de Carlos Gardel, que contagiaron a medio mundo.
2155 Me hacia vestir como él, con sombrero de fieltro y bufanda de seda, y no necesitaba demasiadas súplicas para que soltara un tango a todo pecho. Hasta la mala mañana en que mi tía Mama me despertó con la noticia de que Gardel había muerto en el choque de dos aviones en Medellín.
2156 El paladar, que afiné hasta el punto de que he probado bebidas que saben a ventana, panes viejos que saben a baúl, infusiones que saben a misa. En teoría es difícil entender estos placeres subjetivos, pero quienes los hayan vivido los comprenderán de inmediato.
2157 No creo que haya método mejor que el montessoriano para sensibilizar a los niños en las bellezas del mundo y para despertarles la curiosidad por los secretos de la vida. Se le ha reprochado que fomenta el sentido de independencia y el individualismo -y tal vez en mi caso fuera cierto-.
2158 Mi hermana Margot debió ser muy infeliz en aquella escuela, aunque no recuerdo que alguna vez lo haya dicho. Se sentaba en su silla del curso elemental y allí permanecía callada -aun durante las horas de recreo- sin mover la vista de un punto indefinido hasta que sonaba la campana del final.
2159 Me costó mucho aprender a leer. No me parecía lógico que la letra m se llamara eme, y sin embargo con la vocal siguiente no se dijera emea sino ma. Me era imposible leer así. Por fin, cuando llegué al Montessori la maestra no me enseñó los nombres sino los sonidos de las consonantes.
2160 Así pude leer el primer libro que encontré en un arcón polvoriento del depósito de la casa. Estaba descosido e incompleto, pero me absorbió de un modo tan intenso que el novio de Sara soltó al pasar una premonición aterradora: «¡Carajo!, este niño va a ser escritor».
2161 Desde el día siguiente de la llegada nos llevaron a las huertas vecinas y allí aprendimos a montar en burro, a ordeñar vacas, a capar terneros, a armar trampas de codornices, a pescar con anzuelo y a entender por qué los perros se quedaban enganchados con sus hembras.
2162 Mi último recuerdo de la casa de Cataca por aquellos días atroces fue el de la hoguera del patio donde quemaron las ropas de mi abuelo. Sus liquiliques de guerra y sus linos blancos de coronel civil se parecían a él como si continuara vivo dentro de ellos mientras ardían.
2163 La había padecido otras veces, pero sólo aquella mañana la reconocí como un trance de inspiración, esa palabra abominable pero tan real que arrasa todo cuanto encuentra a su paso para llegar a tiempo a sus cenizas. No recuerdo que habláramos algo más, ni siquiera en el tren de regreso.
2164 No era la época más propicia para aventurarme en una segunda novela después de estar empantanado en la primera y de haber intentado con fortuna o sin ella otras formas de ficción, pero yo mismo me lo impuse aquella noche como un compromiso de guerra: escribirla o morir.
2165 O como Rilke había dicho: «Si usted cree que es capaz de vivir sin escribir, no escriba». Desde el taxi que nos llevó hasta el muelle de las lanchas, mi vieja ciudad de Barranquilla me pareció extraña y triste en las primeras luces de aquel febrero providencial.
2166 Me gustaba decirlo, unas veces en broma y otras en serio, pero nunca con tanta convicción como aquel día. Permanecí en el muelle respondiendo a los adioses lentos que me hacía mi madre desde la baranda, hasta que la lancha desapareció entre escombros de barcos.
2167 Mi método de entonces era distinto del que adopté después como escritor profesional. Escribía sólo con los índices -como sigo haciéndolo- pero no rompía cada párrafo hasta dejarlo a gusto -como ahora-, sino que soltaba todo lo que llevaba en bruto dentro de mí.
2168 El resultado eran unos originales largos y angostos como papiros que salían en cascada de la máquina de escribir y se extendían en el piso a medida que uno escribía. El jefe de redacción no encargaba los artículos por cuartillas, ni por palabras o letras, sino por centímetros de papel.
2169 Mientras tanto, escuchó con su curiosidad insaciable el trastorno emocional que traté de transmitirle con el relato frenético de mi viaje. Al final, como síntesis, no pude evitar mi desgracia de reducir a una frase irreversible lo que no soy capaz de explicar.
2170 Ni siquiera lo pensó, pues tampoco él era capaz de aceptar una idea sin haberla reducido a su tamaño justo. Sin embargo, lo conocía bastante para darme cuenta de que tal vez mi emoción del viaje no lo había enternecido tanto como yo esperaba, pero sin duda lo había intrigado.
2171 Con suerte, dijo Alfonso, saldríamos dentro de tres semanas. Pensé que aquel plazo providencial me alcanzaría para definir el principio del libro, pues todavía estaba yo demasiado biche para darme cuenta de que las novelas no empiezan como uno quiere sino como ellas quieren.
2172 Era su ocio favorito desde que encontró un error casual en un diccionario inglés, y mandó la corrección documentada a sus editores de Londres, tal vez sin más gratificación que hacerles un chiste de los nuestros en la carta de remisión: «Por fin Inglaterra nos debe un favor a los colombianos».
2173 El bochorno era insoportable a las doce. El humo de los cigarrillos de ambos había nublado la poca luz de las dos únicas ventanas, pero ninguno se tomó el trabajo de ventilar la oficina, tal vez por la adicción secundaria de seguir fumando el mismo humo hasta morir.
2174 Con el calor era distinto. Tengo la suerte congénita de poder ignorarlo hasta los treinta grados a la sombra. Alfonso, en cambio, iba quitándose la ropa pieza por pieza a medida que apretaba el calor, sin interrumpir la tarea: la corbata, la camisa, la camiseta.
2175 La respuesta no hay hambre- podía significar cualquier cosa, pero era mi modo de decirle que no tenía problemas con el almuerzo. Quedamos en vernos en la tarde, como siempre, en la librería Mundo. Poco después del mediodía llegó un hombre joven que parecía un artista de cine.
2176 Así que escribí el resto del día sin comer ni beber, y cuando se acabó la luz de la tarde tuve que salir a tientas con los primeros esbozos de la nueva novela, feliz con la certidumbre de haber encontrado por fin un camino distinto de algo que escribía sin esperanzas desde hacía más de un año.
2177 Sus regresos eran siempre históricos, y el de aquella noche culminó con el espectáculo de un grillo amaestrado que obedecía como un ser humano las órdenes de su dueño. Se paraba en dos patas, extendía las alas, cantaba con silbos rítmicos y agradecía los aplausos con reverencias teatrales.
2178 Su última experiencia vital, a los casi cincuenta años, fue la de un automóvil enorme y maltrecho que conducía con todo riesgo a veinte kilómetros por hora. Los taxistas, sus grandes amigos y lectores más sabios, lo reconocían a distancia y se apartaban para dejarle la calle libre.
2179 Álvaro Cepeda Samudio, en cambio, era antes que nada un chofer alucinado -tanto de automóviles como de las letras-; cuentista de los buenos cuando bien tenía la voluntad de sentarse a escribirlos; crítico magistral de cine, y sin duda el más culto, y promotor de polémicas atrevidas.
2180 Sin embargo, lo que más me gustaba de él era su extraña virtud de transmitir su sabiduría como si fueran asuntos de coser y cantar. Era un conversador invencible y un maestro de la vida, y su modo de pensar era distinto de todo cuanto había conocido hasta entonces.
2181 Álvaro Cepeda y yo pasábamos horas escuchándolo, sobre todo por su principio básico de que las diferencias de fondo entre la vida y la literatura eran simples errores de forma. Más tarde, no recuerdo dónde, Álvaro escribió una ráfaga certera: «Todos venimos de José Félix».
2182 Los únicos testigos en la mesa eran Germán y Alfonso, y se mantuvieron al margen en un silencio de mármol que llegó a extremos insoportables. No recuerdo en qué momento, pasado de rabia y aguardiente bruto, desafié a Álvaro a que resolviéramos la discusión a trompadas.
2183 Pero en la mesa de don Ramón Vinyes nos comportábamos los cuatro como los promotores y postuladores de la fe, siempre juntos, hablando de lo mismo y burlándonos de todo, y tan de acuerdo en llevar la contraria que habíamos terminado por ser vistos como si sólo fuéramos uno.
2184 Otra amiga con menos tiempo y frecuencia era la pintora Cecilia Porras, que iba desde Cartagena de vez en cuando, y nos acompañaba en nuestros periplos nocturnos, pues le importaba un rábano que las mujeres fueran mal vistas en cafés de borrachos y casas de perdición.
2185 Nuestra vida diaria fue casi siempre previsible, salvo en las noches de los viernes que estábamos a merced de la inspiración y a veces empalmábamos con el desayuno del lunes. Si el interés nos atrapaba, los cuatro emprendíamos una peregrinación literaria sin freno ni medida.
2186 Aquellas cátedras itinerantes nos habían merecido una reputación turbia entre las buenas comadres que encontrábamos al salir de la misa de cinco, y cambiaban de acera para no cruzarse con borrachos amanecidos. Pero la verdad es que no había parrandas más honradas Y fructíferas.
2187 Muchas veces íbamos a ver el nuevo sol en un burdel sin nombre del barrio chino donde vivió durante años Orlando Rivera Figurita, mientras pintaba un mural que hizo época. No recuerdo alguien más disparatero, con su mirada lunática, su barba de chivo y su bondad de huérfano.
2188 Desde la escuela primaria le había picado la ventolera de ser cubano, y terminó por serlo más y mejor que si lo hubiera sido. Hablaba, comía, pintaba, se vestía, se enamoraba, bailaba y vivía su vida como un cubano, y cubano se murió sin conocer Cuba. No dormía.
2189 Así era Barranquilla, una ciudad que no se parecía a ninguna, sobre todo de diciembre a marzo, cuando los alisios del norte compensaban los días infernales con unos ventarrones nocturnos que se arremolinaban en los patios de las casas y se llevaban a las gallinas por los aires.
2190 Una noche de suerte, el escritor Eduardo Zalamea había anclado allí de regreso de La Guajira, y se disparó un tiro de revólver en el pecho sin consecuencias graves. La mesa quedó como una reliquia histórica que los meseros les mostraban a los turistas sin permiso para ocuparla.
2191 Lo más que se oía eran los pasos apagados, un murmullo incomprensible y muy de vez en cuando el crujido angustioso de resortes oxidados. Pero ni un susurro, ni un suspiro: nada. Lo único difícil era el calor de horno por la ventana clausurada con crucetas de madera.
2192 Sin embargo, desde la primera noche leí muy bien a William Irish, casi hasta el amanecer. Había sido una mansión de antiguos navieros, con columnas enchapadas de alabastro y frisos de oropeles, alrededor de un patio interior cubierto por un vitral pagano que irradiaba un resplandor de invernadero.
2193 Germán, Álvaro y Alfonso fueron sus asesores en los pedidos de libros, sobre todo en las novedades de Buenos Aires, cuyos editores habían empezado a traducir, imprimir y distribuir en masa las novedades literarias de todo el mundo después de la guerra mundial.
2194 Gracias a ellos podíamos leer a tiempo los libros que de otro modo no habrían llegado a la ciudad. Ellos mismos entusiasmaban a la clientela y lograron que Barranquilla volviera a ser el centro de lectura que había decaído años antes, cuando dejó de existir la librería histórica de don Ramón.
2195 Trabajaba por la mañana en la apacible redacción de El Heraldo, almorzaba como pudiera, cuando pudiera y donde pudiera, pero casi siempre invitado dentro del grupo por amigos buenos y políticos interesados. En la tarde escribía «La Jirafa», mi nota diaria, y cualquier otro texto de ocasión.
2196 A las doce del día y a las seis de la tarde era el más puntual en la librería Mundo. El aperitivo del almuerzo, que el grupo tomó durante años en el café Colombia, se trasladó más tarde al café Japy, en la acera de enfrente, por ser el más ventilado y alegre sobre la calle San Blas.
2197 Lo usábamos para visitas, oficina, negocios, entrevistas, y como un lugar fácil para encontrarnos. La mesa de don Ramón en el Japy tenía unas leyes inviolables impuestas por la costumbre. Era el primero que llegaba por su horario de maestro hasta las cuatro de la tarde.
2198 No cabíamos más de seis en la mesa. Habíamos escogido nuestros sitios en relación con el suyo, y se consideraba de mal gusto arrimar otras sillas donde no cabían. Por la antigüedad y el rango de su amistad, Germán se sentó a su derecha desde el primer día. Era el encargado de sus asuntos materiales.
2199 Las relaciones de don Ramón con Alfonso, en cambio, se fundaban en problemas literarios y políticos más difíciles. En cuanto a Álvaro, siempre me pareció que se inhibía cuando lo encontraba solo en la mesa y necesitaba la presencia de otros para empezar a navegar.
2200 Para entonces yo había leído todo lo que pude encontrar de la generación perdida, en español, con un cuidado especial para Faulkner, al que rastreaba con un sigilo sangriento de cuchilla de afeitar, por mi raro temor de que a la larga no fuera más que un retórico astuto.
2201 Sin embargo, antes de cerrar el tema reconoció que en medio de su desorden fosforescente, Gómez de la Serna era un buen poeta. Así eran sus réplicas, inmediatas y sabias, y apenas si me alcanzaban los nervios para asimilarlas, ofuscado por el temor de que alguien interrumpiera aquella ocasión única.
2202 Pero él sabía cómo manejarla. Su mesero habitual le llevó la Coca-Cola de las once y media, y él pareció no darse cuenta, pero se la tomó a sorbos con el pitillo de papel sin interrumpir sus explicaciones. La mayoría de los clientes lo saludaban en voz alta desde la puerta: «Cómo está, don Ramón».
2203 Cuando acabó de tomarse la primera Coca-Cola, torció el pitillo como un destornillador y ordenó la segunda. Yo pedí la mía muy a sabiendas de que en aquella mesa cada quien pagaba lo suyo. Por fin me preguntó qué era la carpeta misteriosa a la cual me aferraba como a una tabla de náufrago.
2204 Le conté la verdad: era el primer capítulo todavía en borrador de la novela que había empezado al regreso de Cataca con mi madre. Con un atrevimiento del que nunca volvería a ser capaz en una encrucijada de vida o muerte, puse en la mesa la carpeta abierta frente a él, como una provocación inocente.
2205 El se puso sin prisa los lentes de leer, desplegó las tiras de papel con una maestría profesional y las acomodó en la mesa. Leyó sin un gesto, sin un matiz de la piel, sin un cambio de la respiración, con un mechón de cacatúa movido apenas por el ritmo de sus pensamientos.
2206 Así se inició una correspondencia con todos a través de Germán, frecuente e intensa, en la que contaba muy poco de su vida y mucho de una España que seguiría considerando como tierra enemiga mientras viviera Franco y mantuviera el imperio español sobre Cataluña.
2207 La idea del semanario era de Alfonso Fuenmayor, y muy anterior a aquellos días, pero tengo la impresión de que la precipitó el viaje del sabio catalán. Reunidos a propósito en el café Roma tres noches después, Alfonso nos informó que tenía todo listo para el despegue.
2208 A nosotros mismos nos parecía un delirio que después de cuatro años de no obtener recursos donde los había de sobra, Alfonso Fuenmayor los hubiera conseguido entre artesanos, mecánicos de automóviles, magistrados en retiro y hasta cantineros cómplices que aceptaron pagar anuncios con ron de caña.
2209 Lo impuso sin reservas por sus propósitos de ser un hombre distinto, pero lo que pocos entendíamos era que figurara en la lista del consejo editorial, cuando parecía destinado a ser un Rockefeller latino, inteligente, culto y cordial, pero condenado sin remedio a las brumas del poder.
2210 Germán Vargas sería antes que nada el reportero grande con quien yo esperaba compartir el oficio, no cuando tuviera tiempo -que nunca tuvimos-, sino cuando se me cumpliera el sueño de aprenderlo. Álvaro Cepeda mandaría colaboraciones en sus horas libres de la Universidad de Columbia, en Nueva York.
2211 El mayor acontecimiento periodístico de la semana -con una ventaja absoluta- había sido la llegada del futbolista brasileño Heleno de Freitas para el Deportivo Junior, pero no lo trataríamos en competencia con la prensa especializada, sino como una noticia grande de interés cultural y social.
2212 La edición, a pesar de las prisas de última hora y la falta de promoción, se agotó mucho antes de que la redacción en pleno llegara al estadio municipal el día siguiente domingo 30 de abril-, donde se jugaba el partido estelar entre el Deportivo Junior y el Sporting, ambos de Barranquilla.
2213 A los seis minutos del primer tiempo, Heleno de Freitas colocó su primer gol en Colombia con un remate de izquierda desde el centro del campo. Aunque al final ganó el Sporting por 3 a 2, la tarde fue de Heleno, y después de nosotros, por el acierto de la portada premonitoria.
2214 Sin embargo, asumí el reto. Mi modelo, por supuesto, fue el reportaje de Germán Vargas. Me reforcé con otros, y me sentí aliviado por una larga conversación con Berascochea, un hombre inteligente y amable, y con muy buen sentido de la imagen que deseaba dar a su público.
2215 Mina y Francisca Simodosea permanecieron al amparo de Elvira Carrillo, que se hizo cargo de ellas con una devoción de sierva. Cuando la abuela acabó de perder la vista y la razón mis padres se la llevaron con ellos para que al menos tuviera mejor vida para morir.
2216 La tía Francisca, virgen y mártir, siguió siendo la misma de los desparpajos insólitos y los refranes ríspidos, que se negó a entregar las llaves del cementerio y la fábrica de hostias para consagrar, con la razón de que Dios la habría llamado si ésa fuera su voluntad.
2217 Esa noche se acostó sin despedirse de nadie, sin enfermedad ni dolor algunos, y se echó a morir en su mejor estado de salud. Sólo después se dieron cuenta de que la noche anterior había llenado los formularios de defunción y cumplido los trámites de su propio entierro.
2218 A medianoche la despertaba el espanto de la tos eterna en los dormitorios vecinos, pero nunca le importó, porque estaba acostumbrada a compartir también las angustias de la vida sobrenatural. Por el contrario, su hermano gemelo, Esteban Carrillo, se mantuvo lúcido y dinámico hasta muy viejo.
2219 Pero él se levantó de un salto, furioso porque no se lo hubiera contado a nadie tan pronto como ocurrió, y ansioso de que lograra identificar en la memoria al hombre que conversaba con el abuelo en aquella ocasión, para que le dijera quiénes eran los que trataron de ahogarlo.
2220 Tampoco entendía que Papalelo no se hubiera defendido, si era un buen tirador que durante dos guerras civiles había estado muchas veces en la línea de fuego, que dormía con el revólver debajo de la almohada, y que ya en tiempos de paz había matado en duelo a un enemigo.
2221 Era la ley guajira: el agravio a un miembro de la familia tenían que pagarlo todos los varones de la familia del agresor. Tan decidido estaba mi tío Esteban, que se sacó el revólver del cinto y lo puso en la mesa para no perder tiempo mientras acababa de interrogarme.
2222 No era la quinta botica, como decíamos en familia, sino la única de siempre que llevábamos de una ciudad a otra según los pálpitos comerciales de papá: dos veces en Barranquilla, dos en Aracataca y una en Sincé. En todas había tenido beneficios precarios y deudas salvables.
2223 Me sentí muy inquieto por esa novedad en mi vida. Había estado en Barranquilla varias veces para visitar a mis padres, de niño y siempre de paso, y mis recuerdos de entonces son muy fragmentarios. La primera visita fue a los tres años, cuando me llevaron para el nacimiento de mi hermana Margot.
2224 Creo que fue una casa feliz. Allí tuvieron una farmacia, y más adelante abrieron otra en el centro comercial. Volvimos a ver a la abuela Argemira -la mamá Gime- y a dos de sus hijos, Julio y Ena, que era muy bella, pero famosa en la familia por su mala suerte.
2225 Fue un día en que mi madre sufrió una ráfaga de nostalgia y se sentó a teclear en el piano «Cuando el baile se acabó», el valse histórico de sus amores secretos, y a papá se le ocurrió la travesura romántica de desempolvar el violín para acompañarla, aunque le faltaba una cuerda.
2226 Ella se acopló fácil a su estilo de madrugada romántica, y tocó mejor que nunca, hasta que lo miró complacida por encima del hombro y se dio cuenta de que él tenía los ojos húmedos de lágrimas. «¿De quién te estás acordando?», le preguntó mi madre con una inocencia feroz.
2227 Aida huyó a la casa vecina y Margot contrajo una fiebre súbita que la mantuvo en delirio por tres días. Aun los hermanos menores estaban acostumbrados a aquellas explosiones de celos de mi madre, con los ojos en llamas y la nariz romana afilada como un cuchillo.
2228 La habíamos visto descolgar con una rara serenidad los cuadros de la sala y estrellarlos uno tras otro contra el piso en una estrepitosa granizada de vidrio. La habíamos sorprendido olfateando las ropas de papá pieza por pieza antes de echarlas en el canasto de lavar.
2229 Nada más sucedió después de la noche del dueto trágico, pero el afinador florentino se llevó el piano para venderlo, y el violín -con el revólver- acabó de pudrirse en el ropero. Barranquilla era entonces una adelantada del progreso civil, el liberalismo manso y la convivencia política.
2230 Factores decisivos de su crecimiento y su prosperidad fueron el término de más de un siglo de guerras civiles que asolaron el país desde la independencia de España, y más tarde el derrumbe de la zona bananera malherida por la represión feroz que se ensañó contra ella después de la huelga grande.
2231 Al término de la primera guerra mundial llegó un grupo de aviadores alemanes -entre ellos Helmuth von Krohn- que establecieron las rutas aéreas con Junkers F-13, los primeros anfibios que recorrían el río Magdalena como saltamontes providenciales con seis pasajeros intrépidos y las sacas del correo.
2232 Nuestra última mudanza para Barranquilla no fue para mí un simple cambio de ciudad y de casa, sino un cambio de papá a los once años. El nuevo era un gran hombre, pero con un sentido de la autoridad paterna muy distinto del que nos había hecho felices a Margarita y a mí en la casa de los abuelos.
2233 Acostumbrados a ser dueños y señores de nosotros mismos, nos costó mucho trabajo adaptarnos a un régimen ajeno. Por su lado más admirable y conmovedor, papá fue un autodidacta absoluto, y el lector más voraz que he conocido, aunque también el menos sistemático.
2234 Desvelado en su hamaca aun a pleno día, acumulaba fortunas colosales en la imaginación con empresas tan fáciles que no entendía cómo no se le habían ocurrido antes. Le gustaba citar como ejemplo la riqueza más rara de que tuvo noticia en el Darién: doscientas leguas de puercas paridas.
2235 Tenía la costumbre de contarnos historias de la niñez en su pueblo natal, pero las repetía año con año para los nuevos nacidos, de modo que iban perdiendo gracia para los que ya las conocíamos. Hasta el punto de que los mayores nos levantábamos cuando empezaba a contarlas de sobremesa.
2236 Aquella complicidad con mi madre se prolongó mientras ella dispuso de medios. Cuando fui interno a la escuela secundaria me ponía en la maleta cosas diversas de baño y tocador, y una fortuna de diez pesos dentro de una caja de jabón de Reuter con la ilusión de que la abriera en un momento de apuro.
2237 Así fue, pues mientras estudiábamos lejos de casa cualquier momento era ideal para encontrar diez pesos. Papá se las arreglaba para no dejarme solo de noche en la farmacia de Barranquilla, pero sus soluciones no eran siempre las más divertidas para mis doce años.
2238 Una noche debí quedarme dormido en la visita a la familia de un médico amigo y no supe cómo ni a qué hora desperté caminando por una calle desconocida. No tenía la menor idea de dónde estaba, ni cómo había llegado hasta allí, y sólo pudo entenderse como un acto de sonambulismo.
2239 Lo único que sabían de mí era que me había levantado de la silla en medio de la conversación y pensaron que había ido al baño. La explicación del sonambulismo no convenció a nadie, y menos a mi padre, que lo entendió sin más vueltas como una travesura que me salió mal.
2240 La sala se llenó de vecinos bulliciosos que habían escuchado el programa y se precipitaron a felicitar a las ganadoras, pero lo que le interesaba a la familia, más que el dinero, era la victoria en sí misma en un concurso que hizo época en la radio de la costa caribe.
2241 Cuando papá volvió a recogerme se sumó al júbilo familiar, y brindó por la victoria, pero nadie le contó quién había sido el verdadero ganador. Otra conquista de aquella época fue el permiso de mi padre para ir solo a la matine de los domingos en el teatro Colombia.
2242 La invasión de Mongo fue la primera epopeya interplanetaria que sólo pude reemplazar en mi corazón muchos años después con la Odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Sin embargo, el cine argentino, con las películas de Carlos Gardel y Libertad Lamarque, terminó por derrotar a todos.
2243 La residencia, por el contrario, estaba en una calle marginal del degradado y alegre Barrio Abajo, pero el precio del alquiler no correspondía a lo que era sino a lo que pretendía: una quinta gótica pintada de alfajores amarillos y rojos, y con dos alminares de guerra.
2244 En rigor no debía valer un tercio del alquiler que pagábamos por ella. Mi madre se espantó al verla, pero el esposo la tranquilizó con el señuelo de un porvenir dorado. Así fueron siempre. Era imposible concebir dos seres tan distintos que se entendieran tan bien y se quisieran tanto.
2245 Entonces tenía treinta y tres años y era la quinta casa que amueblaba. Me impresionó su mal estado de ánimo, que se agravó desde la primera noche, aterrada por la idea que ella misma inventó, sin fundamento alguno, de que allí había vivido la Mujer X antes de que la acuchillaran.
2246 Se creyó que la habían enterrado viva porque tenía la mano izquierda sobre los ojos con un gesto de terror, y el brazo derecho alzado sobre la cabeza. La única pista posible de su identidad eran dos cintas azules y una peineta adornada con lo que pudo ser un peinado de trenzas.
2247 Entre las muchas hipótesis, la que pareció más probable fue la de una bailarina francesa de vida fácil que había desaparecido desde la fecha posible del crimen. Barranquilla tenía la fama justa de ser la ciudad más hospitalaria y pacífica del país, pero con la desgracia de un crimen atroz cada año.
2248 El diario La Prensa, uno de los más importantes del país en aquel tiempo, se tenía como el pionero de las historietas gráficas dominicales -Buck Rogers, Tarzán de los Monos-, pero desde sus primeros años se impuso como uno de los grandes precursores de la crónica roja.
2249 Las puertas se cerraban con trancas y parapetos de muebles para impedir que entrara en la noche el asesino fugado de la cárcel con recursos de magia. En los barrios de ricos se pusieron de moda los perros de caza amaestrados contra asesinos capaces de atravesar paredes.
2250 La nueva botica de Barranquilla fue un fracaso espectacular, atenuado apenas por la rapidez con que mi padre lo presintió. Después de varios meses de defenderse al por menor, abriendo dos huecos para tapar uno, se reveló más errático de lo que parecía hasta entonces.
2251 Antes de irse me llevó con sus socios y amigos y les hizo saber con una cierta solemnidad que a falta de él estaría yo. Nunca supe si lo dijo en chanza, como le gustaba decirlo aun en ocasiones graves, o si lo dijo en serio como le divertía decirlo en ocasiones banales.
2252 El susto me dejó por largo tiempo a la espera de una muerte repentina, y soñaba a menudo que al mirarme en el espejo no me veía a mí mismo sino a un ternero de vientre. El médico de la escuela me diagnosticó paludismo, amigdalitis y bilis negra por el abuso de lecturas mal dirigidas.
2253 Me partió el alma verlo salir de la casa con las polainas de montar y las alforjas al hombro, y fui el primero que se rindió a las lágrimas cuando nos miró por última vez antes de doblar la esquina y se despidió con la mano. Sólo entonces, y para siempre, me di cuenta de cuánto lo quería.
2254 No fue difícil cumplir su encargo. Mi madre empezaba a acostumbrarse a aquellas soledades intempestivas e inciertas y las manejaba a disgusto pero con una gran facilidad. La cocina y el orden de la casa hicieron necesario que hasta los menores ayudaran en las tareas domésticas, y lo hicieron bien.
2255 Por esa época tuve mi primer sentimiento de adulto cuando me di cuenta de que mis hermanos empezaron a tratarme como a un tío. Nunca logré manejar la timidez. Cuando tuve que afrontar en carne viva la encomienda que nos dejó el padre errante, aprendí que la timidez es un fantasma invencible.
2256 Cada vez que debía solicitar un crédito, aun de los acordados de antemano en tiendas de amigos, me demoraba horas alrededor de la casa, reprimiendo las ganas de llorar y los apremios del vientre, hasta que me atrevía por fin con las mandíbulas tan apretadas que no me salía la voz.
2257 Más de una vez regrese a casa con las manos vacías y una excusa inventada por mí. Pero nunca volví a ser tan desgraciado como la primera vez que quise hablar por teléfono en la tienda de la esquina. El dueño me ayudó con la operadora, pues aún no existía el servicio automático.
2258 Colgué aterrado. Debo admitir que a pesar de mi fiebre de comunicación tengo que reprimir todavía el pavor al teléfono y al avión, y no sé si me venga de aquellos días. ¿Cómo podía llegar a hacer algo? Por fortuna, mamá repetía a menudo la respuesta: «Hay que sufrir para servir».
2259 La primera noticia de papá nos llegó a las dos semanas en una carta más destinada a entretenernos que a informarnos de nada. Mi madre lo entendió así y aquel día lavó los platos cantando para subirnos la moral. Sin mi papá era distinta: se identificaba con las hijas como si fuera una hermana mayor.
2260 Se acomodaba a ellas tan bien que era la mejor en los juegos infantiles, aun con las muñecas, y llegaba a perder los estribos y se peleaba con ellas de igual a igual. En el mismo sentido de la primera llegaron otras dos cartas de mi papá con proyectos tan promisorios que nos ayudaron a dormir mejor.
2261 Un problema grave era la rapidez con que se nos quedaba la ropa. A Luis Enrique no lo heredaba nadie, ni hubiera sido posible porque llegaba de la calle arrastrado y con el vestido en piltrafas, y nunca entendimos por qué. Mi madre decía que era como si caminara por entre alambradas de púas.
2262 El más difícil fui yo, no sólo porque tenía que hacer diligencias distinguidas, sino porque mi madre, protegida por el entusiasmo de todos, asumió el riesgo de mermar los fondos domésticos para matricularme en la escuela Cartagena de Indias, a unas diez cuadras a pie desde la casa.
2263 Me preguntó qué cantidad era una gruesa, cuántos años eran un lustro y un milenio, me hizo repetir las capitales de los departamentos, los principales ríos nacionales y los países limítrofes. Todo me pareció de rutina hasta que me preguntó qué libros había leído.
2264 Se llamaba Juan Ventura Casalins y lo recuerdo como a un amigo de la infancia, sin nada de la imagen terrorífica que se tenía de los maestros de la época. Su virtud inolvidable era tratarnos a todos como adultos iguales, aunque todavía me parece que se ocupaba de mí con una atención particular.
2265 Dos de ellos, La isla del tesoro y El conde de Montecristo, fueron mi droga feliz en aquellos años pedregosos. Los devoraba letra por letra con la ansiedad de saber qué pasaba en la línea siguiente y al mismo tiempo con la ansiedad de no saberlo para no romper el encanto.
2266 Con ellos, como con Las mil y una noches, aprendí para no olvidarlo nunca que sólo deberían leerse los libros que nos fuerzan a releerlos. En cambio, mi lectura del Quijote me mereció siempre un capítulo aparte, porque no me causó la conmoción prevista por el maestro Casalins.
2267 Era la única casa en la cúspide de una colina verde, desde cuya terraza se divisaban los dos extremos del mundo. A la izquierda, el barrio del Prado, el más distinguido y caro, que desde la primera visión me pareció una copia fiel del gallinero electrificado de la United Fruit Company.
2268 Poco después, un avión al mando del capitán Nicolás Reyes Manotas pasó rozando las azoteas en busca de un claro para un aterrizaje de emergencia, no sólo para salvar el propio pellejo sino el de los cristianos con los que tropezara en su caída. Era uno de los pioneros de la aviación colombiana.
2269 La agencia funeraria La Equitativa, inspirada por el humor de la muerte, colocó un anuncio enorme a la salida de la ciudad: «No corra, nosotros lo esperamos». En las noches, cuando no había más refugio que la casa, mi madre nos reunía para leernos las cartas de papá.
2270 En la Semana Santa, cuando dos hermanos menores contrajeron una varicela perniciosa, no tuvimos modo de comunicarnos con él porque ni los baquianos más diestros sabían de su rastro. Fue en aquellos meses cuando entendí en la vida real una de las palabras más usadas por mis abuelos: la pobreza.
2271 Pero se acabaron para siempre cuando Mina supo que algunos comensales asiduos resolvieron no volver a casa porque ya no se comía tan bien como antes. La pobreza de mis padres en Barranquilla, por el contrario, era agotadora, pero me permitió la fortuna de hacer una relación excepcional con mi madre.
2272 Eran visitas circulares en las que se giraba siempre sobre los temas de la desgracia que se había cebado en el pueblo. Pero cuando la pobreza nos apretó a nosotros en Barranquilla no volvimos a quejarnos en casa ajena. Mi madre redujo su reticencia a una sola frase: «La pobreza se nota en los ojos».
2273 Desinfectó a los hijos uno por uno con insecticida de cucarachas, en limpiezas a fondo que bautizó con un nombre de gran estirpe: la policía. Lo malo fue que no bien estábamos limpios cuando ya empezábamos a cundirnos de nuevo, porque yo volvía a contagiarme en la escuela.
2274 Entonces mi madre decidió cortar por lo sano y me obligó a pelarme a coco. Fue un acto heroico aparecer el lunes en la escuela con un gorro de trapo, pero sobreviví con honor a las burlas de los compañeros y coroné el año final con las calificaciones más altas.
2275 No volví a ver nunca al maestro Casalins pero me quedó la gratitud eterna. Un amigo de mi papá a quien nunca conocimos me consiguió un empleo de vacaciones en una imprenta cercana a la casa. El sueldo era muy poco más que nada, y mi único estímulo fue la idea de aprender el oficio.
2276 Hasta que me encontré con unos condiscípulos de Aracataca, cuya madre se escandalizó de verme en aquel oficio que le pareció de mendigos. Me regañó casi a gritos por andar en la calle con unas sandalias de trapo que mi madre me había comprado para no gastar los botines de pontifical.
2277 Otro recurso salvador fue la cuota de consuelo que durante los meses más ásperos nos mandó tío Juanito. Seguía viviendo en Santa Marta con sus escasas ganancias de contador juramentado, y se impuso el deber de mandarnos una carta cada semana con dos billetes de a peso.
2278 Por fortuna, con la última ficha sucedió algo en la máquina que se estremeció con un temblor de fierros en las entrañas y vomitó en un chorro imparable las fichas completas de los dos pesos perdidos. «Entonces me iluminó el diablo -me contó Luis Enrique- y me atreví a arriesgar una ficha más.» Ganó.
2279 El encanto personal de Luis Enrique para las travesuras era muy útil para resolver problemas comunes, pero no alcanzó para hacerme cómplice de sus pilatunas. Al contrario, se las arregló siempre para que no recayera sobre mí la menor sospecha, y eso afianzó un afecto de verdad que duró para siempre.
2280 Tanto, que aborrecí las monedas de a veinte centavos que me pagaban por la dignidad con que me los tomaba. Creo que el colmo de la desesperación de mi madre fue mandarme con una carta para un hombre que tenía fama de ser el más rico y a la vez el filántropo más generoso de la ciudad.
2281 Las noticias de su buen corazón se publicaban con tanto despliegue como sus triunfos financieros. Mi madre le escribió una carta de angustia sin ambages para solicitar una ayuda económica urgente no en su nombre, pues ella era capaz de soportar cualquier cosa, sino por el amor de sus hijos.
2282 Me advirtió que el secreto debía quedar entre nosotros dos, y así fue, hasta este momento en que lo escribo. Toqué al portón de la casa, que tenía algo de iglesia, y casi al instante se abrió un ventanuco por donde asomó una mujer de la que sólo recuerdo el hielo de sus ojos.
2283 Recibió la carta sin decir una palabra y volvió a cerrar. Debían ser las once de la mañana, y esperé sentado en el quicio hasta las tres de la tarde, cuando decidí tocar otra vez en busca de una respuesta. La misma mujer volvió a abrir, me reconoció sorprendida, y me pidió esperar un momento.
2284 Así lo hice, pero la única respuesta fue que no habría ninguna antes de una semana. Debí volver tres veces más, siempre para la misma respuesta, hasta un mes y medio después, cuando una mujer más áspera que la anterior me contestó, de parte del señor, que aquélla no era una casa de caridad.
2285 Di vueltas por las calles ardientes tratando de encontrar el coraje para llevarle a mi madre una respuesta que la pusiera a salvo de sus ilusiones. Ya a plena noche, con el corazón adolorido, me enfrenté a ella con la noticia seca de que el buen filántropo había muerto desde hacía varios meses.
2286 Lo que más me dolió fue el rosario que rezó mi madre por el eterno descanso de su alma. Cuatro o cinco años después, cuando escuchamos por radio la noticia verdadera de que el filántropo había muerto el día anterior, me quedé petrificado a la espera de la reacción de mi madre.
2287 A una cuadra de la casa nos hicimos amigos de los Mosquera, una familia que gastaba fortunas en revistas de historietas gráficas, y las apilaba hasta el techo en un galpón del patio. Nosotros fuimos los únicos privilegiados que pudimos pasar allí días enteros leyendo Dick Tracy y Buck Rogers.
2288 Otro hallazgo afortunado fue un aprendiz que pintaba anuncios de películas para el cercano cine de las Quintas. Yo lo ayudaba por el simple placer de pintar letras, y él nos colaba gratis dos y tres veces por semana en las buenas películas de tiros y trompadas.
2289 Hoy es difícil imaginarse qué escasos eran en las casas de pobres. Luis Enrique y yo nos sentábamos en una banca que tenían en la tienda de la esquina para la tertulia de la clientela ociosa, y pasábamos tardes enteras escuchando los programas de música popular, que eran casi todos.
2290 La distracción de las noches, sobre todo en las dos ocasiones en que nos cortaron la luz por falta de pago, era enseñarles las canciones a mi madre y a mis hermanos. Sobre todo a Ligia y a Gustavo, que las aprendían como loros sin entenderlas y nos divertían a reventar con sus disparates líricos.
2291 No había excepciones. Todos heredamos de padre y madre una memoria especial para la música y un buen oído para aprender una canción a la segunda vez. Sobre todo Luis Enrique, que nació músico y se especializó por su cuenta en solos de guitarra para serenatas de amores contrariados.
2292 Mi programa favorito era La hora de todo un poco, del compositor, cantante y maestro Ángel María Camacho y Cano, que acaparaba la audiencia desde la una de la tarde con toda clase de variedades ingeniosas, y en especial con su hora de aficionados para menores de quince años.
2293 Hasta entonces me había identificado con el solo apellido de mi padre -García- y mis dos nombres de pila -Gabriel José-, pero en aquella ocasión histórica mi madre me pidió que me inscribiera también con su apellido -Márquez- para que nadie dudara de mi identidad.
2294 No sé de dónde saqué valor para hacerle una seña enérgica de que no la tocara, pero fue tarde: la campana sonó sin corazón. Los cinco pesos del premio, además de varios regalos de propaganda, fueron para una rubia muy bella que había masacrado un trozo de Madame Butterfly.
2295 Volví a casa abrumado por la derrota, y nunca logré consolar a mi madre de su desilusión. Pasaron muchos años antes de que ella me confesara que la causa de su vergüenza era que había avisado a sus parientes y amigos para que me oyeran cantar, y no sabía cómo eludirlos.
2296 En el camino de la escuela había varios talleres de autobuses de pasajeros, y en uno de ellos me demoraba horas viendo cómo pintaban en los flancos los letreros de las rutas y los destinos. Un día le pedí al pintor que me dejara pintar unas letras para ver si era capaz.
2297 Ganamos desde el primer día con un estruendo de aplausos, pero no nos pagaron los cinco pesos del premio por una falta insalvable en la inscripción. Seguimos ensayando juntos por el resto del año y cantando de favor en fiestas familiares, hasta que la vida acabó por dispersarnos.
2298 Nunca compartí la versión maligna de que la paciencia con que mi padre manejaba la pobreza tenía mucho de irresponsable. Al contrario: creo que eran pruebas homéricas de una complicidad que nunca falló entre él y su esposa, y que les permitía mantener el aliento hasta el borde del precipicio.
2299 Él sabía que ella manejaba el pánico aun mejor que la desesperación, y que ése fue el secreto de nuestra supervivencia. Lo que quizás no pensó es que a él le aliviaba las penas mientras que ella iba dejando en el camino lo mejor de su vida. Nunca pudimos entender la razón de sus viajes.
2300 De pronto, como solía ocurrir, nos despertaron un sábado a medianoche para llevarnos a la agencia local de un campamento petrolero del Catatumbo, donde nos esperaba una llamada de mi padre por radioteléfono. Nunca olvidaré a mi madre bañada en llanto, en una conversación embrollada por la técnica.
2301 La noche siguiente dijo dormida: «De todos modos se le oía la voz como si estuviera mucho más flaco». Tenía la nariz afilada de sus malos días, y se preguntaba entre suspiros cómo serían esos pueblos sin Dios ni ley por donde andaba su hombre suelto de madrina.
2302 Santo remedio. Mi padre conocía el poder de sus amenazas, y antes de una semana estaba de regreso en Barranquilla. Nos impresionó su entrada, vestido de cualquier modo, con la piel verdosa y sin afeitar, hasta el punto de que mi madre creyó que estaba enfermo.
2303 En una época se había obstinado en conseguir aquella plaza, pero sin la suerte que tuvo para otras, como Aracataca, aún más apetecidas. Volvió a pensar en ella unos cinco años después, cuando la tercera crisis del banano, pero la encontró copada por los mayoristas de Magangué.
2304 La familia debía vender lo que se pudiera, empacar el resto, que no era mucho, y llevárselo consigo en uno de los vapores que hacían el viaje regular del río Magdalena. En el mismo correo mandó un giro bien calculado para los gastos inmediatos, y anunció otro para los gastos de viaje.
2305 Hice los trámites y reservaciones en el Capitán de Caro, un buque legendario que hacía en una noche y medio día el trayecto de Barranquilla a Magangué. Luego proseguiríamos en lancha de motor por el río San Jorge y el caño idílico de la Mojana hasta nuestro destino.
2306 Todo lo demás estaba dentro de los cajones, y la plata de los pasajes asegurada en algún escondrijo de mi madre, bien contada y mil veces vuelta a contar. El empleado que me atendió en las oficinas del buque era tan seductor que no tuve que apretar las quijadas para entenderme con él.
2307 Tengo la seguridad absoluta de que anoté al pie de la letra las tarifas que él me dictó con la dicción clara y relamida de los caribes serviciales. Lo que más me alegró y olvidé menos fue que hasta los doce años se pagaba sólo la mitad de la tarifa ordinaria. Es decir, todos los hijos menos yo.
2308 Alegaba que yo había anotado mal, pues los datos estaban impresos en una tablilla oficial que puso ante mis ojos. Volví a casa atribulado, y mi madre no hizo ningún comentario sino que se puso el vestido con que había guardado luto a su padre y nos fuimos a la agencia fluvial.
2309 El gerente, un hombre mayor y de un vientre maternal, se asomó a la puerta de la oficina en mitad del alegato, y el empleado se puso de pie al verlo. Era inmenso, de aspecto respetable, y su autoridad, aun en mangas de camisa y ensopado de sudor, era más que evidente.
2310 El gerente quedó pasmado, y todo el personal suspendió el trabajo para mirar a mi madre. Estaba impasible, con la nariz afilada, pálida y perlada de sudor. Se había quitado el luto de su padre, pero lo había asumido en aquel momento porque le pareció el vestido más propio para aquella diligencia.
2311 Entonces el gerente le pidió al empleado que le llevara los documentos a su oficina. Éste lo hizo, y a los cinco minutos volvió a salir, regañado y furioso, pero con todos los tiquetes en regla para viajar. La semana siguiente desembarcamos en la población de Sucre como si hubiéramos nacido en ella.
2312 No sólo el pueblo sino la región entera era un piélago de aguas mansas que cambiaban de colores por los mantos de flores que las cubrían según la época, según el lugar y según nuestro propio estado de ánimo. Su esplendor recordaba el de los remansos de ensueño del sudeste asiático.
2313 Durante los muchos años en que la familia vivió allí no hubo un solo automóvil. Habría sido inútil, pues las calles rectas de tierra aplanada parecían tiradas a cordel para los pies descalzos y muchas casas tenían en las cocinas su muelle privado con las canoas domésticas para el transporte local.
2314 Años después, mi hermano Jaime y mi hermana Ligia, que sobrevivieron a los riesgos iniciáticos, se lucieron en campeonatos infantiles de natación. Lo que me convirtió a Sucre en una población inolvidable fue el sentimiento de libertad con que nos movíamos los niños en la calle.
2315 El manejo del poder era inmediato y absoluto. Todas las noches, después del rosario, daban en la torre de la iglesia las campanadas correspondientes a la calificación moral de la película anunciada en el cine contiguo, de acuerdo con el catálogo de la Oficina Católica para el Cine.
2316 No había tenido tiempo de saciarme con aquel desafuero del libre albedrío cuando tuve que volver a Barranquilla en enero del año siguiente para empezar el bachillerato, porque en Sucre no había un colegio bastante para las calificaciones excelentes del maestro Casalins.
2317 Él habría preferido el colegio Americano para que aprendiera inglés, pero mi madre lo descartó con la razón viciada de que era un cubil de luteranos. Hoy tengo que admitir en honor de mi padre que una de las fallas de mi vida de escritor ha sido no hablar inglés.
2318 Yo dormía en el sofá de la sala, que de noche se transformaba en cama. El colegio San José estaba a unas seis cuadras, en un parque de almendros donde había estado el cementerio más antiguo de la ciudad y todavía se encontraban huesecillos sueltos y piltrafas de ropa muerta a ras del empedrado.
2319 O esta otra trampa maldita: «Si le pusiéramos al ecuador un cinturón de oro de cincuenta centímetros de espesor, ¿cuánto aumentaría el peso de la Tierra?». No atinaba ni en una, aunque supiera las respuestas, porque la lengua me trastabillaba de pavor como mi primer día en el teléfono.
2320 No sólo desistió de su asedio, sino que a veces se entretenía en los recreos para enseñarme las respuestas bien fundadas de las preguntas que no había podido contestarle, o de algunas más raras que luego aparecían como por casualidad en los exámenes siguientes de mi primer año.
2321 Un alivio en mis sobresaltos fue el nombramiento del pintor y escritor Héctor Rojas Herazo en la cátedra de dibujo. Debía tener unos veinte años. Entró en el aula acompañado por el padre prefecto, y su saludo resonó como un portazo en el bochorno de las tres de la tarde.
2322 Tenía la belleza y la elegancia fácil de un artista de cine, con una chaqueta de pelo de camello, muy ceñida, y con botones dorados, chaleco de fantasía y una corbata de seda estampada. Pero lo más insólito era el sombrero melón, con treinta grados a la sombra.
2323 A su lado, el padre prefecto parecía abandonado de la mano de Dios. De entrada se vio que no tenía método ni paciencia para la enseñanza, pero su humor malicioso nos mantenía en vilo, como nos asombraban los dibujos magistrales que pintaba en el tablero con tizas de colores.
2324 No los habría escrito o les habría prestado un poco más de atención si hubiera imaginado que iban a merecer la gloria de la letra impresa. Pues en realidad eran sátiras amables que circulaban en papelitos furtivos en las aulas soporíferas de las dos de la tarde.
2325 El padre Mejía tomó nota de la respuesta, y publicó los versos con ese título -«Bobadas mías»- y con la firma de Gabito, en el número siguiente de la revista y con la autorización de las víctimas. En dos números sucesivos tuve que publicar otra serie a petición de mis compañeros de clase.
2326 Leía en las clases, con el libro abierto sobre las rodillas, y con tal descaro que mi impunidad sólo parecía posible por la complicidad de los maestros. Lo único que no logré con mis marrullerías bien rimadas fue que me perdonaran la misa diaria a las siete de la mañana.
2327 Al contrario de mi madre, que le escondía a papá algunas de mis cartas para mantenerlo vivo, y otras me las devolvía corregidas y a veces con sus parabienes por ciertos progresos gramaticales y el buen uso de las palabras. Pero al cabo de dos años no hubo mejoras a la vista.
2328 Hoy mi problema sigue siendo el mismo: nunca pude entender por qué se admiten letras mudas o dos letras distintas con el mismo sonido, y tantas otras normas ociosas. Fue así como me descubrí una vocación que me iba a acompañar toda la vida: el gusto de conversar con alumnos mayores que yo.
2329 El otro era Enrique Scopell, hijo de un fotógrafo cubano legendario en la ciudad, y él mismo reportero gráfico. Sin embargo, mi gratitud con él no fue tanto por nuestros trabajos comunes en la prensa, sino por su oficio de curtidor de pieles salvajes que exportaba para medio mundo.
2330 Los maestros jesuítas, tan severos en clases, eran distintos en los recreos, donde nos enseñaban lo que no decían dentro y se desahogaban con lo que en realidad hubieran querido enseñar. Hasta donde era posible a mi edad, creo recordar que esa diferencia se notaba demasiado y nos ayudaba más.
2331 El padre Ignacio Zaldívar era un vasco montañés que seguí frecuentando en Cartagena hasta su buena vejez en el convento de San Pedro Claver. El padre Eduardo Núñez tenía ya muy avanzada una historia monumental de la literatura colombiana, de cuya suerte nunca tuve noticia.
2332 El infierno, por supuesto, era lo contrario. Pero en dos ocasiones me confesó su problema de que «de todos modos en el infierno había fuego», pero no lograba explicarlo. Más por esas lecciones en los recreos que por las clases formales, terminé el año con el pecho acorazado de medallas.
2333 No bien pisé tierra firme, una muchacha muy bella, rubia y de una espontaneidad abrumadora se colgó de mi cuello y me sofocó a besos. Era mi hermana Carmen Rosa, la hija de mi papá antes de su matrimonio, que había ido a pasar una temporada con su familia desconocida.
2334 Como sastre le fue bien, pero no tan bien como le fue con su parsimonia de garañón, pues más era el tiempo que se le iba bien acompañado en la cama detrás del cancel, que solo y aburrido en la máquina de coser. Mi padre tuvo en aquellas vacaciones la rara idea de prepararme para los negocios.
2335 Es tu deber de hombre. Le zafé la jareta, pero en la prisa no pude quitárselo, y tuvo que ayudarme con las piernas bien estiradas y un movimiento rápido de nadadora. Después me levantó en vilo por los sobacos y me puso encima de ella al modo académico del misionero.
2336 El resto lo hizo de su cuenta, hasta que me morí solo encima de ella, chapaleando en la sopa de cebollas de sus muslos de potranca. Se reposó en silencio, de medio lado, mirándome fijo a los ojos y yo le sostenía la mirada con la ilusión de volver a empezar, ahora sin susto y con más tiempo.
2337 Me pareció una exageración por la edad de mi hermano, pero cuando me lo mostró me di cuenta de que era cierto. Luego saltó desnuda de la cama con una gracia de ballet, y mientras se vestía me explicó que en la puerta siguiente de la casa, a la izquierda, estaba don Eligió Molina.
2338 Dentro del espíritu feudal de La Mojana, los señores de la tierra se complacían en estrenar a las vírgenes de sus feudos y después de unas cuantas noches de mal uso las dejaban a merced de su suerte. Había para escoger entre las que salían a cazarnos en la plaza después de los bailes.
2339 Me sucedía con frecuencia: contestaba cualquier cosa, pero casi siempre era tan extraña o divertida, que los maestros se escabullían. Alguien debió inquietarse por mi salud mental, cuando le di en un examen una respuesta acertada, pero indescifrable al primer golpe.
2340 Mi acudiente, de acuerdo con mis padres, me llevó con un especialista que me hizo un examen agotador pero muy divertido, porque además de su rapidez mental tenía una simpatía personal y un método irresistibles. Me hizo leer una cartilla con frases enrevesadas que yo debía enderezar.
2341 Lo hice con tanto entusiasmo, que el médico no resistió la tentación de inmiscuirse en mi juego, y se nos ocurrieron pruebas tan ingeniosas que tomó notas para incorporarlas a sus exámenes futuros. Al término de una indagatoria minuciosa de mis costumbres me preguntó cuántas veces me masturbaba.
2342 Uno de sus antiguos compañeros fue más explícito y me dijo con un gran afecto que no tenía nada de raro que estuviera en un manicomio de Chicago, porque siempre le pareció peor que sus pacientes. El diagnóstico fue una fatiga nerviosa agravada por leer después de las comidas.
2343 Mis compañeros de clase se dividieron desde el primer momento: los que en realidad pensaban que había estado loco desde siempre, los que creían que me hacía el loco para gozar la vida y los que siguieron tratándome sobre la base de que los locos eran los maestros.
2344 Por fortuna, papá lo entendió de un modo simple y decidió que volviera a casa sin terminar el año ni gastarle más tiempo y dinero a una molestia que sólo podía ser una afección hepática. Para mi hermano Abelardo, en cambio, no había problemas de la vida que no se resolvieran en la cama.
2345 Trabajó en un banco hasta la edad de retiro, y lo que más me conmovió fue su pasión eterna por la lengua inglesa. La estudió a lo largo de su vida desde el amanecer, y en la noche hasta muy tarde, como ejercicios cantados con muy buena voz y buen acento, hasta que se lo permitió la edad.
2346 Los días de fiesta se iba al puerto a cazar turistas para hablar con ellos, y llegó a tener tanto dominio como el que tuvo siempre en castellano, pero su timidez le impidió hablarlo con nadie conocido. Sus tres hijos varones, todos mayores que yo, y su hija Valentina, no pudieron escucharlo jamás.
2347 Mi prima Valentina me llevó un domingo a la casa donde César vivía con sus padres, en el barrio de San Roque, el más parrandero de la ciudad. Era de huesos firmes, prieto y flaco, de grandes dientes de conejo y el cabello alborotado de los poetas de su tiempo.
2348 Y, sobre todo, parrandero y desbraguetado. Su casa, de clase media pobre, estaba tapizada de libros sin espacio para uno más. Su padre era un hombre serio y más bien triste, con aires de funcionario en retiro, y parecía atribulado por la vocación estéril de su hijo.
2349 Aquella casa fue para mí la revelación de un mundo que quizás intuía a mis catorce años, pero nunca había imaginado hasta qué punto. Desde aquel primer día me volví su visitante más asiduo, y le quitaba tanto tiempo al poeta que todavía hoy no me explico cómo podía soportarme.
2350 He llegado a pensar que me usaba para practicar sus teorías literarias, tal vez arbitrarias pero deslumbrantes, con un interlocutor asombrado pero inofensivo. Me prestaba libros de poetas que nunca había oído nombrar, y los comentaba con él sin una conciencia mínima de mi audacia.
2351 Por aquellos días se alborotó el ambiente cultural de la ciudad con un poema de Meira Delmar a Cartagena de Indias que saturó todos los medios de la costa. Fue tal la maestría de la dicción y la voz con que me lo leyó César del Valle, que lo aprendí de memoria en la segunda lectura.
2352 La última noticia que tuve de aquel poeta inolvidable, dos años después en Bogotá, fue un telegrama de Valentina con las dos palabras únicas que no tuvo corazón para firmar: «Murió César». Mi primer sentimiento en una Barranquilla sin mis padres fue la conciencia del libre albedrío.
2353 Pues el único límite que me impusieron en casa del tío Eliécer, para proteger su responsabilidad, fue que no llegara después de las ocho de la noche. Un día que esperaba a César del Valle leyendo en la sala de su casa, había llegado a buscarlo una mujer sorprendente.
2354 Se llamaba Martina Fonseca y era una blanca vaciada en un molde de mulata, inteligente y autónoma, que bien podía ser la amante del poeta. Por dos o tres horas viví a plenitud el placer de conversar con ella, hasta que César volvió a casa y se fueron juntos sin decir para dónde.
2355 No volví a saber de ella hasta el Miércoles de Ceniza de aquel año, cuando salí de la misa mayor, y la encontré esperándome en un escaño del parque. Creí que era una aparición. Llevaba una bata de lino bordado que purificaba su hermosura, un collar de fantasía y una flor de fuego vivo en el descote.
2356 Su especialidad profesional era preparar para los ascensos a maestros de primaria. A los mejor calificados los atendía en sus horas libres con chocolate y almojábanas, de modo que al bullicioso vecindario no le llamó la atención el nuevo alumno de los sábados.
2357 Después de los dos primeros sábados creí que no podía soportar más los deseos desaforados de estar con ella a toda hora. Estábamos a salvo de todo riesgo, porque su marido anunciaba su llegada a la ciudad con una clave para que ella supiera que estaba entrando en el puerto.
2358 Estuve a punto de romper las reglas del juego por el zarpazo de los celos, y no de cualquier modo: quería matarlo. Lo resolvió la madurez de ella, que desde entonces me llevó de cabestro a través de los escollos de la vida real como a un lobito con piel de cordero.
2359 Le sorprendió el infantilismo de descuidar las clases por complacer al demonio de una irresistible vocación de vida. «Es lógico -le dije-. Si esta cama fuera el colegio y tú fueras la maestra, yo sería el número uno no sólo de la clase sino de toda la escuela.» Ella lo tomó como un ejemplo certero.
2360 Sin demasiados sacrificios emprendió la tarea de mi rehabilitación con un horario fijo. Me resolvía las tareas y me preparaba para la semana siguiente entre retozos de cama y regaños de madre. Si los deberes no estaban bien y a tiempo me castigaba con la veda de un sábado por cada tres faltas.
2361 Pero las gratitudes confidenciales se las llevaron los médicos por lo bien que me habían sanado de la locura. En la fiesta caí en la cuenta de que había una mala dosis de cinismo en la emoción con que yo agradecía en los años anteriores los elogios por méritos que no eran míos.
2362 En el último año, cuando fueron merecidos, me pareció decente no agradecerlos. Pero correspondí de todo corazón con el poema «El circo», de Guillermo Valencia, que recité completo sin consueta en el acto final, y más asustado que un cristiano frente a los leones.
2363 En las vacaciones de aquel buen año había previsto visitar a la abuela Tranquilina en Aracataca, pero ella tuvo que ir de urgencia a Barranquilla para operarse de las cataratas. La alegría de verla de nuevo se completó con la del diccionario del abuelo que me llevó de regalo.
2364 Nunca más recobró la vista. Mis padres insistieron en que pasara las vacaciones con ellos en Sucre y que llevara conmigo a la abuela. Mucho más envejecida de lo que mandaba la edad, y con la mente a la deriva, se le había afinado la belleza de la voz y cantaba más y con más inspiración que nunca.
2365 Contradecía o criticaba algunos comentarios de los locutores, discutía con ellos los temas más variados o les reprochaba cualquier error gramatical como si estuvieran en carne y hueso junto a su cama, y se negaba a que la cambiaran de ropa mientras no se despidieran.
2366 Entonces aprendí que Martina era fácil de convencer cuando decía que sí pero nunca cuando decía que no. Así que agarré el guante, bañado en lágrimas, y me propuse ser otro en la vida que ella pensó para mí: otra ciudad, otro colegio, otros amigos y hasta otro modo de ser.
2367 Luis Enrique, que tenía un año menos que yo, estuvo matriculado en dos escuelas locales y de ambas había desertado a los pocos meses. Margarita y Aída estudiaban bien en la escuela primaria de las monjas, pero ya empezaban a pensar en una ciudad cercana y menos costosa para el bachillerato.
2368 La atracción mayor de cada carroza eran las muchachas escogidas por su gracia y su belleza, y vestidas como reinas, que recitaban versos alusivos a la guerra simbólica entre las dos mitades del pueblo. Yo, todavía medio forastero, disfrutaba del privilegio de ser neutral, y así me comportaba.
2369 Aquel año, sin embargo, cedí ante los ruegos de los capitanes de Congoveo para que les escribiera los versos para mi hermana Carmen Rosa, que sería la reina de una carroza monumental. Los complací encantado, pero me excedí en los ataques al adversario por mi ignorancia de las reglas del juego.
2370 No me quedó otro recurso que enmendar el escándalo con dos poemas de paz: uno reparador para la bella de Congoveo y otro de reconciliación para la bella de Zulia. El incidente se hizo público. El poeta anónimo, apenas conocido en la población, fue el héroe de la jornada.
2371 Desde entonces no me alcanzó el tiempo para ayudar en comedias infantiles, bazares de caridad, tómbolas de beneficencia y hasta el discurso de un candidato al concejo municipal. Luis Enrique, que ya se perfilaba como el guitarrista inspirado que llegó a ser, me enseñó a tocar el tiple.
2372 Yo, en cambio, no sabía bailar, y no pude aprender ni siquiera en casa de las señoritas Loiseau, seis hermanas inválidas de nacimiento, que sin embargo daban clases de buen baile sin levantarse de sus mecedores. Mi padre, que nunca fue insensible a la fama, se acercó a mí con una visión nueva.
2373 Por primera vez dedicamos largas horas a conversar. Apenas si nos conocíamos. En realidad, visto desde hoy, no viví con mis padres más de tres años en total, sumados los de Aracataca, Barranquilla, Cartagena, Sincé y Sucre. Fue una experiencia muy grata que me permitió conocerlos mejor.
2374 El primer impacto fue una gran frustración, pues lo que hubiera querido entonces era quedarme ahogado en la parranda perpetua. Pero prevaleció la inocencia. Por la ropa de tierra fría no hubo problema. Mi padre tenía un vestido negro de cheviot y otro de pana, y ninguno le cerraba en la cintura.
2375 Mi madre me compró además el sobretodo de piel de camello de un senador muerto. Cuando me lo estaba midiendo en casa, mi hermana Ligia -que es vidente de natura- me previno en secreto de que el fantasma del senador se paseaba de noche por su casa con el sobretodo puesto.
2376 Por la época en que las aguas tenían caudal suficiente, el viaje de subida duraba cinco días de Barranquila a Puerto Salgar, de donde se hacía una jornada en tren hasta Bogotá. En tiempos de sequía, que eran los más entretenidos para navegar si no se tenía prisa, podía durar hasta tres semanas.
2377 Ahora es raro que uno conozca a alguien en los aviones. En los buques fluviales los estudiantes terminábamos por parecer una sola familia, pues nos poníamos de acuerdo todos los años para coincidir en el viaje. A veces el buque encallaba hasta quince días en un banco de arena.
2378 Sentí que me tragaba la tierra, y le di mis humildes excusas por haberlo confundido con un estudiante que tocaba el bandoneón en el David Arango, a principios de enero del 44. Entonces resplandeció por el recuerdo. Era el colombiano Salomón Hakim, uno de los grandes neurólogos de este mundo.
2379 La desilusión fue que había cambiado el bandoneón por la ingeniería médica. Otro pasajero me llamó la atención por su distancia. Era joven, robusto, de piel rubicunda y lentes de miope, y una calvicie prematura muy bien tenida. Me pareció la imagen perfecta del turista cachaco.
2380 Cada día apareció en el comedor con una camisa de playa diferente y florida, y desayunó, almorzó, comió y siguió leyendo solo en la mesa más arrinconada. No creo que hubiera cruzado un saludo con nadie. Lo bauticé para mí como «el lector insaciable». No resistí la tentación de husmear sus libros.
2381 La mayoría eran tratados indigestos de derecho público, que leía en las mañanas, subrayando y tomando notas marginales. Con la fresca de la tarde leía novelas. Entre ellas, una que me dejó atónito: El doble, de Dostoievski, que había tratado de robarme, y no pude, en una librería de Barranquilla.
2382 Al lector implacable, por el contrario no le alcanzaba el tiempo para tantos. Lo que quiero decir y no he dicho es que hubiera dado cualquier cosa por ser él. El tercer viajero, por supuesto, era Jack el Destripador mi compañero de cuarto, que hablaba dormido en lengua bárbara durante horas enteras.
2383 No recuerdo un ser más adorable mientras aceitaba y probaba el filo de sus cuchillos siniestros en su lengua rosada. Su único problema había sido el primer día en el comedor cuando les reclamó a los meseros que no podría sobrevivir al viaje si no le servían cuatro raciones.
2384 El alegó que había viajado por los mares del mundo y en todos le reconocieron el derecho humano de no dejarlo morir de hambre. El caso subió hasta el capitán, quien decidió muy a la colombiana que le sirvieran dos raciones, y que a los meseros se les fuera la mano hasta dos más por distracción.
2385 Cuando descubrí que les sobraba un tiple me hice cargo de él, ensayé con ellos en las tardes y cantábamos hasta el amanecer. El tedio de mis horas libres encontró remedio por una razón del corazón: el que no canta no puede imaginarse lo que es el placer de cantar.
2386 Una noche de gran luna nos despertó un lamento desgarrador que nos llegaba de la ribera. El capitán Clímaco Conde Abello, uno de los más grandes, dio orden de buscar con reflectores el origen de aquel llanto, y era una hembra de manatí que se había enredado en las ramas de un árbol caído.
2387 En el inmenso barrio de tolerancia de Barrancabermeja, la capital del petróleo, nos llevamos la sorpresa de encontrar cantando con la orquesta de un burdel a Ángel Casij Palencia, primo hermano de José, que había desaparecido de Sucre sin dejar rastro desde el año anterior.
2388 Cuando llegamos a la comandancia de policía ya tenían entre rejas y sin un solo rasguño a los verdaderos culpables, unos vagos locales que no tenían nada que ver con nuestro buque. En la escala final, Puerto Salgar, había que desembarcar a las cinco de la mañana vestidos para las tierras altas.
2389 Los pueblos del camino eran tristes y helados, y en las estaciones desiertas sólo nos esperaban las vendedoras de toda la vida que ofrecían por la ventanilla del vagón unas gallinas gordas y amarillas, cocinadas enteras, y unas papas nevadas que sabían a gloria.
2390 Allí sentí por primera vez un estado del cuerpo desconocido e invisible: el frío. Al atardecer, por fortuna, se abrían de pronto hasta el horizonte las sabanas inmensas, verdes y bellas como un mar del cielo. El mundo se volvía tranquilo y breve. El ambiente del tren se volvía otro.
2391 Me había olvidado por completo del lector insaciable, cuando apareció de pronto y se sentó enfrente de mí con un aspecto de urgencia. Fue increíble. Lo había impresionado un bolero que cantábamos en las noches del buque y me pidió que se lo copiara. No sólo lo hice, sino que le enseñé a cantarlo.
2392 Estaba tan aturdido que no alcancé a darme cuenta de lo que acababa de pasarme. Me guardé el libro en el bolsillo del sobretodo, y el viento helado del crepúsculo me golpeó cuando salí de la estación. A punto de sucumbir puse el baúl en el andén y me senté sobre él para tomar el aire que me faltaba.
2393 No había un alma en las calles. Lo poco que alcancé a ver era la esquina de una avenida siniestra y glacial bajo una llovizna tenue revuelta con hollín, a dos mil cuatrocientos metros de altura y con un aire polar que estorbaba para respirar. Esperé muerto de frío no menos de media hora.
2394 Pero lo que me preocupaba entonces no era que alguien viniera o no viniera, sino el miedo de estar sentado en un baúl sepulcral sin conocer a nadie en el otro lado del mundo. De pronto bajó de un taxi un hombre distinguido, con un paraguas de seda y un abrigo de camello que le daba a los tobillos.
2395 En cambio no se veía ni una mujer de consolación, cuya entrada estaba prohibida en los cafés sombríos del centro comercial, como la de sacerdotes con sotana y militares uniformados. En los tranvías y orinales públicos había un letrero triste: «Si no le temes a Dios, témele a la sífilis».
2396 En el atrio de la iglesia de las Nieves vi desde el taxi la primera mujer en las calles, esbelta y sigilosa, y con tanta prestancia como una reina de luto, pero me quedé para siempre con la mitad de la ilusión, porque llevaba la cara cubierta con un velo infranqueable.
2397 La casa donde pasé la noche era grande y confortable, pero me pareció fantasmal por su jardín sombrío de rosas oscuras y un frío que trituraba los huesos. Era de la familia Torres Gamboa, parientes de mi padre y conocidos míos, pero los veía como extraños en la cena arropados con mantas de dormir.
2398 El espectáculo era descorazonador. Cuando escampó, hacia las diez de la mañana, la fila se prolongaba todavía dos cuadras más sobre la avenida Jiménez de Quesada, y aún faltaban aspirantes que se habían refugiado en los portales. Me pareció imposible obtener nada en semejante rebatiña.
2399 Me sirvieron café y me inscribieron sin más trámites, no sin antes advertirme que no estaban burlando instancias sino rindiendo tributo a los dioses insondables de la casualidad. Me informaron que el examen general sería el lunes siguiente en el colegio de San Bartolomé.
2400 Calculaban unos mil aspirantes de todo el país para unas trescientas cincuenta becas, de modo que la batalla iba a ser larga y difícil, y quizás un golpe mortal para mis ilusiones. Los favorecidos conocerían los resultados una semana después, junto con los datos del colegio que les asignaran.
2401 Días después reconocí al impostor en la fotografía de los periódicos como el cabecilla de una banda de estafadores que se disfrazaban de curas para gestionar negocios ilícitos en organismos oficiales. No deshice el baúl ante la certidumbre de que me mandarían para cualquier parte.
2402 De pronto me sentí poseído por un aura de inspiración que me permitió improvisar respuestas creíbles y chiripas milagrosas. Salvo en las matemáticas, que no se me rindieron ni en lo que Dios quiso. El examen de dibujo, que hice deprisa pero bien, me sirvió de alivio.
2403 Cumplí con el deber de reclamar las calificaciones una semana después. La empleada de la recepción debió reconocer alguna señal en mi expediente porque me llevó sin razones con el director. Lo encontré de muy buen genio, en mangas de camisa y con tirantes rojos de fantasía.
2404 Lo único que sabía de esa ciudad histórica era que tenia minas de sal. Gómez Támara me explicó que era un colegio colonial expropiado a una comunidad religiosa por una reforma liberal reciente, y ahora tenía una nómina espléndida de maestros jóvenes con una mentalidad moderna.
2405 En su primera época tenía un letrero tallado en el pórtico de piedra: El principio de la sabiduría es el temor de Dios. Pero la divisa fue cambiada por el escudo de Colombia cuando el gobierno liberal del presidente Alfonso López Pumarejo nacionalizó la educación en 1936.
2406 Por ella aprendí pronto y bien cómo es el país que me tocó en la rifa del mundo. La docena de paisanos caribes que me asumieron como suyo desde la llegada, y también yo, desde luego, hacíamos distinciones insalvables entre nosotros y los otros: los nativos y los forasteros.
2407 Humberto Jaimes, de El Banco, era un estudioso encarnizado al que nunca le interesó bailar y sacrificaba sus fines de semana para quedarse estudiando en el colegio. Creo que no había visto nunca un balón de futbol ni leído la reseña de un partido de cualquier cosa.
2408 Siempre acudíamos a él para informarnos sobre el estado del mundo durante la guerra mundial, que seguíamos apenas por los rumores, pues no estaba autorizada en el colegio la entrada regular de periódicos o revistas, y la radiola la usábamos solo para bailar unos con otros.
2409 Nunca tuvimos ocasión de averiguar de dónde sacaba Pagocio sus batallas históricas en las cuales ganaban siempre los aliados. Sergio Castro -de Quetame- fue quizás el mejor estudiante en todos los años del liceo, y obtuvo siempre las calificaciones más altas desde su ingreso.
2410 Me parece que su secreto era el mismo que me había aconsejado Martina Fonseca en el colegio San José: no perdía una palabra del maestro o de las intervenciones de sus condiscípulos en las clases, tomaba notas hasta de la respiración de los profesores y las ordenaba en un cuaderno perfecto.
2411 Otros eran Jaime Bravo, Humberto Guillén y Álvaro Vidal Barón, de quienes fui muy cercano en el colegio y seguimos encontrándonos durante años en la vida real. Álvaro Ruiz iba a Bogotá todos los fines de semana con su familia, y regresaba bien provisto de cigarrillos y noticias de novias.
2412 Tal vez fue eso lo que quisieron decir en el ministerio sobre la movilidad regional que patrocinaba el gobierno. Ya en la edad madura, invitado a la cabina de mandos de un avión trasatlántico, las primeras palabras que me dirigió el capitán fue para preguntarme de dónde era.
2413 En el comedor funcionaba un sistema de mercado que permitía a cada quien arreglar la ración a su gusto. El dinero carecía de valor. Los dos huevos del desayuno eran la moneda más cotizada, pues con ellos se podía comprar con ventaja cualquier otro plato de las tres comidas.
2414 Más aún: no recuerdo ni un solo pleito a trompadas por motivo alguno en cuatro años de internado. Los maestros, que comían en otra mesa del mismo salón, no eran ajenos a los trueques personales entre ellos, pues todavía arrastraban hábitos de sus colegios recientes.
2415 La mayoría eran solteros o vivían allí sin las esposas, y sus sueldos eran casi tan escasos como nuestras mesadas familiares. Se quejaban de la comida con tantas razones como nosotros, y en una crisis peligrosa se rozó la posibilidad de conjurarnos con alguno de ellos para una huelga de hambre.
2416 Sólo cuando recibían regalos o tenían invitados de fuera se permitían platos inspirados que por una vez estropeaban las igualdades. Ése fue el caso, en el cuarto año, cuando el médico del liceo nos prometió un corazón de buey para estudiarlo en su curso de anatomía.
2417 Al álgebra le dediqué mis mejores ánimos, no sólo por respeto a su estirpe clásica sino por mi cariño y mi terror al maestro. Fue inútil. Me reprobaron en cada trimestre, la rehabilité dos veces y la perdí en otra tentativa ilícita que me concedieron por caridad.
2418 El maestro de francés en cuarto año, monsieur Antonio Yelá Alban, me encontró intoxicado por las novelas policíacas. Sus clases me aburrían tanto como las de todos, pero sus citas oportunas del francés callejero fueron una buena ayuda para no morirme de hambre en París diez años después.
2419 La mayoría de los maestros habían sido formados en la Normal Superior bajo la dirección del doctor José Francisco Socarras, un siquiatra de San Juan del César que se empeñó en cambiar la pedagogía clerical de un siglo de gobierno conservador por un racionalismo humanístico.
2420 El maestro Calderón nos pidió que le escribiéramos un cuento con tema libre en la clase de castellano. Se me ocurrió el de una enferma mental de unos siete años y con un título pedante que iba en sentido contrario al de la poesía: «Un caso de sicosis obsesiva».
2421 Le pareció bien escrito y al menos con intención de algo original. Por primera vez me habló de la retórica. Me dio algunos trucos prácticos de temática y métrica para versificar sin pretensiones, y concluyó que de todos modos debía persistir en la escritura aunque sólo fuera por salud mental.
2422 No eran muchos los que escapaban, y sus secretos se pudrían en la memoria de sus cómplices fieles. Conocí algunos que lo hicieron de rutina, otros que se atrevieron una vez de ida con el coraje que infundía la tensión de la aventura, y regresaban exhaustos por el terror.
2423 Mi único inconveniente social en el colegio eran unas pesadillas siniestras heredadas de mi madre, que irrumpían en los sueños ajenos como alaridos de ultratumba. Mis vecinos de cama las conocían de sobra y sólo les temían por el pavor del primer aullido en el silencio de la madrugada.
2424 El maestro de turno, que dormía en el camarote de cartón, se paseaba sonámbulo de un extremo al otro del dormitorio hasta que se restablecía la calma. No sólo eran sueños incontrolables, sino que tenían algo que ver con la mala conciencia, porque en dos ocasiones me ocurrieron en casas extraviadas.
2425 Una pesadilla apenas comparable con una de mi madre, que tenía en su regazo su propia cabeza y la expurgaba de las liendres y los piojos que no la dejaban dormir. Mis gritos no eran de pavor, sino voces de auxilio para que alguien me hiciera la caridad de despertarme.
2426 En el dormitorio del liceo no había tiempo de nada, porque al primer quejido me caían encima las almohadas que me lanzaban desde las camas vecinas. Despertaba acezante, con el corazón alborotado pero feliz de estar vivo. Lo mejor del liceo eran las lecturas en voz alta antes de dormir.
2427 Leyó las cuatro cuartillas en voz alta en su cubículo de cartón para que tomaran notas los alumnos que no hubieran tenido tiempo de leerlo. Fue tan grande el interés, que desde entonces se impuso la costumbre de leer en voz alta todas las noches antes de dormir.
2428 O la tensión insólita de todos sentados en las camas para no perder palabra de los farragosos duelos filosóficos entre Naptha y su amigo Settembrini. La lectura se prolongó aquella noche por más de una hora y fue celebrada en el dormitorio con una salva de aplausos.
2429 Llevaba vestidos intachables de colores vivos, y el cuello almidonado como de celuloide con corbatas alegres y zapatos resplandecientes. Cualquier falla en nuestra limpieza personal la registraba con un gruñido que era una orden de volver al dormitorio para corregirla.
2430 El resto del día se encerraba en su oficina del segundo piso, y no volvíamos a verlo hasta la mañana siguiente a la misma hora, o mientras daba los doce pasos entre la oficina y el aula del sexto año, donde dictaba su única clase de matemáticas tres veces por semana.
2431 Sus alumnos decían que era un genio de los números, y divertido en las clases, y los dejaba asombrados con su sabiduría y trémulos por el terror del examen final. Poco después de mi llegada tuve que escribir el discurso inaugural para algún acto oficial del liceo.
2432 Por fortuna, pues yo no habría tenido voz para contestarle, no sólo por su sequedad sino por la imponencia, el orden y la belleza del despacho con muebles de maderas nobles y forros de terciopelo, y las paredes tapizadas por la asombrosa estantería de libros empastados en cuero.
2433 Luego me indicó la poltrona auxiliar frente al escritorio y se sentó en la suya. Había preparado la explicación de mi visita casi tanto como el discurso. Él la escuchó en silencio, aprobó cada frase con la cabeza, pero todavía sin mirarme a mí sino al papel que me temblaba en la mano.
2434 En algún punto que yo creía divertido traté de ganarle una sonrisa, pero fue inútil. Más aún: estoy seguro de que ya estaba al corriente del sentido de mi visita, pero me hizo cumplir con el rito de explicárselo. Cuando terminé tendió la mano por encima del escritorio y recibió el papel.
2435 Siga así. Desde aquel día sólo faltó que mis compañeros de clase me proclamaran héroe, y empezaron a llamarme con toda la sorna posible «el costeño que habló con el rector». Sin embargo, lo que más me afectó de la entrevista fue haberme enfrentado, una vez más, a mi drama personal con la ortografía.
2436 Aún hoy, con diecisiete libros publicados, los correctores de mis pruebas de imprenta me honran con la galantería de corregir mis horrores de ortografía como simples erratas. Las fiestas sociales en Zipaquirá correspondían en general a la vocación y el modo de ser de cada quien.
2437 La frase se quedó flotando en la ciudad durante varios días, y fue reproducida en carteles callejeros y en retratos de Roosevelt en las vitrinas de algunas tiendas. De modo que mi primer éxito público no fue como poeta ni novelista, sino como orador, y peor aún: como orador político.
2438 Sin embargo, la menos olvidable no fue el amor de nadie sino el hada de los adictos a la poesía. Se llamaba Cecilia González Pizano y tenía una inteligencia veloz, una simpatía personal y un espíritu libre en una familia de estirpe conservadora, y una memoria sobrenatural para toda la poesía.
2439 El curso sería en la mañana de los sábados, a cargo del profesor Andrés Pardo Tovar, director del primer programa de música clásica de La Voz de Bogotá. No alcanzábamos a ocupar la cuarta parte del comedor acondicionado para la clase, pero fuimos seducidos al instante por su labia de apóstol.
2440 Partía del supuesto -correcto en nuestro caso- de que éramos unos novatos de solemnidad. De modo que empezó con El carnaval de los animales, de Saint-Saéns, reseñando con datos eruditos el modo de ser de cada animal. Luego tocó -¡cómo no!- Pedro y el lobo, de Prokófiev.
2441 El rector salió deprisa para contestar al teléfono y no regresó a la clase. Nunca más, pues la llamada era para comunicarle el relevo de su cargo de rector, que había cumplido a conciencia durante cinco años en el liceo, y al cabo de toda una vida de buen servicio.
2442 Tenía treinta años y tres libros publicados. Yo conocía poemas suyos, y lo había visto una vez en una librería de Bogotá, pero nunca tuve nada que decirle ni alguno de sus libros para pedirle la firma. Un lunes apareció sin anunciarse en el recreo del almuerzo.
2443 El poeta Jorge Rojas, heredero de una fortuna efímera, patrocinó con su nombre y su saldo la publicación de unos cuadernillos originales que despertaron un grande interés en su generación y unificó un grupo de buenos poetas conocidos. Fue un cambio a fondo de las relaciones domésticas.
2444 Tal vez Calderón le había hablado de mí al nuevo rector, pues una de las primeras noches me hizo un sondeo sesgado sobre mis relaciones con la poesía, y le solté todo lo que llevaba dentro. Él me preguntó si había leído La experiencia literaria, un libro muy comentado de don Alfonso Reyes.
2445 Para mí fue como encontrar la poesía disuelta en una sopa de la vida diaria. Martín prescindió del magnífico apartamento de la rectoría. Instaló su oficina de puertas abiertas en el patio principal, y esto lo acercó más aún a nuestras tertulias después de la cena.
2446 Se instaló para largo tiempo con su esposa y sus hijos en una casona colonial bien mantenida en una esquina de la plaza principal, con un estudio de muros cubiertos por todos los libros con que podía soñar un lector atento a los gustos renovadores de aquellos años.
2447 Lo dijo como una galantería, por supuesto, pero yo me sentí fulminado. Carlos Martín insistió en hacernos una foto con los dos grandes poetas, y la hizo, en efecto, pero no tuve más noticias de ella hasta medio siglo después en su casa de la costa catalana, donde se retiró a gozar de su buena vejez.
2448 El liceo fue sacudido por un viento renovador. La radio, que sólo usábamos para bailar hombre con hombre, se convirtió con Carlos Martín en un instrumento de divulgación social, y por primera vez se escuchaban y se discutían en el patio de recreo los noticieros de la noche.
2449 La actividad cultural aumentó con la creación de un centro literario y la publicación de un periódico. Cuando hicimos la lista de los candidatos posibles por sus aficiones literarias bien definidas, su número nos dio el nombre del grupo: centro literario de los Trece.
2450 Nos pareció un golpe de suerte, además, porque era un desafío a la superstición. La iniciativa fue de los mismos estudiantes, y consistía sólo en reunimos una vez a la semana para hablar de literatura cuando en realidad ya no hacíamos otra cosa en los tiempos libres, dentro y fuera del liceo.
2451 Llegué tan lejos en esa fiebre de imitación, que me había propuesto la tarea de parodiar en su orden cada uno de los cuarenta sonetos de Garcilaso de la Vega. Escribía, además, los que algunos internos me pedían para dárselos como suyos a sus novias dominicales.
2452 Éramos unos cinco miembros que nos poníamos tareas para la reunión siguiente. Ninguno de ellos hizo carrera de escritor pero no se trataba de eso sino de probar las posibilidades de cada quien. Discutíamos las obras de los otros, y llegábamos a irritarnos tanto como si fueran partidos de futbol.
2453 Su curiosidad era legítima porque no le parecía verosímil que dedicáramos nuestras horas libres a la literatura. A fines de marzo nos llegó la noticia de que el antiguo rector, don Alejandro Ramos, se había disparado un tiro en la cabeza en el Parque Nacional de Bogotá.
2454 En la casa de mis abuelos oí decir demasiado que la única diferencia entre los dos partidos después de la guerra de los Mil Días era que los liberales iban a la misa de cinco para que no los vieran y los conservadores a la misa de ocho para que los creyeran creyentes.
2455 Sin embargo, después de cuarenta y seis años de una hegemonía cavernaria de presidentes conservadores, la paz empezaba a parecer posible. Tres presidentes jóvenes y con una mentalidad moderna habían abierto una perspectiva liberal que parecía dispuesta a disipar las brumas del pasado.
2456 De modo que en mi primer año del liceo estábamos embebidos en las noticias de la guerra europea, que nos mantenían en vilo como nunca lo había logrado la política nacional. La prensa no entraba en el liceo sino en casos muy especiales, porque no teníamos el hábito de pensar en ella.
2457 No existían radios portátiles, y el único del liceo era la vieja consola de la sala de maestros que encendíamos a todo volumen a las siete de la noche sólo para bailar. Lejos estábamos de pensar que en aquel momento se estuviera incubando la más sangrienta e irregular de todas nuestras guerras.
2458 La política entró a golpes en el liceo. Nos partimos en grupos de liberales y conservadores, y por primera vez supimos de qué lado estaba cada quien. Surgió una militancia interna, cordial y un tanto académica al principio, que degeneró en el mismo estado de ánimo que empezaba a pudrir al país.
2459 Se decía sin confirmación que en su oficina tenía un retrato de Lenin o de Marx. Fruto de aquel ambiente enrarecido debió ser el único amago de motín que ocurrió en el liceo. En el dormitorio salieron a volar almohadas y zapatos en detrimento de la lectura y el sueño.
2460 Luego, en un rapto de autoritarismo, insólito en un carácter como el suyo, nos ordenó abandonar el dormitorio en piyama y pantuflas, y formarnos en el patio helado. Allí nos soltó una arenga en el estilo circular de Catilina y regresamos en un orden perfecto a continuar el sueño.
2461 Tal vez sin proponérselo, había hecho a los investigadores un relato estupendo, según el cual no se había enterado del suceso hasta que fue liberado. Y tan ceñido a las verdades de la vida real, que el golpe de Pasto quedó como uno más de los tantos episodios ridículos de la historia nacional.
2462 Pero el estado de sitio riguroso, con censura de prensa, se impuso. Los pronósticos eran inciertos. Los conservadores habían gobernado el país desde la independencia de España, en 1830, hasta la elección de Olaya Herrera un siglo después, y todavía no daban muestra alguna de liberalización.
2463 Los liberales, en cambio, se hacían cada vez más conservadores en un país que iba dejando en su historia piltrafas de sí mismo. En aquel momento tenían una élite de intelectuales jóvenes fascinados por los señuelos del poder, cuyo ejemplar más radical y viable era Jorge Eliécer Gaitán.
2464 Éste había sido uno de los héroes de mi infancia por sus acciones contra la represión de la zona bananera, de la cual oí hablar sin entenderla desde que tuve uso de razón. Mi abuela lo admiraba, pero creo que le preocupaban sus coincidencias de entonces con los comunistas.
2465 En un reciente congreso del Partido Comunista había pronunciado un discurso imprevisto que sorprendió a muchos e inquietó a algunos de sus copartidarios burgueses, pero él no creía contrariar de palabra ni de obra su formación liberal ni su vocación de aristócrata.
2466 Su familiaridad con la diplomacia rusa le venía desde 1936, cuando estableció en Roma las relaciones con la Unión Soviética, en su condición de embajador de Colombia. Siete años después las formalizó en Washington en su condición de ministro de Colombia en los Estados Unidos.
2467 Sus buenos tratos con la embajada soviética en Bogotá eran muy cordiales, y tenía en el Partido Comunista colombiano algunos dirigentes amigos que hubieran podido acordar una alianza electoral con los liberales, de la cual se habló a menudo por aquellos días, pero nunca se concretó.
2468 También por esa época, siendo embajador en Washington, corrió en Colombia el rumor insistente de que era el novio secreto de una estrella grande de Hollywood -tal vez Joan Crawford o Paulette Godard- pero tampoco renunció nunca a su carrera de soltero insobornable.
2469 Entre los electores de Gaitán y los de Turbay podían hacer una mayoría liberal y abrir caminos nuevos dentro del mismo partido, pero ninguna de las dos mitades separadas le ganaría al conservatismo unido y armado. Nuestra Gaceta Literaria apareció en esos malos días.
2470 A los mismos que teníamos ya impreso el primer número nos sorprendió su presentación profesional de ocho páginas de tamaño tabloide, bien formado y bien impreso. Carlos Martín y Carlos Julio Calderón fueron los más entusiastas, y ambos comentaron en los recreos algunos de los artículos.
2471 Había un artículo de Convers sobre la hispanidad, y una prosa lírica mía firmada por Javier Garcés. Convers nos anunció que entre sus amigos de Bogotá había un gran entusiasmo y posibilidades de subvenciones para lanzarlo en grande como un periódico intercolegial.
2472 El primer número no había alcanzado a distribuirse cuando el golpe de Pasto. El mismo día en que se declaró turbado el orden público, el alcalde de Zipaquirá irrumpió en el liceo al frente de un pelotón armado y decomisó los ejemplares que teníamos listos para la circulación.
2473 Para nosotros fue una decisión disparatada que nos hizo sentir al mismo tiempo humillados e importantes. El tiraje del periódico no pasaba de doscientos ejemplares para una distribución entre amigos, pero nos explicaron que el requisito de la censura era ineludible bajo el estado de sitio.
2474 Pasaron más de cincuenta años antes de que Carlos Martín me revelara para estas memorias los misterios de aquel episodio absurdo. El día en que la Gaceta fue decomisada lo citó a su despacho de Bogotá el mismo ministro de Educación que lo había nombrado -Antonio Rocha- y le pidió la renuncia.
2475 Fue objeto de una agresión en un café de Bogotá que estuvo a punto de rechazar a bala. Un nuevo ministro lo nombró más tarde abogado jefe de la sección jurídica e hizo una carrera brillante que culminó con un retiro rodeado de libros y añoranzas en su remanso de Tarragona.
2476 Olaya Herrera -bajo el acoso feroz del Partido Conservador derrotado al cabo de medio siglo de reinado absoluto- declaró el estado de guerra, promovió la movilización nacional, depuró su ejército con hombres de confianza y mandó tropas para liberar los territorios violados por los peruanos.
2477 El gran escritor Juan Lozano y Lozano, movilizado por el presidente Olaya para que lo mantuviera al corriente de la verdad en una guerra de mentiras recíprocas, escribió con su prosa maestra la verdad del incidente, pero la falsa versión se tuvo como válida por mucho tiempo.
2478 El relevo despertó en el internado toda clase de suspicacias. Mis reservas contra él me estremecieron desde el primer saludo, por el cierto estupor con que se fijó en mi melena de poeta y mis bigotes montaraces. Tenía un aspecto duro y miraba directo a los ojos con una expresión severa.
2479 Mis compañeros me escogieron para que dijera en el entierro unas palabras de despedida. Esa misma noche pedí audiencia al nuevo rector para mostrarle mi oración fúnebre, y la entrada a su oficina me estremeció como una repetición sobrenatural de la única que tuve con el rector muerto.
2480 Había leído notas y versos míos, de los muchos que circulaban de trasmano en los recreos, y algunos le habían parecido dignos de ser publicados en un suplemento literario. Apenas intenté sobreponerme a mi timidez despiadada, cuando ya él había expresado el que sin duda era su propósito.
2481 Me aconsejó que me cortara los bucles de poeta, impropios en un hombre serio, que me modelara el bigote de cepillo y dejara de usar las camisas de pájaros y flores que bien parecían de carnaval. Nunca esperé nada semejante, y por fortuna tuve nervios para no contestarle una impertinencia.
2482 Hasta el punto de que interpreté como un fracaso personal que cancelaran los homenajes póstumos a petición de la familia. El final fue tenebroso. Alguien había descubierto que el cristal del ataúd parecía empañado cuando estaba expuesto en la biblioteca del liceo.
2483 Álvaro Ruiz Torres lo abrió a solicitud de la familia y comprobó que en efecto estaba húmedo por dentro. Buscando a tientas la causa del vapor en un cajón hermético, hizo una ligera presión con la punta de los dedos en el pecho, y el cadáver emitió un lamento desgarrador.
2484 A pesar de la simplicidad del diagnóstico, o tal vez por eso mismo, en algunos quedó el temor de que lo hubieran enterrado vivo. Con ese ánimo me fui a las vacaciones del cuarto año, ansioso de ablandar a mis padres para no seguir estudiando. Desembarqué en Sucre bajo una llovizna invisible.
2485 No tenía el vestido de dril blanco que lo identificaba a distancia desde sus años mozos, sino un pantalón casero, una camisa tropical de manga corta y un raro sombrero de capataz. Lo acompañaba mi hermano Gustavo, a quien no reconocí por el estirón de los nueve años.
2486 La buena noticia en la mesa fue que mi hermana Ligia se había ganado la lotería. La historia -contada por ella misma- empezó cuando nuestra madre soñó que su papá había disparado al aire para espantar a un ladrón que sorprendió robando en la vieja casa de Aracataca.
2487 Pues en las prisas de la travesura el hermano olvidó dónde estaba el billete, y en la ofuscación de la búsqueda tuvieron que vaciar roperos y baúles, y voltear la casa al revés desde la sala hasta los retretes. Sin embargo, más inquietante que todo fue la cantidad cabalística del premio: 770 pesos.
2488 El tiple, sin embargo, fue la gota que derramó el vaso. El ingreso a la casa de corrección sólo era posible por decisión de un juez de menores, pero papá superó la falta de requisitos mediante amigos comunes, con una carta de recomendación del arzobispo de Medellín, monseñor García Benítez.
2489 Luis Enrique, por su parte, dio una muestra más de su buena índole, por el júbilo con que se dejó llevar como para una fiesta. Las vacaciones sin él no eran iguales. Sabía acoplarse como un profesional con Filadelfo Velilla, el sastre mágico y tiplero magistral, y por supuesto con el maestro Valdés.
2490 Iba a cumplir veinte años en Navidad, y tenía un perfil abisinio y una piel de cacao. Era de cama alegre y orgasmos pedregosos y atribulados, y un instinto para el amor que no parecía de ser humano sino de río revuelto. Desde el primer asalto nos volvimos locos en la cama.
2491 En la primera semana tuve que escaparme del cuarto a las cuatro de la madrugada, porque nos equivocamos de fecha y el oficial podía llegar en cualquier momento. Salí por el portón del cementerio a través de los fuegos fatuos y los ladridos de los perros necrófilos.
2492 El susto me duró menos de lo que yo esperaba, pues el miércoles siguiente volví a quedarme dormido y cuando abrí los ojos me encontré con el rival vulnerado que me contemplaba en silencio desde los pies de la cama. Mi terror fue tan intenso que me costó trabajo seguir respirando.
2493 Las vainas de cama se arreglan con plomo. Puso el revólver sobre la mesa, destapó una botella de ron de caña, la puso junto al revólver y nos sentamos frente a frente a beber sin hablar. No podía imaginarme lo que iba a hacer, pero pensé que si quería matarme lo habría hecho sin tantos rodeos.
2494 Ella dio un salto y se escondió detrás del cancel. Habíamos terminado la primera botella cuando se desplomó el diluvio. El destapó entonces la segunda, se apoyó el cañón en la sien y me miró muy fijo con unos ojos helados. Entonces apretó el gatillo a fondo, pero martilló en seco.
2495 Pude decirle que también los machos se cagan, pero me di cuenta de que me faltaban huevos para bromas fatales. Entonces abrió el tambor del revólver, sacó la única cápsula y la tiró en la mesa: estaba vacía. Mi sentimiento no fue de alivio sino de una terrible humillación.
2496 El aguacero perdió fuerza antes de las cuatro. Ambos estábamos tan agotados por la tensión, que no recuerdo en qué momento me dio la orden de vestirme, y obedecí con una cierta solemnidad de duelo. Sólo cuando volvió a sentarse me di cuenta de que era él quien estaba llorando.
2497 La lluvia seguía, y el pueblo estaba enchumbado, de modo que me fui por el arroyo con el agua a las rodillas, y con el estupor de estar vivo. No sé cómo supo mi madre del altercado, pero en los días siguientes emprendió una campaña obstinada para que no saliera de casa en la noche.
2498 Buscaba signos de que me había quitado la ropa fuera de casa, descubría rastros de perfumes donde no los había, me preparaba comidas difíciles antes de que saliera a la calle por la superstición popular de que ni su esposo ni sus hijos nos atreveríamos a hacer el amor en el soponcio de la digestión.
2499 Nigromanta me mandaba razones de que estaba sola, de que su hombre andaba en comisión, de que hacía tiempo lo había perdido de vista. Siempre hice lo posible para no encontrarme con él, pero se apresuraba a saludarme a distancia con una señal que lo mismo podía ser de reconciliación que de amenaza.
2500 Así empecé mi vida de tabaquista empedernido, hasta el extremo de no poder pensar una frase si no era con la boca llena de humo. En el liceo sólo estaba permitido fumar en los recreos, pero yo pedía permiso para ir a los orinales dos y tres veces en cada clase, sólo por matar las ansias.
2501 Así llegué a tres cajetillas de veinte cigarrillos al día, y pasaba de cuatro según el fragor de la noche. En una época, ya fuera del colegio, creí enloquecer por la resequedad de la garganta y el dolor de los huesos. Decidí abandonarlo pero no resistí más de dos días de ansiedad.
2502 La realidad es que no entendía por qué debía sacrificar ingenio y tiempo en materias que no me conmovían y por lo mismo no iban a servirme de nada en una vida que no era mía. Me he atrevido a pensar que la mayoría de mis maestros me calificaban más bien por mi modo de ser que por mis exámenes.
2503 Mejor dicho: los años volaban y no tenía ni la mínima idea de lo que iba a hacer de mi vida, pues había de pasar todavía mucho tiempo antes de darme cuenta de que aun ese estado de derrota era propicio, porque no hay nada de este mundo ni del otro que no sea útil para un escritor.
2504 Lo sucedió Alberto Lleras Camargo, designado por el Congreso para completar el último año del periodo presidencial. Desde su discurso de posesión, con su voz sedante y su prosa de gran estilo, Lleras inició la tarea ilusoria de moderar los ánimos del país para la elección de un nuevo titular.
2505 Soporté por el resto de la semana las burlas de internos y externos por mi nuevo estilo. La sola idea de entrar en el palacio presidencial me helaba la sangre, pero fue un error del corazón, porque el único signo de los misterios del poder que allí encontramos fue un silencio celestial.
2506 Me impresionaron las espaldas triangulares en un traje impecable de gabardina inglesa, los pómulos pronunciados, la palidez de pergamino, los dientes de niño travieso que hacían las delicias de los caricaturistas, la lentitud de los gestos y su manera de dar la mano mirando directo a los ojos.
2507 Lo hizo con igual atención, y nos halagó ser tratados con el mismo respeto y la misma simpatía con que trataba al rector. Le bastaron los dos últimos minutos para que nos lleváramos la certidumbre de que sabía más de poesía que de navegación fluvial, y que sin duda le interesaba más.
2508 Con el ánimo de la fiesta de grado me fui a pasar en familia las vacaciones del quinto año, y la primera noticia que me dieron fue la muy feliz de que mi hermano Luis Enrique estaba de regreso al cabo de un año y seis meses en la casa de corrección. Me sorprendió una vez más su buena índole.
2509 En sus meditaciones de recluso llegó a la conclusión de que nuestros padres lo habían internado de buena fe. Sin embargo, la protección episcopal no lo puso a salvo de la dura prueba de la vida cotidiana en la cárcel, que en vez de pervertirlo enriqueció su carácter y su buen sentido del humor.
2510 Hasta ese momento me consolaba con la idea de atribuir al pueblo y a su gente, e incluso a mi familia, el espíritu de derrota que yo mismo padecía. Pero el dramatismo de mi padre reveló una vez más que siempre es posible encontrar un culpable para no serlo uno mismo.
2511 Mi madre sólo parecía pendiente de la salud de Jaime, el hijo menor, que no había logrado superar su condición de seismesino. Pasaba la mayor parte del día acostada con él en su hamaca del dormitorio, agobiada por la tristeza y los calores humillantes, y la casa empezaba a resentir su desidia.
2512 Mis hermanos parecían sueltos de madrina. El orden de las comidas se había relajado tanto que comíamos sin horarios cuando teníamos hambre. Mi padre, el más casero de los hombres, pasaba el día contemplando la plaza desde la farmacia y las tardes jugando partidas viciosas en el club de billar.
2513 Por el alivio que percibí en su voz me di cuenta de la ansiedad con que esperaba mi pregunta. Había descubierto la verdad por la clarividencia de los celos, cuando una niña del servicio volvió a casa con la emoción de haber visto a papá hablando por teléfono en la telegrafía.
2514 Era el único teléfono en el pueblo y sólo para llamadas de larga distancia con cita previa, con esperas inciertas y minutos tan caros que sólo se utilizaba para casos de gravedad extrema. Cada llamada, por sencilla que fuera, despertaba una alarma maliciosa en la comunidad de la plaza.
2515 Así que cuando papá volvió a casa mi madre lo vigiló sin decirle nada, hasta que él rompió un papelito que llevaba en el bolsillo con el anuncio de una reclamación judicial por un abuso en la profesión. Mi madre esperó la ocasión de preguntarle a quemarropa con quién hablaba por teléfono.
2516 Lo que necesito es que me lo cuentes tú mismo con la franqueza que merezco. Mi madre admitió después que fue ella quien se aterró con la olla podrida que podía haber destapado sin darse cuenta, pues si él se había atrevido a decirle la verdad era porque pensaba que ella lo sabía todo.
2517 Papá confesó que había recibido la notificación de una demanda penal contra él por abusar en su consultorio de una enferma narcotizada con una inyección de morfina. El hecho habría ocurrido en un corregimiento olvidado donde él había pasado cortas temporadas para atender enfermos sin recursos.
2518 Sin embargo, poco después llegaron noticias confidenciales de la misma región, sobre una niña de otra madre que papá había reconocido como suya, y que vivía en condiciones deplorables. Mi madre no perdió el tiempo en pleitos y suposiciones, sino que dio la batalla para llevársela a casa.
2519 Sin embargo, esa liberalidad de mi madre parecía ir en sentido contrario de su actitud con las dos hijas mayores, Margot y Aída, a quienes trataba de imponerles el mismo rigor que su madre le impuso a ella por sus amores empedernidos con mi padre. Quería mudarse de pueblo.
2520 Nunca se supo cómo lo sabían los padres, porque cada una de ellas y por separado había tomado precauciones para no ser descubierta. Pero los testigos eran los menos pensados, porque las mismas hermanas se habían hecho acompañar algunas veces por hermanos menores que acreditaran su inocencia.
2521 Aída pasó la mitad de su vida en el convento, y allí vivió sin penas ni glorias hasta que se sintió a salvo de los hombres. Margot y yo seguimos siempre unidos por los recuerdos de nuestra infancia común cuando yo mismo vigilaba a los adultos para que no la sorprendieran comiendo tierra.
2522 Uno había sido el asesinato de Joaquín Vega, un músico muy apetecido que tocaba el bombardino en la banda local. Estaban tocando a las siete de la noche en la entrada del cine, cuando un pariente enemigo le dio un tajo único en el cuello inflado por la presión de la música y se desangró en el suelo.
2523 Ambos eran muy queridos en el pueblo y la única explicación conocida y sin confirmar fue un asunto de honor. Justo a la misma hora estaban celebrando el cumpleaños de mi hermana Rita, y la conmoción de la mala noticia desbarató la fiesta programada para muchas horas.
2524 Sin embargo, el duelo histórico del pueblo fueron las muertes gemelas del mismo Plinio Balmaceda y Tasio Ananías, un sargento de la policía famoso por su pulcritud, hijo ejemplar de Mauricio Ananías, que tocaba el tambor en la misma banda en que Joaquín Vega tocaba el bombardino.
2525 Éste, a su vez, se impresionó con la preocupación con que Plinio rogaba por su vida. Cada uno empezó a suplicar a Dios que no muriera el otro, y las familias los mantuvieron informados mientras tuvieron alma. El pueblo entero vivió el suspenso con toda clase de esfuerzos para alargar las dos vidas.
2526 A las cuarenta y ocho horas de agonía, las campanas de la iglesia doblaron a duelo por una mujer que acababa de morir. Los dos moribundos las oyeron, y cada uno en su cama creyó que doblaban por la muerte del otro. Ananías murió de pesar casi al instante, llorando por la muerte de Plinio.
2527 En una población de amigos pacíficos como aquélla, la violencia tuvo por esos años una manifestación menos mortal, pero no menos dañina: los pasquines. El terror estaba vivo en las casas de las grandes familias, que esperaban la mañana siguiente como una lotería de la fatalidad.
2528 Donde menos se esperaba aparecía un papel punitivo, que era un alivio por lo que no dijera de uno, y a veces una fiesta secreta por lo que decía de otros. Mi padre, tal vez el hombre más pacífico que conocí, aceitó el revólver venerable que nunca disparó, y soltó la lengua en el salón de billar.
2529 Un grupo de trasnochados encontramos un funcionario municipal a las tres de la madrugada, tomando el fresco en la puerta de su casa, pero en realidad al acecho de los que ponían los pasquines. Mi hermano le dijo entre broma y en serio que algunos decían la verdad.
2530 Al principio fue evidente que los pasquines habían sido escritos por la misma persona, con el mismo pincel y en el mismo papel, pero en un comercio tan pequeño como el de la plaza, sólo una tienda podía venderlos, y el propio dueño se apresuró a demostrar su inocencia.
2531 No hacía falta, además, porque siempre me interesó más el fenómeno social que la vida privada de las víctimas. Sólo después de publicada supe que en los arrabales, donde éramos malqueridos los habitantes de la plaza mayor, muchos pasquines fueron motivo de fiestas.
2532 Hoy me doy cuenta de que la novela misma podría ser otra novela. La escribí en un hotel de estudiantes de la rue Cujas, en el Barrio Latino de París, a cien metros del boulevard Saint Michel, mientras los días pasaban sin misericordia a la espera de un cheque que nunca llegó.
2533 Elimino una de las dos palabras, pero usted me hará el favor de escogerla. El embajador eliminó con un suspiro de alivio la palabra masturbación. Así quedó saldado el conflicto, y el libro lo imprimió la editorial Iberoamericana de Madrid, con una gran tirada y un lanzamiento estelar.
2534 Más grave aún: como esta frase era dicha por un sacerdote, el lector colombiano podía pensar que era un guiño del autor para indicar que el cura era español, con lo cual se complicaba su comportamiento y se desnaturalizaba por completo un aspecto esencial del drama.
2535 Me dio cinco pesos sin que se los pidiera, porque me vio vistiéndome para ir a la fiesta. Antes de que saliera me advirtió con su previsión infalible que dejaría sin tranca la puerta del patio para que pudiera regresar a cualquier hora sin despertar a mi padre.
2536 Las vacaciones sin él no eran iguales. Encendía la fiesta donde llegaba, y Luis Enrique y él, con Filadelfo Velilla, se acoplaban como profesionales. Fue entonces cuando descubrí la lealtad del alcohol y aprendí a vivir al derecho, durmiendo de día y cantando de noche.
2537 Sobre mí se dijo de todo, y corrió la voz de que mi correspondencia no me llegaba a la dirección de mis padres sino a las casas de las bandidas. Me convertí en el cliente más puntual de sus sancochos épicos de hiél de tigre y sus guisos de iguana, que daban ímpetus para tres noches completas.
2538 De regreso a casa encontré a mi madre hirviendo el café en la cocina a las cinco de la madrugada. Me dijo con un susurro cómplice que me quedara con ella, porque mi padre acababa de despertar, y estaba dispuesto a demostrarme que ni en las vacaciones era yo tan libre como creía.
2539 No me miró más ni se volvió a hablar del asunto. Pero mi madre me informó que mi padre, deprimido desde aquel día, había empezado a considerarme como un caso perdido, aunque nunca me lo dejó saber. Mis gastos aumentaban tanto que resolví saquear las alcancías de mi madre.
2540 Me dejaba ver bien vestido y mejor educado en los bailes de gala y los almuerzos ocasionales que organizaban las familias de la plaza mayor, cuyas casas permanecían cerradas durante todo el año y se abrían para las fiestas de Navidad cuando volvían los estudiantes.
2541 Aquél fue el año de Cayetano Gentile, que celebró sus vacaciones con tres bailes espléndidos. Para mí fueron fechas de suerte, porque en los tres bailé siempre con la misma pareja. La saqué a bailar la primera noche sin tomarme el trabajo de preguntar quién era, ni hija de quién, ni con quién.
2542 Desde recién nacido en la casa de Aracataca había aprendido a dormir en hamaca, pero sólo en Sucre la asumí como parte de mi naturaleza. No hay nada mejor para la siesta, para vivir la hora de las estrellas, para pensar despacio, para hacer el amor sin prejuicios.
2543 La frase no podía ser más certera. Sabía desde hacía tiempo que mis padres compartían las inquietudes por los cambios de mi modo de ser, y ella improvisaba explicaciones banales para tranquilizarlo. No sucedía nada en la casa que mi madre no lo supiera y sus berrinches eran ya legendarios.
2544 No volví a leer y por primera vez desde mi nacimiento me atreví a llegar a casa sin saber bien dónde estaba. «Ni siquiera miras a tus hermanos, confundes sus nombres y sus edades, y el otro día besaste a un nieto de Clemencia Morales creyendo que era uno de ellos», dijo mi madre.
2545 Y entonces le conté mi situación en el liceo. Me juzgaban por mis calificaciones, mis padres se vanagloriaban año tras año de los resultados, me creían no sólo el alumno intachable, sino además el amigo ejemplar, el más inteligente y rápido, y el más famoso por su simpatía.
2546 Mis inclinaciones habían permitido suponer desde niño que fuera dibujante, músico, cantor de iglesia e incluso poeta dominical. Me había descubierto una tendencia conocida de todos hacia una escritura más bien retorcida y etérea, pero mi reacción esa vez fue más bien de sorpresa.
2547 Al fin y al cabo, para morirse de hambre hay otros oficios mejores. Una de esas tardes, en vez de conversar conmigo, lloró sin lágrimas. Hoy me habría alarmado, porque aprecio el llanto reprimido como un recurso infalible de las grandes mujeres para forzar sus propósitos.
2548 Mi madre debió coronar aquella noche su preciosismo de orfebre, porque papá reunió en la mesa a toda la familia y anunció con un aire casual: «Tendremos abogado en casa». Temerosa tal vez de que mi padre intentara reabrir el debate para la familia en pleno, mi madre intervino con su mejor inocencia.
2549 Fue la experiencia inaugural de mi miedo legendario al avión, en una época en que la Iglesia prohibía llevar hostias consagradas para tenerlas a salvo de las catástrofes. El vuelo duraba casi cuatro horas, sin escalas, a trescientos veinte kilómetros por hora.
2550 Quienes habíamos hecho la prodigiosa travesía fluvial, nos guiábamos desde el cielo por el mapa vivo del río Grande de la Magdalena. Reconocíamos los pueblos en miniatura, los buquecitos de cuerda, las muñequitas felices que nos hacían adioses desde los patios de las escuelas.
2551 Los viajeros duchos, por su parte, contaban como proezas de coraje una y otra vez los vuelos históricos. El ascenso al altiplano de Bogotá, sin presurización ni máscaras de oxígeno, se sentía como un bombo en el corazón, y las sacudidas y el batir de alas aumentaban la felicidad del aterrizaje.
2552 De paso por Bogotá, José Palencia compró instrumentos para una orquesta completa, y no sé si lo hizo con premeditación o por premonición, pero desde que el rector Espitia lo vio entrar pisando firme con guitarras, tambores, maracas y armónicas, me di cuenta de que estaba admitido.
2553 Hasta entonces no tenía conciencia de llevar en la frente una estrella con la que todos soñaban, y de que se notaba sin remedio en el modo de acercarse a nosotros, en el tono de hablarnos e incluso en un cierto temor reverencial. Fue, además, todo un año de fiesta.
2554 Fue otro de los saltos de mi vida. Mi madre me compraba ropa desechable mientras fui adolescente, y cuando ya no me servía la adaptaba para los hermanos menores. Los años más problemáticos fueron los dos primeros, porque la ropa de paño para el clima frío era cara y difícil.
2555 Pronto me di cuenta de hasta qué punto el hábito no hace al monje. Con el vestido nuevo, intercambiable con el nuevo uniforme, asistí a los bailes donde reinaban los costeños, y sólo conseguí una novia que me duró menos que una flor. Espitia me recibió con un entusiasmo raro.
2556 Esa atención obligada se me reveló como un buen punto de partida para cumplir con mis padres la promesa de un final digno. Lo demás lo hizo el método único y simple de Martina Fonseca: poner atención en las clases para evitar trasnochos y sustos en el pavoroso final.
2557 Fue una enseñanza sabia. Desde que decidí aplicarlo en el último año del liceo se me calmó la angustia. Respondía con facilidad las preguntas de los maestros, que empezaron a ser más familiares, y me di cuenta de cuán fácil era cumplir con la promesa que había hecho a mis padres.
2558 Fue la gran comilona de nuestros largos años de internado, pero con la mala digestión de que nos descubrieron en veinticuatro horas. Pensé que allí terminaba todo, y sólo el talento negociador de Espitia nos puso a salvo de la expulsión. Fue una buena época del liceo y la menos prometedora del país.
2559 La imparcialidad de Lleras, sin proponérselo, aumentó la tensión que empezaba a sentirse por primera vez en el colegio. Sin embargo, hoy me doy cuenta de que estaba desde antes dentro de mí, pero que sólo entonces empecé a tomar conciencia del país en que vivía.
2560 El profesor Giraldo, ya al final del curso, hizo conmigo una excepción flagrante de la cual no acabo de avergonzarme. Me preparó un cuestionario simple para rehabilitar el álgebra perdida desde el cuarto año, y me dejó solo en la oficina de los maestros con todas las trampas a mi alcance.
2561 José Palencia nos había invitado a estudiar en su cuarto de hotel, que era una joya colonial con una vista idílica sobre el parque florido y la catedral al fondo. Como sólo nos faltaba el último examen, seguimos de largo hasta la noche y volvimos a la escuela por entre nuestras cantinas de pobres.
2562 Nunca pudimos averiguar cómo fueron las negociaciones secretas entre los maestros, porque cerraron filas con una solidaridad infranqueable. El rector Espitia debió hacerse cargo del problema por su cuenta y riesgo, y consiguió que presentáramos el examen en el Ministerio de Educación, en Bogotá.
2563 Sin embargo, lo más sorprendente para mí fue una nota consagratoria del subdirector del periódico y director del suplemento literario, Eduardo Zalamea Borda, Ulises, que era el crítico colombiano más lúcido de entonces y el más alerta a la aparición de nuevos valores.
2564 Me había matriculado a principios de aquel año en la facultad de derecho de la Universidad Nacional de Bogotá, como estaba acordado con mis padres. Vivía en el puro centro de la ciudad, en una pensión de la calle Florián, ocupada en su mayoría por estudiantes de la costa atlántica.
2565 Pero al contrario de los que leí en el liceo de Zipaquirá, que ya merecían estar en un mausoleo de autores consagrados, éstos los leíamos como pan caliente, recién traducidos e impresos en Buenos Aires después de la larga veda editorial de la segunda guerra europea.
2566 Numerosos profesionales del país podían deberles más a ellos que a sus acudientes invisibles. Yo prefería El Molino, el café de los poetas mayores, a sólo unos doscientos metros de mi pensión y en la esquina crucial de la avenida Jiménez de Quesada con la carrera Séptima.
2567 Aunque solían hablar más de mujeres o de intrigas políticas que de sus artes y oficios, siempre decían algo nuevo que aprender. Los más asiduos éramos de la costa atlántica, no tan unidos por las conspiraciones caribes contra los cachacos como por el vicio de los libros.
2568 Años después, ya de adulto sumiso, me di a la tarea de releerlo en serio, y no sólo fue el descubrimiento de un mundo propio que nunca sospeché dentro de mí, sino además una ayuda técnica invaluable para la libertad del lenguaje, el manejo del tiempo y las estructuras de mis libros.
2569 Uno de mis compañeros de cuarto era Domingo Manuel Vega, un estudiante de medicina que ya era mi amigo desde Sucre y compartía conmigo la voracidad de la lectura. Otro era mi primo Nicolás Ricardo, el hijo mayor de mi tío Juan de Dios, que me mantenía vivas las virtudes de la familia.
2570 Era de nuevo Scherezada, pero no en su mundo milenario en el que todo era posible, sino en otro mundo irreparable en el que ya todo se había perdido. Al terminar la lectura de La metamorfosis me quedaron las ansias irresistibles de vivir en aquel paraíso ajeno.
2571 No sé con qué derecho me sentí aludido en nombre de mi generación por el desafío de aquella nota, y retomé el cuento abandonado para intentar un desagravio. Elaboré la idea argumental del cadáver consciente de La metamorfosis pero aliviado de sus falsos misterios y sus prejuicios ontológicos.
2572 De todos modos me sentía tan inseguro que no me atreví a consultarlo con ninguno de mis compañeros de mesa. Ni siquiera con Gonzalo Mallarino, mi condiscípulo de la facultad de derecho, que era el lector único de las prosas líricas que yo escribía para sobrellevar el tedio de las clases.
2573 Puse todo dentro de un sobre y lo llevé en persona a la recepción de El Espectador. El portero me autorizó a subir al segundo piso para que le entregara la carta al propio Zalamea en cuerpo y alma, pero la sola idea me paralizó. Dejé el sobre en la mesa del portero y me di a la fuga.
2574 Mientras tanto vagué y divagué de café en café durante dos semanas para entretener la ansiedad los sábados en la tarde, hasta el 13 de septiembre, cuando entré en El Molino y me di de bruces con el título de mi cuento a todo lo ancho de El Espectador acabado de salir: «La tercera resignación».
2575 En cada línea iba descubriendo el poder demoledor de la letra impresa, pues lo que había construido con tanto amor y dolor como una parodia sumisa de un genio universal, se me reveló entonces como un monólogo enrevesado y deleznable, sostenido a duras penas por tres o cuatro frases consoladoras.
2576 Mi ansiedad mayor era por el veredicto de Jorge Álvaro Espinosa, cuya navaja crítica era la más temible, aun más allá de nuestro círculo. Me sentía en un ánimo contradictorio: quería verlo de inmediato para resolver de una vez la incertidumbre, pero al mismo tiempo me aterraba la idea de afrontarlo.
2577 El me replicó con un dominio inalterable que aún no podía decir nada porque apenas había tenido tiempo para una lectura en diagonal. Pero me explicó que aun si fuera tan malo como yo decía, no lo sería tanto como para sacrificar la oportunidad de oro que me estaba brindando la vida.
2578 Para empezar, me di cuenta de que mis dos grandes defectos eran los dos más grandes: la torpeza de la escritura y el desconocimiento del corazón humano. Y eso era más que evidente en mi primer cuento, que fue una confusa meditación abstracta, agravada por el abuso de sentimientos inventados.
2579 Buscando en mi memoria situaciones de la vida real para el segundo, recordé que una de las mujeres más bellas que conocí de niño me dijo que quería estar dentro del gato de una rara hermosura que acariciaba en su regazo. Le pregunté por qué, y me contestó: «Porque es más bello que yo».
2580 Entonces tuve un punto de apoyo para el segundo cuento, y un título atractivo: «Eva está dentro de su gato». El resto, como en el cuento anterior, fue inventado de la nada, y por lo mismo -como nos gustaba decir entonces- ambos llevaban dentro el germen de su propia destrucción.
2581 Y más adelante: «Dentro de la imaginación puede pasar todo, pero saber mostrar con naturalidad, con sencillez y sin aspavientos la perla que logra arrancársele, no es cosa que puedan hacer todos los muchachos de veinte años que inician sus relaciones con las letras».
2582 La nota -¡y cómo no!- fue un impacto de felicidad, pero al mismo tiempo me consternó que Zalamea no se hubiera dejado a sí mismo ningún camino de regreso. Ya todo estaba consumado y yo debía interpretar su generosidad como un llamado a mi conciencia, y por el resto de mi vida.
2583 Lo vi una vez en la mesa del poeta De Greiff y conocí su voz y su tos áspera de fumador irredimible, y lo vi de cerca en varios actos culturales, pero nadie nos presentó. Unos porque no nos conocían y otros porque no les parecía posible que no nos conociéramos.
2584 No nací a tiempo para conocer a Rafael Pombo o a Eduardo Castillo -el gran lírico-, cuyos amigos lo describían como un fantasma escapado de la tumba al atardecer, con una capa de dos vueltas, una piel verdecida por la morfina y un perfil de gallinazo: la representación física de los poetas malditos.
2585 Ninguno de ellos logró rozar siquiera la gloria de Guillermo Valencia, un aristócrata de Popayán que antes de sus treinta años se había impuesto como el sumo pontífice de la generación del Centenario, así llamada por haber coincidido en 1910 con el primer siglo de la independencia nacional.
2586 Sus contemporáneos Eduardo Castillo y Porfirio Barba Jacob, dos poetas grandes de estirpe romántica, no obtuvieron la justicia crítica que merecían de sobra en un país encandilado por la retórica de mármol de Valencia, cuya sombra mítica les cerró el paso a tres generaciones.
2587 Su mesura proverbial se desmandó. Entre muchas sentencias definitivas, escribió que Valencia se había «apoderado de la ciencia antigua para conocer el alma de los tiempos remotos en el pasado, y cavila sobre los textos contemporáneos para sorprender, por analogía, toda el alma del hombre».
2588 Tuvo además el resultado prodigioso de un examen a fondo de la poesía en Colombia desde sus orígenes, que tal vez no se había hecho con seriedad desde que don Juan de Castellanos escribió los ciento cincuenta mil endecasílabos de su Elegías de varones ilustres de Indias.
2589 En sus tertulias bogotanas se enteró de la clase de reaccionario que era Laureano Gómez, y a modo de despedida, casi al correr de la pluma escribió en su honor tres sonetos punitivos, cuyo primer cuarteto daba el tono de todos: Adiós, Laureano nunca laureado, sátrapa triste y rey advenedizo.
2590 Adiós, emperador de cuarto piso, antes de tiempo y sin cesar pagado. A pesar de sus simpatías de derechas y su amistad personal con el mismo Laureano Gómez, Carranza destacó los sonetos en sus páginas literarias, más como una primicia periodística que como una proclama política.
2591 Pero el rechazo fue casi unánime. Sobre todo por el contrasentido de publicarlos en el periódico de un liberal de hueso colorado como el ex presidente Eduardo Santos, tan contrario al pensamiento retrógrado de Laureano Gómez como al revolucionario de Pablo Neruda.
2592 La reacción más ruidosa fue la de quienes no toleraban que un extranjero se permitiera semejante abuso. El solo hecho de que tres sonetos casuísticos y más ingeniosos que poéticos pudieran armar tal revuelo, fue un síntoma alentador del poder de la poesía en aquellos años.
2593 Cuando ingresé a la facultad de derecho, en febrero de 1947, mi identificación permanecía incólume con el grupo Piedra y Cielo. Aunque había conocido a los más notables en la casa de Carlos Martín, en Zipaquirá, no tuve la audacia de recordárselo ni siquiera a Carranza, que era el más abordable.
2594 Cuando volví, al cabo de cuatro años, El Molino había desaparecido bajo sus cenizas, y el maestro se había mudado con sus bártulos y su corte de amigos al café El Automático, donde nos hicimos amigos de libros y aguardiente, y me enseñó a mover sin arte ni fortuna las piezas del ajedrez.
2595 José María Vargas Vila había sido un fenómeno insólito con cincuenta y dos novelas directas al corazón de los pobres. Viajero incansable, su exceso de equipaje eran sus propios libros, que se exhibían y se agotaban como pan en la puerta de los hoteles de América Latina y España.
2596 Ninguno de ellos había logrado vislumbrar la gloria que tantos poetas tenían con justicia o sin ella. En cambio, el cuento -con un antecedente tan insigne como el del mismo Carrasquilla, el escritor grande de Antioquia- había naufragado en una retórica escarpada y sin alma.
2597 Allí se supo y se siguió con un rigor ejemplar e inolvidable el vuelo solitario del capitán Concha Venegas entre Lima y Bogotá. Cuando eran noticias como ésas, el tablero se cambiaba varias veces fuera de sus horas previstas para alimentar la voracidad del público con boletines extraordinarios.
2598 Ninguno de los lectores callejeros de aquel periódico único sabía que el inventor y esclavo de la idea se llamaba José Salgar, un redactor primíparo de El Espectador a los veinte años, que llegó a ser un periodista de los grandes sin haber ido más allá de la escuela primaria.
2599 La convertí en mi refugio preferido para leer al amparo de los grandes compositores, cuyas obras solicitábamos por escrito a una empleada encantadora. Entre los visitantes habituales descubríamos afinidades de toda índole por la clase de música que preferíamos.
2600 A veces lo encontraba -siempre un hombre- y nos quedábamos hasta pasada la medianoche en algún cuchitril de mala muerte, rematando las colillas de los cigarrillos que nosotros mismos nos habíamos fumado y hablando de poesía mientras en el resto del mundo la humanidad entera hacía el amor.
2601 Su atuendo no enmascaraba un ápice de su identidad: vestido entero de paño negro, camisa blanca con cuello de celuloide y corbata de rayas diagonales, chaleco con leontina, sombrero duro y espejuelos dorados. Fue tal mi impresión que le cerré el paso sin darme cuenta.
2602 Mi sorpresa más grata fue encontrar como secretario general de la facultad de derecho al escritor Pedro Gómez Valderrama, del cual tenía noticia por sus colaboraciones tempranas en las páginas literarias, y que fue uno de mis amigos grandes hasta su muerte prematura.
2603 Él fue quien me enseñó que la facultad de derecho no era tan estéril como yo pensaba, pues desde el primer día me sacó de la clase de estadística y demografía, a las siete de la madrugada, y me desafió a un duelo personal de poesía en el café de la ciudad universitaria.
2604 Un domingo me invitó a su casa, donde vivía con su madre y sus hermanas y hermanos, en un ambiente de tensiones fraternales como las de mi casa paterna. Víctor, el mayor, era ya un hombre de teatro de tiempo completo, y un declamador reconocido en el ámbito de la lengua española.
2605 Lo que aprendí de Pepa Botero, con su jerga destapada, con su modo de decir las cosas de la vida común, me fue invaluable para una nueva retórica de la vida real. Otros condiscípulos afines eran Guillermo López Guerra y Álvaro Vidal Varón, que ya habían sido mis cómplices en el liceo de Zipaquirá.
2606 Sin embargo, enseñó a muchos a escribir las suyas en periódicos que fundaba a todo bombo y abandonaba por altos cargos políticos o para fundar otras empresas enormes y catastróficas. Al hijo no lo vi más de dos o tres veces por aquella época, siempre con condiscípulo míos.
2607 La llegada de Berta Singerman había sido el acontecimiento del día. Elvira -que dirigía la sección femenina en la revista Sábado- pidió autorización para hacerle una entrevista, y la obtuvo con algunas reticencias de su padre por su falta de práctica en el género.
2608 La sangre fría y el ingenio con que Elvira Mendoza aprovechó la necedad de Berta Singerman para revelar su personalidad verdadera, me puso a pensar por primera vez en las posibilidades del reportaje, no como medio estelar de información, sino mucho más: como género literario.
2609 Poco antes, Cecilia González, mi cómplice de Zipaquirá, había convencido al poeta y ensayista Daniel Arango de que publicara una cancioncilla escrita por mí, con seudónimo y en tipografía de siete puntos, en el rincón más escondido del suplemento dominical de El Tiempo.
2610 Empecé a leer los periódicos de otro modo. Camilo Torres y Luis Villar Borda, que estuvieron de acuerdo conmigo, me reiteraron el ofrecimiento de don Juan Lozano en sus páginas de La Razón, pero sólo me atreví con un par de poemas técnicos que nunca tuve como míos.
2611 La práctica terminó por convencerme de que los adverbios de modo terminados en mente son un vicio empobrecedor. Así que empecé a castigarlos donde me salían al paso, y cada vez me convencía más de que aquella obsesión me obligaba a encontrar formas más ricas y expresivas.
2612 No sé, por supuesto, si mis traductores han detectado y contraído también, por razones de su oficio, esa paranoia de estilo. La amistad con Camilo Torres y Villar Borda rebasó muy pronto los límites de las aulas y la sala de redacción y andábamos más tiempo juntos en la calle que en la universidad.
2613 Embebido en los misterios de la literatura yo no intentaba siquiera comprender sus análisis circulares y sus premoniciones sombrías, pero las huellas de su amistad prevalecieron entre las más gratas y útiles de aquellos años. En las clases de la universidad, en cambio, estaba encallado.
2614 Llegaba a su cátedra de introducción al derecho con una puntualidad irritante y unas espléndidas chaquetas de casimir hechas en Londres. Dictaba su clase sin mirar a nadie, con ese aire celestial de los miopes inteligentes que siempre parecen andar a través de los sueños ajenos.
2615 Me di cuenta de que el maestro era consciente de mi astucia, pero tal vez la apreciaba como un recreo literario. El único tropiezo fue que en la agonía del examen usé la palabra prescripción y él se apresuró a pedirme que la definiera para asegurarse de que yo sabía de qué estaba hablando.
2616 Ambos encontramos en la literatura un buen remanso para olvidarnos de la política y los misterios de la prescripción, y en cambio descubríamos libros sorprendentes y escritores olvidados en conversaciones infinitas que a veces terminaron por desbaratar visitas y exasperar a nuestras esposas.
2617 Otro pariente casual, por parte de padre, era Carlos H. Pareja, profesor de economía política y dueño de la librería Grancolombia, favorita de los estudiantes por la buena costumbre de exhibir las novedades de grandes autores en mesas descubiertas y sin vigilancia.
2618 Me volví aterrado, y me enfrenté al maestro Carlos H. Pareja, mientras tres de mis cómplices escapaban en estampida. Por fortuna, antes de que alcanzara a disculparme me di cuenta de que el maestro no me había sorprendido por ladrón, sino por no haberme visto en su clase durante más de un mes.
2619 Pero más tarde se enteró de la verdad y desde aquel día me distinguió en la librería y en las clases como sobrino suyo, y mantuvimos una relación más política que literaria, a pesar de que él había escrito y publicado varios libros de versos desiguales con el seudónimo de Simón Latino.
2620 Eran de una puntualidad cuartelaria, se sentaban juntos en las mismas sillas apartadas, tomaban notas implacables y obtenían calificaciones merecidas en exámenes rígidos. Diego Montaña Cuéllar les aconsejó en privado desde los primeros días que no fueran a las clases en uniformes de guerra.
2621 Ellos le contestaron con sus mejores modos que cumplían órdenes superiores, y no pasaron por alto ninguna oportunidad de hacérselo sentir. En todo caso, al margen de sus rarezas, para alumnos y maestros fue siempre claro que los tres oficiales eran estudiantes notables.
2622 Se sentaban aparte, y eran los alumnos más serios y metódicos, pero siempre me pareció que estaban en un mundo distinto del nuestro. Si uno les dirigía la palabra, eran atentos y amables, pero de un formalismo invencible: no decían más de lo que se les preguntaba.
2623 No había tiempo, además, porque llegaban en punto a las clases y se iban con la última palabra del maestro, sin alternar con nadie, salvo con otros militares jóvenes del segundo año, con los que se juntaban en los descansos. Nunca supe sus nombres ni volví a tener noticias de ellos.
2624 Jorge Soto del Corral, el maestro de derecho constitucional, tenía fama de saber de memoria todas las constituciones del mundo, y en las clases nos mantenía deslumbrados con el resplandor de su inteligencia y su erudición jurídica, sólo entorpecida por su escaso sentido del humor.
2625 La verdad es que no estaba a gusto dentro de mi pellejo y no sabía cómo seguir caminando a tientas en aquel callejón sin salida. El derecho lo entendía menos y me interesaba mucho menos que cualquiera de las materias del liceo, y ya me sentía bastante adulto como para tomar mis propias decisiones.
2626 Había pasado casi todo el día ventilando mis frustraciones de escritor con Gonzalo Mallarino en su casa de la avenida Chile, y cuando regresaba a la pensión en el último tranvía subió un fauno de carne y hueso en la estación de Chapinero. He dicho bien: un fauno.
2627 El me replicó bien despierto que si era una pesadilla debía ser por la mala digestión del domingo, pero si era el tema para mi próximo cuento le parecía fantástico. La mañana siguiente ya no supe si en realidad había visto un fauno en el tranvía o si había sido una alucinación dominical.
2628 Y por lo mismo -real o soñado- no era legítimo considerarlo como un embrujo de la imaginación sino como una experiencia maravillosa de mi vida. Así que lo escribí al día siguiente de un tirón, lo puse debajo de la almohada y lo leí y releí varias noches antes de dormir y en las mañanas al despertar.
2629 El nombre del protagonista, como no todo el mundo sabe, es el de un herrero bíblico que inventó la música. Fueron tres cuentos. Leídos en el orden en que fueron escritos y publicados me parecieron inconsecuentes y abstractos, y algunos disparatados, y ninguno se sustentaba en sentimientos reales.
2630 Nunca logré establecer el criterio con que los leyó un crítico tan severo como Eduardo Zalamea. Sin embargo, para mí tienen una importancia que no tienen para nadie más, y es que en cada uno de ellos hay algo que responde a la rápida evolución de mi vida en aquella época.
2631 Es decir: por su carpintería secreta. Desde las abstracciones metafísicas de los tres primeros cuentos hasta los tres últimos de entonces, he encontrado pistas precisas y muy útiles de la formación primaria de un escritor. No me había pasado por la mente la idea de explorar otras formas.
2632 En el resto de mi vida nunca estuve tan cerca de la corrupción, pero no tan cerca para arrepentirme. Mi interés por la música se incrementó también en esa época en que los cantos populares del Caribe -con los cuales había sido amamantado- se abrían paso en Bogotá.
2633 Aquél fue el origen de la inmensa popularidad de nuestras músicas en el interior del país y más tarde hasta en sus últimos rincones, y una promoción social de los estudiantes costeños en Bogotá. El único inconveniente era el fantasma del matrimonio a la fuerza.
2634 Pues no sé qué malos precedentes habían hecho prosperar en la costa la creencia de que las novias de Bogotá se hacían fáciles con los costeños y nos ponían trampas de cama para casarnos a la fuerza. Y no por amor, sino por la ilusión de vivir con una ventana frente al mar.
2635 Un día no asistió a clases por primera vez. La razón se regó como pólvora. Arregló sus cosas y decidió fugarse de su casa para el seminario de Chiquinquirá, a ciento y tantos kilómetros de Bogotá. Su madre lo alcanzó en la estación del ferrocarril y lo encerró en su biblioteca.
2636 Allí lo visité, más pálido que de costumbre, con una ruana blanca y una serenidad que por primera vez me hizo pensar en un estado de gracia. Había decidido ingresar en el seminario por una vocación que disimulaba muy bien, pero que estaba resuelto a obedecer hasta el final.
2637 Fue su modo de decirme que se había despedido de su novia, y que ella celebraba su decisión. Después de una tarde enriquecedora me hizo un regalo indescifrable: El origen de las especies, de Darwin. Me despedí de él con la rara certidumbre de que era para siempre.
2638 Tuve noticias vagas de que se había ido a Lovaina para tres años de formación teológica, de que su entrega no había cambiado su espíritu estudiantil y sus maneras laicas, y de que las muchachas que suspiraban por él lo trataban como a un actor de cine desarmado por la sotana.
2639 El bautismo se llevó a cabo en la capilla de la clínica Palermo, en la penumbra helada de las seis de la tarde, sin nadie más que los padrinos y yo, y un campesino de ruana y alpargatas que se acercó como levitando para asistir a la ceremonia sin hacerse notar.
2640 El único que se arrodilló fue el campesino de alpargatas. El impacto de este episodio se me quedó como uno de los escarmientos severos de mi vida, porque siempre he creído que fue Camilo quien llevó al campesino con toda premeditación para castigarnos con una lección de humildad.
2641 Una mañana apareció en mi casa de recién casado con un ladrón de domicilios que había cumplido su condena, pero la policía no le daba tregua: le robaban todo lo que llevaba encima. En cierta ocasión le regalé un par de zapatos de explorador con un dibujo especial en la suela para mayor seguridad.
2642 Por mi hermano Luis Enrique que había llegado a Bogotá con un buen empleo en febrero de 1948- supe que ellos estaban tan satisfechos con los resultados de mi bachillerato y mi primer año de derecho, que me mandaron de sorpresa la máquina de escribir más liviana y moderna que existía en el mercado.
2643 Cada vez que pasábamos por la casa de empeño mi hermano y yo, juntos o separados, comprobábamos desde la calle que la máquina seguía en su lugar, envuelta como una joya en papel celofán y con un lazo de organdí, entre hileras de aparatos domésticos bien protegidos.
2644 Con su grito histórico -«¡A la carga!»- y su energía sobrenatural, esparció la semilla de la resistencia aun en los últimos rincones con una gigantesca campaña de agitación que fue ganando terreno en menos de un año, hasta llegar a las vísperas de una auténtica revolución social.
2645 Fue una revelación para mí, que me había permitido la arrogancia de no creer en Gaitán, y aquella noche comprendí de golpe que había rebasado el país español y estaba inventando una lengua franca para todos, no tanto por lo que decían las palabras como por la conmoción y las astucias de la voz.
2646 Él mismo, en sus discursos épicos, aconsejaba a sus oyentes en un malicioso tono paternal que regresaran en paz a sus casas, y ellos lo traducían al derecho como la orden cifrada de expresar su repudio contra todo lo que representaban las desigualdades sociales y el poder de un gobierno brutal.
2647 La tensión del público aumentaba al compás de su voz, hasta una explosión final que estalló en el ámbito de la ciudad y retumbó por la radio en los rincones más remotos del país. La muchedumbre enardecida se echó a la calle en una batalla campal incruenta, ante la tolerancia secreta de la policía.
2648 Su consigna era una sola: el silencio absoluto. Y se cumplió con un dramatismo inconcebible, hasta en los balcones de residencias y oficinas que nos habían visto pasar en las once cuadras atiborradas de la avenida principal. Una señora murmuraba a mi lado una oración entre dientes.
2649 Sin embargo, lo que me arrastró al borde de las lágrimas fue la cautela de los pasos y la respiración de la muchedumbre en el silencio sobrenatural. Yo había acudido sin ninguna convicción política, atraído por la curiosidad del silencio, y de pronto me sorprendió el nudo del llanto en la garganta.
2650 El discurso de Gaitán en la plaza de Bolívar, desde el balcón de la contraloría municipal, fue una oración fúnebre de una carga emocional sobrecogedora. Contra los pronósticos siniestros de su propio partido, culminó con la condición más azarosa de la consigna: no hubo un solo aplauso.
2651 La expresión más tenebrosa del estado de ánimo del país la vivieron aquel fin de semana los asistentes a la corrida de toros en la plaza de Bogotá, donde las graderías se lanzaron al ruedo indignadas por la mansedumbre del toro y la impotencia del torero para acabar de matarlo.
2652 La ciudad había sido remozada a un costo descomunal, con la estética pomposa del canciller Laureano Gómez, que en virtud de su cargo era el presidente de la conferencia. Asistían los cancilleres de todos los países de América Latina y personalidades del momento.
2653 La estrella polar de la conferencia era el general George Marshall, delegado de los Estados Unidos y héroe mayor de la reciente guerra mundial, y con el resplandor deslumbrante de un artista de cine por dirigir la reconstrucción de una Europa aniquilada por la contienda.
2654 Entre ellos, su médico personal, Pedro Eliseo Cruz, que además era miembro de su corte política. En ese ámbito intenso me senté a almorzar en el comedor de la pensión donde vivía, a menos de tres cuadras. No me habían servido la sopa cuando Wilfrido Mathieu se me plantó espantado frente a la mesa.
2655 Sin embargo, esto ya no impresionaba a nadie, porque no hacían falta presagios para suponerlo. Apenas si tuve alientos para atravesar volando la avenida Jiménez de Quesada y llegar sin aire frente al café El Gato Negro, casi en la esquina con la carrera Séptima.
2656 Nunca podré olvidarlo. Tenía el cabello revuelto, una barba de dos días y una lividez de muerto con los ojos sobresaltados por el terror. Llevaba un vestido de paño marrón muy usado con rayas verticales y las solapas rotas por los primeros tirones de las turbas.
2657 Los más exaltados obedecieron. Agarraron por los tobillos el cuerpo ensangrentado y lo arrastraron por la carrera Séptima hacia la plaza de Bolívar, entre los últimos tranvías eléctricos atascados por la noticia, vociferando denuestos de guerra contra el gobierno.
2658 Minutos más tarde llegaron a almorzar el presidente de la República Mariano Ospina Pérez y su esposa, después de inaugurar una exposición pecuaria en la población de Engativá. Hasta ese momento ignoraban la noticia del asesinato porque llevaban apagado el radio del automóvil presidencial.
2659 Un instante después se hablaba ya de un cuarto disparo sin dirección, y tal vez de un quinto. Plinio Apuleyo Mendoza, que había llegado con su papá y sus hermanas, Elvira y Rosa Inés, alcanzó a ver a Gaitán tirado bocarriba en el andén un minuto antes de que se lo llevaran a la clínica.
2660 Las discrepancias eran insalvables sobre el número y el papel de los protagonistas, pues algún testigo aseguraba que habían sido tres que se turnaron para disparar, y otro decía que el verdadero se había escabullido entre la muchedumbre revuelta y había tomado sin prisa un tranvía en marcha.
2661 No alcanzó a decirlo cuando estalló frente a ellos el primer balazo. Cincuenta años después, mi memoria sigue fija en la imagen del hombre que parecía instigar al gentío frente a la farmacia, y no lo he encontrado en ninguno de los incontables testimonios que he leído sobre aquel día.
2662 Según él mismo ha contado en distintos medios y ocasiones, y en los interminables recuentos que hemos hecho juntos a lo largo de una vieja amistad, Fidel había tenido la primera noticia del crimen cuando rondaba por las cercanías para estar a tiempo en la cita de las dos.
2663 No cabía nadie más en el lugar del crimen. El tráfico estaba interrumpido y los tranvías volcados, de modo que me dirigí a la pensión a terminar el almuerzo, cuando mi maestro Carlos H. Pareja me cerró el paso en la puerta de su oficina y me preguntó para dónde iba.
2664 Seguí por la carrera Séptima hacia el norte, en sentido contrario al de la turbamulta que se precipitaba hacia la esquina del crimen entre curiosa, dolorida y colérica. Los autobuses de la Universidad Nacional, manejados por estudiantes enardecidos, encabezaban la marcha.
2665 En el parque Santander, a cien metros de la esquina del crimen, los empleados cerraban a toda prisa los portones del hotel Granada -el más lujoso de la ciudad-, donde se alojaban en esos días algunos cancilleres e invitados de nota a la Conferencia Panamericana.
2666 Yo no tenía una perspectiva clara de las consecuencias posibles del atentado, y seguía más pendiente del almuerzo que de la protesta, así que volví sobre mis pasos hasta la pensión. Subí a grandes trancos las escaleras, convencido de que mis amigos politizados estaban en pie de guerra.
2667 Carlos H. Pareja, haciendo honor a la incitación que me había hecho una hora antes, anunció la constitución de la Junta Revolucionaria de Gobierno integrada por los más notables liberales de izquierda, entre ellos el más conocido escritor y político, Jorge Zalamea.
2668 Luego hablaron los otros miembros de la junta con consignas cada vez más desorbitadas. En la solemnidad del acto, lo primero que se me ocurrió fue qué iba a pensar mi padre cuando supiera que su primo, el godo duro, era el líder mayor de una revolución de extrema izquierda.
2669 Seguimos aturdidos por aquella confusión demente hasta que un hijo de la dueña gritó de pronto que la casa estaba quemándose. En efecto, se había abierto una grieta en el muro de calicanto del fondo, y un humo negro y espeso empezaba a enrarecer el aire de los dormitorios.
2670 Así que bajamos la escalera a zancadas y nos encontramos en una ciudad en guerra. Los asaltantes desaforados tiraban por las ventanas de la Gobernación cuanto encontraban en las oficinas. El humo de los incendios había nublado el aire, y el cielo encapotado era un manto siniestro.
2671 No nos preocupamos, pensando que en los días siguientes podríamos recuperarla, sin darnos cuenta todavía de que aquel desastre colosal no tendría días siguientes. La guarnición militar de Bogotá se limitó a proteger los centros oficiales y los bancos, y el orden público quedó a cargo de nadie.
2672 Huí despavorido. Desde entonces aprendí a olvidar otros horrores, míos y ajenos, pero nunca olvidé el desamparo de aquellos ojos en el fulgor de los incendios. Sin embargo, todavía me sorprende no haber pensado ni un instante que mi hermano y yo fuéramos a morir en aquel infierno sin cuartel.
2673 Desde las tres de la tarde había empezado a llover en ráfagas, pero después de las cinco se desgajó un diluvio bíblico que apagó muchos incendios menores y disminuyó los ímpetus de la rebelión. La escasa guarnición de Bogotá, incapaz de enfrentarla, desarticuló la furia callejera.
2674 Metimos en una maleta las pocas cosas que valía la pena, y sólo después me di cuenta de que se me quedaron borradores de dos o tres cuentos impublicables, el diccionario del abuelo, que nunca recuperé, y el libro de Diógenes Laercio que recibí como premio de primer bachiller.
2675 Al fondo, los cerros de Monserrate y la Guadalupe eran dos inmensos bultos de sombras contra el cielo nublado por el humo, pero lo único que yo seguía viendo en la bruma desolada era la cara enorme del moribundo que se arrastró hacia mí para suplicarme una ayuda imposible.
2676 La cacería callejera había amainado, y en el silencio tremendo sólo se oían los tiros dispersos de incontables francotiradores apostados por todo el centro, y el estruendo de las tropas que poco a poco iban exterminando todo rastro de resistencia armada o desarmada para dominar la ciudad.
2677 El ex presidente Alberto Lleras, entonces secretario general de la Unión Panamericana, había salvado la vida por milagro al ser reconocido en su automóvil sin blindaje cuando abandonaba el Capitolio y trataron de cobrarle la entrega legal del poder a los conservadores.
2678 El liberalismo, en cambio, demostró estar dividido en las dos mitades denunciadas por Gaitán en su campaña: los dirigentes que trataban de negociar una cuota de poder en el Palacio Presidencial, y sus electores que resistieron como podían y hasta donde pudieron en torres y azoteas.
2679 La primera duda que surgió en relación con la muerte de Gaitán fue sobre la identidad de su asesino. Todavía hoy no existe una convicción unánime de que fuera Juan Roa Sierra, el pistolero solitario que disparó contra él entre la muchedumbre de la carrera Séptima.
2680 La madre declaró a los investigadores que el hijo le había planteado su problema también a Gaitán en persona, pero que éste no le había dado ninguna esperanza. No se sabía que hubiera disparado un arma en su vida, pero la manera en que manejó la del crimen estaba muy lejos de ser la de un novato.
2681 Algunos empleados del edificio creían haberlo visto en el piso de las oficinas de Gaitán en vísperas del asesinato. El portero afirmó sin duda alguna que en la mañana del 9 de abril lo habían visto subir por las escaleras y bajar después por el ascensor con un desconocido.
2682 Gabriel Restrepo, un periodista de La Jornada -el diario de la campaña gaitanista-, hizo el inventario de los documentos de identidad que Roa Sierra llevaba consigo cuando cometió el crimen. No dejaban dudas sobre su identidad y su condición social, pero no daban pista alguna sobre sus propósitos.
2683 Poco antes de las nueve de la noche había amainado la lluvia y los primeros delegados se abrieron paso como mal pudieron a través de las calles en escombros por la revuelta popular y con cadáveres acribillados desde balcones y azoteas por las balas ciegas de los francotiradores.
2684 Lo encontraron sentado a la cabecera de una larga mesa de juntas, con un traje intachable y sin el menor signo de ansiedad. Lo único que delataba una cierta tensión era el modo de fumar, continuo y ávido, y a veces apagando un cigarrillo a la mitad para encender otro.
2685 Uno de los visitantes me contó años después cuánto lo había impresionado el resplandor de los incendios en la cabeza platinada del presidente impasible. El rescoldo de los escombros bajo el cielo ardiente se divisaba por los grandes vitrales de la oficina presidencial hasta los confines del mundo.
2686 La intervención siguiente fue la de don Luis Cano, bien conocido por el brillo de su prudencia. Abrigaba sentimientos casi paternales por el presidente y se limitó a ofrecerse para cualquier decisión pronta y justa que acordara Ospina con el respaldo de la mayoría.
2687 Éste le dio seguridades de encontrar las medidas indispensables para el retorno a la normalidad, pero siempre ceñido a la Constitución. Y señalando por las ventanas el infierno que devoraba la ciudad, les recordó con una ironía mal reprimida que no era el gobierno el que lo había causado.
2688 Tenía fama por su parsimonia y su buena educación, en contraste con los estruendos de Laureano Gómez y la altanería de otros copartidarios suyos, expertos en elecciones compuestas, pero aquella noche histórica demostró que no estaba dispuesto a ser menos recalcitrante que ellos.
2689 Lo tuvo en todo momento, por las varias veces que había salido del despacho para informarse a fondo. La guarnición de Bogotá no llegaba a mil hombres, y en todos los departamentos había noticias más o menos graves, pero todas bajo el control y con la lealtad de las Fuerzas Armadas.
2690 Dijo que para él y su familia lo más cómodo sería retirarse del poder y vivir en el exterior con su fortuna personal y sin preocupaciones políticas, pero le inquietaba lo que podía significar para el país que un presidente elegido saliera huyendo de su investidura.
2691 Fue entonces cuando dicen que dijo la frase histórica que al parecer no dijo nunca, pero quedó como suya por siempre jamás: «Para la democracia colombiana vale más un presidente muerto que un presidente fugitivo». Ninguno de los testigos recordó haberla escuchado de sus labios, ni de nadie.
2692 Se ha llegado a decir que fue inventada por diversos periodistas conservadores, y con mayores razones por el muy conocido escritor, político y actual ministro de Minas y Petróleos, Joaquín Estrada Monsalve, que en efecto estuvo en el palacio presidencial pero no dentro de la sala de juntas.
2693 Al fin y al cabo, el mérito real del presidente no era inventar frases históricas, sino entretener a los liberales con caramelos adormecedores hasta pasada la medianoche, cuando llegaron las tropas de refresco para reprimir la rebelión de la plebe e imponer la paz conservadora.
2694 Todo sueño de cambio social de fondo por el que había muerto Gaitán se esfumó entre los escombros humeantes de la ciudad. Los muertos en las calles de Bogotá, y por la represión oficial en los años siguientes, debieron ser más de un millón, además de la miseria y el exilio de tantos.
2695 El otro era Fidel Castro. Ambos, además, fueron acusados en algún momento de estar implicados en los disturbios. De Cardoza y Aragón se dijo en concreto que había sido uno de los promotores, embozado con su credencial de delegado especial del gobierno progresista de Jacobo Arbenz en Guatemala.
2696 Numerosos delegados de la conferencia gestionaron que el periódico rectificara aquella especie delirante, pero no fue posible. El Siglo, órgano oficial del conservatismo en el poder, proclamó a los cuatro vientos que Cardoza y Aragón había sido el promotor de la asonada.
2697 Se consideraba un sobreviviente, primero cuando su automóvil fue ametrallado por los francotiradores apenas unas horas después del crimen. Y días después, ya con la rebelión vencida, cuando un borracho que se le atravesó en la calle le disparó a la cara con un revólver que se encasquilló dos veces.
2698 El 9 de abril era un tema recurrente de nuestras conversaciones, en las cuales se confundía la rabia con la nostalgia de los años perdidos. Fidel Castro, a su vez, fue víctima de toda clase de cargos absurdos, por algunos actos ceñidos a su condición de activista estudiantil.
2699 Se entrevistó con los jefes de la guarnición y otros oficiales sublevados, y trató de convencerlos, sin conseguirlo, de que toda fuerza que se acuartela está perdida. Les propuso que sacaran sus hombres a luchar en las calles por el mantenimiento del orden y un sistema más justo.
2700 Al fin, decidió correr la suerte de todos. En la madrugada llegó a la Quinta División Plinio Mendoza Neira con instrucciones de la Dirección Liberal para conseguir la rendición pacífica no sólo de oficiales y agentes alzados, sino de numerosos liberales al garete que esperaban órdenes para actuar.
2701 Mi única preocupación entonces era la más terrestre: informar a nuestra familia que estábamos vivos al menos hasta entonces- y saber al mismo tiempo de nuestros padres y hermanos, y sobre todo de Margot y Aída, las dos mayores, internas en colegios de ciudades distantes.
2702 Los primeros días fueron difíciles por los tiroteos constantes y sin ninguna noticia confiable. Pero poco a poco fuimos explorando los comercios vecinos y lográbamos comprar cosas de comer. Las calles estaban tomadas por tropas de asalto y con órdenes terminantes de disparar.
2703 Las filas para los telegramas eran eternas frente a las oficinas desbordadas, pero las estaciones de radio instauraron un servicio de mensajes al aire para quienes tuvieran la suerte de atraparlos. Esta vía nos pareció la más fácil y confiable, y a ella nos encomendamos sin demasiadas esperanzas.
2704 En las ruinas de lo que fuera el centro comercial la pestilencia era irrespirable hasta el punto de que muchas familias tenían que renunciar a la búsqueda. En una de las grandes pirámides de cadáveres se destacaba uno descalzo y sin pantalones pero con un sacoleva intachable.
2705 En la tensa espera, varios condiscípulos me habían pintado de oro la posibilidad de seguir los estudios en Cartagena de Indias, pensando que Bogotá se recuperaría de sus escombros, pero que los bogotanos no iban a recuperarse nunca del terror y el horror de la matanza.
2706 No quise descartar la idea sin antes hervirla a fuego vivo, ni mencionársela a mis padres mientras no la probara en carne propia. Sólo les anuncié que viajaría a Sucre en avión por la vía de Cartagena, pues el río Magdalena con aquella guerra caliente podía ser un rumbo suicida.
2707 Sólo quería ganar un poco más de tiempo para distraer a mis padres, y Cartagena podía ser una buena escala técnica para pensar. Lo que nunca se me hubiera ocurrido es que aquel cálculo razonable iba a conducirme a resolver con el corazón en la mano que era allí donde quería seguir mi vida.
2708 A mi hermano y a mí nos confirmaron por fin dos asientos en un mismo avión para Barranquilla, pero a última hora salimos en vuelos distintos. La llovizna y la niebla que persistían en Bogotá desde el viernes anterior tenían un tufo de pólvora y cuerpos podridos.
2709 De la casa al aeropuerto fuimos interrogados en dos retenes militares sucesivos, cuyos soldados estaban pasmados de terror. En el segundo retén se echaron a tierra y nos hicieron echar a nosotros por una explosión seguida de un tiroteo de armas pesadas que resultó ser por una fuga de gas industrial.
2710 Otros pasajeros lo entendimos cuando un soldado nos dijo que su drama era estar allí desde hacía tres días en guardia sin relevos, pero también sin munición, porque se había agotado en la ciudad. Apenas nos atrevimos a hablar desde que nos detuvieron, y el terror de los soldados acabó de rematarnos.
2711 Lo único que fumé en la espera fueron dos cigarrillos de tres que alguien me había dado por caridad, y reservé uno para el terror del viaje. Como no había teléfonos, los anuncios de vuelos y otros cambios se conocían en los distintos retenes por medio de ordenanzas militares en motocicletas.
2712 Todo mi equipaje era una maleta de lienzo con dos o tres mudas de ropa sucia, libros de poesía y recortes de suplementos literarios que mi hermano Luis Enrique logró salvar. Los pasajeros quedamos sentados los unos frente a los otros desde la cabina de mando hasta la cola.
2713 Lo más duro para mí fue que tan pronto como encendí el único cigarrillo reservado para sobrevivir al vuelo, el piloto de overol nos anunció desde la cabina que nos prohibían fumar porque los tanques de gasolina del avión estaban a nuestros pies debajo del piso de tablas.
2714 Tuve que esperar a que acabara de escampar en el aeropuerto desordenado por el diluvio y apenas si logré averiguar que el avión de mi hermano y sus dos acompañantes había llegado a tiempo, pero los tres se apresuraron a abandonar la terminal antes de los primeros truenos de un primer aguacero.
2715 No me quedaban más de ocho pesos, pero José Falencia me prometió llevarme un poco más en el autobús de la noche. No había un espacio libre, ni aun de pie, pero el conductor aceptó llevar en el techo a tres pasajeros, sentados en sus cargas y equipajes, y por la cuarta parte del precio regular.
2716 Los otros dos de mi ropero habían corrido la misma suerte que la máquina de escribir en el Monte de Piedad, pero la versión honorable para mis padres fue que la máquina y otras cosas de inutilidad personal habían desaparecido junto con la ropa en la pelotera del incendio.
2717 Fue imposible no acordarme entonces del petate que mis compañeros tiraron al río Magdalena en mi primer viaje, o del baúl funerario que arrastré por medio país llorando de rabia en mis primeros años del liceo y que boté por fin en un precipicio de los Andes en honor de mi grado de bachiller.
2718 Es decir: la oración secreta para conjurar asaltos del demonio, repudiada por la Iglesia pero consagrada por los grandes ateos cuando ya no les alcanzaban las blasfemias. La mujer se dio cuenta de que yo no sabía rezar, y agarró mi maleta por la otra correa para ayudarme a llevarla.
2719 Pero eso sí: con mucha fe. Así que me dictó La Magnifica verso por verso y los repetí en voz alta con una devoción que nunca volví a sentir. El tropel de murciélagos, aunque hoy me cueste trabajo creerlo, desapareció del cielo antes de que termináramos de rezar.
2720 Habíamos llegado a la gran puerta del Reloj. Durante cien años hubo allí un puente levadizo que comunicaba la ciudad antigua con el arrabal de Getsemaní y con las densas barriadas de pobres de los manglares, pero lo alzaban desde las nueve de la noche hasta el amanecer.
2721 Sin embargo, algo de su gracia divina debía quedarle a la ciudad, porque me bastó con dar un paso dentro de la muralla para verla en toda su grandeza a la luz malva de las seis de la tarde, y no pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer. No era para menos.
2722 De pronto, el mundo se había vuelto otro en Cartagena. No había rastros de la guerra que asolaba el país y me costaba trabajo creer que aquella soledad sin dolor, aquel mar incesante, aquella inmensa sensación de haber llegado me estaban sucediendo apenas una semana después en una misma vida.
2723 De tanto oír hablar de ella desde que nací, identifiqué al instante la plazoleta donde se estacionaban los coches de caballos y las carretas de carga tiradas por burros, y al fondo la galería de arcadas donde el comercio popular se volvía más denso y bullicioso.
2724 Las goletas del Caribe se demoraban en el puerto para comprar los dulces de nombres inventados por las mismas comadres que los hacían y versificados por los pregones: «Los piononos para los monos, los diabolines para los mamimes, las de coco para los locos, las de panela para Manuela».
2725 Fascinado al instante con la algarabía, me abrí paso a tropezones con mi maleta a rastras por entre el gentío de las seis de la tarde. Un anciano andrajoso y en los puros huesos me miraba sin parpadear desde la plataforma de los limpiabotas con unos ojos helados de gavilán.
2726 El anciano se resignó con tres chivos, se colgó al cuello las abarcas que llevaba puestas y cargó la maleta en el hombro con una fuerza inverosímil para sus huesos, y corrió como un atleta a pie descalzo por un vericueto de casas coloniales descascaradas por siglos de abandono.
2727 El corazón se me salía por la boca a mis veintiún años tratando de no perder de vista al vejestorio olímpico al que no podían quedarle muchas horas de vida. Al cabo de cinco cuadras entró por el portón grande del hotel y trepó de dos en dos los peldaños de las escaleras.
2728 Tuve que enfrentarme además a la mala noticia de que aún no había llegado ninguno de mis compañeros de la pensión de Bogotá, si bien tenían reservaciones confirmadas para cuatro, yo incluido. El programa acordado con ellos era encontrarnos en el hotel antes de las seis de la tarde de aquel día.
2729 Pues la dueña del hotel era una madre encantadora pero esclava de sus propias normas, como habría de confirmarlo en los dos meses largos que viví en su hotel. Así que no aceptó registrarme si no pagaba el primer mes por adelantado: dieciocho pesos por las tres comidas en un cuarto para seis.
2730 Me bastó una primera vuelta de quince minutos al azar por los recovecos empedrados del sector colonial para descubrir con gran alivio del pecho que aquella rara ciudad no tenía nada que ver con el fósil enlatado que nos describían en la escuela. No había un alma en las calles.
2731 Apenas si alcanzaba a reconocer en la realidad las ficciones escolásticas de los libros, ya derrotadas por la vida. Me emocionó hasta las lágrimas que los viejos palacios de los marqueses fueran los mismos que tenía ante mis ojos, desportillados, con los mendigos durmiendo en los zaguanes.
2732 Vi la catedral sin las campanas que se llevó el pirata Francis Drake para fabricar cañones. Las pocas que se salvaron del asalto fueron exorcizadas después de que los brujos del obispo las sentenciaran a la hoguera por sus resonancias malignas para convocar al diablo.
2733 Fue así como la noche misma de mi llegada la ciudad se me reveló a cada paso con su vida propia, no como el fósil de cartón piedra de los historiadores, sino como una ciudad de carne y hueso que ya no estaba sustentada por sus glorias marciales sino por la dignidad de sus escombros.
2734 Sólo entonces fui consciente de no haber comido ni bebido desde el mal desayuno de Barranquilla. Las piernas me fallaban por hambre, pero me habría conformado con que la dueña me aceptara la maleta y me dejara dormir en el hotel esa única noche, aunque fuera en la poltrona de la sala.
2735 Con los montones de plata que tiene esa madama, se duerme a las siete y se levanta el día siguiente a las once. Me pareció un argumento tan legítimo que me senté en una banca del parque de Bolívar, al otro lado de la calle, a esperar que llegaran mis amigos, sin molestar a nadie.
2736 Los árboles marchitos apenas si eran visibles en la luz de la calle, pues los faroles del parque sólo se encendían los domingos y fiestas de guardar. Las bancas de mármol tenían huellas de letreros muchas veces borrados y vueltos a escribir por poetas procaces.
2737 La ansiedad de fumar me asaltó entonces al mismo tiempo que la de leer, dos vicios que se me confundieron en mi juventud por su impertinencia y su tenacidad. Contrapunto, la novela de Aldous Huxley, que el miedo físico no me había permitido seguir leyendo en el avión, dormía con llave en mi maleta.
2738 Las levanté aliviado, seguro de que eran por fin mis amigos, y me encontré con dos agentes de la policía, montunos y más bien andrajosos, que me apuntaban con sus fusiles nuevos. Querían saber por qué había violado el toque de queda que regía desde dos horas antes.
2739 Me los devolvieron sin mirarlos. Me preguntaron cuánta plata tenía y les dije que no llegaba a cuatro pesos. Entonces el más resuelto de los dos me pidió un cigarrillo y les mostré la colilla apagada que pensaba fumarme antes de dormir. Me la quitó y se la fumó hasta las uñas.
2740 Comían hasta la madrugada en una fonda a cielo abierto con buen precio y mejor compañía, pues allí iban a parar no sólo los empleados nocturnos, sino todo el que quisiera comer cuando ya no había dónde. El lugar no tenía nombre oficial y se conocía con el que menos le sentaba: La Cueva.
2741 Era evidente que los clientes ya sentados a la mesa se conocían de siempre y se sentían contentos de estar juntos. Era imposible detectar apellidos porque todos se trataban con sus apodos de la escuela y hablaban a gritos al mismo tiempo sin entenderse ni mirar a quién.
2742 Su presencia podía ser un dato vivo de su condición, porque eran muy escasas las mujeres cuyos maridos les permitieran aparecer por aquellos sitios de mala fama. Hubiera pensado que eran turistas de no haber sido por el desenfado y el acento criollo, y su familiaridad con todos.
2743 Más tarde supe que no eran nada de lo que parecían, sino un viejo matrimonio de cartageneros despistados que se vestían de gala con cualquier pretexto para cenar fuera de casa y aquella noche encontraron dormidos a los anfitriones y los restaurantes cerrados por el toque de queda.
2744 Fueron ellos quienes nos invitaron a cenar. Los otros abrieron sitios en el mesón, y los tres nos sentamos un poco oprimidos e intimidados. También trataban a los agentes con familiaridad de criados. Uno era serio y suelto, y tenía reflejos de niño bien en la mesa.
2745 Era evidente que le faltaba muy poco para ser mujer y tenía una fama bien fundada de que sólo se acostaba con su marido. Nadie le hizo nunca una broma por su condición, porque tenía una gracia y una rapidez de réplica que no dejaba favor sin agradecer ni agravio sin cobrar.
2746 Él solo lo hacía todo, desde cocinar con certeza lo que sabía que a cada cliente le gustaba, hasta freír las tajadas de plátano verde con una mano y arreglar las cuentas con la otra, sin más ayuda que la muy escasa de un niño de unos seis años que lo llamaba mamá.
2747 Cuando nos despedimos me sentía conmovido por el hallazgo, pero no me habría imaginado que aquel lugar de trasnochados díscolos iba a ser uno de los inolvidables de mi vida. Después de la comida acompañé a los agentes para que completaran sus rondas atrasadas.
2748 Cuando dieron las dos tocamos en mi hotel sin ninguna duda de que los amigos habían llegado, pero esta vez el guardián nos mandó al carajo sin complacencias por despertarlo para nada. Los agentes cayeron entonces en la cuenta de que yo no tenía dónde dormir y resolvieron llevarme a su cuartel.
2749 Acuérdate que todavía estás preso por violar el toque de queda. Así dormí -en un calabozo para seis y sobre una estera fermentada de sudor ajeno- mi primera noche feliz de Cartagena. Llegar al alma de la ciudad fue mucho más fácil que sobrevivir al primer día.
2750 El ingreso a la facultad de derecho se resolvió en una hora con el examen de admisión ante el secretario, Ignacio Vélez Martínez, y un maestro de economía política, cuyo nombre no he logrado encontrar en mis recuerdos. Como era de uso, el acto fue en presencia del segundo año en pleno.
2751 Fue una lástima no haber leído todavía a los nuevos novelistas norteamericanos, que apenas empezaban a llegarnos, pero tuve la suerte de que el doctor Vélez Martínez empezara con una referencia casual a La cabaña del tío Tom, que yo conocía bien desde el bachillerato.
2752 La atrapé al vuelo. Los dos maestros debieron sufrir un golpe de nostalgia, pues los sesenta minutos que habíamos reservado para el examen se nos fueron íntegros en un análisis emocional sobre la ignominia del régimen esclavista en el sur de los Estados Unidos.
2753 Las parejas invitadas de cortesía eran las mismas estudiantes que veíamos en la semana a la salida de las escuelas, sólo que llevaban los uniformes de la misa dominical y bailaban como cándidas mujeres de la vida bajo el ojo avizor de tías chaperonas o madres liberadas.
2754 Era Manuel Zapata Olivella, habitante empedernido de la calle de la Mala Crianza, donde viviera la familia de los abuelos de sus tatarabuelos africanos. Nos habíamos visto en Bogotá, en medio del fragor del 9 de abril, y nuestro primer asombro en Cartagena fue reencontrarnos vivos.
2755 Zapata Olivella se empeñó en que fuéramos a verlo, pues sabía que buscaba gente nueva para provocar con el ejemplo un periodismo creador contra el rutinario y sumiso que reinaba en el país, sobre todo en Cartagena, que era entonces una de las ciudades más retardatarias.
2756 El freno de timidez que me produjo aquel razonamiento tan sencillo pudo ponerme a salvo de una desgracia. Pero Zapata Olivella no sabía sobrevivir a sus fracasos y me emplazó para el día siguiente a las cinco de la tarde en el número 381 de la calle de San Juan de Dios, donde estaba el periódico.
2757 Regresé al hotel y me regalé otro de mis días típicos sin remordimientos tirado bocarriba en la cama con Los monederos falsos de André Gide, y fumando sin pausas. A las cinco de la tarde, el portón del dormitorio se estremeció con una palmada seca como un tiro de rifle.
2758 Zabala te está esperando, y nadie en este país puede darse el lujo de dejarlo colgado. El principio fue más difícil de lo que hubiera imaginado en una pesadilla. Zabala me recibió sin saber qué hacer, fumando sin pausas con un desasosiego agravado por el calor.
2759 Del otro, la sala de redacción y el taller con tres escritorios desocupados a esas horas tempranas, y al fondo una rotativa sobreviviente de una asonada y los dos únicos linotipos. Mi sorpresa grande fue que Zabala había leído mis tres cuentos y la nota de Zalamea le había parecido justa.
2760 No quedamos en nada pero el maestro Zabala me pidió que volviera al día siguiente para presentarme a Héctor Rojas Herazo, poeta y pintor de los buenos y su columnista estelar. No le dije que había sido mi maestro de dibujo en el colegio San José por una timidez que hoy me parece inexplicable.
2761 Ése era tal vez un motivo determinante de los grupos juveniles que se nutrían de su razón y su cautela. Concluí, sin duda con una falsa apreciación de viejo prematuro, que tal vez era ese modo de ser lo que le había impedido tener un papel decisivo en la vida pública del país.
2762 Manuel me llamó en la noche muerto de risa por una conversación que había tenido con Zabala. Este le había hablado de mí con un gran entusiasmo, reiteró su seguridad de que sería una adquisición importante para la página editorial, y el director pensaba igual.
2763 Luego nos dejó solos y volvió a la guerra encarnizada de su lápiz al rojo vivo contra sus papeles urgentes, como si nunca hubiera tenido nada que ver con nosotros. Héctor siguió hablándome en el rumor de llovizna menuda de los linotipos- como si tampoco él hubiera tenido algo que ver con Zabala.
2764 Conversamos durante horas de otros amigos vivos y muertos, de libros que nunca debieron ser escritos, de mujeres que nos olvidaron y no podíamos olvidar, de las playas idílicas del paraíso caribe de Tolú -donde él nació- y de los brujos infalibles y las desgracias bíblicas de Aracataca.
2765 Después de la comida, Héctor y yo continuamos la conversación de la tarde en el paseo de los Mártires, frente a la bahía apestada por los desperdicios republicanos del mercado público. Era una noche espléndida en el centro del mundo, y las primeras goletas de Curazao zarpaban a hurtadillas.
2766 Aquellas noches desveladas se repitieron casi a diario en mis años de Cartagena, pero desde las dos o tres primeras me di cuenta de que Héctor tenía el poder de la seducción inmediata, con un sentido tan complejo de la amistad que sólo quienes lo quisiéramos mucho podíamos entender sin reservas.
2767 Pues era un tierno de solemnidad, capaz al mismo tiempo de cóleras estrepitosas, y a veces catastróficas, que luego se celebraba a sí mismo como una gracia del Niño Dios. Uno entendía entonces cómo era, y por qué el maestro Zabala hacía todo lo posible porque lo quisiéramos tanto como él.
2768 No dijo más, pero su voz me devolvió con todo su esplendor la imagen de Humphrey Bogart y Claude Rains caminando hombro con hombro entre las brumas del amanecer hacia el resplandor radiante en el horizonte, y la frase ya legendaria del trágico final feliz: «Éste es el principio de una gran amistad».
2769 Pero de eso hablamos después. Así era él. Desde mi primer día en el periódico, cuando Zabala conversó conmigo y con Zapata Olivella, me llamó la atención su costumbre insólita de hablar con uno mirando a la cara del otro, mientras las uñas se le quemaban con la brasa misma del cigarrillo.
2770 Pero el censor vivía más en guardia que nosotros por sus delirios de persecución. Las citas de grandes autores le parecían emboscadas sospechosas, como en efecto lo fueron muchas veces. Veía fantasmas. Era un cervantino de pacotilla que suponía significados imaginarios.
2771 Y terminaba con una pregunta: «¿Qué pasó en el Carmen de Bolívar?». Ante el desdén oficial, y ya en guerra franca con la censura, seguimos repitiendo la pregunta con una nota diaria en la misma página y con una energía creciente, dispuestos a exasperar al gobierno mucho más de lo que ya estaba.
2772 La noche menos pensada, sin ningún anuncio, una patrulla del ejército cerró la calle de San Juan de Dios con un gran ruido de voces y de armas, y el general Ernesto Polanía Puyo, comandante de la policía militarizada, entró pisando firme en la casa de El Universal.
2773 No desmerecía ni un ápice a su fama de elegante y encantador, aunque sabíamos que era un duro de paz y de guerra, como lo demostró años más tarde al mando del batallón Colombia en la guerra de Corea. Nadie se movió en las dos horas intensas que conversó a puerta cerrada con el director.
2774 El corazón me dio un vuelco, pensando que quizás ya sabía todo de mí y lo más lejos para él podía ser la muerte. En el recuento confidencial que el director le hizo a Zabala de su conversación con el general, le reveló que éste sabía con nombres y apellidos quién escribía cada nota diaria.
2775 El director entendió, y todos entendimos hasta lo que no dijo. Lo que más sorprendió al director fueron sus alardes de conocer la vida interna del periódico como si viviera dentro. Nadie dudó de que su agente secreto fuera el censor, aunque éste juró por los restos de su madre que no era él.
2776 Además, los maestros liberales que conocían mis gambetas con la censura sufrían más que yo buscando el modo de ayudarme en los exámenes. Hoy, tratando de contarlos, no encuentro aquellos días en mis recuerdos, y he terminado por creerle más al olvido que a la memoria.
2777 No era cierto. El sueldo mensual de aprendiz no me alcanzaba para una semana. Antes de tres meses abandone el hotel con una deuda impagable que la dueña me cambió más tarde por una nota en la página social sobre los quince años de su nieta. Pero sólo aceptó el negocio por una vez.
2778 Gracias a ella aprobé derecho romano sin argucias y escapé a varias redadas cuando la policía prohibió dormir en los parques. Nos entendíamos como un matrimonio útil, no sólo en la cama, sino por los oficios domésticos que yo le hacía al amanecer para que durmiera unas horas más.
2779 Tan cierto era, que no volví a escribir un cuento después de los tres publicados en El Espectador, hasta que Eduardo Zalamea me localizó a principios de julio y me pidió con la mediación del maestro Zabala que le mandara otro para su periódico después de seis meses de silencio.
2780 Por venir la petición de quien venía retomé de cualquier modo ideas perdidas en mis borradores y escribí «La otra costilla de la muerte», que fue muy poco más de lo mismo. Recuerdo bien que no tenía ningún argumento previo e iba inventándolo a medida que lo escribía.
2781 Entre la labia volcánica de Héctor y el escepticismo creador de Zabala, Gustavo me aportó el rigor sistemático que buena falta les hacía a mis ideas improvisadas y dispersas, y a la ligereza de mi corazón. Y todo eso entre una gran ternura y un carácter de hierro.
2782 Desde el día siguiente me invitó a la casa de sus padres en la playa de Marbella, con el mar inmenso como traspatio, y una biblioteca en un muro de doce metros, nueva y ordenada, donde sólo conservaba los libros que debían leerse para vivir sin remordimientos.
2783 Tenía juicios bien informados de los amigos comunes y me dio datos valiosos para quererlos más. Me confirmó también la importancia de que conociera a los tres periodistas de Barranquilla -Cepeda, Vargas y Fuenmayor-, de quienes tanto me habían hablado Rojas Herazo y el maestro Zabala.
2784 Así que antes de despedirme escogió en la biblioteca un libro empastado en piel y me lo dio con una cierta solemnidad. «Podrás llegar a ser un buen escritor -me dijo-, pero nunca serás muy bueno si no conoces bien a los clásicos griegos.» El libro eran las obras completas de Sófocles.
2785 Lo reconocí de inmediato como un buen condiscípulo en la escuela primaria de Aracataca que regresaba embravecido a tomar posesión de su cama. No nos veíamos desde entonces y tuvo el buen gusto de hacerse el desentendido cuando me reconoció en pelotas y embarrado de terror en la cama.
2786 Ambos vivían con sus padres en Turbaco, a una hora de Cartagena, y aparecían casi a diario en las tertulias de escritores y artistas de la heladería Americana. Ramiro, egresado de la Facultad de Derecho de Bogotá, era muy cercano al grupo de El Universal, donde publicaba una columna espontánea.
2787 Ambos tenían la buena costumbre de conversar con los jóvenes. En nuestras largas charlas bajo los frondosos fresnos de Turbaco, ellos me aportaron datos invaluables de la guerra de los Mil Días, el venero literario que se me había extinguido con la muerte del abuelo.
2788 Cuando Ramiro y yo íbamos a emprender caminos distintos tuvimos la discusión inconciliable de quién era el dueño del cuadro. Cecilia lo resolvió con la fórmula salomónica de cortar el lienzo por la mitad con las cizallas de podar, y nos dio nuestra parte a cada uno.
2789 Su machucante actual, que había sido oficial de la policía, salió del dormitorio en calzoncillos a defender la honra y los bienes de la casa con su revólver de reglamento, y el otro lo recibió con una ráfaga de plomo que resonó como un cañonazo en la sala de baile.
2790 El sargento, asustado, se escondió en su cuarto. Cuando salí del mío a medio vestir, los inquilinos de paso contemplaban desde sus cuartos al niño que orinaba al final del corredor, mientras el papá lo peinaba con la mano izquierda y el revólver todavía humeante en la derecha.
2791 Por los mismos días entró sin anunciarse en las oficinas de El Universal un hombre gigantesco que se quitó la camisa con un gran sentido teatral y se paseó por la redacción para sorprendernos con su espalda y brazos empedrados de cicatrices que parecían de cemento.
2792 Era Emilio Razzore, acabado de llegar a Cartagena para preparar la temporada de su famoso circo familiar, uno de los grandes del mundo. Había salido de La Habana la semana anterior en el trasatlántico Euskera, de bandera española, y se lo esperaba el sábado siguiente.
2793 Razzore se preciaba de estar en el circo desde antes de nacer, y no había que verlo actuar para descubrir que era domador de fieras grandes. Las llamaba por sus nombres propios como a los miembros de su familia y ellas le correspondían con un trato a la vez entrañable y brutal.
2794 Su oso mimado le había dado un abrazo de amor que lo mantuvo una primavera en el hospital. Sin embargo, la atracción grande no era él ni el tragador de fuego, sino el hombre que se desatornillaba la cabeza y se paseaba con ella bajo el brazo alrededor de la pista.
2795 Lo menos olvidable de Emilio Razzore era su modo de ser inquebrantable. Después de mucho escucharlo fascinado durante largas horas, publiqué en El Universal una nota editorial en la que me atreví a escribir que era «el hombre más tremendamente humano que he conocido».
2796 Comíamos en La Cueva con la gente del periódico, y también allí se hizo querer con sus historias de fieras humanizadas por el amor. Una de esas noches, después de mucho pensarlo, me atreví a pedirle que me llevara en su circo, aunque fuera para lavar las jaulas cuando no estuvieran los tigres.
2797 Él no me dijo nada, pero me dio la mano en silencio. Yo lo entendí como un santo y seña de circo, y lo di por hecho. El único a quien se lo confesé fue a Salvador Mesa Nicholls, un poeta antioqueño que tenía un amor loco por la carpa, y acababa de llegar a Cartagena como socio local de los Razzore.
2798 Sin embargo, no sólo aprobó mi decisión sino que convenció al domador, con la condición de que guardáramos el secreto total para que no se volviera noticia antes de tiempo. La espera del circo, que hasta entonces había sido emocionante, se me volvió irresistible.
2799 Al cabo de otra semana establecimos desde el periódico un servicio de radioaficionados para rastrear las condiciones del tiempo en el Caribe, pero no pudimos impedir que empezara a especularse en la prensa y la radio sobre la posibilidad de la noticia espantosa.
2800 De modo que se iba a Miami sin un clavo y sin familia, para reconstruir pieza por pieza, y a partir de nada, el circo sumergido. Me impresionó tanto su determinación por encima de la tragedia, que lo acompañé a Barranquilla para despedirlo en el avión de La Florida.
2801 La redacción estaba en un edificio carcomido de la ciudad vieja, con un largo salón vacío dividido por una baranda de madera. Al fondo del salón, un hombre joven y rubio, en mangas de camisa, escribía en una máquina cuyas teclas estallaban como petardos en el salón desierto.
2802 Sólo al oír mi propio nombre dicho con semejante convicción caí en la cuenta de que Germán Vargas podía muy bien no saber quién era, aunque en Cartagena me habían dicho que hablaban mucho de mí con los amigos de Barranquilla desde que leyeron mi primer cuento.
2803 El Nacional había publicado una nota entusiasta de Germán Vargas, que no tragaba crudo en materia de novedades literarias. Pero el entusiasmo con que me recibió me confirmó que sabía muy bien quién era quién, y que su afecto era más real de lo que me habían dicho.
2804 Unas horas después conocí a Alfonso Fuenmayor y Álvaro Cepeda en la librería Mundo, y nos tomamos los aperitivos en el café Colombia. Don Ramón Vinyes, el sabio catalán que tanto ansiaba y tanto me aterraba conocer, no había ido aquella tarde a la tertulia de las seis.
2805 Había burdeles familiares cuyos patrones, con esposas e hijos, atendían a sus clientes veteranos de acuerdo con las normas de la moral cristiana y la urbanidad de don Manuel Antonio Carreño. Algunos servían de fiadores para que las aprendizas se acostaran a crédito con clientes conocidos.
2806 Una noche histórica en sus anales, Álvaro Cepeda y Quique Scopell no soportaron el racismo de una docena de marinos noruegos que hacían cola frente al cuarto de la única negra, mientras dieciséis blancas roncaban sentadas en el patio, y los desafiaron a trompadas.
2807 Fuera del barrio chino había otras casas legales o clandestinas, y todas en buenos términos con la policía. Una de ellas era un patio de grandes almendros floridos en un barrio de pobres, con una tienda de mala muerte y un dormitorio con dos catres de alquiler.
2808 Álvaro siguió invitando amigos a tomar cerveza helada bajo los almendros, no para que folgaran con las niñas sino para que las enseñaran a leer. A las más aplicadas les consiguió becas para que estudiaran en escuelas oficiales. Una de ellas fue enfermera del hospital de Caridad durante años.
2809 Para mi primera noche histórica en Barranquilla sólo escogieron la casa de la Negra Eufemia, con un enorme patio de cemento para bailar, entre tamarindos frondosos, con cabañas de a cinco pesos la hora, y mesitas y sillas pintadas de colores vivos, por donde se paseaban a gusto los alcaravanes.
2810 Eufemia en persona, monumental y casi centenaria, recibía y seleccionaba a los clientes en la entrada, detrás de un escritorio de oficina cuyo único utensilio -inexplicable- era un enorme clavo de iglesia. Las muchachas las escogía ella misma por su buena educación y sus gracias naturales.
2811 Alfonso, el erudito y sin duda el más mordaz, replicó que eso no era garantía de nada porque el sesenta por ciento de las tripulaciones de Cristóbal Colón no sabía nadar. Nada le complacía tanto como soltar esos granitos de pimienta para quitarle al guiso cualquier regusto de pedantería.
2812 La conclusión de los tres fue que el talento y el manejo de datos de Dumas en aquella novela, y tal vez en toda su obra, eran más de reportero que de novelista. Al final me quedó claro que mis nuevos amigos leían con tanto provecho a Quevedo y James Joyce como a Conan Doyle.
2813 Me sentía tan bien con ellos y con el ron bárbaro, que me quité la camisa de fuerza de la timidez. Susana la Perversa, que en marzo de aquel año había ganado el concurso de baile en los carnavales, me sacó a bailar. Espantaron gallinas y alcaravanes de la pista y nos rodearon para animarnos.
2814 A medida que cantaba me sentía redimido por una brisa de liberación. Nunca supe si los tres estaban orgullosos o avergonzados de mí, pero cuando regresé a la mesa me recibieron como a uno de los suyos. Álvaro había iniciado entonces un tema que los otros no le discutían jamás: el cine.
2815 Álvaro, por el contrario, lo veía en cierto modo como yo veía la música: un arte útil para todas las otras. Ya de madrugada, entre dormido y borracho, Álvaro manejaba como un taxista maestro el automóvil atiborrado de libros recientes y suplementos literarios del New York Times.
2816 Álvaro me mostró sus libros favoritos, en español e inglés, y hablaba de cada uno con la voz oxidada, los cabellos alborotados y los ojos más dementes que nunca. Habló de Azorín y Saroyan -dos debilidades suyas- y de otros cuyas vidas públicas y privadas conocía hasta en calzoncillos.
2817 Para mí eran una fortuna inconcebible que no me atreví a arriesgar sin tener siquiera un tugurio miserable donde guardarlos. Por fin se conformó con regalarme la versión en español de La señora Dalloway de Virginia Woolf, con el pronóstico inapelable de que me la aprendería de memoria.
2818 Me tendí vestido en la cama, y sólo entonces sentí en el cuerpo el inmenso peso de estar vivo. Él hizo lo mismo y nos dormimos hasta las once de la mañana, cuando su madre, la adorada y temida Sara Samudio, tocó la puerta con el puño apretado, creyendo que el único hijo de su vida estaba muerto.
2819 Vivía en el centro histórico en una casa histórica de la histórica calle del Tablón, donde nació y murió sin perturbar a nadie. Se veía con muy pocos amigos de siempre, mientras su fama de ser un gran poeta seguía creciendo en vida como sólo crecen las glorias póstumas.
2820 Levanté la vista de la máquina, y vi el hombre más extraño que había de ver jamás. Mucho más bajo de lo que imaginábamos, con el cabello tan blanco que parecía azul y tan rebelde que parecía prestado. No era tuerto del ojo izquierdo, sino como su apodo lo indicaba mejor: torcido.
2821 Pasó de largo hasta la oficina de su hermano y salió dos horas después, cuando sólo quedábamos Zabala y yo en la redacción, esperando para saludarlo. Murió unos dos años más tarde, y la conmoción que causó entre sus fieles no fue como si hubiera muerto sino resucitado.
2822 Por la misma época el escritor español Dámaso Alonso y su esposa, la novelista Eulalia Galvarriato, dictaron dos conferencias en el paraninfo de la universidad. El maestro Zabala, que no gustaba de perturbar la vida ajena, venció por una vez su discreción y les solicitó una audiencia.
2823 Lo acompañamos Gustavo Ibarra, Héctor Rojas Herazo y yo, y hubo una química inmediata con ellos. Permanecimos unas cuatro horas en un salón privado del hotel del Caribe intercambiando impresiones de su primer viaje a la América Latina y de nuestros sueños de escritores nuevos.
2824 En octubre encontré en El Universal un recado de Gonzalo Mallarino diciéndome que me esperaba con el poeta Álvaro Mutis en villa Tulipán, una pensión inolvidable en el balneario de Bocagrande, a pocos metros del lugar donde había aterrizado Charles Lindbergh unos veinte años antes.
2825 Me refugié en la impunidad de los comentarios de la página editorial, sin firma, salvo cuando debían tener un toque personal. La sostuve por simple rutina hasta setiembre de 1950, con una nota engolada sobre Edgar Allan Poe, cuyo único mérito fue el de ser la peor.
2826 La censura de prensa dio varias vueltas de tuerca. El ambiente se enrareció como en los tiempos peores, y una policía política reforzada con delincuentes comunes sembraba el pánico en los campos. La violencia obligó a los liberales a abandonar tierras y hogares.
2827 No tenía entonces una conciencia clara de que aquellos percances no eran sólo infamias de godos sino síntomas de malos cambios en nuestras vidas, hasta una noche de tantas en La Cueva, cuando se me ocurrió hacer alarde de mi albedrío para hacer lo que me diera la gana.
2828 La verdad es que aquel título tan ajeno a mí lo inventó Héctor Rojas Herazo al correr de la máquina, como uno más de los aportes de César Guerra Valdés, un escritor imaginario de la más pura cepa latinoamericana creado por él para enriquecer nuestras polémicas.
2829 De todos modos, la novela imaginaria con el bello título inventado por Héctor fue reseñada años después no sé dónde ni por qué en un ensayo sobre mis libros, como una obra capital de la nueva literatura. El ambiente que encontré en Sucre fue muy propicio a mis ideas de aquellos días.
2830 Todavía era posible aprovechar los veranos para dormir a ventanas abiertas, con el rumor del asma de las gallinas en las perchas y el olor de las guanábanas maduras que caían de los árboles en la madrugada con un golpe instantáneo y denso. «Suenan como si fueran niños», decía mi madre.
2831 Mi papá redujo las consultas a la mañana para unos pocos fieles de la homeopatía, siguió leyendo cuanto papel impreso le pasaba cerca, tendido en una hamaca que colgaba entre dos árboles, y contrajo la fiebre ociosa del billar contra las tristezas del atardecer.
2832 La abuela Tranquilina Iguarán había muerto dos meses antes, ciega y demente, y en la lucidez de la agonía siguió predicando con su voz radiante y su dicción perfecta los secretos de la familia. Su tema eterno hasta el último aliento fue la jubilación del abuelo.
2833 Mi padre preparó el cadáver con azabaras preservativas y lo cubrió con cal dentro del ataúd para un pudrimiento apacible. Luisa Santiaga admiró siempre la pasión de su madre por las rosas rojas y le hizo un jardín en el fondo del Patio para que nunca faltaran en su tumba.
2834 Llegaron a florecer con tanto esplendor que no alcanzaba el tiempo para complacer a los forasteros que llegaban de lejos ansiosos por saber si tantas rosas rozagantes eran cosa de díos o del diablo. Aquellos cambios en mi vida y en mi modo de ser correspondían a los cambios de mi casa.
2835 Quince en total, que comíamos como treinta cuando había con qué y sentados donde se podía. Los relatos que mis hermanas mayores han hecho de aquellos años dan una idea cabal de cómo era la casa en la que no se había acabado de criar un hijo cuando ya nacía otro.
2836 Margot se moría de susto cuando descubría que estaba otra vez encinta, porque sabía que ella sola no tendría tiempo de criarlos a todos. De modo que antes de irse para el internado de Montería, le suplicó a la madre con absoluta seriedad que el hermano siguiente fuera el último.
2837 Mi madre se lo prometió, igual que siempre, aunque sólo fuera por complacerla, porque estaba segura de que Dios, con su sabiduría infinita, resolvería el problema del mejor modo posible. Las comidas en la mesa eran desastrosas, porque no había modo de reunidos a todos.
2838 En el curso de la noche iban pasándose a la cama de mis padres los menores que no podían dormir por el frío o el calor, por el dolor de muelas o el miedo a los muertos, por el amor a los padres o los celos de los otros, y todos amanecían apelotonados en la cama matrimonial.
2839 Aída, como en las novelitas rosas, ingresó en un convento de cadena perpetua, al que renunció después de veintidós años con todas las de la ley, cuando ya no encontró al mismo Rafael ni a ningún otro a su alcance. Margot, con su carácter rígido, perdió el suyo por un error de ambos.
2840 La comidilla de dominio público en el pueblo era una supuesta relación de nuestro amigo Cayetano Gentile con la maestra de escuela del cercano caserío de Chaparral, una bella muchacha de condición social distinta de la suya, pero muy seria y de una familia respetable.
2841 La tranquilidad volvió al sueño de quienes los temían. En cambio, a los pocos días de mi llegada sentí que algo había cambiado hacia mí en el ánimo de algunos copartidarios de mi padre, que me señalaron como autor de artículos contra el gobierno conservador publicados en El Universal.
2842 Los habitantes de La Sierpe eran católicos convencidos pero vivían la religión a su manera, con oraciones mágicas para cada ocasión. Creían en Dios, en la Virgen y en la Santísima Trinidad, pero los adoraban en cualquier objeto en que les pareciera descubrir facultades divinas.
2843 En esa ocasión, y sin relación alguna con mi proyecto, él me regaló un folleto escrito por su padre sobre un veterano de aquella guerra, cuyo retrato impreso en la portada, con el liquilique y los bigotes chamuscados de pólvora, me recordó de algún modo a mi abuelo.
2844 He olvidado su nombre, pero su apellido había de seguir conmigo por siempre jamás: Buendía. Por eso pensé en escribir una novela con el título de La casa, sobre la epopeya de una familia que podía tener mucho de la nuestra durante las guerras estériles del coronel Nicolás Márquez.
2845 En ésas andaba cuando amaneció en la casa de Sucre una caja de madera sin letreros pintados ni referencia alguna. Mi hermana Margot la había recibido sin saber de quién, convencida de que era algún rezago de la farmacia vendida. Yo pensé lo mismo y desayuné en familia con el corazón en su puesto.
2846 Mi papá aclaró que no había abierto la caja porque pensó que era el resto de mi equipaje, sin recordar que ya no me quedaban ni los restos de nada en este mundo. Mi hermano Gustavo, que a los trece años ya tenía práctica bastante para clavar o desclavar cualquier cosa, decidió abrirla sin permiso.
2847 En efecto, eran libros sin pista alguna del remitente, empacados de mano maestra hasta el tope de la caja y con una carta difícil de descifrar por la caligrafía jeroglífica y la lírica hermética de Germán Vargas: «Ahí le va esa vaina, maestro, a ver si por fin aprende».
2848 Dentro de uno de los libros de Faulkner iba una nota de Álvaro Cepeda, con su letra enrevesada, y escrita además a toda prisa, en la cual me avisaba que la semana siguiente se iba por un año a un curso especial en la escuela de periodismo de la Universidad de Columbia, en Nueva York.
2849 Eran veintitrés obras distinguidas de autores contemporáneos, todas en español y escogidas con la intención evidente de que fueran leídas con el propósito único de aprender a escribir. Y en traducciones tan recientes como El sonido y la furia, de William Faulkner.
2850 Un médico que me vio los pulmones en la pantalla me dijo espantado que dos o tres años después no podría respirar. Aterrado, llegué al extremo de permanecer sentado horas y horas sin hacer nada más, porque no conseguía leer, o escuchar música, o conversar con amigos o enemigos sin fumar.
2851 Fue una deflagración de clarividencia. Nunca supe por qué, ni quise saberlo, pero exprimí en el cenicero el cigarrillo que acababa de encender, y no volví a fumar uno más, sin ansiedad ni remordimientos, en el resto de mi vida. La otra adicción no era menos persistente.
2852 Y con razón: Nigromanta era entonces una mujer libre, con un hijo del policía muerto, y vivía sola con su madre y otros de la familia en la misma casa, pero en un dormitorio apartado con una salida propia hacia la culata del cementerio. Fui a verla, y el reencuentro persistió por más de un mes.
2853 Traté de eludirla bajo los alares, pero cuando no pude más me tiré por la calle al medio con el agua hasta las rodillas. Tuve la suerte de que mi madre estuviera sola en la cocina y me llevó al dormitorio por los senderos del jardín para que no se enterara papá.
2854 Los cuidados dramáticos a que me sometió mi madre debieron surtir su efecto para prevenir una recurrencia de la pulmonía. Hasta que me di cuenta de que ella misma los enredaba sin causa para impedirme que volviera a la cama de truenos y centellas de Nigromanta.
2855 Aunque en ambos se notaba un alivio de la retórica primaria de los cuatro anteriores, no había logrado salir del pantano. Cartagena estaba entonces contaminada por la tensión política del resto del país y esto debía considerarse como un presagio de que algo grave iba a suceder.
2856 Sin embargo, era del dominio público que los liberales acosados habían armado guerrillas en distintos sitios del país. En los Llanos orientales -un océano inmenso de pastos verdes que ocupa más de la cuarta parte del territorio nacional- se habían vuelto legendarias.
2857 No conocía detalles, pero el maestro Zabala me había advertido que en el momento en que notara alguna agitación en la calle me fuera de inmediato al periódico. La tensión se podía tocar con las manos cuando entré a cumplir una cita en la heladería Americana a las tres de la tarde.
2858 Hice lo contrario: quería saber cómo iba a ser aquello en el puro centro de la ciudad en vez de encerrarme en la redacción. Minutos después se sentó a mi mesa un oficial de prensa de la Gobernación, a quien conocía bien, y no pensé que me lo hubieran asignado para neutralizarme.
2859 La mayoría de ellos había participado en las gestiones del 9 de abril para lograr la paz mediante el acuerdo que hicieron con el presidente Ospina Pérez, y apenas veinte meses después se daban cuenta demasiado tarde de que habían sido víctimas de un engaño colosal.
2860 Otros dirigentes explicaron que estaban tomadas las medidas máximas para que no lo hubiera, pero que no existían recetas mágicas para impedir lo imprevisible. Asustada por el tamaño de su propia conjura, la Dirección Liberal impartió sin discusión la contraorden.
2861 Cincuenta y dos años después no me tiembla el pulso para escribir -sin su autorización- que se arrepintió por el resto de la vida en su exilio de Caracas, por el saldo desolador del conservatismo en el poder: no menos de trescientos mil muertos en veinte años.
2862 Esa toma de conciencia me obligó a repensar de punta a punta el proyecto que nunca tuvo más de cuarenta cuartillas salteadas, y sin embargo fue citado en revistas y periódicos -también por mí- e incluso se publicaron algunos anticipos críticos muy sesudos de lectores imaginativos.
2863 En el fondo, la razón de esta costumbre de contar proyectos paralelos no debería merecer reproches sino compasión: el terror de escribir puede ser tan insoportable como el de no escribir. En mi caso, además, estoy convencido de que contar la historia verdadera es de mala suerte.
2864 Me consuela, sin embargo, que alguna vez la historia oral podría ser mejor que la escrita, y sin saberlo estemos inventando un nuevo género que ya le hace falta a la literatura: la ficción de la ficción. La verdad de verdad es que no sabía cómo seguir viviendo.
2865 No llevaba más que un maletín de playa con otra muda de ropa y algunos libros y la carpeta de piel con mis borradores. Minutos después que yo llegaron todos a la librería, uno detrás del otro. Fue una bienvenida ruidosa sin Álvaro Cepeda, que seguía en Nueva York.
2866 No tenía ningún rumbo, ni esa noche ni en el resto de mi vida. Lo raro es que nunca pensé que ese rumbo podía estar en Barranquilla, y si iba allí era sólo por hablar de literatura y para agradecer de cuerpo presente la remesa de libros que me habían mandado a Sucre.
2867 La única excepción era Barranquilla, de acuerdo con una cultura de convivencia política que los propios conservadores locales compartían, y que había hecho de ella un refugio de paz en el ojo del huracán. Quise hacerle un reparo ético, pero él me frenó en seco con un gesto de la mano.
2868 Alfonso compró en el quiosco de la esquina tres ejemplares de El Heraldo, en cuya página editorial había una nota firmada por Puck, su seudónimo en la columna interdiaria. Era sólo un saludo para mí, pero Germán le tomó el pelo porque la nota decía que yo estaba allí de vacaciones informales.
2869 Ni fue necesario, porque Alfonso me dijo esa noche que había hablado con la dirección del periódico y les parecía bien la idea de un nuevo columnista, siempre que fuera bueno pero sin muchas pretensiones. En todo caso no podían resolver nada hasta después de las fiestas del Año Nuevo.
2870 El título de la columna -«La Jirafa»- era el sobrenombre confidencial con que sólo yo conocía a mi pareja única en los bailes de Sucre. Me pareció que las brisas de enero soplaban más que nunca aquel año, y apenas se podía andar contra ellas en las calles castigadas hasta el amanecer.
2871 Al principio comentábamos los temas en proyecto o intercambiábamos observaciones nada doctorales pero de no olvidar. La definitiva para mí fue la de una mañana en que entré en el café Japy cuando Germán Vargas estaba acabando de leer en silencio «La Jirafa» recortada del periódico del día.
2872 Al terminar, sin mirarme siquiera, Germán la rompió en pedacitos sin decir una sola palabra y los revolvió entre la basura de colillas y fósforos quemados del cenicero. Nadie dijo nada, ni el humor de la mesa cambió, ni se comentó el episodio en ningún momento.
2873 Les dio una pasada intensa a las tiras de papel escritas a máquina y enmarañadas de enmiendas, y la guardó en la gaveta del mostrador. La rescaté el día siguiente a la hora prometida y seguí cumpliendo con mis pagos con tanto rigor que me la recibía en prenda hasta por tres noches.
2874 Gracias a mi buena conducta me hice a la confianza del personal del hotel, hasta el punto de que las putitas me prestaban para la ducha su jabón personal. En el puesto de mando, con sus tetas siderales y su cráneo de calabaza, presidía la vida su dueña y señora, Catalina la Grande.
2875 Me avisaba cuando tenía alguna noche sin prisa, y la pasábamos juntos en el descalabrado barrio chino, donde nuestros padres y los padres de sus padres aprendieron a hacernos. Nunca pude descubrir por qué, en medio de una vida tan sencilla, me hundí de pronto en un desgano imprevisto.
2876 En la soledad de los fines de semana, cuando los otros se refugiaban en sus casas, me quedaba más solo que la mano izquierda en la ciudad desocupada. Era de una pobreza absoluta y de una timidez de codorniz, que trataba de contrarrestar con una altanería insoportable y una franqueza brutal.
2877 Lo hacía a toda prisa, muchas veces hasta el amanecer, y en tiras de papel de imprenta que llevaba a todas partes en la carpeta de cuero. En uno de los tantos descuidos de aquellos días la olvidé en un taxi, y lo entendí sin amarguras como una trastada más de mi mala suerte.
2878 En vista de que el dueño de esa papelera y el autor de esta sección son, coincidencialmente, una misma persona, ambos agradeceríamos a quien la tenga se sirva comunicarse con cualquiera de los dos. La papelera no contiene en absoluto objetos de valor: solamente «jirafas» inéditas».
2879 El sueldo diario me alcanzaba justo para pagar el cuarto, pero lo que menos me importaba en aquellos días era el abismo de la pobreza. Las muchas veces en que no pude pagarlo me iba a leer en el café Roma como lo que era en realidad: un solitario al garete en la noche del paseo Bolívar.
2880 A cualquier conocido le hacía un saludo de lejos, si es que me dignaba mirarlo, y seguía de largo hasta mi reservado habitual, donde muchas veces leí hasta que me espantaba el sol. Pues aun entonces seguía siendo un lector insaciable sin ninguna formación sistemática.
2881 No me interesaban la gloria, ni la plata, ni la vejez, porque estaba seguro de que iba a morir muy joven y en la calle. El viaje con mi madre para vender la casa de Aracataca me rescató de ese abismo, y la certidumbre de la nueva novela me indicó el horizonte de un porvenir distinto.
2882 El proyecto, por supuesto, saltó en añicos al enfrentarlo con la realidad en aquel viaje revelador. El modelo de una epopeya como la que yo soñaba no podía ser otro que el de mi propia familia, que nunca fue protagonista y ni siquiera víctima de algo, sino testigo inútil y víctima de todo.
2883 Decidí que así fuera por el temor pueril de que se descubriera el fracaso de una idea de la cual había hablado tanto como si fuera una obra maestra. Pero también lo hice por la superstición que todavía cultivo de contar una historia y escribir otra distinta para que no se sepa cuál es cuál.
2884 No me sentí capaz de repetir su recurso sencillo de indicar los nombres de los protagonistas en cada parlamento, como en los textos de teatro, pero me dio la idea de usar sólo las tres voces del abuelo, la madre y el niño, cuyos tonos y destinos tan diferentes podían identificarse por sí solos.
2885 El abuelo de la novela no sería tuerto como el mío, pero era cojo; la madre absorta, pero inteligente, como la mía, y el niño inmóvil, asustado y pensativo, como lo fui siempre a su edad. No fue un hallazgo de creación, ni mucho menos, sino apenas un recurso técnico.
2886 Tuve que cambiar el título de La casa -tan familiar entonces entre mis amigos- porque no tenía nada que ver con el nuevo proyecto, pero cometí el error de anotar en un cuaderno de escuela los títulos que se me iban ocurriendo mientras escribía, y llegué a tener más de ochenta.
2887 Nuestra moral era tan alta que a pesar de los obstáculos insuperables llegamos a tener oficinas propias en un tercer piso sin ascensor, entre los pregones de las vivanderas y los autobuses sin ley de la calle San Blas, que era una feria turbulenta desde el amanecer hasta las siete de la noche.
2888 Sin embargo, la eterna tabla de salvación fue el temple de Alfonso Fuenmayor, a quien nunca se le reconocieron méritos de hombre de empresa, y se empeñó en la nuestra con una tenacidad superior a sus fuerzas, que él mismo trataba de desbaratar a cada paso con su terrible sentido del humor.
2889 Uno de los colaboradores más puntuales, y sin duda el más leído, resultó ser el Vate Osío. Desde el primer número de Crónica fue uno de los infalibles, y su «Diario de una mecanógrafa», con el seudónimo de Dolly Meló, terminó por conquistar el corazón de los lectores.
2890 Nadie podía creer que tantos oficios dispersos fueran hechos con tanta gentileza por un mismo hombre. Bob Prieto podía impedir el naufragio de Crónica con cualquier hallazgo médico o artístico de la Edad Media. Pero en materia de trabajo tenía una norma diáfana: si no pagan no hay producto.
2891 De Julio Mario Santodomingo alcanzamos a publicar cuatro cuentos enigmáticos escritos en inglés, que Alfonso traducía con la ansiedad de un cazador de libélulas en las frondas de sus diccionarios raros, y que Alejandro Obregón ilustraba con un refinamiento de artista grande.
2892 El resto eran colaboradores ocasionales que en los últimos minutos del cierre -o del pago- nos mantenían con el alma en un hilo. Bogotá se acercó a nosotros como iguales, pero ninguno de los amigos útiles hizo esfuerzos de ninguna clase para mantener a flote el semanario.
2893 Crónica tuvo para mí la importancia lateral de obligarme a improvisar cuentos de emergencia para llenar espacios imprevistos en la angustia del cierre. Me sentaba a la máquina mientras linotipistas y armadores hacían lo suyo, e inventaba de la nada un relato del tamaño del hueco.
2894 El personaje no se me parece hoy a nadie que haya conocido, ni estaba fundado en vivencias propias o ajenas, ni puedo imaginarme siquiera cómo podía ser un cuento mío con un tema tan equívoco. Natanael, en definitiva, era un riesgo literario sin ningún interés humano.
2895 Por fortuna la imaginación no me dio para llegar tan lejos de mí mismo y, por desgracia, también era un convencido de que el trabajo literario tenía que pagarse tan bien como pegar ladrillos, y si pagábamos bien y puntuales a los tipógrafos, con más razón había que pagarles a los escritores.
2896 Como una prueba mortal se citaba mi reportaje sobre Berascochea, el futbolista brasileño, con el cual quisimos conciliar deporte y literatura en un género nuevo y fue el descalabro definitivo. Cuando me enteré de mi fama indigna ya estaba muy extendida entre los clientes del Japy.
2897 No sé por qué buena causa la dueña había ordenado un sancocho épico de cuatro carnes, y los alcaravanes alborotados por los olores montaraces extremaron los chillidos alrededor del fogón. Un cliente frenético agarró un alcaraván por el cuello y lo echó vivo en la olla hirviendo.
2898 Sólo a mí me importó, porque fui el único que no tuvo alma para probar el sancocho sacrílego. En vez de irme a dormir me precipité a la oficina de Crónica y escribí de un solo trazo el cuento de tres clientes de un burdel a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos y nadie lo creyó.
2899 Tenía sólo cuatro cuartillas de tamaño oficio a doble espacio, y estaba contado en primera persona del plural por una voz sin nombre. Es de un realismo transparente y sin embargo el más enigmático de mis cuentos, que además me enfiló por un rumbo que estaba a punto de abandonar por no poder.
2900 Para mí fue el principio de una nueva época, después de nueve cuentos que estaban todavía en el limbo metafísico y cuando no tenía ningún proyecto para proseguir con un género que no lograba atrapar. Jorge Zalamea lo reprodujo el mes siguiente en Crítica, excelente revista de poesía grande.
2901 Apenas si alcanzó a gobernar de cuerpo presente, pues a los quince meses se retiró de la presidencia por motivos reales de salud. Lo reemplazó el jurista y parlamentario conservador Roberto Urdaneta Arbeláez, en su condición de primer designado de la República.
2902 Pienso que el regreso de Álvaro Cepeda con su grado de la Universidad de Columbia, un mes antes del sacrificio del alcaraván, fue decisivo para sobrellevar los hados funestos de aquellos días. Volvió más despelucado y sin el bigote de cepillo, y más cerrero que cuando se fue.
2903 Germán Vargas y yo, que lo esperábamos hacía varios meses con el temor de que lo hubieran desbravado en Nueva York, nos moríamos de risa cuando lo vimos bajar del avión de saco y corbata y saludando desde la escalerilla con la primicia de Hemingway: Al otro lado del río y entre los árboles.
2904 Sin embargo, Álvaro nos aclaró después que su juicio sobre el libro era una broma, pues apenas empezaba a leerlo en el vuelo desde Miami. En todo caso, lo que nos levantó los ánimos fue que trajo más alborotado que antes el sarampión del periodismo, el cine y la literatura.
2905 En los meses siguientes, mientras volvió a aclimatarse, nos mantuvo con la fiebre a cuarenta grados. Fue un contagio inmediato. «La Jirafa», que desde hacía meses giraba sobre sí misma dando palos de ciego, empezó a respirar con dos fragmentos saqueados del borrador de La casa.
2906 Mi héroe, en medio de tantos, fue Dick Tracy. Y además, cómo no, recuperé el culto del cine que me inculcó el abuelo y me alimentó don Antonio Daconte en Aracataca, y que Álvaro Cepeda convirtió en una pasión evangélica para un país donde las mejores películas se conocían por relatos de peregrinos.
2907 Ambas las comenté en «La Jirafa», después de largas discusiones con Álvaro Cepeda. Quedé tan interesado que empecé a ver el cine con otra óptica. Antes de conocerlo a él yo no sabía que lo más importante era el nombre del director, que es el último que aparece en los créditos.
2908 Cuando Álvaro regresó me dio un curso completo a base de gritos y ron blanco hasta el amanecer en las mesas de las peores cantinas, para enseñarme a golpes lo que le habían enseñado de cine en los Estados Unidos, y amanecíamos soñando despiertos con hacerlo en Colombia.
2909 Aparte de esas explosiones luminosas la impresión de los amigos que seguíamos a Álvaro en su velocidad de crucero era que no tenía serenidad para sentarse a escribir. Quienes lo vivíamos de cerca no podíamos concebirlo sentado más de una hora en ningún escritorio.
2910 Sin embargo, dos o tres meses después de su regreso, Tita Manotas -su novia de muchos años y su esposa de toda la vida- nos llamó aterrorizada para contarnos que Álvaro había vendido su camioneta histórica y había olvidado en la guantera los originales sin copia de sus cuentos inéditos.
2911 No había hecho ningún esfuerzo por encontrarlos, con el argumento muy suyo de que eran «seis o siete cuentos de mierda». Amigos y corresponsales ayudamos a Tita en la busca de la camioneta varias veces revendida en todo el litoral caribe y tierra adentro hasta Medellín.
2912 Por fin la encontramos en un taller de Sincelejo, a unos doscientos kilómetros de distancia. Los originales en tiras de papel de imprenta, masticadas e incompletas, se los encomendamos a Tita por el temor de que Álvaro volviera a traspapelarlos por descuido o a propósito.
2913 El libro lo editó la librería Mundo con el título de Todos estábamos a la espera, y fue un acontecimiento editorial que sólo pasó inadvertido para la crítica doctoral. Para mí -y así lo escribí entonces fue el mejor libro de cuentos que se había publicado en Colombia.
2914 Alfonso Fuenmayor, por su parte, escribió comentarios críticos y de maestro de letras en periódicos y revistas, pero tenía un gran pudor de reunirlos en libros. Era un lector de una voracidad descomunal, apenas comparable a la de Álvaro Mutis o Eduardo Zalamea.
2915 Se suponía que eran cuentos y ensayos, y quizás el borrador de una novela, pero Germán no dijo jamás una palabra sobre ellos ni antes ni después, y sólo en las vísperas de su boda tomó las precauciones drásticas para que no lo supiera ni la mujer que sería su esposa desde el día siguiente.
2916 Encontré a Ricardo González Ripoll, mi vecino de dormitorio en el Liceo Nacional, que se había instalado en Barranquilla con su diploma de arquitecto y en menos de un año había resuelto la vida con un Chevrolet cola de pato, de edad incierta, donde enlataba al amanecer hasta ocho pasajeros.
2917 A los del grupo no les informé nada de la mudanza hasta una noche en que los encontré en la mesa del café Japy, y me agarré de la fórmula magistral de Lope de Vega: «Y me ordené, por lo que convenía el ordenarme a la desorden mía». No recuerdo una rechifla igual ni en el estadio de fútbol.
2918 Según Álvaro, no iba a sobrevivir a los retortijones de tres comidas diarias y a sus horas. Alfonso, en contravía, protestó por el abuso de intervenir en mi vida privada y le echó tierra al asunto con una discusión sobre la urgencia de tomar decisiones radicales para el destino de Crónica.
2919 Sólo cuando corregí la prueba impresa de mi cuento descubrí que era otro drama estático de los que ya escribía sin darme cuenta. Esta contrariedad acabó de agravarme el remordimiento de haber despertado a un amigo poco antes de la medianoche para que me escribiera el artículo en menos de tres horas.
2920 Versos sueltos, con una voz muy baja y bien medida, que se acompañaba tamboreando con los dedos en la mesa. La poesía popular de nuestras tierras se paseaba con un vestido nuevo en cada estrofa. «Te voy a dar un ramo de nomeolvides para que hagas lo que dice el significado», cantaba.
2921 Pero lo que más le sorprendió fue que yo le hablaba de la Provincia como si la conociera. Días antes, Escalona había viajado en autobús de Villanueva a Valledupar, mientras componía de memoria la música y la letra de una nueva canción para los carnavales del domingo siguiente.
2922 En alguno de los pueblos intermedios subió al bus un trovador errante de abarcas y acordeón, de los ya incontables que recorrían la región para cantar de feria en feria. Escalona lo sentó a su lado y le cantó al oído las dos únicas estrofas terminadas de su nueva canción.
2923 La historia es verídica, pero no es rara en una región y en un gremio donde lo más natural es lo asombroso. El acordeón, que no es un instrumento propio ni generalizado en Colombia, es popular en la provincia de Valledupar, tal vez importado de Aruba y Curazao.
2924 Hijo del coronel Clemente Escalona, sobrino del célebre obispo Celedón y bachiller del liceo de Santa Marta que lleva su nombre, empezó a componer desde muy niño para escándalo de la familia, que consideraba el cantar con acordeón como un oficio de menestrales.
2925 Pero no es ni será el último: ahora los hay por cientos y cada vez más jóvenes. Bill Clinton lo entendió así en los días finales de su presidencia, cuando escuchó a un grupo de niños de escuela primaria que viajaron desde la Provincia a cantar para él en la Casa Blanca.
2926 Por aquellos días de buena fortuna me encontré por casualidad con Mercedes Barcha, la hija del boticario de Sucre a la que le había propuesto matrimonio desde sus trece años. Y al contrario de las otras veces, me aceptó por fin una invitación para bailar el domingo siguiente en el hotel del Prado.
2927 Seguro de que iría con su padre, como a todas partes, invité también a mi hermana Aída Rosa, que pasaba sus vacaciones conmigo. Pero Mercedes se presentó sola en alma, y bailó con una naturalidad y tanta ironía que cualquier propuesta seria iba a parecerle ridícula.
2928 Ella bailaba muy bien la música de moda, y aprovechaba su maestría para sortear con argucias mágicas las propuestas con que la acosaba. Me parece que su táctica era hacerme creer que no me tomaba en serio, pero con tanta habilidad que yo encontraba siempre el modo de seguir adelante.
2929 Mercedes y yo, desde aquel día, terminamos por inventarnos un código personal con el cual nos entendíamos sin decirnos nada, y aun sin vernos. Volví a tener noticias de ella al cabo de un mes, el 22 de enero del año siguiente, con un mensaje escueto que me dejó en El Heraldo: «Mataron a Cayetano».
2930 Para nosotros sólo podía ser uno: Cayetano Gentile, nuestro amigo de Sucre, médico inminente, animador de bailes y enamorado de oficio. La versión inmediata fue que lo habían matado a cuchillo dos hermanos de la maestrita de la escuela de Chaparral que le vimos llevar en su caballo.
2931 Todavía no eran tiempos de teléfonos fáciles, y las llamadas personales de larga distancia se tramitaban con telegramas previos. Mi reacción inmediata fue de reportero. Decidí viajar a Sucre para escribirlo, pero en el periódico lo interpretaron como un impulso sentimental.
2932 Al menos mientras estuviera viva la madre de Cayetano, doña Julieta Chimento, que para colmo de razones era su comadre de sacramento, por ser madrina de bautismo de Hernando, mi hermano número ocho. Su razón -imprescindible en un buen reportaje- era de mucho peso.
2933 Así que el que no pudo entrar fue él, y lo asesinaron a cuchillo contra la puerta cerrada. Mi reacción inmediata fue sentarme a escribir el reportaje del crimen pero encontré toda clase de trabas. Lo que me interesaba ya no era el crimen mismo sino el tema literario de la responsabilidad colectiva.
2934 La puerta de la sala de primera clase se abrió de repente y entró un príncipe árabe con la túnica inmaculada de su alcurnia y en el puño una hembra espléndida de halcón peregrino, que en vez del capirote de cuero de la cetrería clásica llevaba uno de oro con incrustaciones de diamantes.
2935 Mi madre siguió firme en su determinación de impedirlo contra todo argumento, hasta treinta años después del drama, cuando ella misma me llamó a Barcelona para darme la mala noticia de que Julieta Chímente, la madre de Cayetano, había muerto sin reponerse todavía de la falta del hijo.
2936 Trátalo como si Cayetano fuera hijo mío. El relato, con el título de Crónica de una muerte anunciada, se publicó dos años después. Mi madre no lo leyó por un motivo que conservo como otra joya suya en mi museo personal: «Una cosa que salió tan mal en la vida no puede salir bien en un libro».
2937 El teléfono de mi escritorio había sonado a las cinco de la tarde una semana después de la muerte de Cayetano, cuando empezaba a escribir mi tarea diaria en El Heraldo. Llamaba mi papá, acabado de llegar a Barranquilla sin anunciarse, y me esperaba de urgencia en el café Roma.
2938 Quedé tan abrumado que no me siento capaz de transmitir la angustia y la lucidez con que papá me informó del desastre familiar. Sucre, el paraíso de la vida fácil y las muchachas bellas, había sucumbido al embate sísmico de la violencia política. La muerte de Cayetano no era más que un síntoma.
2939 Pero los que todavía estamos vivos allá es porque Dios nos conoce. Era uno de los pocos miembros del Partido Conservador que no habían tenido que esconderse de los liberales enardecidos después del 9 de abril, y ahora los mismos suyos que se acogieron a su sombra lo repudiaban por su tibieza.
2940 Me pintó un cuadro tan aterrador -y tan real- que justificaba de sobra su determinación atolondrada de abandonarlo todo para llevarse la familia a Cartagena. Yo no tenía razón ni corazón contra él, pero pensé que podía entretenerlo con una solución menos radical que la mudanza inmediata.
2941 Y más aún: con el mismo ánimo cautivo me reveló que me había conseguido un empleo en Cartagena, y tenía todo listo para mi posesión el lunes siguiente. Un gran empleo, me explicó, al que sólo tenía que asistir cada quince días para cobrar el sueldo. Era mucho más de lo que yo podía digerir.
2942 Con los dientes apretados le adelanté algunas reticencias que lo prepararan para una negativa final. Le conté la larga conversación con mi madre en el viaje a Aracataca de la que nunca recibí ningún comentario suyo, pero entendí que su indiferencia por el tema era la mejor respuesta.
2943 Al principio de la conversación había resuelto no ceder a ninguna debilidad del corazón porque me dolía que un hombre tan bondadoso tuviera que dejarse ver por sus hijos en semejante estado de derrota. Sin embargo, me pareció que era hacerle demasiada confianza a la vida.
2944 No era una buena noche para decidir nada. La policía había desalojado por la fuerza a varias familias de refugiados del interior que estaban acampados en el parque de San Nicolás huyendo de la violencia rural. Sin embargo, la paz del café Roma era inexpugnable.
2945 Los refugiados españoles me preguntaban siempre qué sabía de don Ramón Vinyes, y siempre les decía en broma que sus cartas no llevaban noticias de España sino preguntas ansiosas por las de Barranquilla. Desde que murió no volvieron a mencionarlo pero mantenían en la mesa su silla vacía.
2946 No lo sabía, pero lo había previsto, y pensaba que mi renuncia sería el final de Crónica, y una irresponsabilidad grave que pesaría sobre mí por el resto de mi vida. Me dio a entender que era poco menos que una traición, y nadie tenía más derecho que él para decírmelo.
2947 Al día siguiente, mientras me llevaba a la oficina de Crónica, Álvaro Cepeda dio una muestra conmovedora de la crispación que le causaban las borrascas íntimas de los amigos. Sin duda ya conocía por Germán mi decisión de irme y su timidez ejemplar nos salvó a ambos de cualquier argumento de salón.
2948 Era la clase de respuestas parabólicas que le servían en casos como el mío para saltarse las ganas de llorar. Por lo mismo no me sorprendió que prefiriera hablar por primera vez del proyecto de hacer cine en Colombia, que habríamos de continuar sin resultados por el resto de nuestras vidas.
2949 Nadie cayó en la cuenta antes que Germán Vargas dos semanas después, y lo comentó con Alfonso. También para él fue una sorpresa. Porfirio, el jefe de armada, les contó cómo había sido el berrinche, y ellos acordaron dejar las cosas como estaban hasta que yo les diera mis razones.
2950 Sólo entonces reviví el incidente como una cuchillada y sentí que la tierra se hundía bajo mis pies, no por lo que Alfonso había dicho de un modo tan oportuno, sino porque se me hubiera olvidado aclararlo. Alfonso, como era de esperarse, me dio una explicación de adulto.
2951 Contábamos como reserva extrema con el consejo editorial, una especie de Divina Providencia que nunca habíamos logrado sentar a la larga mesa de nogal de las grandes decisiones. Los comentarios de Germán y Álvaro me infundieron el valor que me hacía falta para irme.
2952 No quedó una colección completa, sólo los seis primeros números, y algunos recortes en la biblioteca catalana de don Ramón Vinyes. Una casualidad afortunada para mí fue que en la casa donde vivía querían cambiar los muebles de sala, y me los ofrecieron a precio de subasta.
2953 No puedo omitir que con cincuenta años más de uso siguen bien conservados y en servicio, porque la madre agradecida no permitió que los vendieran. Una semana después de la visita de mi padre me mudé para Cartagena con la única carga de los muebles y poco más de lo que llevaba puesto.
2954 Los cuatro dormitorios y los dos baños de la planta baja estaban reservados para los padres y los once hijos, yo el mayor, de casi veintiséis años, y Eligió el menor, de cinco. Todos bien criados en la cultura caribe de las hamacas y las esteras en el piso y las camas para cuantos tuvieron lugar.
2955 En la planta alta vivía el tío Hermógenes Sol, hermano de mi padre, con su hijo Carlos Martínez Simahan. La casa entera no era suficiente para tantos, pero el alquiler estaba moderado por los negocios del tío con la propietaria, de quien sólo sabíamos que era muy rica y la llamaban la Pepa.
2956 Se había ido la luz en media ciudad, y tratábamos de preparar la casa en las tinieblas para acostar a los niños. Con mis hermanos mayores nos reconocíamos por las voces, pero los menores habían cambiado tanto desde mi última visita, que sus ojos enormes y tristes me espantaban a la luz de las velas.
2957 Eran los restos de la abuela Tranquilina que mi madre había desenterrado y los llevaba para depositarlos en el osario de San Pedro Claver, donde están los de mi padre y la tía Elvira Carrillo en una misma cripta. Mi tío Hermógenes Sol era el hombre providencial en aquella emergencia.
2958 La justificación oficial, no sólo para mí sino para unos ciento y tantos empleados más, era que estaba en comisión fuera de la ciudad. El café Moka, frente a las oficinas del censo, permanecía atestado de falsos burócratas de los pueblos vecinos que sólo iban para cobrar.
2959 No hubo un céntimo para mi uso personal durante el tiempo en que firmé la nómina porque mi sueldo era sustancial y se iba completo para el presupuesto doméstico. Mientras tanto, papá había tratado de matricularme en la facultad de derecho, y se dio de bruces con la verdad que yo le había ocultado.
2960 Al maestro Zabala no le había pasado un minuto en sus mechones de indio. Como si nunca me hubiera ido me pidió el favor de que le escribiera una nota editorial que tenía atrasada. Mi máquina la ocupaba un primípara adolescente que se cayó por la prisa atolondrada con que me cedió el asiento.
2961 Me impresionó tanto la cifra, insólita por la fecha y el lugar, que ni siquiera contesté ni di las gracias sino que me senté a escribir dos notas más, embriagado por la sensación de que la Tierra giraba en realidad alrededor del sol. Era como haber vuelto a los orígenes.
2962 La vida con la familia completa, en condiciones azarosas, no es un dominio de la memoria sino de la imaginación. Los padres dormían en una alcoba de la planta baja con alguno de los menores. Las cuatro hermanas se sentían ya con derecho de tener una alcoba para cada una.
2963 Rita, que andaba por los catorce años, estudiaba hasta la medianoche en la puerta de la calle bajo la luz del poste público, para ahorrar la de la casa. Aprendía de memoria las lecciones cantándolas en voz alta y con la gracia y la buena dicción que todavía conserva.
2964 Buscando barrios más baratos fuimos descendiendo de clase hasta la casa del Toril, donde se aparecía de noche el espanto de una mujer. Tuve la suerte de no estar allí, pero los solos testimonios de padres y hermanos me causaban tanto terror como si hubiera estado.
2965 Mi madre la describió hasta por las pintas de su vestido y el modelo de sus zapatos. Papá negaba que la hubiera visto para no impresionar más a la esposa ni asustar a los hijos, pero la familiaridad con que la aparecida se movía por la casa desde el atardecer no permitía ignorarla.
2966 Sin embargo, a la mayoría de los hermanos les costó trabajo conjurar la idea de que el fantasma de la muerta se había mudado con ellos. En la casa del pie de la Popa, a pesar del mucho tiempo de que disponía, era tanto el gusto que me sobraba para escribir, que los días se me quedaban cortos.
2967 Allí reapareció Ramiro de la Espriella, con su diploma de doctor en leyes, más político que nunca y entusiasmado con sus lecturas de novelas recientes. Sobre todo por La piel, de Curzio Malaparte, que se había convertido aquel año en un libro clave de mi generación.
2968 Contra el consejo de don Ramón Vinyes, les leía entonces largos trozos de mis borradores a ellos y a mis hermanos, en el estado en que se encontraban y todavía sin desbrozar, y en las mismas tiras de papel de imprenta de todo lo que escribí en las noches insomnes de El Universal.
2969 Por esos días volvieron Álvaro Mutis y Gonzalo Mallarino, pero tuve el pudor afortunado de no pedirles que leyeran el borrador sin terminar y todavía sin título. Quería encerrarme sin pausas para hacer la primera copia en cuartillas oficiales antes de la última corrección.
2970 Una sola falla notable de estos cálculos me obligaría a reconsiderar todo, porque hasta un error de mecanografía me altera como un error de creación. Pensaba que este método absoluto se debía a un criterio exacerbado de la responsabilidad, pero hoy sé que era un simple terror, puro y físico.
2971 Yo había leído Edipo en Colona en el volumen que el mismo Gustavo me había regalado por los días en que nos conocimos, pero recordaba muy mal el mito de Antígona para reconstruirlo de memoria dentro del drama de la zona bananera, cuyas afinidades emocionales no había advertido hasta entonces.
2972 Años después, náufrago en el tremedal de la droga, me contó que desde aquel primer viaje se había dicho: «¡Mierda! No quiero hacer nada más que esto en la vida». En los cuarenta años siguientes, con una pasión sin porvenir, no hizo más que cumplir la promesa de morir en su ley.
2973 Murió a los cincuenta y cuatro años, con tiempo apenas para publicar un libro de más de seiscientas páginas con una investigación magistral sobre la vida secreta de Cien años de soledad, que había trabajado durante años sin que yo lo supiera, y sin solicitarme nunca una información directa.
2974 Esa misma noche encontré a mi padre oyendo las noticias en la hamaca del dormitorio. Bajé el volumen del radio, me senté en la cama de enfrente y le pregunté con mi derecho de primogenitura qué pasaba con los amores de Rita. El me disparó la respuesta que sin duda tenía prevista desde siempre.
2975 Tampoco hay que exagerar -me replicó papá sobresaltado pero ya con su primera sonrisa-. Esa muchachita no tiene todavía ni qué ponerse. La última vez que vi a la tía Pa, a sus casi noventa años, fue una tarde de un calor infame en que llegó a Cartagena sin anunciarse.
2976 La acogimos no sólo por ser quien era, sino porque sabíanlos hasta qué punto conocía sus negocios con la muerte. Se quedó en la casa, esperando su hora en el cuartito de servicio, el único que aceptó para dormir, y allí murió en olor de castidad a una edad que calculábamos en ciento y un años.
2977 Aquella temporada fue la más intensa en El Universal. Zabala me orientaba con su sabiduría política para que mis notas dijeran lo que debían sin tropezar con el lápiz de la censura, y por primera vez le interesó mi vieja idea de escribir reportajes para el periódico.
2978 Héctor Rojas Herazo, muerto de risa, escribió desde Bogotá en su nueva columna de El Tiempo una nota de burla sobre la pifia de aplicar a la caza del tiburón el método manido de agarrar el rábano por las hojas. Esto me dio la idea de escribir el reportaje de la cacería nocturna.
2979 De todos modos, en tierra firme y por una conversación de marineros, me enteré de que los cazadores iban hasta las Bocas de Ceniza, a ochenta y nueve millas náuticas de Cartagena, y regresaban cargados de tiburones inocentes para venderlos como criminales de a cincuenta pesos.
2980 La noticia grande se acabó el mismo día, y a mí se me acabó la ilusión del reportaje. En su lugar, publiqué mi cuento número ocho: «Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles». Por lo menos dos críticos serios y mis amigos severos de Barranquilla lo juzgaron como un buen cambio de rumbo.
2981 El celador de aquellas reliquias históricas era un linotipista jubilado cuyos colegas activos se reunían con él después del cierre de los periódicos para celebrar el nuevo día todos los días con una damajuana de ron blanco clandestino compuesto por artes de cuatreros.
2982 En uno de aquellos amaneceres en Las Bóvedas, Dávila me contó su idea de hacer un periódico de veinticuatro por veinticuatro media cuartilla- que circulara gratis en las tardes a la hora atropellada del cierre del comercio. Sería el periódico más pequeño del mundo, para leer en diez minutos.
2983 La mudanza para Cartagena había sido oportuna y útil después de la experiencia de Crónica, y además me dio un ambiente muy propicio para seguir escribiendo La hojarasca, sobre todo por la fiebre creativa con que se vivía en nuestra casa, donde lo más insólito parecía siempre posible.
2984 No me atreví a confesar que con La hojarasca me estaba sucediendo lo mismo que con La casa: empezaba a interesarme más la técnica que el tema. Después de un año de haber trabajado con tanto júbilo, se me reveló como un laberinto circular sin entrada ni salida.
2985 Hoy creo saber por qué. El costumbrismo que tan buenos ejemplos de renovación ofreció en sus orígenes había terminado por fosilizar también los grandes temas nacionales que trataban de abrirle salidas de emergencia. El hecho es que ya no soportaba un minuto más la incertidumbre.
2986 Sólo me faltaban comprobaciones de datos y decisiones de estilo antes del punto final, y sin embargo no la sentía respirar. Pero estaba tan empantanado después de tanto tiempo de trabajo en las tinieblas, que veía zozobrar el libro sin saber dónde estaban las grietas.
2987 El organismo del censo se había terminado en un año y mi sueldo en El Universal no arcanzaba para compensarlo. No volví a la facultad de derecho, a pesar de las argucias de algunos maestros que se habían confabulado para sacarme adelante en contra de mi desinterés por su interés y su ciencia.
2988 Por fortuna, así está la humanidad entera, que entre cadenas gime. No demostró la mínima curiosidad por el motivo de mi viaje. Le pareció una suerte de telepatía, porque a todo el que le preguntaba por mí en los últimos meses le contestaba que en cualquier momento iba a llegar para quedarme.
2989 Algunos estudiantes de periodismo o literatura han querido diferenciarlos en los archivos y no lo han logrado, salvo en los casos de tenias específicos, y no por el estilo sino por la información cultural. En El Tercer Hombre me dolió la mala noticia de que habían matado a nuestro ladroncito amigo.
2990 El cuerpo fue reclamado por una hermana mayor, único miembro de la familia, y sólo nosotros y el dueño de la cantina asistimos a su entierro de caridad. Volví a casa de las Ávila. Meira Delmar, otra vez vecina, siguió purificando con sus veladas sedantes mis malas noches de El Gato Negro.
2991 De algún modo muy especial seguían en el grupo. Por lo menos una vez al año nos invitaban a una mesa de exquisiteces árabes que nos alimentaban el alma, y en su casa había veladas sorpresivas de visitantes ilustres, desde grandes artistas de cualquier género hasta poetas extraviados.
2992 Hoy me parece que Barranquilla me daba una perspectiva mejor sobre La hojarasca, pues tan pronto como tuve un escritorio con máquina emprendí la corrección con ímpetus renovados. Por esos días me atreví a mostrarle al grupo la primera copia legible a sabiendas de que no estaba terminada.
2993 Más que un crítico, parecía rastreador de inconsecuencias y purificador de estilo. Sus observaciones fueron tan certeras que las utilicé todas, salvo una que a él le pareció traída de los cabellos, aun después de demostrarle que era un episodio real de mi infancia.
2994 Lo interrumpía cada vez que veía un conocido en los andenes para gritarle algún despropósito cordial o burlón, y reanudaba el raciocinio exaltado, con la voz erizada por el esfuerzo, los cabellos revueltos y aquellos ojos desorbitados que parecían mirarme por entre las rejas de un panóptico.
2995 Terminamos tomando cerveza helada en la terraza de Los Almendros, agobiados por las fanaticadas del Júnior y el Sporting en la acera de enfrente, y al final nos atropello la avalancha de energúmenos que escapaban del estadio desinflados por un indigno dos a dos.
2996 En muchas ocasiones no podía con el tema, y lo cambiaba por otro cuando me daba cuenta de que todavía me quedaba grande. En todo caso, fue una gimnasia esencial para mi formación de escritor, con la certidumbre cómoda de que no era más que un material alimenticio sin ningún compromiso histórico.
2997 La sola busca del tema diario me había amargado los primeros meses. No me dejaba tiempo para más: perdía horas escudriñando los otros periódicos, tomaba notas de conversaciones privadas, me extraviaba en fantasías que me maltrataban el sueño, hasta que me salió al encuentro la vida real.
2998 En ese sentido mi experiencia más feliz fue la de una tarde en que vi al pasar desde el autobús un letrero simple en la puerta de una casa: «Se venden palmas fúnebres». Mi primer impulso fue tocar para averiguar los datos de aquel hallazgo, pero me venció la timidez.
2999 Lo único que recuerdo con cierta precisión de aquella barabúnda es que Ulises en persona fue una de las grandes sorpresas de mi vida. Lo veía a menudo en Bogotá, al principio en El Molino y años después en El Automático, y a veces en la tertulia del maestro De Greiff.
3000 Por eso lo había eludido diversas ocasiones para no contaminar la imagen que me había inventado para mi uso personal. Me equivoqué. Era uno de los seres más afectuosos y serviciales que recuerdo, aunque comprendo que necesitaba un motivo especial de la mente o del corazón.
3001 La tarea de Mutis era enmendar el error en secreto absoluto antes del amanecer sin que se enteraran los funcionarios del aeropuerto, y mucho menos la prensa. Así se hizo. El combustible fue cambiado por el bueno en cuatro horas de whiskys bien conversados en los separes del aeropuerto local.
3002 No recuerdo una emoción más intensa. La editorial Losada era una entre las mejores de Buenos Aires, que habían llenado el vacío editorial provocado por la guerra civil española. Sus editores nos alimentaban a diario con novedades tan interesantes y raras que apenas si teníamos tiempo para leerlas.
3003 No acababa de despedir a Mutis en un avión abastecido con el combustible correcto, cuando corrí al periódico para hacer la revisión a fondo de los originales. En los días sucesivos me dediqué de cuerpo entero al examen frenético de un texto que bien pudo salírseme de las manos.
3004 Germán y Alfonso releyeron las partes más críticas y tuvieron el buen corazón de no hacerme reparos irredimibles. En aquel estado de ansiedad revisé la versión final con el alma en la mano y tomé la decisión serena de no publicarlo. En el futuro, aquello sería una manía.
3005 Aún no existían las fotocopias comerciales y lo único que me quedó fue el primer borrador corregido en márgenes e interlíneas con tintas de colores distintos para evitar confusiones. Lo tiré a la basura y no recobré la serenidad durante los dos meses largos que demoró la respuesta.
3006 Un día cualquiera me entregaron en El Heraldo una carta que se había traspapelado en el escritorio del jefe de redacción. El membrete de la editorial Losada de Buenos Aires me heló el corazón, pero tuve el pudor de no abrirla allí mismo sino en mi cubículo privado.
3007 El único consuelo fue la sorprendente concesión final: «Hay que reconocerle al autor sus excelentes dotes de observador y de poeta». Sin embargo, todavía hoy me sorprende que más allá de mi consternación y mi vergüenza, aun las objeciones más ácidas me parecieran pertinentes.
3008 Esta infidencia me causó una pena mayor, porque mi reacción final había sido aprovechar lo que me fuera útil del veredicto, corregir todo lo corregible según mi criterio y seguir adelante. El mejor aliento me lo dieron las opiniones de Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor y Álvaro Cepeda.
3009 A Alfonso lo encontré en una fonda del mercado público, donde había descubierto un oasis para leer en el tráfago del comercio. Le consulté si dejaba mi novela como estaba, o si trataba de reescribirla con otra estructura, pues me parecía que en la segunda mitad perdía la tensión de la primera.
3010 Germán -fiel a su modo ponderado- me hizo el favor de no exagerar. Pensaba que ni la novela era tan mala para no publicarla en un continente donde el género estaba en crisis, ni era tan buena como para armar un escándalo internacional, cuyo único perdedor iba a ser un autor primerizo y desconocido.
3011 Cuando caí en la cuenta de que no tenía una copia limpia de mi novela, la editorial Losada me hizo saber por tercera o cuarta persona que tenían por norma no devolver originales. Por fortuna, Julio César Villegas había hecho una copia antes de enviar los míos a Buenos Aires, y me la hizo llegar.
3012 Entonces emprendí una nueva corrección sobre las conclusiones de mis amigos. Eliminé un largo episodio de la protagonista que contemplaba desde el corredor de las begonias un aguacero de tres días, que más tarde convertí en el «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo».
3013 Su memoria, su intuición y su franqueza me resultaban tan reveladoras que me causaban un cierto pavor. Mientras hablábamos, él arreglaba con su caja de herramientas los desperfectos de la casa, y yo lo escuchaba en una hamaca mecida por la brisa tenue de las plantaciones.
3014 Al final, en un paseo de reconciliación por las calles desiertas de Aracataca, comprendí hasta qué punto había recuperado mi salud de ánimo, y no me quedó la menor duda de que La hojarasca -rechazada o no- era el libro que yo me había propuesto escribir después del viaje con mi madre.
3015 Más adelante, en uno de mis tantos viajes, conocí al coronel Clemente Escalona, el padre de Rafael, que desde el primer día me impresionó por su dignidad y su porte de patriarca a la antigua. Era delgado y recto como un junco, de piel curtida y huesos firmes, y de una dignidad a toda prueba.
3016 Sin embargo, cuatro años después, cuando por fin escribía el libro en un viejo hotel de París, la imagen que tuve siempre en la memoria no era la de mi abuelo, sino la de don Clemente Escalona, como la repetición física del coronel que no tenía quien le escribiera.
3017 Llegamos al atardecer, y algo había en el aire que impedía respirar. Zapata y Escalona me recordaron que apenas veinte días antes el pueblo había sido víctima de un asalto de la policía que sembraba el terror en la región para imponer la voluntad oficial. Fue una noche de horror.
3018 Mataron sin discriminación, y les prendieron fuego a quince casas. Por la censura férrea no habíamos conocido la verdad. Sin embargo, tampoco entonces tuve oportunidad de imaginarlo. Juan López, el mejor músico de la región, se había ido para no volver desde la noche negra.
3019 Era comprensible, y el propio Escalona, que era maestro de muchos, y Zapata Olivella, que empezaba a ser el médico de todos, no lograron que nadie cantara. Ante nuestra insistencia, los vecinos acudieron a dar sus razones, pero en el fondo de sus almas sentían que el duelo no podía durar más.
3020 Entonces Pablo López debió sentirse autorizado para torcerle el cuello a su pena, pues sin decir una palabra entró en su casa y salió con el acordeón. Cantó como nunca, y mientras cantaba empezaron a llegar otros músicos. Alguien abrió la tienda de enfrente y ofreció tragos por su cuenta.
3021 Media hora después todo el pueblo cantaba. En la plaza desierta salió el primer borracho en un mes y empezó a cantar a voz en cuello una canción de Escalona, dedicada al propio Escalona, en homenaje a su milagro de resucitar el pueblo. Por fortuna, la vida seguía en el resto del mundo.
3022 Dos meses después del rechazo de los originales conocí a Julio César Villegas, que había roto con la editorial Losada, y lo habían nombrado representante para Colombia de la editorial González Porto, vendedores a plazos de enciclopedias y libros científicos y técnicos.
3023 La noche de nuestro primer encuentro en la suite presidencial del hotel del Prado salí trastabillando con un maletín de agente viajero atiborrado de folletos de propaganda y muestras de enciclopedias ilustradas, libros de medicina, derecho e ingeniería de la editorial González Porto.
3024 Mi ganancia era el anticipo en efectivo del veinte por ciento, que debía alcanzarme para vivir sin angustias después de pagar mis gastos, incluido el hotel. Este es el viaje que yo mismo he vuelto legendario por mi defecto incorregible de no medir a tiempo mis adjetivos.
3025 En el segundo sólo volví a los pueblos en torno de Valledupar. Una vez allí, por supuesto, tenía previsto seguir hasta el cabo de la Vela con el mismo itinerario de mi madre enamorada, pero sólo llegué a Manaure de la Sierra, a La Paz y a Villanueva, a unas pocas leguas de Valledupar.
3026 Fue el primer viaje a mi Guajira imaginaria, que me pareció tan mítica como la había descrito tantas veces sin conocerla, pero no pienso que fuera por mis falsos recuerdos sino por la memoria de los indios comprados por mi abuelo por cien pesos cada uno para la casa de Aracataca.
3027 En Valledupar no dispuse de mucho tiempo para vender libros. Vivía en el hotel Wellcome, una estupenda casa colonial bien conservada en el marco de la plaza grande, que tenía una larga enramada de palma en el patio con rústicas mesas de bar y hamacas colgadas en los horcones.
3028 Todo esto empezó de manera muy fácil por ser él un viejo amigo de mi tío Juan de Dios y se complacía en evocar sus recuerdos. Para mí fue una lotería aquel galpón del patio, porque las muchas horas que me sobraban se me iban leyendo en una hamaca bajo el bochorno del mediodía.
3029 Este último, reconocido como un político de carácter duro, alcanzó a intercambiar disparos con sus agresores, pero al final se vio obligado a escapar por las bardas de una casa vecina. La situación de violencia oficial que padecía el país desde el 9 de abril se había vuelto insostenible.
3030 Rojas Pínula fue investido de poderes hasta el término del periodo presidencial, en agosto del año siguiente, y Laureano Gómez viajó con su familia a Benidorm, en la costa levantina de España, dejando detrás la impresión ilusoria de que sus tiempos de rabias habían terminado.
3031 Cualquier hora era buena para armar la fiesta con los mismos clientes y sus alegres compadres, y amanecíamos cantando con los acordeoneros grandes sin interrumpir compromisos ni pagar créditos urgentes porque la vida cotidiana seguía su ritmo natural en el fragor de la parranda.
3032 En Villanueva estuvimos con un acordeonero y dos cajistas que al parecer eran nietos de alguno que escuchábamos de niños en Aracataca. De ese modo, lo que había sido una adicción infantil se me reveló en aquel viaje como un oficio inspirado que había de acompañarme hasta siempre.
3033 Estábamos tomando una cerveza helada en la única cantina del pueblo cuando se acercó a nuestra mesa un hombre que parecía un árbol, con polainas de montar y al cinto un revólver de guerra. Rafael Escalona nos presentó, y él se quedó mirándome a los ojos con mi mano en la suya.
3034 Pasaron varios días antes de que me confesara la verdad: se había puesto de acuerdo con Escalona para asustarme, pero no tuvo corazón para seguir las bromas de los abuelos muertos. En realidad se llamaba José Prudencio Aguilar, y era un contrabandista de oficio, derecho y de buen corazón.
3035 En homenaje suyo, para no ser menos, bauticé con su nombre al rival que José Arcadio Buendía mató con una lanza en la gallera de Cien años de soledad. Lo malo fue que al final de aquel viaje de nostalgias no habían llegado todavía los libros vendidos, sin los cuales no podía cobrar mis anticipos.
3036 Me quedé sin un céntimo y el metrónomo del hotel andaba más deprisa que mis noches de fiesta. Víctor Cohen empezó a perder la poca paciencia que le quedaba por causa de los infundios de que la plata de su deuda la despilfarraba con chiflamicas de baja estofa y guarichas de mala muerte.
3037 La lectura inesperada de El viejo y el mar, de Hemingway, que llegó de sorpresa en la revista Life en Español, acabó de restablecerme de mis quebrantos. En el mismo correo llegó el cargamento de libros que debía entregar a sus dueños para cobrar mis anticipos.
3038 Me sorprendió la pulcritud del documento escrito por él, y la enorme voluntad de pagar que se notaba en la desfachatez de mi firma. Víctor lo celebró aquella noche bailando un paseo vallenato con una elegancia colonial como nadie lo había bailado desde los años de Francisco el Hombre.
3039 Hice la adaptación para la transmisión radiofónica en una encerrona de dos semanas que me parecieron mucho más reveladoras de lo previsto, con medidas de diálogos, grados de intensidad y situaciones y tiempos fugaces que no se parecían a nada de cuanto había escrito antes.
3040 Se grabó en la emisora Atlántico, con el mejor reparto regional posible y dirigida sin experiencia ni inspiración por el mismo Villegas. Para narrador le habían recomendado a Germán Vargas, como un locutor distinto por el contraste de su sobriedad con la estridencia de la radio local.
3041 Asistí a las grabaciones, que eran hechas en directo sobre el disco virgen con una aguja de arado que iba dejando copos de filamentos negros y luminosos, casi intangibles, como cabellos de ángel. Cada noche me llevaba un buen puñado que repartía entre mis amigos como un trofeo insólito.
3042 Nadie logró inventarse un argumento de cortesía para hacerme creer que la obra le gustaba, pero tuvo una buena audiencia y una pauta de publicidad suficiente para salvar la cara. A mí, por fortuna, me dio nuevos bríos en un género que me parecía disparado hacia horizontes impensables.
3043 Pero a pesar de toda clase de razones y pretextos, nunca se dejó ver, y sólo me quedó de él una lección magistral que leí en alguna entrevista suya: «La gente siempre quiere llorar: lo único que yo hago es darle el pretexto». Las magias de Villegas, por su parte, no dieron para más.
3044 Hasta entonces, aparte de sus colaboraciones ocasionales en Crónica, que siempre fueron literarias, sólo había tenido ocasión de practicar su grado de la Universidad de Columbia con los comprimidos ejemplares que mandaba al Sporting News, de Saint Louis, Missouri.
3045 Álvaro había hecho el plan íntegro con modelos de los Estados Unidos. Como Dios en las alturas quedaba Davis Echandía, precursor de los tiempos heroicos del periodismo sensacionalista local y el hombre menos descifrable que conocí, bueno de nacimiento y más sentimental que compasivo.
3046 En teoría, cada quien tenía su órbita bien definida, pero más allá de ella no se supo nunca quién hizo qué para que el enorme mastodonte técnico no lograra dar ni el primer paso. Los pocos números que lograron salir fueron el resultado de un acto heroico, pero nunca se supo de quién.
3047 A la hora de entrar en prensa las planchas estaban empasteladas. Desaparecía el material urgente, y los buenos enloquecíamos de rabia. No recuerdo una vez en que el diario saliera a tiempo y sin remiendos, por los demonios agazapados que teníamos en los talleres.
3048 Nunca se supo qué pasó. La explicación que prevaleció fue quizás la menos perversa: algunos veteranos anquilosados no pudieron tolerar el régimen renovador y se confabularon con sus almas gemelas hasta que consiguieron desbaratar la empresa. Álvaro se fue de un portazo.
3049 Yo tenía un contrato que había sido una garantía en condiciones normales, pero en las peores era una camisa de fuerza. Ansioso de sacar algún provecho del tiempo perdido intenté armar al correr de la máquina cualquier cosa válida con cabos sueltos que me quedaban de intentos anteriores.
3050 Retazos de La casa, parodias del Faulkner truculento de Luz de agosto, de las lluvias de pájaros muertos de Nathaniel Hawthorne, de los cuentos policíacos que me habían hastiado por repetitivos, y de algunos moretones que todavía me quedaban del viaje a Aracataca con mi madre.
3051 Otro de los pocos cuentos míos que me dejaron satisfecho desde la primera versión. En El Nacional me abordó un vendedor volante de relojes de pulso. Nunca había tenido uno, por razones obvias en aquellos años, y el que me ofrecía era de un lujo aparatoso y caro.
3052 El vendedor no tomó muy bien el mal chiste y terminé comprando un reloj más barato, sólo por complacerlo, y con un sistema de cuotas que él mismo pasaría a cobrar cada mes. Fue el primer reloj que tuve, y tan puntual y duradero que todavía lo guardo como reliquia de aquellos tiempos.
3053 Por esos días volvió Álvaro Mutis con la noticia de un vasto presupuesto de su empresa para la cultura y la aparición inminente de la revista Lámpara, su órgano literario. Ante su invitación a colaborar le propuse un proyecto de emergencia: la leyenda de La Sierpe.
3054 Pero hágalo, que es el ambiente y el tono que buscamos para la revista. Se la prometí para dos semanas más tarde. Antes de irse al aeropuerto había llamado a su oficina de Bogotá, y ordenó el pago adelantado. El cheque que me llegó por correo una semana después me dejó sin aliento.
3055 Más aún cuando fui a cobrarlo y el cajero del banco se inquietó con mi aspecto. Me hicieron pasar a una oficina superior, donde un gerente demasiado amable me preguntó dónde trabajaba. Le contesté que escribía en El Heraldo, de acuerdo con mi costumbre, aunque ya entonces no fuera cierto.
3056 Apenas si saboreó el almuerzo por ayudarme a pensar en algún modo estable y para siempre de ganar más sin cansancio. El que a los postres le pareció mejor fue hacerles saber a los Cano que yo estaría disponible para El Espectador, aunque seguía crispándome la sola idea de volver a Bogotá.
3057 Además, las escasas regalías de la radionovela y la publicación destacada del primer capítulo de «La Sierpe» en la revista Lámpara me habían valido algunos textos de publicidad que me alcanzaron además para mandarle un barco de alivio a la familia de Cartagena.
3058 Estuve a punto de revelarles las propuestas de trabajo de Álvaro Mutis, pero no me atreví, y hoy sé que fue por el miedo de que me las aprobaran. Había vuelto a insistir varias veces, incluso después de que me hizo una reservación en el avión y la cancelé a última hora.
3059 Su único propósito -insistió hasta el final- era el deseo de conversar sobre una serie de colaboraciones fijas para la revista y examinar algunos detalles técnicos sobre la serie completa de «La Sierpe», cuyo segundo capítulo debía salir en el número inminente.
3060 Compré un vestido clerical de paño azul de medianoche, perfecto para el espíritu de la Bogotá de aquel tiempo; dos camisas blancas de cuello duro, una corbata de rayas diagonales y un par de zapatos de los que puso de moda el actor José Mojica antes de hacerse santo.
3061 Las antiguas calles de nuestros años no parecían de nadie sin los tranvías iluminados, y la esquina del crimen histórico había perdido su grandeza en los espacios ganados por los incendios. «Ahora sí parece una gran ciudad», dijo asombrado alguien que nos acompañaba.
3062 En cambio, nunca había estado mejor que en la pensión sin nombre donde me instaló Álvaro Mutis. Una casa embellecida por la desgracia a un lado del parque nacional, donde la primera noche no pude soportar la envidia por mis vecinos de cuarto que hacían el amor como si fuera una guerra feliz.
3063 La sección «Día a día», nunca firmada, la encabezaba de rutina Guillermo Cano, con una nota política. En un orden establecido por la dirección, iba después la nota con tema libre de Gonzalo González, que además llevaba la sección más inteligente y popular del periódico.
3064 A continuación publicaban mis notas, y en muy escasas ocasiones alguna especial de Eduardo Zalamea, que ocupaba a diario el mejor espacio de la página editorial -«La ciudad y el mundo»- con el seudónimo de Ulises, no por Hornero -como él solía precisarlo-, sino por James Joyce.
3065 Haití era entonces el país de mis sueños después de haber leído El reino de este mundo, de Alejo Carpentier. Aún no le había contestado el 18 de febrero, cuando escribí una nota sobre la reina madre de Inglaterra perdida en la soledad del inmenso palacio de Buckingham.
3066 Esa noche, en una fiesta de pocos en casa del jefe de redacción, José Salgar, Eduardo Zalamea hizo un comentario aún más entusiasta. Algún infidente benévolo me dijo más tarde que esa opinión había disipado las últimas reticencias para que la dirección me hiciera la oferta formal de un empleo fijo.
3067 Álvaro entendió, canceló el viaje, y me lo hizo saber como una decisión de su empresa. Así que nunca conocí Puerto Príncipe, pero no supe los motivos reales hasta hace muy pocos años, cuando Álvaro me los contó en una más de nuestras interminables memoraciones de abuelos.
3068 Guillermo, por su parte, una vez que me tuvo amarrado con un contrato en el periódico, me reiteró durante años que pensara en el gran reportaje de Haití, pero nunca pude ir ni le dije por qué. Jamás se me hubiera pasado por la mente la ilusión de ser redactor de planta de El Espectador.
3069 Su propuesta en términos solemnes fue que me quedara en el periódico como redactor de planta para escribir sobre información general, notas de opinión, y cuanto fuera necesario en los atafagos de última hora, con un sueldo mensual de novecientos pesos. Me quedé sin aire.
3070 Cuando lo recobré volví a preguntarle cuánto, y me lo repitió letra por letra: novecientos. Fue tanta mi impresión, que unos meses después, hablando de esto en una fiesta, mi querido Luis Gabriel me reveló que había interpretado mi sorpresa como un gesto de rechazo.
3071 La última duda la había expresado don Gabriel, por un temor bien fundado: «Está tan flaquito y pálido que se nos puede morir en la oficina». Así ingresé como redactor de planta en El Espectador, donde consumí la mayor cantidad de papel de mi vida en menos de dos años.
3072 Tal vez contribuyó a eso el hecho de ser uno de los menores en una sala de redacción de veteranos rejugados, lo cual creó entre nosotros dos un sentido de la complicidad que no desfalleció nunca. Lo que esa amistad tuvo de ejemplar fue su capacidad de prevalecer sobre nuestras contradicciones.
3073 Rogelio Echeverría, un poeta de los grandes, responsable de la edición matutina, a quien nunca vimos a la luz del día. Mi primo Gonzalo González, con una pierna enyesada por un mal partido de futbol, tenía que estudiar para contestar preguntas sobre todo, y terminó por volverse especialista en todo.
3074 Pero cuando las cosas se ponían duras no se oía respirar. Desde el único escritorio atravesado en el fondo del salón mandaba José Salgar, que solía recorrer la redacción, informando e informándose de todo, mientras se desfogaba del alma con su terapia de malabarista.
3075 Todavía sufro el impacto de la rechifla general, pero también siento el alivio de los abrazos y las buenas palabras con que cada uno me dio su bienvenida. Desde ese instante fui uno más de aquella comunidad de tigres caritativos, con una amistad y un espíritu de cuerpo que nunca decayó.
3076 Fue una orden no impartida que se cumplió al instante. Los redactores corrimos a nuestros puestos de combate, para conseguir por teléfono los datos atropellados que nos indicaba José Salgar para escribir a pedazos entre todos el reportaje del aguacero del siglo.
3077 Las ambulancias y radiopatrullas llamadas para casos urgentes quedaron inmovilizadas por los vehículos embotellados en medio de las calles. Las cañerías domésticas estaban bloqueadas por las aguas y no bastó la totalidad del cuerpo de bomberos para conjurar la emergencia.
3078 En otros estallaron las alcantarillas. Las aceras estaban ocupadas por ancianos inválidos, enfermos y niños asfixiados. En medio del caos, cinco propietarios de botes de motor para pescar los fines de semana organizaron un campeonato en la avenida Caracas, la más atafagada de la ciudad.
3079 Poco antes de las cinco, Guillermo Cano escribió la síntesis magistral de uno de los aguaceros más dramáticos de que se tuvo memoria en la ciudad. Cuando escampó por fin, la edición improvisada de El Espectador circuló como todos los días, con apenas una hora de retraso.
3080 Mi relación inicial con José Salgar fue la más difícil pero siempre creativa como ninguna otra. Creo que él tenía el problema contrario del mío: siempre andaba tratando de que sus reporteros de planta dieran el do de pecho, mientras yo ansiaba que me pusiera en la onda.
3081 Sin embargo, nunca fue agresivo. Todo lo contrario: un hombre cordial, forjado a fuego vivo, que había subido por la escalera del buen servicio, desde repartir el café en los talleres a los catorce años, hasta convertirse en el jefe de redacción con más autoridad profesional en el país.
3082 Yo pensaba, en cambio, que ningún género de prensa estaba mejor hecho que el reportaje para expresar la vida cotidiana. Sin embargo, hoy sé que la terquedad con que ambos tratábamos de hacerlo fue el mejor aliciente que tuve para cumplir el sueño esquivo de ser reportero.
3083 Desde donde yo estaba sólo se oían los gritos de la discusión entre los estudiantes que trataban de proseguir hasta el Palacio Presidencial y los militares que lo impedían. En medio de la multitud no alcanzamos a entender lo que se gritaban, pero la tensión se percibía en el aire.
3084 Los sobrevivientes que trataron de llevar heridos al hospital fueron disuadidos a culatazos de fusil. La tropa desalojó el sector y cerró las calles. En la estampida volví a vivir en unos segundos todo el horror del 9 de abril, a la misma hora y en el mismo lugar.
3085 Había empezado ocho meses antes con la toma del poder por el general Rojas Pinilla, que le permitió un suspiro de alivio al país después del baño de sangre de dos gobiernos conservadores sucesivos, y duró hasta aquel día. Para mí fue también una prueba de fuego en mis sueños de reportero raso.
3086 Se las mostré al jefe de la sección judicial, Felipe González Toledo, y él llamó a la madre del primer niño que aún no había sido encontrado. Fue una lección para siempre. La madre del niño desaparecido nos esperaba a Felipe y a mí en el vestíbulo del anfiteatro.
3087 Me pareció tan pobre y disminuida que hice un esfuerzo supremo del corazón para que el cadáver no fuera el de su niño. En el largo sótano glacial, bajo una iluminación intensa, había unas veinte mesas dispuestas en batería con cadáveres como túmulos de piedra bajo sábanas percudidas.
3088 Bajo el extremo de la sábana sobresalían las suelas de unas botitas tristes, con las herraduras de los tacones muy gastadas por el uso. La mujer las reconoció, se puso lívida, pero se sobrepuso con su último aliento hasta que el guardián quitó la sábana con una revolera de torero.
3089 Eduardo Zalamea me confirmó que no. También él pensaba que la crónica roja, con tanto arraigo en los lectores, era una especialidad difícil que requería una índole propia y un corazón a toda prueba. Nunca más la intenté. Otra realidad bien distinta me forzó a ser crítico de cine.
3090 Había en el país un público inmenso para las grandes películas de acción y los dramas de lágrimas, pero el cine de calidad estaba circunscrito a los aficionados cultos y los exhibidores se arriesgaban cada vez menos con películas que duraban tres días en cartel.
3091 Una precaución tomada por acuerdo común fue que llevara siempre mi pase de favor intacto, como prueba de que entraba con el boleto comprado en la taquilla. Las primeras notas tranquilizaron a los exhibidores porque comentaban películas de una buena muestra de cine francés.
3092 Se convirtió en mi asistente constante, por supuesto aunque nunca estuvo de acuerdo con la idea de que no se trataba de hacer escuela sino de orientar a un público elemental sin formación académica. La luna de miel con los empresarios tampoco fue tan dulce como pensamos al principio.
3093 Funcionarios de los cines nos abordaban con reclamos agrios y recibíamos cartas contradictorias de lectores despistados. Pero todo fue inútil: la columna sobrevivió hasta que la crítica de cine dejó de ser ocasional en el país, y se convirtió en una rutina de la prensa y la radio.
3094 Fue la primera bonanza de mi vida pero sin tiempo para disfrutarla. El apartamento que alquilé amueblado y con servicio de lavandería no era más que un dormitorio con un baño, teléfono y desayuno en la cama, y una ventana grande con la llovizna eterna de la ciudad más triste del mundo.
3095 No dejé de pensar con cierta inquietud que era la primera vez que tenía un lugar fijo y propio para vivir pero sin tiempo ni siquiera para darme cuenta. Estaba tan ocupado en sortear mi nueva vida, que mi único gasto notable fue el bote de remos que cada fin de mes le mandé puntual a la familia.
3096 Sólo hoy caigo en la cuenta de que apenas si tuve tiempo de ocuparme de mi vida privada. Tal vez porque sobrevivía dentro de mí la idea de las madres caribes, de que las bogotanas se entregaban sin amor a los costeños sólo por cumplir el sueño de vivir frente al mar.
3097 Yo sabía que era una tierra de grandes escritores y poetas, y que allí estaba el colegio de la Presentación donde Mercedes Barcha había empezado a estudiar aquel año. Ante una misión tan delirante, ya no me parecía nada irreal reconstruir pieza por pieza la hecatombe de una montaña.
3098 Pero la verdad sobrecogedora era que no tenía ni idea de por dónde empezar. Caminé al azar por las calles radiantes bajo la harina de oro de un sol espléndido después de la tormenta, y al cabo de una hora tuve que refugiarme en el primer almacén porque volvió a llover por encima del sol.
3099 Entonces comprendí que lo único sensato era escribirle una carta de agradecimiento a Guillermo Cano, y regresar a Barranquilla al estado de gracia en que me encontraba hacía seis meses. Con el inmenso alivio de haber salido del infierno tomé un taxi para regresar al hotel.
3100 El noticiero del mediodía hizo un largo comentario a dos voces como si los derrumbes hubieran sido ayer. El chofer se desahogó casi a gritos contra la negligencia del gobierno y el mal manejo de los auxilios a los damnificados, y de algún modo me sentí culpable de su justa rabia.
3101 Sólo las velas encendidas y las crucecitas para los muertos que no pudieron desenterrar. Así caí en la cuenta de que tanto las víctimas como los sobrevivientes eran de distintos lugares de la ciudad, y éstos la habían atravesado en masa para rescatar los cuerpos de los caídos en el primer derrumbe.
3102 La tragedia grande fue cuando los curiosos desbordaron el lugar y otra parte de la montaña se deslizó en una avalancha arrasadora. De modo que los únicos que pudieron contar el cuento fueron los pocos que escaparon de los derrumbes sucesivos y estaban vivos en el otro extremo de la ciudad.
3103 Su silencio no sólo debía ser el resultado de la velocidad de ahora, sino la esperanza de convencerme con sus razones. El principio del hilo eran dos niños de ocho y once años que habían salido de su casa a cortar leña el martes 12 de julio a las siete de la mañana.
3104 Se habían alejado unos cien metros cuando sintieron el estropicio de la avalancha de tierra y rocas que se precipitaba sobre ellos por el flanco del cerro. Apenas alcanzaron a escapar. En la casa quedaron atrapadas sus tres hermanas menores con su madre y un hermanito recién nacido.
3105 A esa hora estaban allí la casi totalidad de los habitantes de los pueblos y los barrios vecinos, más los curiosos de toda la ciudad atraídos por los clamores de la radio, y los pasajeros que se bajaban de los autobuses interurbanos más para estorbar que para servir.
3106 Al atardecer no quedaba espacio fácil ni para respirar. La muchedumbre era densa y caótica a las seis, cuando se precipitó otra avalancha arrasadora de seiscientos mil metros cúbicos, con un estruendo colosal que causó tantas víctimas como si hubiera sido en el parque Berrío de Medellín.
3107 La mayoría no fueron víctimas de los derrumbes sino de la imprudencia y la solidaridad desordenada. Como en los terremotos, tampoco fue posible calcular el número de personas con problemas que aprovecharon la ocasión de desaparecer sin dejar huellas, para escapar a las deudas o cambiar de mujer.
3108 Sin embargo, también la buena suerte puso su parte, pues una investigación posterior demostró que desde el primer día, mientras se intentaban los rescates, estuvo a punto de desprenderse una masa de rocas capaz de generar otra avalancha de cincuenta mil metros cúbicos.
3109 Sin embargo, mi mejor recuerdo de aquellos días no es lo que hice sino lo que estuve a punto de hacer, gracias a la imaginación delirante de mi viejo compinche de Barranquilla, Orlando Rivera, Figurita, a quien me encontré de manos a boca en uno de los pocos respiros de la investigación.
3110 En una borrachera de las nuestras, Figurita me reveló que había preparado con su esposa y por su cuenta y riesgo un plan magistral para sacar a Mercedes Barcha de su internado. Un párroco amigo, famoso por sus artes de casamentero, estaría listo para casarnos a cualquier hora.
3111 La única condición, por supuesto, era que Mercedes estuviera de acuerdo, pero no encontramos el modo de consultarlo con ella dentro de las cuatro paredes de su cautiverio. Hoy más que nunca me remuerde la furia de no haber tenido arrestos para vivir aquel drama de folletín.
3112 Fue una de las últimas veces que vi a Figurita. En el carnaval de 1960, disfrazado de tigre cubano, resbaló de la carroza que lo llevaba de regreso a su casa de Baranoa después de la batalla de flores, y se desnucó en el pavimento tapizado con los escombros y desperdicios del carnaval.
3113 Sin embargo, concedí aquella primera entrevista para El Colombiano, y fue de una sinceridad suicida. Hoy es incontable el número de entrevistas de que he sido víctima a lo largo de cincuenta años y en medio mundo, y todavía no he logrado convencerme de la eficacia del género, ni de ida ni de vuelta.
3114 El gobierno del general Rojas Pinilla, ya en conflicto abierto con la prensa y gran parte de la opinión pública, había coronado el mes de septiembre con la determinación de repartir el remoto y olvidado departamento del Chocó entre sus tres prósperos vecinos: Antioquia, Caldas y Valle.
3115 Primo Guerrero, el corresponsal veterano de El Espectador en Quibdó, informó al tercer día que una manifestación popular de familias enteras, incluidos los niños, había ocupado la plaza principal con la determinación de permanecer allí a sol y sereno hasta que el gobierno desistiera de su propósito.
3116 De modo que me fui sin preguntarme siquiera cómo podía escribirse un reportaje sobre una manifestación de protesta que se negaba a la violencia. Me acompañó el fotógrafo Guillermo Sánchez, quien desde hacía meses me atormentaba con la cantaleta de que hiciéramos juntos reportajes de guerra.
3117 El nuestro, todavía vivo por artes de magia, era uno de los Catalina legendarios de la segunda guerra mundial operado para carga por una empresa civil. No tenía sillas. El interior era escueto y sombrío, con pequeñas ventanas nubladas y cargado de bultos de fibras para fabricar escobas.
3118 Éramos los únicos pasajeros. El copiloto en mangas de camisa, joven y apuesto como los aviadores de cine, nos enseñó a sentarnos en los bultos de carga que le parecieron más confortables. No me reconoció, pero yo sabía que había sido un beisbolista notable de las ligas de La Matuna en Cartagena.
3119 El decolaje fue aterrador, aun para un pasajero tan rejugado como Guillermo Sánchez, por el bramido atronador de los motores y el estrépito de chatarra del fuselaje, pero una vez estabilizado en el cielo diáfano de la sabana se deslizó con los redaños de un veterano de guerra.
3120 Sin embargo, más allá de la escala de Medellín nos sorprendió un aguacero diluviano sobre una selva enmarañada entre dos cordilleras y tuvimos que entrarle de frente. Entonces vivimos lo que tal vez muy pocos mortales han vivido: llovió dentro del avión por las goteras del fuselaje.
3121 La iglesia remendada con tablas, las bancas de cemento embarradas por los pájaros y una mula sin dueño que triscaba de las ramas de un árbol gigantesco eran los únicos signos de la existencia humana en la plaza polvorienta y solitaria que a nada se parecía tanto como a una capital africana.
3122 Era el escenario perfecto pero faltaba el drama. Nuestro buen colega Primo Guerrero, corresponsal de El Espectador, hacía la siesta a la bartola en una hamaca primaveral bajo la enramada de su casa, como si el silencio que lo rodeaba fuera la paz de los sepulcros.
3123 Se montó entonces una movilización de todo el pueblo con técnicas teatrales, se hicieron algunas fotos que no se publicaron por no ser muy creíbles y se pronunciaron los discursos patrióticos que en efecto sacudieron el país, pero el gobierno permaneció imperturbable.
3124 Primo Guerrero, con una flexibilidad ética que quizás hasta Dios se la haya perdonado, mantuvo la protesta viva en la prensa a puro pulso de telegramas. Nuestro problema profesional era simple: no habíamos emprendido aquella expedición de Tarzán para informar que la noticia no existía.
3125 Esa misma noche se inició una movilización general de los políticos chocoanos -algunos de ellos muy influyentes en ciertos sectores del país- y dos días después el general Rojas Pinilla declaró cancelada su propia determinación de repartir el Chocó a pedazos entre sus vecinos.
3126 La pregunta me enfrentó por primera vez a la condición mortal del periodismo. En efecto, nadie había vuelto a interesarse por el Chocó desde que se publicó la decisión presidencial de no descuartizarlo. Sin embargo, José Salgar me apoyó en el riesgo de cocinar lo que pudiera de aquel pescado muerto.
3127 Lo que tratamos de transmitir en cuatro largos episodios fue el descubrimiento de otro país inconcebible dentro de Colombia, del cual no teníamos conciencia. Una patria mágica de selvas floridas y diluvios eternos, donde todo parecía una versión inverosímil de la vida cotidiana.
3128 Encontramos una carretera de setenta y cinco kilómetros a través de la selva virgen, construida a costos enormes para comunicar la población de Itsmina con la de Yuto, pero que no pasaba por la una ni por la otra como represalia del constructor por sus pleitos con los dos alcaldes.
3129 Las mujeres de las poblaciones más pobres cernían oro y platino en los ríos mientras sus hombres pescaban, y los sábados les vendían a los comerciantes viajeros una docena de pescados y cuatro gramos de platino por sólo tres pesos. Todo esto ocurría en una sociedad famosa por sus ansias de estudiar.
3130 Pero las escuelas eran escasas y dispersas, y los alumnos tenían que viajar varias leguas todos los días a pie y en canoa para ir y volver. Algunas estaban tan desbordadas que un mismo local se usaba los lunes, miércoles y viernes para varones, y los martes, jueves y sábados para niñas.
3131 Las casas, pequeñas y limpias, con grandes espacios alambrados y pintorescas escalinatas de madera en el portal, parecían sembradas en el césped. En el centro había un casino con cabaret-restaurante y un bar donde se consumían licores importados a menor precio que en el resto del país.
3132 Pues Andagoya, en la vida real, era un país extranjero de propiedad privada, cuyas dragas saqueaban el oro y el platino de sus ríos prehistóricos y se los llevaban en un barco propio que salía al mundo entero sin control de nadie por las bocas del río San Juan.
3133 El ritmo semanal de la redacción habría sido mortal de no ser porque los viernes en la tarde, a medida que nos liberábamos de la tarea, nos concentrábamos en el bar del hotel Continental, en la acera de enfrente, para un desahogo que solía prolongarse hasta el amanecer.
3134 Siempre me había llamado la atención que Zalamea no hubiera hecho nunca ninguna observación sobre mis notas, aunque muchas eran inspiradas en las suyas. Sin embargo, cuando se establecieron los «viernes culturales» dio rienda suelta a sus ideas sobre el género.
3135 El único reposo que me permitía en aquellos tiempos de atafagos fueron las lentas tardes de los domingos en casa de Álvaro Mutis, que me enseñó a escuchar la música sin prejuicios de clase. Nos tirábamos en la alfombra oyendo con el corazón a los grandes maestros sin especulaciones sabias.
3136 Mi límite era que no podía escribir con música porque le ponía más atención a lo que escuchaba que a lo que escribía, y todavía hoy asisto a muy pocos conciertos, porque siento que en la butaca se establece una especie de intimidad un poco impúdica con vecinos ajenos.
3137 Los nocturnos de Chopin para los episodios reposados, o los sextetos de Brahms para las tardes felices. En cambio, no volví a escuchar a Mozart durante años, desde que me asaltó la idea perversa de que Mozart no existe, porque cuando es bueno es Beethoven y cuando es malo es Haydn.
3138 Por eso me pregunto todavía si no tuvo algo que ver con la solicitud que me hizo en un cóctel el secretario de la Asociación Colombiana de Escritores y Artistas, Óscar Delgado, de que participara en el concurso nacional de cuento que estaba a punto de ser declarado desierto.
3139 La edición era presentable y las noticias sobre Lisman Baum eran buenas. Así que le di una copia muy remendada de La hojarasca y lo despaché a las volandas con el compromiso de hablar después. Sobre todo de plata, que al final -por cierto- fue de lo único que nunca hablamos.
3140 Ni los mismos reporteros del periódico pudieron encontrar el rastro ni lo ha encontrado nadie hasta el sol de hoy. Ulises le propuso a la imprenta que vendiera los ejemplares a las librerías con base en la campaña de prensa que él mismo inició con una nota que todavía no acabo de agradecerle.
3141 Pagó los derechos pactados, escasos pero puntuales, que tuvieron para mí el valor sentimental de ser los primeros que recibí por un libro. La edición tenía entonces algunos cambios que no identifiqué como míos ni me cuidé de que no se incluyeran en ediciones siguientes.
3142 Casi trece años más tarde, cuando pasé por Colombia después del lanzamiento de Cien años de soledad en Buenos Aires, encontré en los puestos callejeros de Bogotá numerosos ejemplares sobrantes de la primera edición de La hojarasca a un peso cada una. Compré cuantos pude cargar.
3143 Desde entonces he encontrado en librerías de América Latina otros saldos dispersos que trataban de vender como libros históricos. Hace unos dos años, una agencia inglesa de libros antiguos vendió por tres mil dólares un ejemplar firmado por mí de la primera edición de Cien años de soledad.
3144 El éxito inicial de los reportajes en serie nos había obligado a buscar pienso para alimentar a una fiera insaciable. La tensión diaria era insostenible, no sólo en la identificación y la búsqueda de los temas, sino en el curso de la escritura, siempre amenazada por los encantos de la ficción.
3145 En El Espectador no había duda: la materia prima invariable del oficio era la verdad y nada más que la verdad, y eso nos mantenía en una tensión invivible. José Salgar y yo terminamos en un estado de vicio que no nos permitía un instante de paz ni en los reposos del domingo.
3146 Pero el ceremonial para abrirlas en busca de pistas era de un rigor burocrático más bien inútil pero meritorio. El reportaje de una sola entrega se publicó con el título de «El cartero llama mil veces», con un subtítulo: «El cementerio de las cartas perdidas».
3147 Sus viajes a Bogotá no eran frecuentes, pero yo los asaltaba por teléfono a cualquier hora en cualquier apuro, sobre todo a Germán Vargas, por su concepción pedagógica del reportaje. Los consultaba en cada apuro, que eran muchos, o ellos me llamaban cuando había motivos para felicitarme.
3148 Tenía la magia certera para salvarme de apuros con ejemplos de grandes autores o para dictarme la cita salvadora rescatada de su arsenal sin fondo. Su broma maestra fue cuando le pedí el título para una nota sobre los vendedores de comidas callejeras acosados por las autoridades de Higiene.
3149 No volví a saber del proyecto hasta que Vicens me mandó un borrador del guión para que pusiera algo de mi parte sobre la base original de Álvaro. Algo puse yo que hoy no recuerdo, pero la historia me pareció divertida y con la dosis suficiente de locura para que pareciera nuestra.
3150 El general Rojas Pinilla estaba pendiente de nuestra visita, a mitad de camino, en uno de sus reposos frecuentes en la base militar de Melgar, y había prometido una rueda de prensa que terminaría antes de las cinco de la tarde, con tiempo de sobra para regresar con fotos y noticias de primera mano.
3151 Según el oficial que nos acompañaba, allí estaban los guerrilleros con armas de suficiente poder para tumbarnos, de modo que debíamos correr hasta el hotel en zigzag y con el torso inclinado como una precaución elemental contra posibles disparos desde la cordillera.
3152 Un coronel con arreos de guerra, de una apostura de artista de cine y una simpatía inteligente, nos explicó sin alarmas que en la casa de la cordillera estaba la avanzada de la guerrilla hacía varias semanas y desde allí habían intentado varias incursiones nocturnas contra el pueblo.
3153 Sin embargo, al cabo de una hora de provocaciones, incluso desafíos con altavoces, los guerrilleros no dieron señales de vida. El coronel, desalentado, envió una patrulla de exploración para asegurarse de que todavía quedaba alguien en la casa. La tensión se relajó.
3154 Nos echamos a tierra cerca de los soldados y éstos abrieron fuego contra la casa de la cornisa. En la confusión instantánea perdí de vista a Rodríguez, que corrió en busca de una posición estratégica para su visor. El tiroteo fue breve pero muy intenso y en su lugar quedó un silencio letal.
3155 El coronel cambió su ánimo por una expresión tétrica. Nos dio la información simple de que la visita estaba cancelada, que disponíamos de media hora para almorzar, y que enseguida viajaríamos a Melgar por carretera, pues los helicópteros estaban reservados para los heridos y los cadáveres.
3156 Sabíamos que la Oficina de Información y Prensa no nos perdía de vista, y con frecuencia nos mandaban por teléfono advertencias y consejos paternales. Los militares, que al principio de su gobierno desplegaban una cordialidad académica ante la prensa, se volvieron invisibles o herméticos.
3157 Cuarenta y tantos años después, Marulanda consultado para este dato en su campamento de guerra- contestó que no recordaba si en realidad era él. No fue posible conseguir una noticia más. Yo andaba ansioso por descubrirla desde que regresé de Villarrica, pero no encontraba una puerta.
3158 Los niños, separados de sus padres por simples consideraciones logísticas y dispersos en varios asilos del país, eran unos tres mil de distintas edades y condiciones. Sólo treinta eran huérfanos de padre y madre, y entre éstos un par de gemelos con trece días de nacidos.
3159 Helí Rodríguez, de dos años, apenas si pudo dictar su nombre. No sabía nada de nada, ni dónde se encontraba, ni por qué, ni sabía los nombres de sus padres ni pudo dar ninguna pista para encontrarlos. Su único consuelo era que tenía derecho a permanecer en el asilo hasta los catorce años.
3160 El presupuesto del orfanato se alimentaba de ochenta centavos mensuales que le daba por cada niño el gobierno departamental. Diez se fugaron la primera semana con el propósito de colarse de polizones en los trenes del Tolima, y no pudimos hallar ningún rastro de ellos.
3161 A muchos les hicieron en el asilo un bautismo administrativo con apellidos de la región para poder distinguirlos, pero eran tantos, tan parecidos y móviles que no se distinguían en el recreo, sobre todo en los meses más fríos, cuando tenían que calentarse corriendo por corredores y escaleras.
3162 No recuerdo si el paso siguiente lo hice autorizado por el periódico o si fue por iniciativa propia, pero recuerdo muy bien que intenté varias gestiones inútiles para lograr un contacto con algún dirigente del Partido Comunista clandestino que pudiera informarme sobre la situación de Villarrica.
3163 Era un apartamento con una sala pequeña atiborrada de libros políticos y literarios, y dos dormitorios en un sexto piso de escaleras empinadas y sombrías adonde se llegaba sin aliento, no sólo por la altura sino por la conciencia de estar entrando en uno de los misterios mejor guardados del país.
3164 Como la esposa no estaba en casa, él mantenía al alcance de su mano la cuna de la niña, y la mecía muy despacio cuando se desgañitaba de llanto en las pausas muy largas de la conversación, que lo mismo eran de política que de literatura, aunque sin mucho sentido del humor.
3165 Era imposible concebir que aquel cuarentón rosado y calvo, de ojos claros e incisivos y labia precisa, fuera el hombre más buscado por los servicios secretos del país. De entrada me di cuenta de que estaba al corriente de mi vida desde que compré el reloj en El Nacional de Barranquilla.
3166 Sin embargo, estuvo de acuerdo en que el mejor servicio que podía prestarle al país era seguir en esa línea sin dejarme comprometer por nadie en ninguna clase de militancia política. Se instaló en el tema tan pronto como tuve ocasión de revelarle el motivo de mi visita.
3167 Estaba al corriente de la situación de Villarrica, como si hubiera estado allí, y de la cual no pudimos publicar ni una letra por la censura oficial. Sin embargo, me dio datos importantes para entender que aquél era el preludio de una guerra crónica al cabo de medio siglo de escaramuzas casuales.
3168 Su lenguaje, en aquel día y en aquel lugar, tenía más ingredientes del mismo Jorge Eliécer Gaitán que de su Marx de cabecera, para una solución que no parecía ser la del proletariado en el poder sino una especie de alianza de desamparados contra las clases dominantes.
3169 La fortuna de aquella visita no fue sólo la clarificación de lo que estaba sucediendo, sino un método para entenderlo mejor. Así se lo expliqué a Guillermo Cano y a Zalamea, y dejé la puerta entreabierta, por si alguna vez aparecía la cola del reportaje inconcluso.
3170 Colombia, como se repitió casi todos los días en notas editoriales, en la calle, en los cafés, en las conversaciones familiares, era una república invivible. Para muchos campesinos desplazados y numerosos muchachos sin perspectiva, la guerra de Corea era una solución personal.
3171 La verdad fue la contraria: poco después de la llegada fueron dados de baja en el ejército, y lo único que les quedó en el bolsillo a muchos de ellos fueron los retratos de las novias japonesas que se quedaron esperándolos en los campamentos del Japón, donde los llevaban a descansar de la guerra.
3172 Era imposible que aquel drama nacional no me hiciera recordar el de mi abuelo el coronel Márquez, a la espera eterna de su pensión de veterano. Llegué a pensar que aquella mezquindad fuera una represalia contra un coronel subversivo en guerra encarnizada contra la hegemonía conservadora.
3173 Sin embargo, muchos como él fueron víctimas también del machismo colombiano, que se manifestó en el trofeo de matar a un veterano de Corea. No se habían cumplido tres años desde que regresó el primer contingente, y ya los veteranos víctimas de muerte violenta pasaban de una docena.
3174 Uno de ellos murió apuñalado en una reyerta por repetir una canción en un tocadiscos de cantina. El sargento Cantor, que había hecho honor a su apellido cantando y acompañándose con la guitarra en los descansos de la guerra, fue muerto a bala semanas después del regreso.
3175 Y además dos hijas iguales como si fueran una sola. Se alegró de haber venido, me entretuvo con algunos recuerdos que nada tenían que ver conmigo, y tuve la vanidad de pensar que esperaba de mí una respuesta más íntima. Pero también, como todos los hombres, me equivoqué de tiempo y lugar.
3176 Una vez recuperado, y siempre al amparo de la marina, concedió una entrevista al corresponsal de El Espectador en Cartagena, Lácides Orozco, que no pudo llegar a donde queríamos para saber como fue que un golpe de viento pudo causar semejante desastre con siete muertos.
3177 Sólo por ganar tiempo escribí una serie de notas de ambiente sobre el regreso del náufrago a casa de sus padres, cuando sus acompañantes de uniforme me impidieron una vez más hablar con él, mientras le autorizaban 'una entrevista insulsa para una emisora local.
3178 Entonces fue evidente que estábamos en manos de maestros en el arte oficial de enfriar la noticia, y por primera vez me conmocionó la idea de que estaban ocultando a la opinión pública algo muy grave sobre la catástrofe. Más que una sospecha, hoy lo recuerdo como un presagio.
3179 Era un marzo de vientos glaciales y la llovizna polvorienta aumentaba la carga de mis remordimientos. Antes de enfrentarme a la sala de redacción abrumado por la derrota me refugié en el vecino hotel Continental y ordené un trago doble en el mostrador del bar solitario.
3180 La vi salir por la puerta giratoria y desaparecer con su inolvidable paraguas amarillo en la avenida embarrada por la llovizna. Después de un segundo trago atravesé yo también la avenida y llegué a la sala de redacción sostenido a pulso por los dos primeros tragos.
3181 Entonces me di cuenta de que los burlones inclementes de la redacción habían empezado a quererme cuando me vieron pasar en silencio arrastrando el sobretodo ensopado, y ninguno tuvo corazón para empezar la rechifla ritual. Luis Alejandro Velasco siguió disfrutando de su gloria reprimida.
3182 No era la primera vez ni había de ser la última en que Guillermo se empecinara en un caso perdido y terminara coronado con la razón. Le advertí deprimido pero con el mejor estilo posible que sólo haría el reportaje por obediencia laboral pero no le pondría mi firma.
3183 Sin haberlo pensado, aquélla fue una determinación casual pero certera para el reportaje, pues me obligaba a contarlo en la primera persona del protagonista, con su modo propio y sus ideas personales, y firmado con su nombre. Así me preservaba de cualquier otro naufragio en tierra firme.
3184 Es decir, sería el monólogo interior de una aventura solitaria, al pie de la letra, como la había hecho la vida. La decisión fue milagrosa, porque Velasco resultó ser un hombre inteligente, con una sensibilidad y una buena educación inolvidables y un sentido del humor a su tiempo y en su lugar.
3185 Nada tuve que forzar. Aquello era como pasearme por una pradera de flores con la libertad suprema de escoger las preferidas. Velasco llegaba puntual a las tres de la tarde a mi escritorio de la redacción, revisábamos las notas precedentes y proseguíamos en orden lineal.
3186 Cada capítulo que me contaba lo escribía yo en la noche y se publicaba en la tarde del día siguiente. Habría sido más fácil y seguro escribir primero la aventura completa y publicarla ya revisada y con todos los detalles comprobados a fondo. Pero no había tiempo.
3187 El tema iba perdiendo actualidad cada minuto y cualquier otra noticia ruidosa podía derrotarlo. No usamos grabadora. Estaban acabadas de inventar y las mejores eran tan grandes y pesadas como una máquina de escribir, y el hilo magnético se embrollaba como un dulce de cabello de ángel.
3188 Tuve que conformarme con el método rutinario de las notas en cuadernos de escuela, pero gracias a eso creo no haber perdido una palabra ni un matiz de la conversación, y pude profundizar mejor a cada paso. Los dos primeros días fueron difíciles, porque el náufrago quería contar todo al mismo tiempo.
3189 Algo tan imprevisto que nadie debió alarmarse cuando rebasaron los espacios interiores del barco y amarraron en cubierta las cajas más grandes: neveras, lavadoras eléctricas, estufas. Una carga prohibida en un barco de guerra, y en una cantidad que ocupó espacios vitales de la cubierta.
3190 De modo que la causa mayor del accidente no fue una tormenta, como habían insistido las fuentes oficiales desde el primer día, sino lo que Velasco declaró en su reportaje: la sobrecarga de aparatos domésticos mal estibados en la cubierta de una nave de guerra.
3191 Otro aspecto que se había mantenido debajo de la mesa era qué clase de balsas estuvieron al alcance de los que cayeron en el mar y de los cuales sólo Velasco se salvó. Se supone que debía haber a bordo dos clases de balsas reglamentarias que cayeron con ellos.
3192 Estas habían sido, sin duda, las razones más importantes que demoraron las explicaciones oficiales del naufragio. Hasta que cayeron en la cuenta de que era una pretensión insostenible porque el resto de la tripulación estaba ya descansando en sus casas y contando el cuento completo en todo el país.
3193 La censura no llegó al extremo de prohibir la publicación de los capítulos restantes. Velasco, por su parte, mantuvo hasta donde pudo una ambigüedad leal, y nunca se supo que lo hubieran presionado para que no revelara verdades, ni nos pidió ni nos impidió que las reveláramos.
3194 Estábamos en el relato del séptimo día, cuando Velasco se había comido una tarjeta de visita como único manjar a su alcance, y no pudo desbaratar sus zapatos a mordiscos para tener algo que masticar. De modo que nos faltaban otros siete capítulos. Don Gabriel se escandalizó.
3195 Según sus cálculos podía aumentar hasta una cifra sin precedentes en la prensa nacional. Se improvisó una junta de redacción, se estudiaron los detalles económicos, técnicos y periodísticos y se acordó un límite razonable de veinte capítulos. O sea: seis más de los previstos.
3196 La mayoría eran amigos con quienes intercambiaba ideas en los cafés vecinos después de la función. Sus opiniones me ayudaban a clarificar las mías para la nota semanal. En relación con el náufrago, el deseo general -con muy escasas excepciones- era que se prolongara lo más posible.
3197 Una de esas excepciones fue un hombre maduro y apuesto, con un precioso abrigo de pelo de camello y un sombrero melón, que me siguió unas tres cuadras desde el teatro cuando yo volvía solo para el periódico. Lo acompañaba una mujer muy bella, tan bien vestida como él, y un amigo menos impecable.
3198 Él terminó la frase con la misma compostura con que había empezado: Créame, por favor, que sólo me permito decirle esto por la admiración que siento por lo que usted escribe. Volvió a darme la mano y se dejó llevar por la esposa atribulada. El acompañante, sorprendido, no acertó a despedirse.
3199 Para mí, por el contrario, era tan confiable que me iba caminando hasta mi apartamento cuando terminaba mi horario. Una madrugada de aquellos días intensos sentí que me había llegado la hora con la granizada de vidrios de un ladrillo lanzado desde la calle contra la ventana de mi dormitorio.
3200 Cansado de buscar dónde dormir, y de tocar el timbre averiado, resolvió su noche con un ladrillo de la construcción vecina. Apenas si me saludó para no acabar de despertarme cuando le abrí la puerta, y se tiró bocarriba a dormir en el suelo físico hasta el mediodía.
3201 Los empleados del centro comercial se demoraban para comprarlo y leer el capítulo en el autobús. Pienso que el interés de los lectores empezó por motivos humanitarios, siguió por razones literarias y al final por consideraciones políticas, pero sostenido siempre por la tensión interna del relato.
3202 El de los aviones, contado por él, era de una belleza cinematográfica. Un amigo navegante me preguntó cómo era que yo conocía tan bien el mar, y le contesté que no había hecho sino copiar al pie de la letra las observaciones de Velasco. A partir de un cierto punto ya no tuve nada que agregar.
3203 El comando de la marina no estaba del mismo humor. Poco antes del final de la serie dirigió al periódico una carta de protesta por haber juzgado con criterio mediterráneo y en forma poco elegante una tragedia que podía suceder dondequiera que operaran unidades navales.
3204 En aquel momento, mareados por la gloria, no teníamos respuesta. Todos los temas nos parecían banales. Quince años después de publicado el relato en El Espectador, la editorial Tusquets de Barcelona lo publicó en un libro de pastas doradas, que se vendió como si fuera para comer.
3205 El amigo de Salgar, que era un empresario conocido, lo presentó como un ingeniero de minas que estaba haciendo excavaciones en un terreno baldío a doscientos metros de El Espectador, en busca de un tesoro de fábula que había pertenecido al general Simón Bolívar.
3206 Era sospechosa por su sencillez: cuando el Libertador se disponía a continuar su último viaje desde Cartagena, derrotado y moribundo, se supone que prefirió no llevar un cuantioso tesoro personal que había acumulado durante las penurias de sus guerras como una reserva merecida para una buena vejez.
3207 Cuando se disponía a continuar su viaje amargo -no se sabe si a Caracas o a Europa- tuvo la prudencia de dejarlo escondido en Uogotá, bajo la protección de un sistema de códigos lacedomónicos muy propio de su tiempo, para encontrarlo cuando le mera necesario y desde cualquier parte del mundo.
3208 Seguimos visitando el lugar con cierta frecuencia para mantenernos al día, escuchábamos al ingeniero durante horas interminables a base de aguardiente y limón, y nos sentíamos cada vez más lejos del milagro, hasta que pasó tanto tiempo que no nos quedó ni la ilusión.
3209 Lo único que pudimos sospechar más tarde fue que el cuento del tesoro no era más que una pantalla para explotar sin licencia una mina de algo muy valioso en pleno centro de la capital. Aunque era posible que también ésa fuera otra pantalla para mantener a salvo el tesoro del Libertador.
3210 Como no tenía ningún plan me dijo con su flema de costumbre que preparara mis papeles para viajar como enviado especial del periódico a la Conferencia de los Cuatro Grandes, que se reunía la semana siguiente en Ginebra. Lo primero que hice fue llamar por teléfono a mi madre.
3211 Sin inmutarse, con su serenidad interminable para asimilar los estropicios menos pensados de sus hijos, me preguntó hasta cuándo estaría allá, y le contesté que volvería a más tardar en dos semanas. En realidad iba sólo por los cuatro días que duraba la reunión.
3212 Sin embargo, por razones que no tuvieron nada que ver con mi voluntad, no me demoré dos semanas sino casi tres años. Entonces era yo quien necesitaba el bote de remos aunque sólo fuera para comer una vez al día, pero me cuidé bien de que no lo supiera la familia.
3213 En Barranquilla me identificaba con mi credencial de redactor de El Heraldo, donde tenía una falsa fecha de nacimiento para eludir el servicio militar, del cual era infractor desde hacía dos años. En casos de emergencia me identificaba con una tarjeta postal que me dio la telegrafista de Zipaquirá.
3214 Así me enteré por carambola de que mi saldo bancario era una cantidad sorprendente que no había tenido tiempo de gastarme por mis afanes de reportero. El único gasto, aparte de los míos personales que no sobrepasaban los de un estudiante pobre, era el envío mensual del bote de remos para la familia.
3215 El regreso estaba previsto para unas cinco semanas, pero no sé por qué rara premonición repartí entre los amigos todo lo que era mío en el apartamento, incluida una estupenda biblioteca de cine que había reunido en dos años con la asesoría de Álvaro Cepeda y Luis Vicens.
3216 Rescató tres o cuatro cuartillas rasgadas por la mitad y las leyó apenas mientras las armaba como un rompecabezas sobre el escritorio. Me preguntó de dónde habían salido y le contesté que era el «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo», eliminado en el primer borrador de La hojarasca.
3217 A Gaitán Duran no le importó y lo publicó en el siguiente número de la revista Mito. La despedida de la víspera en casa de Guillermo Cano fue tan tormentosa que cuando llegué al aeropuerto ya se había ido el avión de Cartagena, donde dormiría esa noche para despedirme de la familia.
3218 Existía entonces la buena costumbre de poner en el respaldo del asiento delantero algo que en buen romance todavía se llamaba recado de escribir. Una hoja de esquela con ribetes dorados y su cubierta del mismo papel de lino rosa, crema o azul, y a veces perfumado.
3219 Escogí uno azul celeste y le escribí mi primera carta formal a Mercedes sentada en el portal de su casa a las siete de la mañana, con el traje verde de novia sin dueño y el cabello de golondrina incierta, sin sospechar siquiera para quién se había vestido al amanecer.
3220 La reina Juana, aún joven y bella, recorrió Castilla durante más de dos años llevando de un lado a otro el catafalco, que abría de vez en cuando para besar los labios de su marido, con la esperanza de que resucitara. A pesar de los ungüentos del embalsamador, el Hermoso hedía.
3221 Podría decir que una gitana a orillas del río Jerte adivinó la fecha de mi muerte, pero sería una de esas falsedades que suelen plasmarse en los libros y que por estar impresas parecen ciertas. La gitana sólo me auguró una larga vida, lo que siempre dicen por una moneda.
3222 Es mi corazón atolondrado el que me anuncia la proximidad del fin. Siempre supe que moriría anciana, en paz y en mi cama, como todas las mujeres de mi familia; por eso no vacilé en enfrentar muchos peligros, puesto que nadie se despacha al otro mundo antes del momento señalado.
3223 La examino de cerca con la esperanza de encontrar en el fondo del espejo a la niña con trenzas y rodillas encostradas que una vez fui, a la joven que escapaba a los vergeles para hacer el amor a escondidas, a la mujer madura y apasionada que dormía abrazada a Rodrigo de Quiroga.
3224 Sin las gafas de escribano, que encargué al Perú, no podría escribir estas páginas. Quise acompañar a Rodrigo -a quien Dios tenga en su santo seno- en su última batalla contra la indiada mapuche, pero él no me lo permitió. «Estás muy vieja para eso, Inés», se rió.
3225 Estaba en su derecho de capitán, por eso acepté sus órdenes como la esposa sumisa que nunca fui. Lo llevaron al campo de batalla en una hamaca, y allí su yerno, Martín Ruiz de Gamboa, lo amarró al caballo, como hicieron con el Cid Campeador, para aterrar con su sola presencia al enemigo.
3226 Sólo a ti, su hija, y a mí, nos permitió colocarle la armadura completa y sus botas remachadas, luego lo sentamos en su sillón favorito, con su yelmo y su espada sobre las rodillas, para que recibiera los sacramentos de la Iglesia y partiera con entera dignidad, tal como había vivido.
3227 La Muerte, que no se había movido de su lado y aguardaba discretamente a que termináramos de prepararlo, lo envolvió en sus brazos maternales y luego me hizo una seña, para que me acercara a recibir el último aliento de mi marido. Me incliné sobre él y lo besé en la boca, un beso de amante.
3228 No debo anticiparme; si narro los hechos de mi vida sin rigor y concierto me perderé por el camino; una crónica ha de seguir el orden natural de los acontecimientos, aunque la memoria sea un revoltijo sin lógica. Escribo de noche, sobre la mesa de trabajo de Rodrigo, arropada en su manta de alpaca.
3229 Me cuida el cuarto Baltasar, bisnieto del perro que vino conmigo a Chile y me acompañó durante catorce años. Ese primer Baltasar murió en 1553, el mismo año en que mataron a Valdivia, pero me dejó a sus descendientes, todos enormes, de patas torpes y pelo duro.
3230 Esta casa es fría a pesar de las alfombras, cortinas, tapicerías y braseros que los criados mantienen llenos de carbones encendidos. A menudo te quejas, Isabel, de que aquí no se puede respirar de calor; debe de ser que el frío no está en el aire sino dentro de mí.
3231 Murió sin llevarse nada a la tumba, pero dejó el rastro de sus buenas acciones, que le valieron el amor de la gente. Al final, sólo se tiene lo que se ha dado, como decía Rodrigo, el más generoso de los hombres. Empecemos por el principio, por mis primeros recuerdos.
3232 Que yo recuerde, todas ellas terminaron de monjas en un convento, menos Asunción, que gracias a la precaución de mi madre y el silencio de la familia, se repuso del milagro sin consecuencias, se casó y tuvo varios hijos, entre ellos mi sobrina Constanza, quien aparece más adelante en este relato.
3233 Fue en 1526, año de la boda de nuestro emperador Carlos V con su bella prima Isabel de Portugal, a quien habría de amar la vida entera, y el mismo año en que Solimán el Magnífico entró con sus tropas turcas hasta el centro mismo de Europa, amenazando a la cristiandad.
3234 Ese año el fervor religioso, azuzado por el miedo, llegó a la demencia. Yo iba en la procesión, mareada por el ayuno, el humo de las velas, el olor a sangre e incienso, el clamor de rezos y gemidos de los flagelantes, marchando como dormida detrás de mi familia.
3235 Carecía de medios para dos dotes, y determinó que Asunción tendría más oportunidades que yo de hacer una alianza conveniente, pues poseía esa belleza pálida y opulenta que los hombres prefieren, y era obediente; en cambio yo era puro hueso y músculo y, además, terca como mula.
3236 Decían entonces que mis mejores atributos eran los ojos sombríos y la cabellera de potranca, pero lo mismo podía decirse de la mitad de las muchachas de España. Eso sí, era muy hábil con las manos, en Plasencia y sus alrededores no había quien cosiera y bordara con más prolijidad que yo.
3237 Con ese oficio contribuí desde los ocho años al sostén de la familia y fui ahorrando para la dote que mi abuelo no pensaba darme; me había propuesto conseguir un marido, porque prefería el destino de lidiar con hijos al futuro que me esperaba con mi abuelo cascarrabias.
3238 Así comenzaron mis amores con Juan, oriundo de Málaga. Mi abuelo se opuso al principio y la vida en nuestro hogar se convirtió en un loquero; volaban insultos y platos, los portazos partieron una pared y si no es por mi madre, que se ponía en medio, mi abuelo y yo nos habríamos aniquilado.
3239 Le di tanta guerra, que al fin cedió por cansancio. No sé qué vio Juan en mí, pero no importa, el hecho es que a poco de conocernos acordamos que nos casaríamos al cabo de un año, el tiempo necesario para que él encontrara trabajo y yo pudiera aumentar mi escuálida dote.
3240 Su apostura y simpatía también le ganaban el aprecio de los hombres; era buen bebedor y jugador, y poseía un repertorio infinito de cuentos atrevidos y planes fantásticos para hacer dinero fácil. Pronto comprendí que su mente estaba fija en el horizonte y en el mañana, siempre insatisfecha.
3241 Los cuerpos rodaban por las gradas y se amontonaban abajo; pilas de carne en descomposición. La ciudad se asentaba en un lago de sangre; las aves de rapiña, hartas de carne humana, eran tan pesadas que no podían volar, y las ratas carnívoras alcanzaban el tamaño de perros pastores.
3242 Nunca lo dijo, pero, como hablaba tanto de cruzar el mar, la gente se burlaba de él y me llamaba «novia de Indias». Soporté su conducta errática con más paciencia de la recomendable porque tenía el pensamiento ofuscado y el cuerpo en ascuas, como me ocurre siempre con el amor.
3243 Juan me hacía reír, me divertía con canciones y versos picarescos, me ablandaba a besos. Le bastaba tocarme para transformar mi llanto en suspiros y mi enojo en deseo. ¡Qué complaciente es el amor, que todo lo perdona! No he olvidado nuestro primer abrazo, ocultos entre los arbustos de un bosque.
3244 Juan juntó hojas para hacer un nido, se quitó el jubón, para que me sentara encima, y luego me enseñó sin prisa alguna las ceremonias del placer. Habíamos llevado aceitunas, pan y una botella de vino que le había robado a mi abuelo y que bebimos en sorbos traviesos de la boca del otro.
3245 El primer año se nos fue sin fijar la fecha para la boda, el segundo y el tercero también. Para entonces mi reputación andaba por el suelo, porque la gente comentaba que hacíamos cochinadas detrás de las puertas. Era cierto, pero nadie tuvo nunca prueba de ello, éramos muy prudentes.
3246 Era yo quien buscaba ocasiones de estar a solas con él para hacer el amor en cualquier sitio, no sólo detrás de las puertas. Él tenía la habilidad extraordinaria, que nunca encontré en otro hombre, de hacerme feliz en cualquier postura y en pocos minutos. Mi placer le importaba más que el suyo.
3247 Yo no compartía su halagüeña opinión, pero estaba orgullosa de provocar deseo en el hombre más majo de Extremadura. Si mi abuelo hubiese sabido que hacíamos como los conejos hasta en los rincones oscuros de la iglesia, nos habría matado a ambos; era muy quisquilloso respecto a su honra.
3248 Esa honra dependía en buena medida de la virtud de las mujeres de su familia, por eso, cuando las primeras murmuraciones de la gente llegaron a sus peludas orejas, montó en santa cólera y me amenazó con despacharme al infierno a palos. «Una mancha en la honra, sólo con sangre se lava», dijo.
3249 Juan asumió su papel de marido sin más bienes que su fantasiosa ambición pero con entusiasmo de padrillo, a pesar de que ya nos conocíamos como un matrimonio antiguo. Había días en que las horas volaban haciendo el amor y no alcanzábamos ni a vestirnos; hasta comíamos en la cama.
3250 A pesar de los desafueros de la pasión, pronto me di cuenta de que, desde el punto de vista de la conveniencia, ese casamiento era un error. Juan no me dio sorpresas, me había mostrado su carácter en los años anteriores, pero una cosa era ver sus fallas a cierta distancia y otra convivir con ellas.
3251 Además, preparaba pasteles de masa, rellenos de carne y cebolla, los cocinaba en los hornos públicos del molino y los vendía al amanecer en la plaza Mayor. De tanto experimentar, descubrí la proporción perfecta de grasa y harina para obtener una masa firme, flexible y delgada.
3252 Al final, casi no le hablaba, y él lo hacía sólo a gritos, pero no se atrevía a golpearme, porque en la única ocasión en que me levantó el puño le di con una sartén de hierro en la cabeza, tal como había hecho mi abuela con mi abuelo y después mi madre con mi padre.
3253 Mi marido seguía ataviado como un chulo y gastando como un hidalgo, seguro de que yo acometería lo imposible por pagar sus deudas. Bebía demasiado y visitaba la calle de las meretrices, donde solía perderse por varios días, hasta que yo pagaba a unos gañanes para que fuesen a buscarlo.
3254 Me lo traían cubierto de piojos y lleno de vergüenza; yo le quitaba los piojos y le alimentaba la vergüenza. Dejé de admirar su torso y su perfil de estatua y empecé a envidiar a mi hermana Asunción, casada con un hombre con aspecto de jabalí pero trabajador y buen padre de sus hijos.
3255 Yo no creía, como Juan, en la existencia de una ciudad de oro, de aguas encantadas que otorgaban la eterna juventud, o de amazonas que holgaban con los hombres y luego los despedían cargados de joyas, pero sospechaba que allá había algo aún más valioso: libertad.
3256 De acuerdo con la costumbre, debía vestir de luto con velo tupido en la cara, renunciar a la vida social y someterme a la vigilancia de mi familia, mi confesor y las autoridades. Oración, trabajo y soledad, eso me deparaba el futuro, nada más, pero no tengo carácter de mártir.
3257 También acudía al hospital a ayudar a las monjas con los enfermos y las víctimas de peste y cuchillo, porque desde joven me interesó el oficio de curar, no sabía que más tarde en la vida me sería indispensable, tal como lo sería el talento para la cocina y para encontrar agua.
3258 Allí se debe cavar. La gente decía que con ese talento mi madre y yo podíamos enriquecernos, porque un pozo en Extremadura es un tesoro, pero lo hacíamos siempre gratis, porque si se cobra por ese favor, se pierde el don. Un día ese talento habría de servirme para salvar a un ejército.
3259 Sin decírselo a nadie, para no alimentar chismes, me propuse seguir a Juan en su aventura, costara lo que costase, no por amor, que ya no se lo tenía, ni por lealtad, que él no la merecía, sino por el señuelo de ser libre. Allá, lejos de quienes me conocían, podría mandarme sola.
3260 Mis noches eran un infierno, me revolcaba en la cama reviviendo los abrazos felices con Juan, en la época en que nos deseábamos. Me acaloraba aún en pleno invierno, vivía rabiosa conmigo y con el mundo por haber nacido mujer y estar condenada a la prisión de las costumbres.
3261 Bebía tisanas de adormidera, como me aconsejaban las monjas del hospital, pero en mí no tenían efecto. Procuraba rezar, como me exigía el cura, pero era incapaz de terminar un padrenuestro sin perderme en turbados pensamientos, porque el Diablo, que todo lo enreda, se ensañaba conmigo.
3262 Para una mujer en mi situación era fácil conseguirlo; incluso mi confesor, un fraile maloliente y lascivo, pretendía que pecáramos juntos en su polvoriento confesionario a cambio de indulgencias para acortar mi condena en el purgatorio. Nunca accedí; era un viejo maldito.
3263 No era realmente viuda, no podía volver a casarme, mi papel era esperar, sólo esperar. ¿No era preferible enfrentar los peligros del mar y de tierras bárbaras antes que envejecer y morir sin haber vivido? Por fin obtuve licencia real para embarcarme a las Indias, después de gestionarla por años.
3264 Para obtener mis papeles, dos testigos debieron dar fe de que yo no era de las personas prohibidas, ni mora ni judía, sino cristiana vieja. Amenacé al cura con denunciar su concupiscencia ante el tribunal eclesiástico y así le arranqué un testimonio escrito de mi calidad moral.
3265 Con mis ahorros compré lo necesario para la travesía, una lista demasiado larga para detallarla aquí, aunque la recuerdo completa. Basta decir que llevaba alimento para tres meses, incluso una jaula con gallinas, además de ropa y enseres de casa para establecerme en las Indias.
3266 Pudimos haber coincidido en la iglesia, su mano pudo rozar la mía en la pila de agua bendita y pudieron cruzarse nuestras miradas, sin reconocernos. Ni ese recio soldado, curtido por los afanes del mundo, ni yo, una niña costurera, podíamos adivinar aquello que nos deparaba el destino.
3267 La inocencia le duró tan poco como el flamante pendón con el escudo de su familia, que quedó hecho jirones en la primera batalla. Entre los tercios de España iba otro atrevido hidalgo, Francisco de Aguirre, quien se convirtió de inmediato en el mejor amigo de Pedro.
3268 Pedro le advertía que se cuidara, porque el mal francés no perdona a moros, judíos ni cristianos, pero él confiaba en la cruz de su madre, que si había resultado ser infalible protección en la guerra, debía serlo también contra las consecuencias de la lujuria.
3269 Aguirre, amable y galante en sociedad, se transformaba en una fiera en la batalla, al contrario de Valdivia, quien se mostraba sereno y caballeroso aun ante los más álgidos peligros. Ambos jóvenes sabían leer y escribir, habían estudiado y poseían más cultura que la mayoría de los hidalgos.
3270 Se corrió la voz de que habían desertado, y circulaban coplas burlonas que los acusaban de traidores y cobardes, mientras ellos, ocultos en un castillo, se preparaban con el mayor sigilo. Estaban en noviembre y el frío congelaba el alma de los desventurados soldados acampados en el patio.
3271 No vieron a los españoles arrastrándose en blancas oleadas sobre el suelo blanco hasta el último instante, cuando éstos se lanzaron al ataque y los fulminaron por sorpresa. Esa victoria aplastante convirtió al marqués de Pescara en el militar más célebre de su tiempo.
3272 El rey de Francia, que se batía a la desesperada, fue hecho prisionero por un soldado de la compañía de Pedro de Valdivia, que lo derribó del caballo sin saber quién era y estuvo a punto de rebanarle el cuello. La oportuna intervención de Valdivia lo impidió, modificando así el curso de la Historia.
3273 Valdivia comprendió que por primera vez la caballería no había sido el factor fundamental para el triunfo, sino dos nuevas armas: los arcabuces, complicados de cargar pero de largo alcance, y los cañones de bronce, más livianos y móviles que los de hierro forjado.
3274 Estaba en edad de casarse, perpetuar su apellido y hacerse cargo sus tierras, yermas de tanta ausencia y descuido, como no se cansaba de repetirle su madre. El ideal era una novia que aportase una dote considerable, ya que la empobrecida hacienda de los Valdivia mucho la necesitaba.
3275 Marina tenía trece años y todavía la vestían con las crinolinas almidonadas de la infancia. Iba acompañada por su dueña y una esclava, que sostenía un parasol sobre su cabeza, aunque el día estaba nublado; jamás un rayo de luz directa había tocado la piel translúcida de aquella muchacha pálida.
3276 Tenía el rostro de un ángel, el cabello rubio y luminoso, el andar vacilante de quien carga con demasiadas enaguas, y tal aire de inocencia, que Pedro olvidó al punto los propósitos de mejorar su hacienda. No era hombre de mezquinos cálculos; la belleza y virtud de la joven lo sedujeron al punto.
3277 La familia Ortiz de también deseaba para su hija una unión con beneficios económicos, pero no pudo rechazar a un caballero de nombre tan ilustre y probado valor como Pedro de Valdivia, y puso como única condición que la boda se llevara a cabo después de que la chica cumpliera catorce años.
3278 Se casaron al año siguiente, cuando la chica comenzó a menstruar, y se instalaron en el modesto solar de los Valdivia. Marina entró a su condición de casada con las mejores intenciones, pero era demasiado joven, y ese marido de temperamento sobrio y estudioso la asustaba.
3279 Lo suyo era la oración y el bordado de preciosas casullas de cura. Carecía de experiencia para hacerse cargo de la casa, y los sirvientes no atendían sus órdenes, impartidas con voz de infante, de modo que su suegra siguió mandando, mientras ella era tratada como la niña que era.
3280 No se le ocurrió preguntar para qué servía aquella apertura, y nadie le explicó que por allí tendría contacto con las partes más íntimas de su marido. Nunca había visto a un varón desnudo y creía que las diferencias entre los hombres y las mujeres eran el vello en la cara y el tono de voz.
3281 A pesar de sus buenas intenciones, Pedro no era un amante cuidadoso, su experiencia se limitaba a abrazos breves con mujeres de virtud negociable, pero comprendió que necesitaría una gran paciencia. Su esposa era todavía una niña y su cuerpo apenas empezaba a desarrollarse, no convenía forzarla.
3282 Intentó iniciarla de a poco, pero pronto la inocencia de Marina, que tanto le atrajo al principio, se convirtió en un obstáculo imposible de salvar. Las noches eran frustrantes para él y un tormento para ella, y ninguno de los dos se atrevía a hablar del asunto a la luz del alba.
3283 Los españoles, secundados por quince compañías de feroces mercenarios suizo-alemanes, esperaban la oportunidad de entrar a la ciudad de los césares y resarcirse de muchos meses sin sueldo. Era una horda de soldados hambrientos e insubordinados, dispuestos a vaciar los tesoros de Roma y el Vaticano.
3284 Valdivia opinó que no era una idea descabellada, ya que para muchas mujeres nobles el convento, adonde entraban con su séquito completo de sirvientas, su propio dinero y los lujos a los que estaban acostumbradas, resultaba preferible a una boda impuesta a la fuerza.
3285 Una joven tan hermosa y pletórica de salud, creada para el amor y la maternidad, no debe amortajarse en vida dentro de un hábito. Pero tienes razón, prefiero verla convertida en monja que casada con otro. No podría permitirlo, tendríamos que quitarnos la vida juntos -aseguró Francisco, enfático.
3286 Mataron a destajo, incluso a los locos y enfermos del hospicio y a los animales domésticos; torturaron a los hombres para obligarlos a entregar lo que haber escondido; violaron a cuanta mujer y niña hallaron; asesinaron desde a las criaturas de pecho hasta a los ancianos.
3287 El saqueo, como una interminable orgía, continuó por semanas. Los soldados, ebrios de sangre y alcohol, arrastraban por las calles las destrozadas obras de arte y reliquias religiosas, decapitaban por igual estatuas y personas, se robaban lo que podían echar en sus bolsas y lo demás lo hacían polvo.
3288 En el río Tíber flotaban miles de cadáveres y el olor a carne descompuesta infestaba el aire. Perros y cuervos devoraban los cuerpos tirados por doquier; después llegaron las fieles compañeras de la guerra, el hambre y la peste, que atacaron por igual a los desventurados romanos y a sus victimarios.
3289 Las monjas, sabiendo que ninguna mujer escapaba a las violaciones, se habían reunido en el patio formando un círculo en torno a una cruz, en el centro del cual estaban las jóvenes novicias, inmóviles, tomadas de las manos, con las cabezas bajas y rezando en un murmullo.
3290 Aunque tenían la mente nublada por el alcohol, los alemanes eran guerreros tan formidables como Valdivia y pronto lo rodearon. Tal vez ése habría sido el último día del oficial extremeño si no hubiera aparecido por azar Francisco de Aguirre y se le hubiera puesto al lado.
3291 Sesenta días más tarde terminó por fin el horroroso saqueo de Roma, que puso fin a una época -el papado renacentista en Italia- y quedaría para la Historia como una mancha infame en la vida de nuestro emperador Carlos V, aunque él se encontraba muy lejos de allí.
3292 Su santidad el Papa pudo abandonar su refugio en el castillo de Sant Angelo, pero fue arrestado y recibió el maltrato de los presos comunes, incluso le arrebataron el anillo pontificio y le dieron una patada en el trasero que lo lanzó de bruces en el suelo entre las carcajadas de los soldados.
3293 La madre superiora se colocó entre ellos con el peso de su autoridad y los apartó con un gesto despectivo, no tenía tiempo para bravuconadas. Pertenecía a la familia del condotiero genovés Andrea Doria, era una mujer de fortuna y linaje, acostumbrada a mandar.
3294 Vivimos malos tiempos, ha corrido mucha sangre, se han cometido espantosos pecados, no es raro que hasta los correctos modales queden relegados a segundo término. El señor Cellini sabe que no defendisteis nuestro convento por interés de una recompensa, sino por rectitud de corazón.
3295 Lo último que desea el señor Cellini es injuriaros. Sería un privilegio para nosotros que aceptarais una muestra de aprecio y gratitud... La madre superiora hizo un gesto al escultor para que aguardara, luego tomó a Aguirre por una manga y lo arrastró al otro extremo del salón.
3296 Francisco de Aguirre viajó deprisa a España a casarse antes de que el indeciso pontífice cambiara de parecer. Seguramente reconcilió el sentimiento platónico por su prima con su indomable sensualidad y ella respondió sin asomo de timidez, porque el ardor de estos esposos llegó a ser legendario.
3297 Marina lo aguardaba transformada en mujer. Atrás habían quedado sus mohines de niña mimada; contaba diecisiete años, y su belleza, etérea y serena, invitaba a contemplarla como a una obra de arte. Tenía un aire distante de sonámbula, como si presintiera que su vida iba a ser una eterna espera.
3298 En la primera noche que pasaron juntos, ambos repitieron, como autómatas, los mismos gestos y silencios de antes. En la oscuridad de la habitación se unieron los cuerpos sin alegría; él temía asustarla y ella temía pecar; él deseaba enamorarla y ella deseaba que amaneciera pronto.
3299 Marina acogió a su marido con un cariño ansioso y solícito que a él, lejos de halagarle, le molestaba. No necesitaba tantas atenciones, sino algo de pasión, pero no se atrevía a pedirla, porque suponía que la pasión no era propia de una mujer decente y religiosa, como ella.
3300 Se sentía vigilado por Marina, preso en los lazos invisibles de un sentimiento que no sabía corresponder. Le disgustaban la mirada suplicante con que ella lo seguía por la casa, su muda tristeza al despedirlo, su expresión de velado reproche al recibirlo después de una breve ausencia.
3301 Para Pedro, los encuentros tras los pesados y polvorientos cortinajes del lecho conyugal, que había servido a tres generaciones de los Valdivia, perdieron su atracción, porque ella se negó a reemplazar la camisa con el ojal en forma de cruz por una prenda menos intimidatoria.
3302 Pedro le sugirió que consultara con otras mujeres, pero Marina no podía hablar de ese asunto con nadie. Después de cada abrazo permanecía horas rezando arrodillada en el suelo de piedra de esa casona barrida por corrientes de aire, inmóvil, humillada por no ser capaz de satisfacer a su marido.
3303 Pedro le había explicado que no hay pecado de lascivia entre esposos, ya que el propósito de la copulación son los hijos, pero Marina no podía evitar helarse hasta la médula cuando él la tocaba. No en vano su confesor le había machacado a fondo el temor al infierno y la vergüenza del cuerpo.
3304 Marina no tenía iniciativa en el amor ni en ningún otro aspecto de la vida en común, tampoco cambiaba de expresión o de ánimo, era una oveja quieta. Tanta sumisión irritaba a Pedro, a pesar de que la consideraba una característica femenina. No comprendía sus propios sentimientos.
3305 Ese placer feroz al traspasar un cuerpo con la espada, ese satánico poder al cercenar la vida de otro hombre, esa fascinación ante la sangre derramada, eran adicciones muy poderosas. Se empieza matando por deber y se termina haciéndolo por ensañamiento. Nada podía compararse a eso.
3306 La única salvación para su alma era evitar la tentación de la espada. De rodillas ante el altar mayor de la catedral juró dedicar el resto de su existencia a hacer el bien, servir a la Iglesia y a España, no cometer excesos y regir su vida por severos principios morales.
3307 Colgó su espada toledana junto a la antigua espada de su antepasado y se dispuso a sentar cabeza. El capitán se convirtió en un apacible vecino preocupado por asuntos plebeyos, el ganado y las cosechas, las sequías y las heladas, los contubernios y envidias del pueblo.
3308 Como era estudioso de la ley escrita y el derecho, la gente le consultaba sobre asuntos legales y hasta las autoridades judiciales se inclinaban ante su consejo. Su mayor deleite eran los libros, en especial las crónicas de viajes y los mapas, que estudiaba al detalle.
3309 Entretanto su esposa bordaba casullas con hilos de oro y rezaba un rosario tras otro en inacabable letanía. A pesar de que Pedro se aventuraba varias veces por semana a través de la humillante apertura del camisón de Marina, los hijos tan deseados no llegaron.
3310 Dijo que ya no había lugar para nobles hazañas en Europa, corrupta, envejecida, desgarrada por conspiraciones políticas, intrigas cortesanas y prédicas de herejes, como los luteranos, que dividían a la cristiandad. El futuro estaba al otro lado del océano, aseguró.
3311 Según Alderete, debieron haberlas nombrado Cristóbalas o Colónicas. En fin, ya estaba hecho y no era ése el punto, añadió. Lo que más se necesitaba en el Nuevo Mundo eran hidalgos de corazón indómito, con la espada en una mano y la cruz en la otra, dispuestos a descubrir y conquistar.
3312 No alcanzaban las palabras del idioma castellano para describir la abundancia de lo que allí se daba: perlas como huevos de codorniz, oro caído de los árboles y tanta tierra e indios disponibles, que cualquier soldado podía convertirse en amo de una hacienda del tamaño de una provincia española.
3313 Quedaron perplejos ante las obras de arquitectura e ingeniería, los tejidos y las joyas. El inca Atahualpa, soberano de aquel imperio, se encontraba entonces en unas termas de aguas curativas, donde acampaba con un lujo comparable al de Solimán el Magnífico, en compañía de miles de cortesanos.
3314 El capitán se encontró frente a un monarca aún joven y de agradables facciones, sentado en un trono de oro macizo, bajo un baldaquín de plumas de papagayo. A pesar de las extrañas circunstancias, una chispa de simpatía mutua surgió entre el soldado español y el noble quechua.
3315 Engañados por falsas promesas de amistad, el Inca y su extensa corte llegaron sin armas a la ciudad de Cajamarca, donde Pizarro había preparado una encerrona. El soberano viajaba en un palanquín de oro llevado en andas por sus ministros; le seguía su serrallo de hermosas doncellas.
3316 A última hora conmutó la sentencia por una muerte más amable, el garrote vil, a cambio de que el Inca accediese a ser bautizado -explicó Alderete. Agregó que Pizarro creía tener buenas razones para hacerlo, ya que supuestamente el cautivo había instigado desde su celda una sublevación.
3317 Según decían los espías, había doscientos mil quechuas provenientes de Quito y treinta mil caribes, que comían carne humana, listos para marchar contra los conquistadores en Cajamarca, pero la muerte del Inca los obligó a desistir. Más tarde se supo que aquel inmenso ejército no existía.
3318 Atahualpa y su hermano Huáscar mantenían una guerra fratricida, y de eso se valieron Pizarro y luego Almagro, quien llegó al Perú poco después, para derrotar a ambos. Alderete explicó que en el imperio del Perú no se movía una hoja sin conocimiento de las autoridades, todos eran siervos.
3319 Según dijo, al pueblo le daba lo mismo hallarse bajo el dominio de los incas o de los españoles, por eso no opuso mucha resistencia a los invasores. En todo caso, la muerte de Atahualpa dio la victoria a Pizarro; al descabezar el cuerpo del imperio, éste se desmoronó.
3320 Para conquistar esos suelos vírgenes se requieren hombres de mucho temple. Valdivia enrojeció. ¿Acaso ese joven dudaba de su temple? Pero enseguida razonó que, de ser así, estaba en su derecho. Hasta él mismo dudaba; hacía mucho tiempo que no ponía a prueba su propio coraje.
3321 El mundo estaba cambiando a pasos de gigante. Le había tocado nacer en una época espléndida en la que por fin se revelaban los misterios del Universo: no sólo la Tierra había resultado ser redonda, también había quienes sugerían que ésta giraba en torno al Sol y no a la inversa.
3322 Una vez más Valdivia tuvo conciencia de su hastío. Estaba harto de ganado y labradíos, de jugar a los naipes con los vecinos, de misas y rosarios, de releer los mismos libros -casi todos prohibidos por la Inquisición- y de varios años de abrazos obligados y estériles con su mujer.
3323 Por vuestro bien y mi tranquilidad, preferiría que no tuvierais trato con mis hombres. El maestro era un gallego bajo, de anchas espaldas y piernas cortas, con una nariz prominente, ojillos de roedor y la piel curtida, como el cuero, por la sal y los vientos de las travesías.
3324 Se había embarcado de grumete a los trece años y podía contar en una mano los años que había pasado en tierra firme. Su aspecto tosco contrastaba con la gentileza de sus modales y la bondad de su alma, como sería evidente más tarde, cuando vino en mi ayuda en un momento de mucha necesidad.
3325 Aunque no sospechaba aún que mi vida merecería ser contada, aquel viaje debió ser registrado en detalle, ya que muy poca gente ha cruzado la salada extensión del océano, aguas de plomo hirvientes de vida secreta, pura abundancia y terror, espuma, viento y soledad.
3326 Yo nunca había visto el océano; creía que era un río muy ancho, pero no imaginé que no se vislumbraba la otra orilla. Me abstuve de hacer comentarios para disimular mi ignorancia y el miedo que me heló los huesos cuando la nave salió a aguas abiertas y comenzó a menearse.
3327 Me aseguró que podía estar tranquila, pues había hecho el viaje muchas veces y la ruta era bien conocida por españoles y portugueses, que llevaban décadas recorriéndola. Las cartas de navegación ya no eran secretos bien guardados, hasta los malditos ingleses las poseían.
3328 De día me atormentaban la falta de espacio y, sobre todo, los ojos de perro en celo con que me miraban los hombres. Debía conquistar mi turno en el fogón para colocar nuestra olla, así como la privacidad para usar la letrina, un cajón con un orificio suspendido sobre el océano.
3329 Cuando llevábamos un mes de viaje, los alimentos empezaron a escasear y el agua, ya descompuesta, fue racionada. Trasladé la jaula con las gallinas a nuestro camarote porque me robaban los huevos, y dos veces al día las sacaba a tomar el aire atadas con un cordel por una pata.
3330 Sebastián Romero tenía el cráneo más blando que Juan y cayó despatarrado al suelo, donde permaneció dormido por varios minutos, mientras yo buscaba unos trapos para vendarlo. No derramó tanta sangre como cabía esperar, aunque después se le hinchó la cara y se le volvió color de berenjena.
3331 Era un hombre de unos treinta y tantos años, delgado y fuerte, de rostro anguloso y piel cetrina, como un andaluz. Trotaba de proa a popa y de vuelta durante horas, para ejercitar los músculos, se peinaba con una trenza corta y llevaba un aro de oro en la oreja izquierda.
3332 En preparación para el convento, Constanza se vestía como una novicia, con un hábito de tela burda cosido por ella misma, y se cubría la cabeza con un triángulo de la misma tela, que no le dejaba un solo cabello a la vista, le tapaba la mitad de la frente y se cerraba bajo el mentón.
3333 Digan lo que digan los documentos con sellos oficiales sobre la pureza de sangre de nuestra familia, sospecho que por nuestras venas corre bastante sangre sarracena. Constanza, sin el hábito, parecía una de esas odaliscas de tapicería otomana. Llegó un día en que empezamos a pasar hambre.
3334 De mis propias reservas aporté aceitunas, pasas, unos huevos cocidos, picados en trocitos, para que cundieran, y comino, una especia barata que da un sabor peculiar al guiso. Habría dado cualquier cosa por unas cebollas, de esas que sobraban en Plasencia, pero no quedaba ninguna en la bodega.
3335 Tuvieron tanto éxito, que a partir de ese día todos contribuían con algo de sus provisiones para el relleno. Hice empanadas de lentejas, garbanzos, pescado, gallina, salchichón, queso, pulpo y tiburón, y me gané así la consideración de los tripulantes y pasajeros.
3336 Ése fue el único incidente digno de mención, aparte de haber escapado de corsarios franceses que acechaban las naves de España. Si nos hubiesen dado alcance -como explicó el maestro Manuel Martín-, habríamos sufrido un terrible fin, porque estaban muy bien armados.
3337 Al conocer el peligro que se cernía sobre nosotros, mi sobrina y yo nos arrodillamos ante la imagen de Nuestra Señora del Socorro a rogarle con fervor por nuestra salvación, y ella nos hizo el milagro de una neblina tan densa, que los franceses nos perdieron de vista.
3338 Daniel Belalcázar dijo que la neblina estaba allí antes de que empezáramos a rezar; el timonel sólo tuvo que enfilar hacia ella. Este Belalcázar era hombre de poca fe pero muy entretenido. Por las tardes nos deleitaba con relatos de sus viajes y de lo que veríamos en el Nuevo Mundo.
3339 Su curiosidad superó a la prudencia. Como vieron que a los extraños barbudos salidos del mar les gustaba el oro, ese metal blando e inútil que a ellos les sobraba, se lo regalaron a manos llenas. Sin embargo, pronto nuestro insaciable apetito y brutal orgullo les resultaron ofensivos.
3340 El bote nos condujo a una playa de arenas ondulantes lamida por olas mansas. Los tripulantes se ofrecieron para cargarnos, pero Constanza y yo nos alzamos las sayas y vadeamos el agua; preferimos mostrar las pantorrillas a ir como sacos de harina sobre las espaldas de los hombres.
3341 Nunca imaginé que el mar fuese tibio; desde el barco parecía muy frío. La aldea consistía en unas chozas de cañabrava y techo de palma; la única calle que había era un lodazal, y la iglesia no existía; sólo una cruz de palo sobre un promontorio marcaba la casa de Dios.
3342 Nos envolvió una naturaleza densa, verde, caliente. La humedad empapaba hasta los pensamientos y el sol se abatía implacable sobre nosotros. La ropa resultaba insoportable, y nos quitamos los cuellos, los puños, las medias y el calzado. Pronto averigüé que Juan de Málaga no estaba allí.
3343 A pesar de los tiburones, que habían seguido al barco durante días, Daniel Belalcázar se remojó en ese mar límpido durante horas. Cuando se quitó la camisa, vimos que tenía la espalda cruzada de cicatrices de azotes, pero él no dio explicaciones y nadie se atrevió a pedírselas.
3344 En el viaje habíamos comprobado que ese hombre tenía la manía de lavarse, por lo visto conocía otros pueblos que lo hacían. Quiso que Constanza entrara en el mar con él, incluso vestida, pero yo no se lo permití; había prometido a sus padres que la devolvería entera y no mordida por un tiburón.
3345 Cuando el sol se puso, los indios encendieron fogatas de leña verde para combatir a los mosquitos que se volcaron sobre el villorrio. El humo nos cegaba y apenas nos permitía respirar, pero la alternativa era peor, porque tan pronto nos alejábamos del fuego nos caía encima la nube de bichos.
3346 También probé por primera vez una espumosa bebida de cacao, un poco amarga a pesar de las especias con que la habían sazonado. Según el padre Gregorio, los aztecas y otros indios americanos usan las semillas de cacao como nosotros usamos las monedas, así son de preciosas para ellos.
3347 Los demás, hartos del confinamiento de los minúsculos camarotes, preferimos acomodarnos en la aldea. Constanza, extenuada, se durmió al punto en la hamaca que nos habían asignado, protegida por un inmundo mosquitero de tela, pero yo me preparé para pasar varias horas de insomnio.
3348 Me parecía hallarme rodeada de las criaturas que había mencionado el padre Gregorio: insectos enormes, víboras que mataban de lejos, fieras desconocidas. Sin embargo, más que esos peligros naturales me inquietaba la maldad de los hombres embriagados. No podía cerrar los ojos.
3349 El padre Gregorio ordenó que lo ataran a un árbol hasta que se le pasara la demencia del alcohol de palma, y allí estuvo gritando amenazas y maldiciones durante un buen rato, hasta que por fin, al amanecer, cayó rendido por la fatiga y los demás pudimos dormir.
3350 Unos días más tarde, después de cargar agua fresca, frutos tropicales y carne salada, la nave del maestro Manuel Martín nos condujo hacia el puerto de Cartagena, que ya entonces era de importancia fundamental, porque allí se embarcaban los tesoros del Nuevo Mundo rumbo a España.
3351 Las aguas del mar Caribe eran azules y limpias como las piletas de los palacios de los moros. El aire tenía un olor intoxicante de flores, fruta y sudor. La muralla, construida con piedras unidas por una mezcla de cal y sangre de toro, brillaba bajo un sol implacable.
3352 Ese murallón y una fortaleza protegían a la flota española de los piratas y otros enemigos del imperio. En el mar se mecían varias naves ancladas en la bahía, algunas de guerra y otras mercantes, incluso un barco negrero que transportaba su carga del África para ser rematada en la feria de negros.
3353 En un almacén tenían un atado de ropa que Juan había dejado en prenda con la promesa de que a su regreso pagaría el dinero adeudado. En la única posada de Cartagena no aceptaban a mujeres solas, pero el maestro Manuel Martín, que conocía a mucha gente, nos consiguió una vivienda en alquiler.
3354 Estaba tendida sobre el camastro, cubierta apenas por una camisa ligera, sofocada por el calor y sin poder dormir, pensando en mi sobrina, cuando me sobresaltó un golpe contra la puerta. Había una tranca que se echaba por dentro, pero yo había olvidado ponerla.
3355 Alcancé a incorporarme, pero el hombre me dio un empujón y me tiró de vuelta sobre la cama, luego se me abalanzó encima profiriendo insultos. Empecé a debatirme a patadas y arañazos, pero me aturdió con un golpe feroz que me dejó sin aliento y sin luz por breves instantes.
3356 Cuando Romero se me echó encima de nuevo, le permití acomodarse, le atrapé la cintura con ambas piernas levantadas y le rodeé el cuello con el brazo izquierdo. Él lanzó un gruñido de satisfacción, pensando que al fin yo había decidido colaborar, y se dispuso a aprovechar su ventaja.
3357 Entretanto usé las piernas para inmovilizarlo, cruzando los pies sobre sus riñones. Alcé la daga, la cogí a dos manos, calculé el sitio preciso para infligirle el mayor daño, y apreté con todas mis fuerzas en un abrazo mortal, clavándosela hasta la empuñadura.
3358 Lo aprendido sobre el cuerpo humano curando heridas en el hospital de las monjas me sirvió bien, porque la puñalada fue mortal. El hombre seguía forcejando y yo, sentada en el camastro, lo observaba, tan espantada como él pero dispuesta a saltarle encima si gritaba y cerrarle la boca como fuese.
3359 En la escasa luz del único candil pude ver que la sangre era absorbida por la tierra del suelo. Pasé el resto de la noche junto al cuerpo de Sebastián Romero, primero rogándole a la Virgen que me perdonara tan grave crimen y después planeando cómo librarme de pagar las consecuencias.
3360 Acudió a mi modesta vivienda con un marinero de su confianza y entre ambos se llevaron a Romero envuelto en un trozo de vela. Nunca supe qué hicieron con él; imagino que lo lanzaron al mar atado a una piedra, donde los peces deben de haber dado cuenta de sus restos.
3361 Traté de no pensar en nada de eso, porque me habría paralizado el terror. Tal como decía Daniel Belalcázar, no vale la pena sufrir de antemano por las desgracias que posiblemente no ocurrirán. Hicimos la primera parte de la travesía en un bote impulsado a remo por ocho nativos.
3362 Si se alejaban unos pasos de la ribera de los ríos, se los tragaba la jungla para siempre, como le ocurrió a uno de los hombres, que se internó entre los helechos llamando a su madre, loco de congoja y miedo. Avanzaban en silencio, agobiados por una soledad de abismo profundo, una angustia sideral.
3363 En esa lujuriante naturaleza no había qué comer. Pronto se les terminaron los víveres y empezó el padecimiento del hambre. A veces lograban cazar un mono y lo devoraban crudo, asqueados por su aspecto humano y su fetidez, porque en la humedad eterna del bosque era muy difícil hacer fuego.
3364 Se les hinchaba el vientre, se les soltaban los dientes, se revolcaban de fiebre. Uno murió echando sangre hasta por los ojos, a otro se lo tragó un lodazal, un tercero fue triturado por una anaconda, monstruosa serpiente de agua, gruesa como una pierna de hombre y larga como cinco lanzas alineadas.
3365 El aire era un vapor caliente, podrido, malsano, un hálito de dragón. «Es el reino de Satanás», sostenían los soldados, y debía de serlo, porque los ánimos se enardecían y peleaban a cada rato. Los jefes se hallaban en duros aprietos para mantener algo de disciplina y obligarlos a continuar.
3366 La codicia y crueldad de sus compañeros le repugnaban, nada había de honorable o idealista en esa soldadesca brutal. Salvo Jerónimo de Alderete, quien había dado pruebas sobradas de nobleza, sus compañeros eran rufianes de la peor calaña, gente traidora y pendenciera.
3367 La disparatada aventura duró varios meses, hasta que por fin Pedro de Valdivia y Jerónimo de Alderete lograron separarse del nefasto grupo y embarcarse a la ciudad de Santo Domingo, en la isla de La Española, donde pudieron reponerse de los estragos del viaje.
3368 Al dividirse las fuerzas de los viracochas, como llamaban a los españoles, los nativos del Perú tomaron la armas contra los invasores. Sin pronta ayuda, la conquista del imperio inca peligraba, así como las vidas de los españoles, obligados a batirse con fuerzas muy superiores.
3369 El solo nombre de ese territorio -Perú- evocaba en Pedro de Valdivia las inconcebibles riquezas y la refinada civilización que su amigo Alderete describía con elocuencia. Admirable, en verdad, pensaba al oír las cosas que se contaban, aunque no todo era digno de encomio.
3370 Sabía que los incas eran crueles, controlaban al pueblo con ferocidad. Después de una batalla, si los vencidos no aceptaban incorporarse por completo al imperio, no dejaban a nadie vivo, y ante el menor asomo de descontento trasladaban aldeas completas a mil leguas de distancia.
3371 Nadie amó a Pedro más que yo, nadie lo conoció más que yo, por eso puedo hablar de sus virtudes, tal como más adelante deberé referirme a sus defectos, que no eran leves. Es cierto que me traicionó y conmigo fue cobarde, pero hasta los hombres más íntegros y valientes suelen fallarnos a las mujeres.
3372 Su expedición a Chile alcanzó hasta el Bío-Bío, el mismo río donde los incas habían retrocedido setenta años antes, cuando pretendieron en vano adueñarse del territorio de los indios del sur, los mapuche. También los incas, como Almagro y sus hombres, fueron detenidos por ese pueblo guerrero.
3373 Yo pienso seguir llamándolos mapuche -la palabra no tiene plural en castellano- hasta que me muera, porque así se dicen ellos mismos. No me parece justo cambiarles el nombre para facilitar la rima: araucano, castellano, hermano, cristiano y así durante trescientas cuartillas.
3374 Creo conocerlos mejor que Alonso, porque llevo cuarenta años defendiendo lo que fundamos en Chile, y él apenas estuvo aquí unos meses. Admiro a los mapuche por su coraje y su amor exaltado a la tierra, pero puedo afirmar que no son un dechado de compasión y dulzura.
3375 Cada hombre tiene varias mujeres, a las que trata como bestias de trabajo y crianza; así les consta a las españolas que han sido raptadas. Son tales las humillaciones padecidas en cautiverio, que estas pobres mujeres, avergonzadas, a menudo prefieren no regresar al seno de sus familias.
3376 Los mapuche nos aventajan en otros aspectos, por ejemplo, no conocen la codicia. Oro, tierras, títulos, honores, nada de eso les interesa; no poseen más techo que el cielo ni más lecho que el musgo, andan libres por el bosque, con el viento en la melena, galopando en los caballos que nos han robado.
3377 No son ellos quienes faltan a los pactos establecidos, sino nosotros. En tiempos de guerra atacan por sorpresa, pero no a traición, y en tiempos de paz respetan los acuerdos. Antes de nuestra llegada no conocían la tortura y respetaban a los prisioneros de guerra.
3378 El condenado cava su propia tumba, donde echa palitos y piedras mientras nombra a los seres que desea que lo acompañen al otro mundo, luego recibe un mazazo mortal en el cráneo. Me asombra el poder de esos versos de Alonso, que inventan la Historia, desafían y vencen al olvido.
3379 Las palabras sin rima, como las mías, no tienen la autoridad de la poesía, pero de todos modos debo relatar mi versión de lo acontecido para dejar memoria de los trabajos que las mujeres hemos pasado en Chile y que suelen escapar a los cronistas, por diestros que sean.
3380 Supongo que pondrán estatuas de mi persona en las plazas, y habrá calles y ciudades con mi nombre, como las habrá de Pedro de Valdivia y otros conquistadores, pero cientos de esforzadas mujeres que fundaron los pueblos, mientras sus hombres peleaban, serán olvidadas.
3381 Admirados de su actitud, muchos soldados vencidos se pasaron a sus filas, mientras sus leales capitanes le rogaban que ejecutara a los Pizarro y aprovechara su ventaja para adueñarse del Perú. Almagro desatendió los consejos y optó por la reconciliación con el ingrato socio que le había agraviado.
3382 Había viajado hasta allí para combatir a indios insurrectos, y nunca se puso en el caso de tener que hacerlo contra otros españoles. Trató de servir de intermediario entre Pizarro y Almagro para llegar a una solución pacífica, y en un momento creyó estar a punto de lograrla.
3383 Envidiaba los méritos de Almagro, su eterno optimismo y, sobre todo, la lealtad que provocaba en sus soldados, porque él se sabía detestado. Después de más de un año de escaramuzas, convenios violados y traiciones, las fuerzas de ambos rivales se enfrentaron en Las Salinas, cerca del Cuzco.
3384 Lo nombró maestre de campo, porque había luchado bajo las órdenes del marqués de Pescara en Italia y tenía experiencia en batirse contra europeos, ya que una cosa era enfrentarse con indios mal armados y anárquicos y otra era hacerlo contra disciplinados soldados españoles.
3385 No entendían las ceremonias ni las razones de esos barbudos guerreros. Primero formaban en filas ordenadas, luciendo sus bruñidas armaduras y gallardos caballos, luego ponían una rodilla en tierra, mientras otros viracochas, vestidos de negro, hacían magia con cruces y copones.
3386 Sus soldados, animados por un odio nuevo, que después ellos mismos no se explicaban y los cronistas no podrían enderezar, se encarnizaron en un baño de sangre contra cientos de sus compatriotas, muchos de los cuales habían sido sus hermanos en la aventura de descubrir y conquistar el Perú.
3387 Celebraron vejando los cadáveres; los hicieron picadillo a cuchilladas y golpes de piedra. Para Valdivia, quien había luchado desde los veinte años en muchos frentes y contra diversos enemigos, ése fue uno de los más vergonzosos momentos de su oficio de militar.
3388 Regresó de Chile para socorrer al hermano de vuestra merced, el señor marqués gobernador. Hernando Pizarro comprendió que el maestre de campo tenía razón, pero no estaba en su carácter retractarse y menos perdonar al enemigo. Ordenó que Almagro fuese degollado en la plaza del Cuzco.
3389 En los días previos a la ejecución, Valdivia estuvo a menudo a solas con Almagro en la celda lóbrega e inmunda que fue la última morada del adelantado. Lo admiraba por sus hazañas de soldado y su fama de generoso, aunque conocía algunos de sus errores y flaquezas.
3390 De día marchábamos a paso forzado, para evitar que nos cubriera la nieve y nos paralizara el miedo. De noche dormíamos abrazados con las bestias. Cada amanecer contábamos a los indios muertos y mascullábamos deprisa un padrenuestro por sus almas, pues no había tiempo para más.
3391 Los cuerpos quedaron donde cayeron, como monolitos de hielo señalando el camino para los extraviados viajeros del futuro. Agregó que las armaduras de los castellanos se congelaban, aprisionándolos, y que al quitarse las botas o los guantes se desprendían los dedos sin dolor.
3392 Apenas se oculta el sol, baja de súbito la temperatura y cae la camanchaca, un rocío tan helado como las nieves profundas que nos atormentaron en las cumbres de la sierra. Llevábamos abundante agua en barriles y en odres de cuero, pero pronto se nos hizo escasa.
3393 Están mezclados con indios del Perú y el Ecuador, son súbditos del incanato, cuyo dominio llegó sólo al río Bío-Bío. Nos entendimos con algunos curacas o jefes incas, pero no pudimos continuar hacia el sur, porque allí están esos mapuche, que son muy aguerridos.
3394 Es lo más importante para ellos, por eso no pudimos someterlos, tal como no lo lograron los incas. Las mujeres realizan todo el trabajo, mientras que los hombres no hacen otra cosa que prepararse para pelear. La condena de Diego de Almagro se cumplió una mañana de pleno invierno en 1538.
3395 Lo ejecutaron en su celda. El verdugo le aplicó el tormento del garrote vil, estrangulándolo lentamente con una cuerda, y luego su cuerpo fue llevado a la plaza del Cuzco, donde lo decapitaron, aunque tampoco se atrevieron a exponer la cabeza en un gancho de carnicero, como estaba planeado.
3396 Para entonces Hernando Pizarro comenzaba a darse cuenta de la magnitud de lo que había hecho y a preguntarse cuál sería la reacción del emperador Carlos V. Decidió dar a Diego de Almagro un entierro digno, y él mismo, vestido de luto riguroso, encabezó el cortejo fúnebre.
3397 Entretanto, me gané la vida con los oficios que conozco: coser, cocinar, componer huesos y curar heridas. Nada podía hacer por ayudar a quienes sufrían de peste, fiebres que convierten la sangre en melaza, mal francés y picaduras de bichos ponzoñosos, que allí abundan y no tienen remedio.
3398 Más tarde, en Chile, sobreviví sin problemas en el desierto, caliente como una hoguera, en diluvios invernales, que mataban de gripe a los hombres más robustos, y durante las epidemias de tifus y viruela, en las que me tocó cuidar y enterrar a víctimas pestilentes.
3399 Volví a usar mis vestidos negros y asumí el papel de esposa desconsolada para que me ayudaran a llegar al Perú. Los frailes se maravillaban de mi fidelidad conyugal, que me conducía por el mundo persiguiendo a un marido que no me había convocado a su lado y cuyo paradero desconocía.
3400 La travesía en barco demoró más o menos siete semanas, zigzagueando en el océano de acuerdo con el capricho de los vientos. Para entonces, decenas de barcos españoles recorrían la ruta de ida y vuelta al Perú, pero las valiosas cartas de navegación eran todavía un secreto de Estado.
3401 Como no estaban completas, en cada viaje los pilotos tenían el deber de anotar sus observaciones, desde el color del agua y las nubes, hasta la menor novedad en el contorno de la costa cuando ésta se hallaba a la vista, así podían ajustar las cartas, que después servirían a otros viajeros.
3402 Prefiero verme sitiada por indios salvajes, como lo he estado tantas veces, que subirme de nuevo a un barco, por eso nunca se me ocurrió regresar a España, ni siquiera en los tiempos en que la amenaza de los indígenas nos obligó a evacuar las ciudades y a escapar como ratones.
3403 A veces los lobos tenían el rostro de Sebastián Romero. Pasaba las noches en vela, encerrada en mi cabina, cosiendo, rezando, sin atreverme a salir al aire fresco de la noche, para calmar los nervios, por temor a la constante presencia masculina en la oscuridad.
3404 Dicen que ahora es el puerto más importante del Pacífico, de donde salen incalculables tesoros hacia España, pero entonces era un muelle mísero. Del Callao fui con los frailes a la Ciudad de los Reyes, que ahora llaman Lima, nombre menos gracioso. Como prefiero el primero, así seguiré llamándola.
3405 Me juró que había sido amigo de mi marido, pero no lo creí, porque primero me contó que Juan era soldado de infantería, endeudado por el juego y debilitado por el vicio de las mujeres y el vino, y luego empezó a divagar sobre un penacho de plumas y una capa de brocado.
3406 Yo era la única española, pero algunas indias quechuas con sus niños acompañaban a la interminable hilera de cargadores llevando vituallas para sus maridos. Las ropas de lana de colores brillantes les daban un aire alegre, pero en verdad tenían la expresión hosca y rencorosa de la gente sometida.
3407 Hablaban un castellano mínimo, quejumbroso, cantado y siempre en tono de pregunta. Sólo se alteraban con los ladridos de los perros del alférez Núñez, dos fieros mastines entrenados para matar. Núñez empezó a acosarme el primer día de marcha y ya no me dejó en paz.
3408 Esas mujeres llevaban su vida puertas adentro, solitaria y aburrida, aunque lujosa, puesto que disponían de docenas de indias para complacer sus menores caprichos. Me contaron que las damas españolas del Perú ni siquiera se limpiaban el trasero solas, las criadas se encargaban de hacerlo.
3409 A cambio, tan sólo me pedían que les cantara una canción o les hablara de España cuando acampábamos por las tardes y les pesaba la nostalgia. Gracias a esa ayuda pude arreglarme, porque allí todo costaba cien veces más que en España y muy pronto me encontré sin un maravedí.
3410 Tal vez Madrid, Roma o algunas ciudades de los moros, que tienen fama de espléndidas, puedan compararse al Cuzco, pero yo no las conozco. A pesar de los destrozos de la guerra y el vandalismo sufrido, era una joya blanca y resplandeciente bajo un cielo color púrpura.
3411 El Inca había sido puesto en el trono y era mantenido como prisionero de lujo por Francisco Pizarro; nunca lo vi, porque no tuve acceso a su corte secuestrada. En las calles estaba el pueblo, numeroso y callado. Por cada barbudo había centenares de indígenas lampiños.
3412 Para entonces la violencia fratricida, que dividió a los españoles en tiempos de Diego de Almagro, se había calmado. En el Cuzco, la vida recomenzaba a un ritmo lento, con paso cauteloso, porque existía mucho rencor acumulado y los ánimos se caldeaban con facilidad.
3413 Muy pocos españoles respetaban esas ordenanzas y menos que nadie el marqués gobernador Francisco Pizarro. Hasta el más mísero castellano contaba con sus indios de servicio, y los ricos encomenderos los tenían por centenares, ya que de nada valían la tierra ni las minas sin brazos para trabajarlas.
3414 Hablando con los soldados pude juntar los pedazos de la historia de Juan y tuve la certeza de su muerte. Mi marido había llegado al Perú, después de agotar sus fuerzas buscando El Dorado en las selvas calientes del norte, y se había alistado en el ejército de Francisco Pizarro.
3415 Pudo obtener algo de oro, puesto que existía en abundancia, pero lo perdía una y otra vez en apuestas. Debía dinero a varios de sus camaradas y una suma importante a Hernando Pizarro, hermano del gobernador. Esa deuda lo convirtió en su lacayo, y por encargo suyo cometió diversas bellaquerías.
3416 Supuso que sus enemigos lo buscarían durante la batalla, como en verdad ocurrió. El extravagante atuendo atrajo a los capitanes de Almagro, quienes lograron acercarse a golpes de espada y dar muerte al insignificante Juan de Málaga, confundiéndolo con el hermano del gobernador.
3417 Tiene muchos escondites donde pueden instalarse ánimas errantes, demonios o la Muerte, que no es un espantajo encapuchado de cuencas vacías, como dicen los frailes para meternos susto, sino una mujer grande, rolliza, de pecho opulento y brazos acogedores, un ángel maternal.
3418 Sin duda, su cuerpo, vestido con el principesco atuendo de Hernando Pizarro, fue el primero que los soldados victoriosos levantaron del suelo al final de la batalla, antes de que los indios se descolgaran de los cerros para cebarse con los despojos de los vencidos.
3419 Había hecho construir un palacio en la Ciudad de los Reyes, y desde allí dominaba el imperio con fausto, perfidia y mano dura, pero en ese momento se encontraba de visita en el Cuzco. Me recibió en un salón decorado con alfombras peruanas de rica lana y muebles tallados.
3420 La discreción es muy apreciada aquí, especialmente en las mujeres. El ayuntamiento os facilitará una casa. Buenos días y buena suerte. Eso fue todo. Comprendí que si deseaba quedarme en el Cuzco más valía que dejara de hacer preguntas. Juan de Málaga bien muerto estaba, y yo era libre.
3421 Me dispuse a ejercer mi oficio de costurera, muy apreciado entre los españoles, que se hallaban en aprietos para hacer durar la poca ropa traída de España. También curaba a los soldados tullidos o malheridos en la guerra, en su mayoría combatientes de Las Salinas.
3422 Entre Catalina y él existía cierta rivalidad que no siempre convenía a los infortunados pacientes. Ella no se interesaba en aprender sobre los cuatro humores que determinan el estado de salud del cuerpo, y él despreciaba la hechicería, aunque a veces resultaba muy efectiva.
3423 Ella no los llamaba así, pero los describía como seres transparentes, alados y capaces de fulminar con el fuego de la mirada; ésos no pueden ser sino ángeles. Nos absteníamos de mencionar estos asuntos delante de terceras personas porque nos habrían acusado de brujería y tratos con el Maligno.
3424 El animal agravó la discordia entre indios y castellanos, porque los primeros creyeron que era la reencarnación del inmortal inca Atahualpa y los segundos la despacharon de un lanzazo para probar que de inmortal poco tenía. Se armó un altercado que dejó varios indios muertos y un español herido.
3425 La única promesa que no cumplió fue la de acompañarme en la vejez, porque se murió antes que yo. A las dos indias jóvenes que me asignó el ayuntamiento les enseñé a zurcir, lavar y planchar la ropa, como se hacía en Plasencia, servicio muy apreciado en aquel tiempo en el Cuzco.
3426 Hice construir un horno de barro en el patio y con Catalina nos dedicamos a cocinar empanadas. La harina de trigo era costosa, pero aprendimos a hacerlas con harina de maíz. No alcanzaban a enfriarse al salir del horno; el olor las anunciaba por el barrio y los clientes acudían en tropel.
3427 Ese aroma denso de carne, cebolla frita, comino y masa horneada se me metió bajo la piel de tal manera, que todavía lo tengo. Me moriré con olor a empanada. Pude sostener mi casa, pero en esa ciudad, tan cara y corrupta, una viuda se hallaba en duros aprietos para salir de la pobreza.
3428 Solía leerme la suerte con sus cuentas y conchas de adivinar y siempre me anunciaba lo mismo: yo viviría muy largo y llegaría a ser reina, pero mi futuro dependía del hombre de sus visiones. Según ella, no era ninguno de quienes golpeaban mi puerta o me asediaban en la calle.
3429 No entendía por qué yo rechazaba sus requerimientos, ya que mi excusa anterior no servía. Se había demostrado que era viuda, como él me había asegurado desde el comienzo. Imaginaba que mis negativas eran una forma de coquetería, y así, cuanto más tercos eran mis desaires, más se encaprichaba él.
3430 Nada divertía tanto al alférez como azuzar a sus fieras contra los indios, por lo mismo desatendía mis súplicas e invadía mi casa con sus perros, tal como lo hacía en otras partes. Un día los dos animales amanecieron con el hocico lleno de espuma verde y pocas horas después estaban tiesos.
3431 Su dueño, indignado, amenazó con matar a quien se los hubiese envenenado, pero el médico alemán lo convenció de que habían muerto de peste y que debía quemar los restos de inmediato para evitar el contagio. Así lo hizo, temiendo que el primero en caer con la enfermedad fuera él mismo.
3432 Las visitas del alférez se hicieron cada vez más frecuentes y, como también me molestaba en la calle, me hizo la vida un infierno. «Este blanco no entiende con palabras, pues, señoray. Yo bien digo que puede irse muriendo, como los perros de él», me anunció Catalina.
3433 Eso faltaba aún por conquistar y poblar, era el único lugar virgen donde un militar como él podía alcanzar la gloria. No deseaba permanecer a la sombra de Francisco Pizarro, envejeciendo cómodamente en el Perú. Tampoco pretendía regresar a España, por muy rico y respetado que fuese.
3434 Chile era el futuro. El mapa mostraba los caminos recorridos por Almagro en su expedición y los puntos más difíciles: la sierra, el desierto y las zonas donde se concentraban los enemigos. «Del río Bío-Bío al sur no se puede pasar, los mapuche lo impiden», le había repetido varias veces Almagro.
3435 Él no había recurrido a sus servicios -para eso contaba con las indias de su casa-, pero la había visto algunas veces en la calle o en la iglesia y se había fijado en ella, porque era una de las pocas españolas del Cuzco, y se había preguntado cuánto duraría sola una mujer como ésa.
3436 Al menos así me lo contó después. Con los pedazos de las frases que le llegaban ahogadas por el ruido de la taberna, Valdivia pudo deducir el plan del alférez borracho, quien pedía a gritos un par de voluntarios para secuestrar a la mujer por la noche y llevársela a su casa.
3437 Cuando comprobaron que estaban atrancadas por dentro, decidieron trepar por el cerco de piedra, de sólo cinco pies de altura, que protegía la vivienda por atrás. En pocos minutos cayeron dentro del patio, con tan mala suerte para ellos que voltearon y quebraron una tinaja de barro.
3438 Tengo el sueño liviano y desperté con el ruido. Por un momento Pedro los dejó hacer, para ver hasta dónde eran capaces de llegar, y enseguida saltó el muro detrás de ellos. Para entonces yo había encendido una lámpara y había cogido el cuchillo largo de picar la carne para las empanadas.
3439 Habíamos andado en círculos por años, buscándonos a ciegas, hasta encontrarnos al fin en el patio de esa casita en la calle del Templo de las Vírgenes. Agradecida, le invité a entrar a mi modesta sala, mientras Catalina iba a buscar un vaso de vino, que en mi casa no faltaba, para agasajarlo.
3440 Aunque la noche estaba fría, la piel me quemaba y un hilo de sudor me corría por la espalda. Sé que a él lo sacudía la misma tormenta, porque el aire de la habitación se volvió denso. Catalina surgió de la nada con el vino, pero al percibir lo que nos ocurría, desapareció para dejarnos solos.
3441 Pero yo era libre, y aunque Pedro hubiese tenido media docena de esposas, igual lo habría amado, era inevitable. Él tenía casi cuarenta años y yo alrededor de treinta, ninguno de los dos podía perder tiempo, por eso me dispuse a conducir las cosas por el debido cauce.
3442 Sin embargo, él no pensó que yo hubiera perdido el juicio o que fuera una ramera suelta en el Cuzco, porque él también sentía en los huesos y en las cavernas del alma la certeza de que habíamos nacido para amarnos. Exhaló un suspiro, casi un sollozo, y murmuró mi nombre con la voz quebrada.
3443 Le estreché contra mi pecho, sintiendo los latidos de su corazón, su calor animal, su olor de hombre. Pedro tenía mucho que aprender, pero no había prisa, contábamos con el resto de nuestras vidas y yo era buena maestra, al menos eso podía agradecer a Juan de Málaga.
3444 Pedro tuvo la inteligencia de dejar su espada al otro lado de la puerta y rendirse ante mí. Los detalles de esa primera noche no importan demasiado, basta decir que ambos descubrimos el verdadero amor, porque hasta entonces no habíamos experimentado la fusión del cuerpo y del alma.
3445 Siento que vuelvo a vivir una y otra vez lo ya vivido. El esfuerzo de escribir este relato no está en recordar, sino en el lento ejercicio de ponerlo en papel. Mi letra nunca fue buena, a pesar de los empeños de González de Marmolejo, pero ahora es casi ilegible.
3446 La pluma rompe el papel y caen salpicaduras de tinta; en resumen, esta labor me queda grande. ¿Por qué insisto en ella? Quienes me conocieron a fondo están muertos, sólo tú, Isabel, tienes una idea de quién soy, pero esa idea está desvirtuada por tu cariño y la deuda que crees tener conmigo.
3447 No me debes nada, te lo he dicho a menudo; soy yo quien está en deuda contigo, porque viniste a satisfacer mi más profunda necesidad, la de ser madre. Eres mi amiga y confidente, la única persona que conoce mis secretos, incluso algunos que, por pudor, no compartí con tu padre.
3448 Rodrigo no habría sido capaz de admitirlo ni en lo más secreto de su corazón, por lealtad a Valdivia, su jefe y amigo. Supongo que yo también lo quería -se puede amar a dos hombres al mismo tiempo-, pero me guardé ese sentimiento para no arriesgar el honor y la vida de Rodrigo.
3449 No es todavía el momento de referirme a esto, queda para más adelante. Hay cosas que no he tenido ocasión de contarte, por estar demasiado ocupada en tareas cotidianas, y si no las escribo me las llevaré a la tumba. A pesar de mi afán de exactitud, he omitido bastante.
3450 Ésta es mi historia y la de un hombre, don Pedro de Valdivia, cuyas heroicas proezas han sido anotadas con rigor por los cronistas y perdurarán en sus páginas hasta el fin de los tiempos; sin embargo, yo sé de él lo que la Historia jamás podrá averiguar: qué temía y cómo amó.
3451 Lo admiraba tanto como lo deseaba, sucumbí por completo ante su energía, me sedujeron su valor y su idealismo. Valdivia ejercía su autoridad sin aspavientos, se hacía obedecer con su sola presencia, tenía una personalidad imponente, irresistible, pero en la intimidad se transformaba.
3452 Estaba acostumbrado a la rudeza de la guerra, era impaciente e inquieto, sin embargo podíamos pasar días completos de ocio, dedicados a conocernos, contándonos los detalles de nuestros respectivos destinos con verdadera urgencia, como si se nos fuera a acabar la vida en menos de una semana.
3453 Yo llevaba la cuenta de los días y las horas que pasábamos juntos, eran mi tesoro. Pedro llevaba la cuenta de nuestros abrazos y besos. Me sorprende que a ninguno de los dos nos asustara esa pasión que hoy, vista desde la distancia del desamor y la ancianidad, me parece opresiva.
3454 Pedro pasaba sus noches en mi casa, salvo cuando debía viajar a la Ciudad de los Reyes o visitar sus propiedades en Porco y La Canela, y entonces me llevaba con él. Me gustaba verlo sobre su caballo -tenía un aire marcial- y ejercer su don de mando entre sus subalternos y camaradas de armas.
3455 Era espléndido conmigo, me regalaba vestidos suntuosos, telas, joyas y monedas de oro. Al principio esa generosidad me molestaba, porque me parecía un intento de comprar mi cariño, pero después me acostumbré a ella. Empecé a ahorrar, con la idea de tener algo más o menos seguro en el futuro.
3456 Una vez me atreví a decírselo, porque, como he tenido que ganarme la vida desde que era niña, me horroriza el despilfarro, pero me hizo callar con un beso. «El oro es para gastarlo y, gracias a Dios, a mí me sobra», replicó. Eso no me tranquilizó, por el contrario.
3457 Bajo el dominio del Inca padecían más que ahora. Debemos mirar hacia el futuro. Ya estamos aquí y nos quedaremos. Un día habrá una nueva raza en esta tierra, mezcla de nosotros con indias, todos cristianos y unidos por nuestra lengua castellana y la ley. Entonces habrá paz y prosperidad.
3458 Él así lo creía, pero se murió sin verlo, y también moriré yo antes de que ese sueño se cumpla, porque estamos a fines de 1580 y todavía los indios nos odian. Pronto la gente del Cuzco se acostumbró a considerarnos una pareja, aunque imagino que a nuestras espaldas circulaban comentarios maliciosos.
3459 Además, también en España los hombres tenían mancebas; el imperio estaba sembrado de bastardos y muchos de los conquistadores lo eran. En un par de ocasiones Pedro me habló de sus remordimientos, no por haber dejado de amar a Marina, sino por estar impedido de casarse conmigo.
3460 Tuve claro desde el principio que Pedro y yo jamás podríamos casarnos, salvo que muriera Marina, lo que ninguno de los dos deseaba, por eso me saqué la esperanza del corazón y me dispuse a celebrar el amor y la complicidad que compartíamos, sin pensar en el futuro, en chismes, vergüenza o pecado.
3461 Al principio me limitaba a escuchar en silencio cuando él mencionaba a Chile. No sabía de qué hablaba, pero disimulé mi ignorancia. Me informé por mis clientes, los soldados que me traían su ropa a lavar o venían a comprar empanadas, y así supe del fracasado intento de Diego de Almagro.
3462 Los hombres que sobrevivieron a esa aventura y a la batalla de Las Salinas no tenían un maravedí en la faltriquera, andaban con la ropa en hilachas y a menudo acudían sigilosos por la puerta del patio a buscar comida gratis, por eso les llamaban los «rotos chilenos».
3463 Mientras yo averiguaba qué se necesita para una empresa tan complicada como atravesar mil leguas, fundar ciudades y pacificar indios, Pedro perdía días enteros en el palacio del marqués gobernador, participando en tertulias sociales y conciliábulos políticos que le fastidiaban.
3464 La corte era un hervidero de intrigas y todo tenía un precio, hasta el honor. Los ambiciosos y halagüeños se desvivían por obtener los favores del marqués gobernador, el único que tenía poder para otorgar granjerías. Había incalculables tesoros en el Perú, pero no alcanzaban para tantos pedigüeños.
3465 Los descendientes de los fundadores serían chilenos sobrios, honestos, esforzados, respetuosos de la ley. Entre ellos no habría aristócratas, a los que él detestaba, porque el único título válido no es aquel que se hereda, sino el ganado por los méritos de una existencia digna y un alma noble.
3466 La demora era habitual en el marqués, quien no era amigo de las cosas derechas; fingía preocupación por los peligros que «su amigo» debería enfrentar en Chile, pero en realidad le convenía que Valdivia se fuera lejos, donde no pudiera conspirar contra él ni hacerle sombra con su prestigio.
3467 Una vez que el asunto del financiamiento quedó claro, es decir, que los gastos corrían por parte de Valdivia, el marqués gobernador otorgó su autorización con aparente desgano y recuperó rápidamente la rica mina de plata y la hacienda que poco antes le había otorgado a su valeroso maestre de campo.
3468 Sin él no puedo acompañarte. Pedro expuso al marqués, en forma algo exagerada, mi experiencia en cuidar enfermos y heridos, así como mis conocimientos de costura y cocina, indispensables para un viaje como aquél, pero de nuevo se vio enredado en intrigas palaciegas y objeciones morales.
3469 Aguardé tranquila, sin darme por aludida de las miradas torvas de algunas personas, que sin duda conocían mi relación con Valdivia y debían de preguntarse cómo una insignificante costurera, una mujer amancebada, se atrevía a pedir audiencia al marqués gobernador.
3470 A eso del mediodía llegó un secretario y anunció que era mi turno. Le seguí a una habitación imponente, decorada con un lujo exagerado -cortinajes, escudos, pendones, oro y plata-, chocante para el sobrio temperamento español, en especial para los que venimos de Extremadura.
3471 Guardias empenachados protegían al marqués gobernador, mas de una docena de escribanos, secretarios, leguleyos, bachilleres y frailes se afanaban con libracos y documentos, que él no podía leer, y varios sirvientes indígenas de librea, pero descalzos, servían vino, frutas y pasteles de las monjas.
3472 Francisco Pizarro, instalado en un sillón de felpa y plata sobre un estrado, me hizo el honor de reconocerme y mencionar que recordaba nuestra entrevista anterior. Yo me había hecho un vestido de viuda para la ocasión, iba de negro, con mantilla y una toca que ocultaba mis cabellos.
3473 Os creo -se pronunció Pizarro después de una larga pausa. Procedió a impartir órdenes para que se me extendiera la autorización solicitada y, además, me ofreció una lujosa tienda de campaña, como prenda de amistad, «para aliviar los sacrificios del viaje», manifestó.
3474 En vez de seguir al secretario, que pretendía conducirme a la puerta, me planté junto a uno de los escritorios a esperar mi documento, porque de otro modo podía tardar meses. Media hora más tarde, Pizarro le puso su sello y me lo tendió con una sonrisa torcida.
3475 Eso desanimaba incluso a los más bravos, pero Valdivia podía ser muy elocuente cuando aseguraba que, una vez subsanados los obstáculos del camino, llegaríamos a una tierra fértil y benigna, de mucho contento, donde podríamos prosperar. «¿Y el oro?», preguntaban los hombres.
3476 Oro también habría, les aseguraba él, era cuestión de buscarlo. Los únicos voluntarios resultaron tan escasos de fondos, que debió prestarles dinero para que se aperaran con armas y caballos, tal como antes había hecho Almagro con los suyos, aun a sabiendas que nunca podría recuperar la inversión.
3477 Fui a confesarme con el obispo del Cuzco, a quien ablandé antes con manteles bordados para su sacristía, ya que necesitaba su permiso para el viaje. Teniendo en mi poder el documento de Pizarro, iba más o menos segura, pero nunca se sabe cómo reaccionarán los frailes y menos aún los obispos.
3478 Me dio la absolución y el permiso. A cambio le prometí que en Chile construiría una iglesia dedicada a Nuestra Señora del Socorro, pero él prefería a Nuestra Señora de las Mercedes, que viene a ser lo mismo con otro nombre, pero para qué iba a discutir con el obispo.
3479 Además, confieso que nunca me han gustado las alhajas y menos aún tan ostentosas como las que me había regalado Pedro. Las pocas veces que me las puse, me parecía ver a mi madre con el ceño fruncido recordándome que no conviene llamar la atención ni provocar envidia.
3480 Tan andrajoso como los otros «chilenos», tenía sin embargo una gran dignidad de soldado y no venía a pedir dinero prestado ni a poner condiciones, sino a acompañarnos y ofrecernos su ayuda. Compartía la idea de Valdivia de que en Chile se podía fundar un pueblo justo y sano.
3481 Don Benito nos contó detalles del desastroso viaje de Diego de Almagro. Dijo que el adelantado permitió que sus hombres cometieran atrocidades indignas de un cristiano. Se llevaron del Cuzco a miles y miles de indios atados con cadenas y sogas al cuello, para evitar que escaparan.
3482 Cuando les faltaban indios para servirles, se dejaban caer como demonios sobre pueblos indefensos, encadenaban a los hombres, violaban y raptaban a las mujeres, mataban o abandonaban a los niños y, después de robar el alimento y los animales domésticos, quemaban las casas y las siembras.
3483 Los negros azotaban hasta la muerte a quienes se doblaban de fatiga, y era tanta el hambre que pasaban los infelices indígenas, que llegaron a comerse los cadáveres de sus compañeros. Al español que era cruel y mataba a más indios, lo tenían por bueno, y al que no, por cobarde.
3484 Valdivia lamentó esos hechos, seguro de que él los habría evitado, pero comprendía que así es el desorden de la guerra, como le constaba después de haber presenciado el saqueo de Roma. Dolor y más dolor, sangre por el camino, sangre de las víctimas, sangre que envilece a los opresores.
3485 Ese animal fue el primero de una serie de perros iguales, descendientes suyos, que me han acompañado durante más de cuarenta años. Dos días más tarde acudió a visitarme la princesa inca, que llegó en una litera llevada por cuatro hombres y seguida por otras cuatro criadas cargadas de regalos.
3486 Era muy joven y bella, con facciones delicadas, casi infantiles, de corta estatura y delgada, pero resultaba imponente, porque poseía la altivez natural de quien ha nacido en cuna de oro y está acostumbrada a ser servida. Vestía a la moda del incanato, con sencillez y elegancia.
3487 Llevaba la cabeza descubierta y el cabello suelto, como un manto negro, liso y reluciente, que le cubría la espalda hasta la cintura. Me anunció que su familia estaba dispuesta a contribuir con los pertrechos de los yanaconas, siempre que no los llevaran encadenados.
3488 Tus soldados están preñando a las indias auxiliares cada noche, y ya tenemos a una docena con el vientre lleno. Cecilia resistió la travesía del desierto, en parte montada en su mula y en parte cargada en una hamaca por sus servidores, y su hijo fue el primer niño nacido en Chile.
3489 Un cortesano, antiguo secretario de Pizarro, llegó de España con una autorización del rey para conquistar los territorios al sur del Perú, desde Atacama hasta el estrecho de Magallanes. Este Sancho de la Hoz era pulcro de modales y amistoso de palabra, pero falso y vil de corazón.
3490 Nunca lo había visto, pero lo caló con sus conchas de adivinar. Partimos por fin una cálida mañana de enero de 1540. Francisco Pizarro había llegado de la Ciudad de los Reyes, con varios de sus oficiales, a despedirse de Valdivia, llevando de regalo algunos caballos, su único aporte a la expedición.
3491 El obispo ofició una misa cantada, a la que todos asistimos, y nos endilgó un sermón sobre la fe y el deber de llevar la Cruz a los extremos de la Tierra; luego salió a la plaza a dar su bendición a los mil yanaconas que aguardaban junto a los bultos y animales.
3492 Cada grupo de indios recibía órdenes de un curaca, o jefe, que a su vez obedecía a los capataces negros y éstos a los barbudos viracochas. No creo que los indios apreciaran la bendición obispal, pero tal vez sintieron que el sol radiante de ese día era un buen augurio.
3493 Pedro de Valdivia cabalgaba delante, seguido por Juan Gómez, nombrado alguacil, don Benito y otros soldados. Lucía espléndido en su armadura, con el yelmo empenachado y vistosas armas, montado en Sultán, su valioso corcel árabe. Más atrás íbamos Catalina y yo, también a caballo.
3494 Pensábamos entrenarlo para guardián, no para asesino. Cecilia iba acompañada por un séquito de indias de su servicio, disimuladas entre las mancebas de los soldados. Enseguida venía la fila interminable de animales y cargadores, muchos lloraban, porque iban obligados y se despedían de sus familias.
3495 Los capataces negros flanqueaban la larga serpiente de indios. Eran más temidos que los viracochas, por su crueldad, pero Valdivia había dado instrucciones de que sólo él podía autorizar los castigos mayores y el tormento; los capataces debían limitarse al látigo y emplearlo con prudencia.
3496 Atrás quedó el Cuzco, coronado por la fortaleza sagrada de Sacsayhuamán, bajo un cielo azulino. Al salir de la ciudad, a plena vista del marqués gobernador, su séquito, el obispo y la población de la ciudad que nos despedía, Pedro me llamó a su lado con voz clara y desafiante.
3497 Mientras, como un lento gusano, nuestros escasos soldados y mil indios auxiliares subían y bajaban cerros, atravesaban valles y ríos en dirección al sur, la noticia de que llegábamos nos había precedido y las tribus chilenas nos esperaban con las armas prontas.
3498 Los mapuche compensan la falta de escritura con una memoria indestructible; la historia de la Creación, sus leyes, sus tradiciones y el pasado de sus héroes están registrados en sus relatos en mapudungu, que pasan intactos de generación en generación, desde el comienzo de los tiempos.
3499 No existen mejores guerreros, les honra dejar la vida en la batalla. Nunca lograrán vencernos, pero tampoco podremos someterlos, aunque mueran todos en el intento. Creo que la guerra contra los indios seguirá por siglos, ya que provee a los españoles de siervos.
3500 Así exterminaremos a los naturales de esta tierra, como temía Valdivia, porque prefieren morir libres que vivir esclavos. Si cualquiera de nosotros, españoles, tuviese que escoger, tampoco dudaría. A Valdivia le indignaba la estupidez de quienes abusan de este modo, despoblando el Nuevo Mundo.
3501 Sin indígenas, decía, esta tierra nada vale. Se murió sin ver el fin de la matanza, que ya dura cuarenta años. Siguen llegando españoles y nacen mestizos, pero los mapuche están desapareciendo, exterminados por la guerra, la esclavitud y las enfermedades de los españoles, las cuales no resisten.
3502 Si allí se originaron, no me explico cómo cruzaron mares tan tumultuosos y tierras tan extensas para llegar hasta aquí. Son salvajes, no saben de arte ni escritura, no construyen ciudades ni templos, no tienen castas, clases ni sacerdotes, sólo capitanes para la guerra, sus toquis.
3503 Andan de un lado a otro, libres y desnudos, con sus muchas esposas e hijos, que pelean con ellos en las batallas. No hacen sacrificios humanos, como otros indios de América, y no adoran ídolos. Creen en un solo dios, pero no es nuestro Dios, sino otro al que llaman Ngenechén.
3504 Entre el Cuzco y Tarapacá se nos habían sumado veintitantos soldados españoles y Pedro estaba seguro de que acudirían más cuando se corriera la voz de que la expedición ya estaba en marcha, pero habíamos perdido cinco, número muy alto si se considera cuán pocos éramos.
3505 Le serví un tazón de harina tostada con agua y miel, que comió con parsimonia, como si fuese un manjar exquisito. «Hoy estáis más bella que nunca, doña Inés», me dijo con su habitual galantería, y enseguida se le pusieron los ojos de vidrio y cayó muerto a mis pies.
3506 Teníamos algunos soldados menos, pero poco a poco iban llegando, como sombras andrajosas, otros que andaban vagando por campos y serranías, hombres de Almagro, derrotados, sin amigos en el imperio de Pizarro. Llevaban años viviendo de la caridad, poco podían perder en la aventura de Chile.
3507 En Tarapacá acampamos por varias semanas para dar tiempo a indios y bestias a ganar peso antes de emprender la travesía del desierto, que, según don Benito, sería lo peor del viaje. Explicó que la primera parte era muy ardua, pero la segunda, llamada el Despoblado, era mucho peor.
3508 Entretanto, Pedro de Valdivia recorría leguas a caballo oteando el horizonte a la espera de nuevos voluntarios. También Sancho de la Hoz debía juntarse con nosotros trayendo por mar los soldados y pertrechos prometidos, pero el empingorotado socio no daba señales de vida.
3509 La única tienda decente era la que Pizarro me había dado, espaciosa, de dos habitaciones, hecha con tela encerada y sostenida por un firme andamiaje de palos, tan cómoda como una casa. El resto de los soldados se las arreglaba como podía, con unas telas parcheadas que apenas los protegían del clima.
3510 Estábamos instalados cerca de un par de aldeas abandonadas, donde no encontramos comida por mucho que buscamos. Allí descubrimos que los indios tienen la costumbre de convivir amablemente con sus parientes fallecidos, los vivos en una parte de la choza y los muertos en otra.
3511 En cada vivienda había un cuarto con momias muy bien preservadas, olorosas a musgo, oscuras; abuelos, mujeres, infantes, cada uno con sus objetos personales, pero sin joyas. En el Perú, en cambio, se habían hallado tumbas atiborradas de objetos preciosos, incluso estatuas de oro macizo.
3512 Después de que se puso el sol empezó a circular entre ellos el rumor de que los huesos mancillados empezaban a juntarse y antes del amanecer los esqueletos caerían sobre nosotros como un ejército de ultratumba. Los negros, aterrados, repitieron el cuento, que llegó a oídos de los españoles.
3513 Siempre me pareció desagradable, porque trataba muy mal a los indios, era avaro y enemigo de los pobres, pero aprendí a respetarlo por su valor y lealtad. Monroy, nacido en Salamanca y descendiente de una familia noble, era todo lo contrario, fino, apuesto y generoso.
3514 Este religioso dio muestras de mucha bondad en su larga vida, pero creo que debió ser soldado y no fraile, porque era demasiado aficionado a la aventura, la riqueza y las mujeres. Estos hombres habían estado durante meses en la terrible selva de los Chunchos, al oriente del Perú.
3515 Entre los que dejaron allí los huesos estaba el desafortunado alférez Núñez, a quien Valdivia condenó a pudrirse en los Chunchos, como dijo que haría cuando éste intentó raptarme en el Cuzco. Nadie pudo darme noticia exacta de su fin, simplemente se esfumó en la espesura, sin dejar rastro.
3516 Esto lo pude apreciar al segundo día, después de que se quitó la costra de mugre y se cortó los pelos de la cabeza y la cara, que le daban un aire de náufrago. Aunque era más joven que los otros afamados militares, éstos lo habían escogido capitán de capitanes por su valor y su inteligencia.
3517 Por las noches, sigilosamente, Catalina sangraba a las llamas con un corte en el cuello. Mezclábamos la sangre fresca con leche y un poco de orina y se la dábamos a beber a los enfermos; así se repusieron y al cabo de dos semanas estaban en condiciones de emprender el camino.
3518 Suponíamos que no alcanzaría para tanta gente, pero no se podía cargar más a hombres y llamas. Para colmo, los indios chilenos de la región no sólo habían escondido el alimento, también habían envenenado los pozos, como supimos por un chasqui del inca Manco, a quien se le dio tormento.
3519 Para librarse del tormento, el mensajero admitió que venía desde el Perú con instrucciones para los indígenas de Chile de impedir el avance de los viracochas. Por eso los indios se escondían en los cerros, con los animales que podían llevar, después de enterrar el alimento y quemar sus siembras.
3520 Yo me protegía con un sombrero de ala ancha, un trapo sobre la cara, con dos huecos para los ojos, y otros trapos amarrados en las manos, porque no disponía de guantes y el sol me las desollaba. Los soldados no aguantaban las armaduras calientes, que llevaban a la rastra.
3521 Nuestra desesperación aumentaba a medida que pasaban los días sin dar con un pozo sano, los únicos que encontramos habían sido contaminados con cadáveres de animales por los sigilosos indios chilenos. Algunos yanaconas bebieron el agua putrefacta y murieron retorciéndose, con las tripas al fuego.
3522 Cuando creímos que habíamos alcanzado el límite de nuestras fuerzas, el color de las montañas y del suelo cambió. El aire se detuvo, el cielo se volvió blanco y desapareció toda forma de vida, desde los abrojos hasta las aves solitarias que antes solían verse: habíamos entrado al temible Despoblado.
3523 Pedro había decidido que cuanto más rápido fuese el viaje, menos vidas perderíamos, aunque el esfuerzo de dar cada paso era desmedido. Descansábamos en las horas más calientes, tirados sobre ese mar de arena calcinada, con un sol de plomo derretido sobre nosotros, en un ámbito muerto.
3524 Carecíamos de ánimo para armar las tiendas y organizar los campamentos sólo por unas horas. No había peligro de ser atacados por enemigos, nadie vivía ni se aventuraba en esas soledades. En la noche, la temperatura cambiaba bruscamente, del calor insoportable del día pasábamos a un frío glacial.
3525 Mi marido lucía muy mal, sus andrajos estaban encostrados de sangre seca y polvo sideral, tenía una expresión desesperada, como si también sus pobres huesos padecieran de sed. Al día siguiente, cuando ya nos dábamos por perdidos sin remedio, un extraño reptil pasó corriendo entre mis pies.
3526 Tal vez se trataba de una salamandra, ese lagarto que vive en el fuego. Concluí que por muy diabólico que fuese el animalejo, de vez en cuando necesitaría un sorbo de agua. «Ahora nos toca a nosotras, Virgencita», le advertí entonces a Nuestra Señora del Socorro.
3527 Era la hora del mediodía, cuando la multitud de gente y animales sedientos descansaba. Llamé a Catalina, para que me acompañara, y las dos echamos a andar despacio, protegidas por una sombrilla, yo con un avemaría en los labios y ella con sus invocaciones en quechua.
3528 Caminamos un buen rato, tal vez una hora, en círculos cada vez más grandes, cubriendo más y más terreno. Don Benito creyó que la sed me había hecho perder el juicio y, agotado como estaba, le pidió a uno más joven y fuerte, a Rodrigo de Quiroga, que fuera a buscarme.
3529 Poco después había seis indios cavando un hoyo. Los indios resisten la sed menos que nosotros y estaban tan secos por dentro que apenas podían con las palas y los picos, pero el terreno era blando y lograron cavar un hueco de vara y media de profundidad. Al fondo la arena estaba oscura.
3530 Pedro, que no se había movido de mi lado, mandó a los soldados defender el hoyo con sus vidas, porque temió, y con razón, el fiero asalto de mil hombres desesperados por unas gotas del líquido. Le aseguré que habría para todos, siempre que bebiéramos en orden.
3531 La gente lo atribuyó a un milagro y llamaron al pozo Manantial de la Virgen, en honor a Nuestra Señora del Socorro. Montamos el campamento y nos quedamos en ese lugar tres días, saciando la sed, y cuando continuamos la marcha todavía corría un tenue arroyo sobre la calcinada superficie del desierto.
3532 No sé si habrá otra fuente más adelante, y, en cualquier caso, no será tan abundante. Valdivia ordenó que me adelantara media jornada, para ir tanteando el terreno en busca de agua, protegida por un destacamento de soldados, con cuarenta indios auxiliares y veinte llamas para cargar las tinajas.
3533 El resto de la gente seguiría en grupos, separados por varias horas, para que no se abalanzaran en tropel a beber en caso de que ubicáramos pozos. Don Benito designó a Rodrigo de Quiroga jefe del grupo que me acompañaba, porque en poco tiempo el joven capitán se había ganado su absoluta confianza.
3534 Si hubiese habido peligro en el alucinante horizonte del desierto, él lo habría descubierto antes que nadie, pero no lo hubo. Hallé varias fuentes de agua, ninguna tan abundante como la primera, pero suficientes para sobrevivir durante la travesía del Despoblado.
3535 Valdivia decidió acampar y esperar, porque tenía noticias de que su amigo del alma, Francisco de Aguirre, podría juntarse con él en esa región. Nos espiaban indios hostiles en la distancia, sin acercarse. Una vez más pude instalarme en la elegante tienda que nos dio Pizarro.
3536 Catalina pasaba el día recorriendo el campamento, como una sombra sigilosa, para traerme noticias. Nada sucedía entre españoles o yanaconas que yo no supiera. A menudo venían los capitanes a cenar y solían llevarse la desagradable sorpresa de que Valdivia me invitaba a sentarme con ellos a la mesa.
3537 Es posible que ninguno hubiese comido con una mujer en su vida, eso no se usa en España, pero aquí las costumbres son más relajadas. Nos alumbrábamos con bujías y lámparas de aceite y nos calentábamos con dos grandes braseros peruanos, porque hacía frío en las noches.
3538 González de Marmolejo, que además de fraile era bachiller, nos explicó por qué las estaciones están cambiadas y cuando es invierno en España es verano en Chile y a la inversa, pero nadie lo entendió y seguimos pensando que en el Nuevo Mundo las leyes de la Naturaleza están desquiciadas.
3539 A Pedro le había disminuido el temor al baño y de vez en cuando aceptaba meterse en la batea y que yo lo enjabonara, pero siempre prefería lavarse a medias con un trapo mojado. Fueron días muy buenos, en los que volvimos a ser los enamorados que fuimos en el Cuzco.
3540 Él no sabía, porque yo deseaba darle una sorpresa, que el clérigo González de Marmolejo me estaba enseñando a leer y escribir. Unos días después Pedro partió con algunos de sus hombres a recorrer la región en busca de Francisco de Aguirre y a ver si podía parlamentar con los indios.
3541 Conmigo no dio ese resultado, porque lo he usado siempre y tengo la cabeza blanca; bueno, por lo menos no estoy medio calva, como tantas otras personas de mi edad. De tanto caminar y cabalgar, me dolía la espalda, y una de mis indias me dio una friega con un bálsamo de peumo, preparado por Catalina.
3542 Pasada la medianoche me despertaron los sordos gruñidos de Baltasar. Me senté en la cama, tanteando en la oscuridad con una mano en busca de un chal para cubrirme y sujetando con la otra al perro. Entonces sentí un ruido ahogado en la otra sala y no tuve duda de que había alguien allí.
3543 Para entonces Baltasar ladraba a rabiar, lo que alertó a los guardias. En cosa de minutos acudieron don Benito, Quiroga, Juan Gómez y otros, con luces y sables desenvainados, para hallar en mi habitación no sólo al insolente De la Hoz, sino a otros cuatro hombres que lo acompañaban.
3544 Les rogué que se retiraran y ordené a Catalina que improvisara algo de comer para los recién llegados, mientras me vestía deprisa. De mi propia mano les escancié vino y les serví la cena con la debida hospitalidad, muy atenta a lo que quisieron contarme de las penurias de su viaje.
3545 Sospeché que pretendía deshacerse de Valdivia, apoderarse de la expedición y continuar la conquista de Chile solo. Decidí tratar a los cinco inoportunos visitantes con las mayores consideraciones, para que entraran en confianza y bajaran la guardia hasta que volviera Pedro.
3546 Al verme tan amable, los cinco desalmados debieron de reírse a mis espaldas, satisfechos de haber engañado con su desparpajo a una estúpida mujer, pero antes de una hora estaban tan ebrios y drogados, que no opusieron la menor resistencia cuando llegaron don Benito y los guardias a llevárselos.
3547 Los puñales idénticos sólo podían ser idea del cobarde De la Hoz, quien así distribuía en cinco partes la responsabilidad del crimen. Nuestros capitanes querían ajusticiarlos allí mismo, pero les hice ver que una decisión tan grave sólo podía ser tomada por Pedro de Valdivia.
3548 Sin embargo, la noticia no logró agriarle el ánimo, porque había encontrado a su amigo Francisco de Aguirre, quien llevaba varias semanas esperándolo, y además traía consigo a quince hombres a caballo, diez arcabuceros, muchos indios de servicio y suficiente alimento para varios días.
3549 Con ellos nuestro contingente aumentó a ciento treinta y tantos soldados, según recuerdo; ése fue un milagro mayor que el Manantial de la Virgen. Antes de discutir con sus capitanes el asunto de Sancho de la Hoz, Pedro se encerró conmigo para oír mi versión de lo ocurrido.
3550 A menudo se dijo que yo tenía a Pedro hechizado con encantamientos de bruja y pociones afrodisíacas, que lo atontaba en la cama con aberraciones de turca, le absorbía la potencia, le anulaba la voluntad y, en buenas cuentas, hacía lo que me daba la gana con él.
3551 No era hombre de pedir consejo abiertamente y menos a una mujer, pero en la intimidad conmigo se quedaba callado, paseándose por el cuarto, hasta que yo atinaba a ofrecer mi opinión. Procuraba dársela con cierta vaguedad, para que al final creyera que la decisión era suya.
3552 Exigió una india de servicio en la cárcel para almidonarle la gola, aplancharle las calzas, enrizarle el cabello, rociarle con perfume y pulirle las uñas. Los hombres recibieron mal la noticia de partir, porque estaban cómodos en ese lugar, era fresco, había agua y árboles.
3553 Don Benito les recordó a grito destemplado que las decisiones del jefe no se cuestionaban. Mal que mal, Valdivia los había conducido hasta allí con un mínimo de inconvenientes; el paso del desierto había sido un éxito, sólo habíamos perdido tres soldados, seis caballos, un perro y trece llamas.
3554 Con el tiempo aprendí a temer su crueldad. Era un hombronazo exagerado, amigo del ruido, alto y fornido, con la carcajada siempre pronta. Bebía y comía por tres y, según me contó Pedro, era capaz de preñar a diez indias en una noche y otras diez en la noche siguiente.
3555 Han pasado muchos años y ahora Aguirre es un anciano sin escrúpulos de conciencia ni rencores, todavía lúcido y sano, a pesar de que pasó años en los pestilentes calabozos de la Inquisición y del rey. Vive bien gracias a una merced de tierra que le cedió mi difunto marido.
3556 Tenía la idea de que la mejor forma de servir a su majestad en las Indias era poblándola de mestizos; llegó a decir que la solución al problema indígena era matar a todos los varones mayores de doce años, secuestrar a los niños y violar a las mujeres con paciencia y método.
3557 Pedro de Valdivia reunió a la gente, se rodeó de sus capitanes, me llamó a su lado y con gran solemnidad plantó el estandarte de España y tomó posesión. Le dio el nombre de Nueva Extremadura, porque de allí provenían él, Pizarro, la mayor parte de los hidalgos de la expedición y yo.
3558 Enseguida el capellán González de Marmolejo armó un altar con su crucifijo, su copón de oro -el único oro que habíamos, vislumbrado en meses- y la pequeña estatua de Nuestra Señora del Socorro, convertida en nuestra patrona por la ayuda que nos prestó en el desierto.
3559 Salieron a recibirnos sus curacas con modestos regalos de comida y discursos de bienvenida, que los lenguas traducían, pero no estaban tranquilos con nuestra presencia. Las casas eran de barro y paja, más sólidas y mejor dispuestas que las chozas que habíamos visto antes.
3560 También entre estas gentes existía la costumbre de convivir con los antepasados muertos, pero esta vez los soldados se guardaron muy bien de mancillar a las momias. Descubrimos algunas aldeas recién abandonadas, pertenecientes a indios hostiles bajo las órdenes del cacique Michimalonko.
3561 Valdivia los hizo callar. Otro insoportable silencio siguió a sus palabras, y por último el jefe se puso de pie y dictó su sentencia, que a mí me pareció muy injusta, pero me guardé bien de comentarla con él más tarde porque supuse que tendría sus razones para hacer lo que hizo.
3562 Lo más raro fue que esa noche Valdivia ordenó ejecutar a Ruiz, el soldado que había servido de cómplice pero que ni siquiera se contaba entre los cinco que entraron en nuestra tienda con los famosos puñales. Don Benito en persona vigiló a los negros que lo ahorcaron y luego lo descuartizaron.
3563 A éste lo sacó Catalina a tirones y salió morado, pero sano y gritón. Fue muy buen augurio que el primer mestizo chileno naciera de pie. Catalina estaba esperando a Juan Gómez en la puerta de nuestra tienda mientras los capitanes deliberaban sobre la suerte de los conspiradores.
3564 Pedrito Gómez será el primer niño bautizado en la ciudad -lo apoyó Jerónimo de Alderete, quien aún no se reponía de las fiebres de la selva y estaba agobiado por la perspectiva de seguir andando. Pero yo sabía que Pedro deseaba seguir hacia el sur, lo más al sur posible, para alejarse del Perú.
3565 Su idea era establecer la primera ciudad donde no alcanzaran los largos brazos del marqués gobernador, la Inquisición, los cagatinta y los comemierda, como llamaba en privado a los mezquinos empleados de la Corona que se las arreglaban para jorobar en el Nuevo Mundo.
3566 A Cecilia la tratamos primero con infusiones de hojas de huella hasta que expulsó los restos del parto, que estaban retenidos, y luego detuvimos la hemorragia con un licor preparado con raíces de oreja de zorro, receta chilena que Catalina acababa de aprender y que dio pronto resultado.
3567 No sé cómo se las arreglaba para pasar entre los centinelas sin ser vista y fraternizar con el enemigo sin que le reventaran el cráneo de un macanazo. Lo malo fue que con tantas yerbas curativas a Cecilia se le cortó la leche, así es que el pequeño Pedro Gómez se crió con leche de llama.
3568 Si hubiera nacido unos meses más tarde, habría contado con varias nodrizas, porque había muchas indias preñadas. La leche de llama le dio una dulzura que habría de ser serio impedimento en su futuro, porque le tocó vivir y guerrear en Chile, que no es lugar para hombres de corazón demasiado tierno.
3569 Los hombres desean lo que no tienen. Yo era la única española de la expedición, la manceba del jefe, visible, presente, intocable y, por lo mismo, codiciada. Me he preguntado a veces si fui responsable de las acciones de Sebastián Romero, el alférez Núñez o ese muchacho, Escobar.
3570 Comencé el viaje vestida como lo hacía en Plasencia -refajos, cotilla, camisa, sayas, toca, mantón, escarpines-, pero muy pronto hube de adaptarme a las circunstancias. No se puede cabalgar mil leguas de lado, a la mujeriega, sin partirse la espalda; tuve que montar a horcajadas.
3571 Me conseguí unas bragas de hombre y botas, me quité la cotilla con barbas de ballena, que no hay quien la aguante, y pronto me deshice de la toca y me trencé el cabello, como las indias, porque me pesaba mucho en la nuca, pero nunca anduve descotada ni me permití familiaridades con los soldados.
3572 Me niego a dar la razón a Aguirre, a pesar de las muchas debilidades que he comprobado en los hombres. No todos son iguales. Nuestros soldados hablaban mucho de mujeres, en especial cuando debíamos acampar por varios días y no tenían nada que hacer, sólo cumplir sus turnos de guardia y esperar.
3573 Por desgracia, mi nombre aparecía con frecuencia en esas charlas, decían que yo era una hembra insaciable, que montaba como varón para excitarme con el caballo y que debajo de las sayas llevaba bragas. Esto último era cierto, no podía cabalgar a horcajadas con los muslos desnudos.
3574 El soldadito más joven de la expedición, un chico llamado Escobar, de sólo dieciocho años, que había llegado al Perú como grumete cuando todavía era un niño, se escandalizaba con esos chismes. Todavía no lo había mancillado la violencia de la guerra y se había hecho una idea romántica de mí.
3575 Se le puso entre ceja y ceja que yo era un ángel arrastrado a la perversión por los apetitos de Valdivia, quien me forzaba a servirlo en la cama como una mujerzuela. Supe esto por las criadas indias, como me he enterado siempre de lo que ocurre a mi alrededor.
3576 No hay secretos para ellas, porque los hombres no se cuidan de lo que dicen delante de las mujeres, tal como no se cuidan delante de sus caballos o sus perros. Suponen que no entendemos lo que oímos. Observé con disimulo la conducta del muchacho y comprobé que me rondaba.
3577 Con la disculpa de enseñar trucos a Baltasar, que rara vez se despegaba de mi lado, o pedirme que le cambiara el vendaje en un brazo herido, o le enseñara a hacer mazamorra de maíz, porque sus dos indias eran inútiles, Escobar se las arreglaba para acercarse a mí.
3578 Enviaba a Escobar a ayudarme en labores que correspondían a las criadas, y éste, en vez de objetar la orden, como hubiera hecho otro soldado, corría a complacerlo. A menudo encontré a Escobar en mi tienda porque Pedro lo había mandado a buscar algo cuando sabía que yo estaba sola.
3579 La herida leve que Escobar tenía en un brazo se infectó, a pesar de que se la habíamos quemado, y debía curarlo y cambiarle el vendaje a menudo. Llegué a temer que sería necesaria una intervención drástica, pero Catalina me hizo ver que la carne no olía mal y el muchacho no tenía fiebre.
3580 Era la hora del anochecer, cuando empezaba la música en el campamento: las vihuelas y flautas de los soldados, las tristes quenas de los indios, los tambores africanos de los capataces. Junto a una de las fogatas, la cálida voz de tenor de Francisco de Aguirre entonaba una canción picaresca.
3581 Y entonces, como si hubiera estado aguardando que alguien entreabriera la puerta de su corazón, Escobar me soltó una retahíla de confesiones mezcladas con declaraciones y promesas de amor. Traté de recordarle con quién se estaba propasando, pero no me dejó hablar.
3582 A cualquier otro que me atacara así, el perro lo habría destrozado, pero conocía muy bien al joven, creyó que era un juego y, en vez de agredirlo, saltaba en torno a nosotros, ladrando gustoso. Soy fuerte y no tuve dudas de que podía defenderme, por eso no grité.
3583 Sólo una tela encerada nos separaba de la gente que había afuera, no podía hacer un escándalo. Con el brazo herido él me mantenía apretada contra su pecho, con la otra mano me sujetaba la nuca y sus besos, mojados de saliva y lágrimas, me caían por el cuello y la cara.
3584 Pedro de Valdivia simplemente llamó a don Benito y le ordenó que ahorcase al soldado Escobar a la mañana del día siguiente, después de misa, delante del campamento formado. Don Benito se llevó al tembloroso muchacho de un brazo y lo dejó en una de las tiendas, vigilado pero sin cadenas.
3585 Pedro de Valdivia se fue a la tienda de Francisco de Aguirre, donde se quedó jugando a los naipes con otros capitanes, y no regresó hasta el amanecer. No me permitió hablar con él, y, creo que por una vez, si lo hubiese hecho, yo no habría encontrado la forma de hacerle cambiar de parecer.
3586 Esto no está en vuestras manos, está en manos de Dios. González de Marmolejo se fue a hablar con Valdivia. Lo hizo ante los capitanes que jugaban a las cartas con él porque pensó que éstos lo ayudarían a convencerlo de que perdonara a Escobar. Se equivocó de medio a medio.
3587 Juan Gómez, embelesado, observaba la escena como si estuviera ante el pesebre del Niño Jesús. Sentí un retortijón de envidia: habría dado media vida por estar en el lugar de Cecilia. Después de felicitar a la joven madre y besar al chiquito, cogí de un brazo al padre y me lo llevé afuera.
3588 Llevé a Nuestra Señora del Socorro en los brazos, para que todos pudieran verla. Los capitanes se pusieron en primera fila formando un cuadrilátero, les seguían los soldados y, más atrás, los capataces y la multitud de yanaconas, indias de servicio y mancebas.
3589 El capellán había pasado la noche en vela rezando, después de haber fracasado en su gestión con Valdivia. Tenía la piel verdosa y ojeras moradas, como solía ocurrirle cuando se flagelaba, aunque sus azotes eran para la risa, según las indias, que sabían muy bien lo que es un látigo en serio.
3590 Un pregonero y un redoble de tambores anunciaron la ejecución. Juan Gómez, en su calidad de alguacil, dijo que el soldado Escobar había cometido un grave acto de indisciplina, había penetrado en la tienda del capitán general con aviesos propósitos y atentado contra su honor.
3591 Los dos negros encargados de las ejecuciones escoltaron al reo hasta la plaza. Escobar iba sin cadenas, derecho como una lanza, tranquilo, la mirada fija adelante, como si marchara en sueños. Había pedido que le permitieran lavarse, afeitarse y ponerse ropa limpia.
3592 Los negros lo condujeron al patíbulo, le ataron las manos a la espalda y le ligaron los tobillos, luego pasaron la cuerda en torno a su cuello. Escobar no permitió que le colocaran una capucha, creo que quería morir mirándome, para desafiar a Pedro de Valdivia.
3593 Un silencio de tumba reinaba en el campamento entre la gente, sólo se oían los tambores. Durante un tiempo que me pareció eterno, el cuerpo de Escobar se balanceó de la horca, mientras yo rezaba y rezaba, desesperada, apretando la estatua de la Virgen contra mi pecho.
3594 Y entonces sucedió el milagro: la cuerda se cortó de súbito y el muchacho cayó desplomado al suelo, donde quedó tendido, como muerto. Un largo grito de sorpresa escapó de muchas bocas. Pedro de Valdivia dio tres pasos adelante, pálido como un cirio, sin poder creer lo que había ocurrido.
3595 Su sentencia fue conmutada por el destierro, tendría que volver al Perú, deshonrado, con un yanacona por única compañía y a pie. En caso de que lograra evadir a los indios hostiles del valle, perecería de sed en el desierto, y su cuerpo, disecado como las momias, quedaría sin sepultura.
3596 Una hora más tarde abandonó el campamento con la misma calmada dignidad con que caminó hacia el patíbulo. Los soldados que antes se burlaron de él hasta enloquecerlo, formaron dos filas respetuosas y él pasó por el medio, lentamente, despidiéndose con los ojos, sin una palabra.
3597 Muchos tenían lágrimas, arrepentidos y avergonzados. Uno le entregó su espada, otro un hacha corta, un tercero llegó halando una llama cargada con unos bultos y odres de agua. Yo observaba la escena desde lejos, luchando contra la animosidad que sentía contra Valdivia, tan fuerte que me ahogaba.
3598 Según Valdivia, eso nada significa, porque sobran hidalgos en España, pero yo creo que estos fundadores legaron sus ínfulas al Reino de Chile. A la sangre altiva de los españoles se sumó la sangre indómita de la raza mapuche, y de la mezcla ha resultado un pueblo de un orgullo demencial.
3599 Después de la expulsión del muchacho Escobar, el campamento tardó unos días en recuperar la normalidad. La gente andaba enojada, se podía sentir la ira en el aire. A los ojos de los soldados, la culpa fue mía: yo tenté al inocente muchacho, lo seduje, lo saqué de quicio y lo llevé a la muerte.
3600 A Valdivia no le importaba, lo hacía adrede para establecer su autoridad, humillarme y desafiar a los chismosos. Nunca habíamos hecho el amor con esa violencia, me dejaba magullada y pretendía que me gustara. Quiso que gimiera de dolor, en vista de que ya no gemía de placer.
3601 Aguanté el maltrato hasta donde me fue posible, pensando que en algún momento a Pedro tendría que enfriársele la soberbia, pero a la semana se me acabó la paciencia y, en vez de obedecerle cuando quiso hacer conmigo como los perros, le di una sonora bofetada en la cara.
3602 Nos quedamos abrazados, con el alma en un hilo, mascullando explicaciones, perdonándonos, y al final nos dormimos agotados, sin holgar. A partir de ese momento empezamos a recuperar el amor perdido. Pedro volvió a cortejarme con la pasión y la ternura de los primeros tiempos.
3603 Comíamos solos en la tienda, me leía por las noches, pasaba horas acariciándome para darme el placer que poco antes me había negado. Estaba tan ansioso por un hijo como yo, pero no quedé preñada, a pesar de los rosarios a la Virgen y los jarabes que preparaba Catalina.
3604 Un caballo de guerra debe obedecer por instinto al soldado, quien va ocupado con las armas. «Nunca se sabe qué puede pasar, Inés. Ya que has tenido el valor de acompañarme, debes estar preparada para defenderte como cualquiera de mis hombres», me advirtió. Fue una prudente medida.
3605 Insatisfecho y sospechoso, el adelantado los convocó con amables promesas a una reunión y, apenas hubo ganado su confianza, nos dio orden de atacarles. Muchos murieron en la refriega, pero apresamos a treinta caciques, que atamos a unas estacas y quemamos vivos -explicó el maestre de campo.
3606 Lo más codiciado por los indígenas chilenos eran nuestros caballos, y lo más temido, los perros, por eso don Benito puso a los primeros en corrales, vigilados por los segundos. Las huestes chilenas estaban al mando de tres caciques, encabezados a su vez por el poderoso Michimalonko.
3607 Así mataron a un soldado y a varios de nuestros yanaconas, que de necesidad habían aprendido a pelear, de lo contrario perecían. La primavera asomó en el valle y en los cerros, que se cubrieron de flores, el aire se volvió tibio y empezaron a parir las indias, las yeguas y las llamas.
3608 El ánimo del campamento mejoró con los recién nacidos, que trajeron una nota de alegría a los curtidos españoles y a los agobiados yanaconas. Los ríos, turbios en invierno, se volvieron cristalinos y más caudalosos con el deshielo de las nieves en las montañas.
3609 Los capataces rondaban sin descanso el campamento con sus látigos y sus perros. Valdivia esperó a que a los potrillos y las llamitas se les afirmaran las patas y enseguida dio la orden de continuar rumbo al sur, hacia el lugar paradisíaco tan anunciado por don Benito, el valle del Mapocho.
3610 Nosotros contábamos con ciento cincuenta soldados y menos de cuatrocientos renuentes yanaconas. Comprobamos que Chile tiene la forma delgada y larga de una espada. Se compone de un rosario de valles tendidos entre montañas y volcanes, y cruzados por copiosos ríos.
3611 Lográbamos descansar apenas en turnos cortos, porque si nos descuidábamos nos caían encima. Las llamas son animales delicados, no soportan mucho peso sin que se les quiebre la espalda, por eso debíamos obligar a los yanaconas a llevar los bultos de quienes habían desertado.
3612 Aunque nos desprendimos de todo lo que no era indispensable -entre ello varios baúles con mis vestidos elegantes, que en Chile no servían de nada-, los indios iban doblados por la carga y, además, amarrados, para que no escaparan, lo que hacía nuestro avance muy penoso y lento.
3613 Los soldados perdieron la confianza en las indias de servicio, que habían demostrado ser menos sumisas y lerdas de lo que ellos suponían. Seguían holgando con ellas, pero no se atrevían a dormir en su presencia y algunos creían que los estaban envenenando de a poco.
3614 Sin embargo, no era veneno lo que les corroía el alma y les derrotaba los huesos, sino pura fatiga. Varios de los hombres se ensañaban con ellas para descargar su propia desazón; Valdivia amenazó entonces con quitárselas y cumplió su palabra en dos o tres ocasiones.
3615 Los soldados se rebelaron, porque no podían aceptar que nadie, ni siquiera el jefe, interviniera en algo tan privado como sus mancebas, pero Pedro se impuso, como siempre hacía. Se debe predicar con el ejemplo, dijo. No permitiría que los españoles se portaran peor que los bárbaros.
3616 A la larga la tropa obedeció de mala gana y a medias. Catalina me contó que seguían golpeando a las mujeres, pero no en la cara ni donde les quedaran marcas visibles. A medida que los indios de Chile se volvían más atrevidos, nos preguntábamos qué sería del desafortunado Escobar.
3617 Suponíamos que habría muerto de alguna manera lenta y atroz, pero nadie se atrevía a mencionar al muchacho, para no conjurar a la mala suerte. Si olvidábamos su nombre y su rostro, tal vez se volvería transparente, como la brisa, y podría pasar entre sus enemigos sin ser visto.
3618 Rodrigo de Quiroga iba siempre delante, debido a sus buenos ojos para ver lo más lejano y a su coraje, que nunca flaqueaba. Cuidando la retaguardia iban Villagra, a quien Pedro de Valdivia había nombrado su segundo, y Aguirre, siempre impaciente por enredarse en una escaramuza con los indios.
3619 Valdivia me instaló con las mujeres, los niños y los animales en un lugar más o menos protegido por rocas y árboles, y enseguida organizó a sus hombres para la batalla, no como los tercios de España, con tres infantes por cada jinete, porque aquí casi todos eran de caballería.
3620 Valdivia sabía que los chilenos se lanzan a la lucha a pecho descubierto, sin escudos ni otra protección, indiferentes a la muerte. No temen a los arcabuces, porque son más ruido que otra cosa, sólo se detienen ante los perros, que en el furor del combate se los comen vivos.
3621 No habíamos terminado de agruparnos cuando sentimos el chivateo insufrible que anuncia el ataque de los indios, una gritería espeluznante que los enardece hasta la demencia y paraliza de terror a sus enemigos, pero que en nuestro caso tiene el efecto contrario: nos vuela de rabia.
3622 El destacamento de Rodrigo de Quiroga logró reunirse con el de Valdivia momentos antes de que la oleada enemiga se desprendiera de los cerros. Eran miles y miles. Corrían casi desnudos, con arcos y flechas, picas y macanas, aullando, exultantes de feroz anticipación.
3623 En cuestión de minutos ya podíamos verles las caras pintarrajeadas y comenzó la lucha cuerpo a cuerpo. Las lanzas de los nuestros atravesaban los cuerpos color arcilla, las espadas cercenaban cabezas y miembros, los cascos de los caballos destrozaban a los caídos.
3624 Si lograban acercarse, los indios aturdían de un mazazo al caballo y, apenas doblaba las patas, veinte manos cogían al jinete y lo revolcaban por el suelo. Los yelmos y corazas protegían a los soldados durante breves instantes y a veces eso bastaba para dar tiempo a un compañero a intervenir.
3625 Improvisábamos vendajes con los trapos disponibles, aplicábamos torniquetes para detener las hemorragias, cauterizábamos deprisa con carbones encendidos y, apenas los hombres podían ponerse de pie, les dábamos agua o un trago de vino, les devolvíamos sus armas y los enviábamos a seguir peleando.
3626 Sin pensarlo, tomé a dos manos la espada, que Pedro me había enseñado a usar, y me dispuse a defender nuestro breve espacio. A la cabeza de los asaltantes venía un hombre mayor, pintarrajeado y adornado con plumas. Una antigua cicatriz le atravesaba una mejilla desde la sien hasta la boca.
3627 No podría jurarlo, pero creo que hubo una leve sonrisa en su rostro color de tierra, dio media vuelta y se alejó con la agilidad de un muchacho, justo en el momento en que Rodrigo de Quiroga acudía corcoveando en su caballo y se lanzaba sobre nuestros agresores.
3628 De pronto, cuando ya tenían el terreno casi ganado, los indígenas se dispersaron, perdiéndose en los mismos cerros por donde habían surgido; dejaron tirados a sus heridos y sus muertos, pero se llevaron los caballos que pudieron quitarnos. Nuestra Señora del Socorro nos había salvado una vez más.
3629 Dicen que uno se acostumbra a todo, pero no es cierto, nunca me acostumbré a esos gritos espantosos. Incluso ahora, en mi vejez, después de haber fundado el primer hospital de Chile y de llevar toda una vida trabajando como enfermera, todavía oigo los lamentos de la guerra.
3630 Si las heridas pudieran coserse con aguja e hilo, como la rotura de una tela, las curaciones serían más soportables, pero sólo el fuego evita el desangramiento y la podredumbre. Pedro de Valdivia tenía varias llagas leves y magulladuras, pero no quiso que lo curara.
3631 Capitán Quiroga, por el momento reemplazaréis a don Benito como maestre de campo -ordenó Valdivia-. Capitán Villagra, haced un cálculo de los salvajes que quedaron en el campo de batalla. Seréis responsable de la seguridad, supongo que el enemigo regresará más temprano que tarde.
3632 Partiremos tan pronto doña Inés lo considere posible. A pesar de las precauciones de Villagra, el campamento era muy vulnerable, porque estábamos en un valle desprotegido. Los indios chilenos ocupaban los cerros, pero no dieron señales de vida durante los dos días que permanecimos en el lugar.
3633 Habíamos descendido sobre un valle muy dulce, lleno de robles y otros árboles desconocidos en España, quillayes, peumos, maitenes, coigües, canelos. Era pleno verano, pero las altísimas montañas del horizonte estaban coronadas de nieve. Cerros y más cerros, dorados y suaves, rodeaban el valle.
3634 Los capitanes Villagra y Aguirre se adelantaron con un destacamento para tantear la reacción de los indígenas, mientras los demás esperábamos a buen resguardo. Regresaron con la agradable noticia de que los indios, aunque desconfiados, no habían dado muestras de hostilidad.
3635 Como no disponíamos de una yunta de bueyes y un arado, lo hicimos con caballos. Caminamos lentamente en procesión, llevando delante la imagen de la Virgen. Valdivia estaba tan conmovido, que le corrían lágrimas por las mejillas, pero no era el único, la mitad de aquellos bravos soldados lloraba.
3636 Primero designó la plaza mayor y el sitio del árbol de la justicia o patíbulo. De allí, a cordel y regla, sacó las rectas calles paralelas y perpendiculares, divididas en cuadras de ciento treinta y ocho varas, formando ochenta manzanas, cada una dividida en cuatro solares.
3637 Aguirre, Villagra, Alderete y Quiroga reorganizaron nuestro zarrapastroso destacamento militar, muy desmejorado por el largo viaje. Valdivia y el aguerrido capitán Monroy, que se jactaba de cierta habilidad diplomática, intentaron parlamentar con los naturales.
3638 Los hombres sólo construyen pueblos provisorios para dejarnos allí con los hijos, mientras ellos continúan sin cesar la guerra contra los indígenas del lugar. Han debido transcurrir cuatro décadas de muertos, sacrificios, tesón y trabajo para que Santiago tenga la pujanza de la que hoy goza.
3639 Puse a las mujeres y a los cincuenta yanaconas que me cedió Rodrigo de Quiroga a producir mesas, sillas, camas, colchones, hornos, telares, vajillas de barro cocido, utensilios de cocina, corrales, gallineros, ropa, manteles, mantas y lo indispensable para una vida civilizada.
3640 Con el fin de ahorrar esfuerzo y víveres, establecí al principio un sistema para que nadie se quedara sin comer. Se cocinaba una vez al día y se servían las escudillas en mesones en la plaza mayor, que Pedro llamó plaza de Armas, aunque no teníamos un solo cañón para defenderla.
3641 Este sistema comunitario tuvo también la virtud de unir a la gente y callar a los descontentos, al menos por un tiempo. Dedicábamos gran cuidado a los animales domésticos; sólo en ocasiones especiales sacrificábamos un ave, ya que yo pretendía llenar los corrales en un año.
3642 Los cerdos, las gallinas, los gansos y las llamas eran tan importantes como los caballos y, ciertamente, mucho más que los perros. Los animales habían sufrido con el viaje tanto como los humanos y, por lo mismo, cada huevo y cada cría eran motivo de celebración.
3643 Traté de imitar los sembradíos de los indios del valle y su método de irrigación, en vez de reproducir lo que había visto en los vergeles de Plasencia; sin duda ellos conocían mejor el terreno. No he mencionado el maíz o trigo indiano, sin el cual no habríamos subsistido.
3644 Este cereal se sembraba sin limpiar ni arar el suelo, bastaba desprender las ramas de los árboles vecinos a fin de que el sol calentara libremente; se hacían ligeros rasguños en la tierra con una piedra filuda, en caso de no contar con azadón, se tiraban las semillas y éstas se cuidaban solas.
3645 Era tan fácil cultivarlo y tan abundante la producción, que de maíz se alimentaban los indios -y también los castellanos- en todo el Nuevo Mundo. Valdivia y Monroy regresaron exultantes con la noticia de que sus avances diplomáticos habían tenido éxito: Vitacura nos haría una visita.
3646 Pero eso no amilanó el ánimo de la gente. Estábamos hartos de batallar. Los hombres sacaron brillo a yelmos y armaduras, decoramos la plaza con estandartes, distribuimos en círculo los caballos, que causaban mucha impresión entre los indios, y preparamos música con los instrumentos disponibles.
3647 Esa noche, mientras los demás hacían planes con la plata que aún no tenían, Pedro se lamentaba. Estábamos en nuestro solar, instalados en la tienda de Pizarro -aún no habíamos levantado los muros ni el techo de la casa-, remojándonos en la batea con agua fría para pasar el calor bochornoso del día.
3648 Pensé que si algún día esas fantásticas haciendas se convertían en realidad, yo, una modesta extremeña, sería uno de los propietarios más ricos de Chile. ¡Cómo se alegraría mi madre con esa noticia! En los meses siguientes la ciudad surgió del suelo como un milagro.
3649 A finales del verano ya había muchas casas de buen parecer, habíamos plantado hileras de árboles para tener sombra y pájaros en las calles, la gente estaba cosechando las primeras verduras de sus huertos, los animales parecían sanos, y habíamos almacenado provisiones para el invierno.
3650 Esta prosperidad irritaba a los indios del valle, que se daban cuenta cabal de que no estábamos allí de paso. Suponían, y con razón, que llegarían más huincas a arrebatarles sus tierras y convertirlos en siervos. Mientras nosotros nos preparábamos para quedarnos, ellos se preparaban para echarnos.
3651 Debió de irse muerto de risa al comparar nuestro escaso contingente con los millares de chilenos que espiaban en los bosques aledaños. Él era quechua del Perú, representante de los incas, no pensaba involucrarse en la pelotera entre huincas y promaucaes de Chile.
3652 Catalina y yo, valiéndonos de señas y palabras en quechua, salíamos a comerciar por los alrededores. Así conseguimos aves y guanacos, unos animales parecidos a las llamas, que dan buena lana, a cambio de chucherías sacadas del fondo de mis baúles, o de nuestros servicios de sanadoras.
3653 El resto de los «médicos» del valle eran hechiceros que extraían con gran escándalo sabandijas del vientre de los enfermos; ofrecían pequeños sacrificios y aterraban a la gente con sus pantomimas, método que a veces daba excelente resultado, como yo misma pude comprobar.
3654 Catalina, quien había trabajado en el Cuzco con uno de estos camascas, «operó» a don Benito cuando todos los demás recursos nos fallaron. Con mucha discreción, ayudadas por un par de indias sigilosas del séquito de Cecilia, llevamos al viejo al bosque, donde Catalina condujo la ceremonia.
3655 Durante el resto de su vida don Benito habría de contar a quien quisiera oírle cómo él vio con sus propios ojos sacar de su herida lagartijas y culebras que le emponzoñaban la pierna, y cómo después de eso sanó completamente. Quedó cojo, es cierto, pero no se murió de podredumbre, como temíamos.
3656 Incluso fue a visitar al curaca Vitacura, quien cayó de rodillas y golpeó el suelo con la frente cuando supo que ella era la hermana menor del inca Atahualpa. Cecilia averiguó que en el Perú las cosas estaban muy revueltas, incluso había rumores de que Pizarro había muerto.
3657 El lodo llegaba a los tobillos de los capitanes que se juntaron para designar gobernador a Valdivia. Cuando vinieron a nuestra casa a anunciar la decisión, él pareció tan sorprendido que me asusté. Tal vez se me había pasado la mano en el afán de adivinarle el pensamiento.
3658 Tres veces debieron insistir, hasta que le soplé a Pedro que bastaba de hacerse de rogar, porque sus amigos podían fastidiarse y acabar nombrando a otro; había varios honorables capitanes que estarían felices de ser gobernadores, como me constaba por los chismes de las indias.
3659 Me convertí en madre de nuestro pequeño poblado, debía velar por el bienestar de cada uno de sus habitantes, desde Pedro de Valdivia hasta la última gallina del corral. No había descanso para mí, vivía pendiente de los detalles cotidianos: comida, ropa, siembras, animales.
3660 Por suerte, nunca he necesitado más de tres o cuatro horas de sueño, de modo que disponía de más tiempo que otros para hacer mi trabajo. Me propuse conocer a cada soldado y yanacona por su nombre y les hice saber que mi puerta siempre estaba abierta para recibirles y escuchar sus cuitas.
3661 Pedro dio orden de que nadie abandonara la ciudad sin un motivo justificado y sin protección. Se terminaron mis visitas a las machis y a los mercados, pero creo que Catalina mantuvo contacto con las aldeas, porque continuaron sus sigilosas desapariciones nocturnas.
3662 Sus huestes se iban engrosando y ya había seis toquis con sus gentes acampados en uno de sus fuertes o pucara esperando el momento propicio para iniciar la guerra. Valdivia escuchó de labios de Cecilia los detalles, conferenció con sus capitanes y decidió tomar la iniciativa.
3663 Además, estaba ubicada en un punto vulnerable y mal defendida, de modo que los soldados españoles no tuvieron gran dificultad en aproximarse de noche y prenderle fuego. Esperaron afuera a que los guerreros fueran saliendo, ahogados por el humo, y mataron a un número impresionante de ellos.
3664 Supe que el toqui Michimalonko tenía más de setenta años, pero costaba creerlo, porque no le faltaban dientes y era alentado como un muchacho. Los mapuche que no mueren en accidentes o en la guerra pueden vivir en espléndidas condiciones hasta pasados los cien años.
3665 Comenzó por ordenar que le quitaran las ataduras y lo llevaran a una vivienda separada, lejos de los otros cautivos, donde las tres indias más bellas de mi servicio lo lavaron y vistieron con ropa limpia de buena calidad, le sirvieron una abundante comida y tanto muday como quiso beber.
3666 Contábamos con un lengua, pero ya sabíamos que el mapudungu no se puede traducir, porque es un idioma poético que se va creando en la medida en que se habla; las palabras cambian, fluyen, se juntan, se deshacen, es puro movimiento, por eso tampoco se puede escribir.
3667 Mientras, en Santiago se escuchaban los alaridos de furia de los toquis traicionados por Michimalonko, que todavía estaban encadenados a sus postes. Las trutucas -flautas hechas con largas cañas- respondían desde el bosque a las maldiciones en mapudungu de los jefes.
3668 No son vasallos ni entienden la idea del trabajo, menos entienden las razones para lavar oro en el río y dárselo a los huincas. Viven de la pesca, la caza, algunos frutos, como el piñón, las siembras y los animales domésticos. Poseen sólo lo que pueden llevar consigo.
3669 No lo conocen. Aprecian primero la valentía y segundo la reciprocidad: tú me das, yo te doy, con justicia. No tienen calabozos, alguaciles ni otras leyes más que las naturales; el castigo también es natural, quien hace algo malo corre el riesgo de que le llegue lo mismo.
3670 Llevan cuarenta años en guerra con nosotros, y aprendieron a torturar, robar, mentir y hacer trampas, pero me han dicho que entre ellos conviven en paz. Las mujeres mantienen una red de relaciones que une a los clanes, incluso aquellos separados por cientos de leguas.
3671 A esta guerra no se le vislumbra fin, porque cuando supliciamos a un toqui, surge otro de inmediato, y cuando exterminamos una tribu completa, del bosque sale otra y toma su lugar. Nosotros queremos fundar ciudades y prosperar, vivir con decencia y molicie, mientras ellos sólo aspiran a la libertad.
3672 Mandaría una muestra del oro en su propio barco, causaría sensación, eso atraería a más colonos y Santiago sería la primera de muchas ciudades prósperas y bien pobladas. Como había prometido, dejó a Michimalonko en libertad y se despidió de él con las mayores muestras de respeto.
3673 Pensé que bien podía criarlo él, para eso tenía casa y manceba, podía convertirlo en sacristán, pero no pude negarme porque debía muchos favores a ese capellán; mal que mal, me estaba instruyendo. Ya podía leer sin ayuda uno de los tres libros de Pedro, Amadís, de amores y aventuras.
3674 Catalina lo lavó y vimos que no era sangre seca lo que tenía, sino barro y arcilla; aparte de unos rasguños y magullones, estaba indemne. Tenía unos once o doce años, era flaco, con las costillas visibles, pero fuerte, estaba coronado por una mata de pelo negro, tieso de mugre.
3675 Llegó casi desnudo. Nos atacó a mordiscos cuando intentamos quitarle un amuleto que traía colgado al cuello de una tira de piel. Pronto me olvidé de él, porque estaba muy atareada con las labores de fundar el pueblo, pero dos días después Catalina me lo recordó.
3676 Fui a verlo y lo hallé sentado en el patio, inmóvil, tallado en madera, con sus ojos negros fijos en los cerros. Había tirado lejos la manta que le dimos, parecía gustarle el frío y la llovizna del invierno. Le expliqué por señas que se podía ir, pero no se movió.
3677 Ya se irá, nada tiene que hacer aquí. Ofrecí al chico una tortilla de maíz y no reaccionó, pero cuando le acerqué una calabaza con agua, la cogió a dos manos y se bebió el contenido a sorbos sonoros, como un lobo. Contrario a mis predicciones, se quedó con nosotros.
3678 Lo vestimos con un poncho y calzas de adulto recogidas en la cintura mientras le cosíamos algo de su tamaño, le cortamos el pelo y le quitamos los piojos. Al día siguiente comió con un apetito voraz, y pronto salió del corral y empezó a vagar por la casa y luego por la ciudad, como un alma perdida.
3679 Las indias del servicio le daban golosinas y hasta Catalina terminó por aceptarlo, aunque a regañadientes. En eso volvió Pedro, cansado y adolorido por la larga cabalgata, pero muy satisfecho, porque traía las primeras muestras de oro, pepitas de buen tamaño sacadas del río.
3680 Olía a caballo y sudor, nunca me había parecido tan guapo, tan fuerte, tan mío. Confesó que me había echado de menos, que cada vez le costaba más alejarse de mí, aunque fuese sólo por unos días, que cuando estábamos separados tenía malos sueños, premoniciones, miedo de no volver a verme.
3681 Lo desnudé como a un niño, lo lavé con un trapo mojado, besé una a una sus cicatrices, desde la gruesa herradura de la cadera y los cientos de rayas de guerra que le cruzaban brazos y piernas, hasta la pequeña estrella de la sien, producto de una caída de muchacho.
3682 Pedro estaba tan molido por esas semanas de esfuerzo, que se dejó hacer por mí con una mansedumbre de virgen. Montada sobre él, amándolo lentamente, para que gozara de a poco, admiré su noble rostro a la luz de la bujía, su frente amplia, su prominente nariz, sus labios de mujer.
3683 Le expliqué que me lo había endosado el capellán, que suponíamos que era huérfano. Pedro lo llamó, lo examinó de pies a cabeza y le gustó, tal vez le recordaba cómo era él mismo a esa edad, igual de intenso y altivo. Se dio cuenta de que el niño no hablaba castellano y mandó a buscar a un lengua.
3684 El chico asintió. Pedro agregó que si era sorprendido robando lo haría azotar primero y lo echaría de la ciudad enseguida; podía darse por afortunado, porque otro vecino le cortaría la mano derecha de un hachazo. ¿Entendido? Asintió de nuevo, mudo, con una expresión más irónica que asustada.
3685 Entonces Pedro mejoró la oferta: si me enseñaba mapudungu tendría permiso para cuidar los caballos. De inmediato se iluminó la cara del mocoso y desde ese instante demostró adoración por Pedro, a quien llamaba Taita. A mí me decía formalmente chiñura, por señora, supongo.
3686 En la playa de Concón también habían matado a nuestra gente; los cuerpos hechos pedazos yacían desparramados sobre la arena, y el barco en construcción estaba reducido a un montón de palos quemados. En total habíamos perdido a veintitrés soldados y a un número indeterminado de yanaconas.
3687 No había alcanzado a absorber el impacto de la noticia cuando llegaron Villagra y Aguirre a confirmar lo que las espías de Cecilia habían advertido semanas antes: miles de indígenas iban llegando al valle. Venían en grupos pequeños, hombres armados y pintados para la guerra.
3688 Se escondían en los bosques, en los cerros, bajo la tierra y en las mismísimas nubes. Pedro decidió, como siempre, que la mejor defensa era el ataque; seleccionó a cuarenta soldados de probado valor y partió a matacaballo al amanecer del día siguiente a dar un escarmiento en Marga-Marga y Concón.
3689 Nunca me gustó ese hombre, por simulador y cobarde, pero no imaginé que además fuera tonto de capirote. La idea no era original -asesinar a Valdivia-, aunque esta vez los conspiradores no contaban con los cinco puñales idénticos, que se hallaban bien guardados en el fondo de uno de mis baúles.
3690 Chinchilla y otros dos fueron ahorcados y sus cuerpos quedaron expuestos al viento y a los enormes buitres chilenos durante varios días, en la cumbre del cerro Santa Lucía. A un cuarto lo decapitaron en la prisión, porque hizo valer sus títulos de nobleza para no morir por soga, como un villano.
3691 Nunca sabré por qué salvó la cabeza una vez mas. Pedro se negó a darme explicaciones, y para entonces yo había aprendido que ante un hombre como él es mejor no insistir. Ese año de vicisitudes le agrió el carácter y perdía el control con facilidad. Tuve que cerrar la boca.
3692 Las tribus fueron llegando de a poco al claro del bosque, inmenso anfiteatro en lo alto de una colina que los hombres ya habían delimitado con ramas de araucaria y canelo, árboles sagrados. Algunas familias habían viajado durante semanas bajo la lluvia para acudir a la cita.
3693 Los guerreros corrieron por el anfiteatro dando alaridos y blandiendo sus armas, mientras sonaban los instrumentos musicales para espantar a las fuerzas del mal. Las machis sacrificaron varios guanacos, después de pedirles permiso para ofrecer sus vidas al Señor Dios.
3694 Los rayos del sol matinal se filtraron entre las nubes, tiñendo la niebla con polvo de oro. El más antiguo toqui, con una piel de puma sobre los hombros, se adelantó para hablar primero. Había viajado durante una luna entera para estar allí, en representación de su tribu.
3695 No había prisa. Empezó por lo más remoto, la historia de la Creación, de cómo la culebra Caí-Caí alborotaba el mar y las olas amenazaban con tragarse a los mapuche, pero entonces la culebra Treng-Treng los salvó, llevándolos a la cima de los cerros más altos, que hizo crecer y crecer.
3696 Y los mapuche vivieron libres en la santa tierra, y cuando llegaron los incas del Perú se juntaron para defenderse y los vencieron, no los dejaron cruzar el Bío-Bío, que es la madre de todos los ríos, pero sus aguas se tiñeron de sangre y la luna asomó roja en el cielo.
3697 Y pasó un tiempo y llegaron los huincas por los mismos caminos de los incas. Eran muchos y muy hediondos, se olían a dos días de distancia, y muy ladrones, no tenían patria ni tierra, tomaban lo que no era suyo, las mujeres también, y pretendían que los mapuche y otras tribus fueran sus esclavos.
3698 Y los guerreros tuvieron que echarlos, pero murieron muchos, porque sus flechas y lanzas no atravesaban los vestidos de metal de los huincas y en cambio ellos podían matar de lejos con puro ruido o con sus perros. De todos modos, los echaron. Los huincas se fueron solos, por cobardes que eran.
3699 Y pasaron varios veranos y varios inviernos y otros huincas vinieron, y éstos, dijo el antiguo toqui, quieren quedarse, están cortando los árboles, levantando sus rucas, sembrando su maíz y preñando a nuestras mujeres, por eso nacen niños que no son huincas ni gente de la tierra.
3700 Otro de los toquis salió adelante, blandió sus armas dando saltos y lanzó un largo grito de ira, luego anunció que estaba listo para atacar a los huincas, matarlos, devorarles el corazón para asimilar su poder, quemar sus rucas, quitarles a sus mujeres, no había otra solución, muerte a todos ellos.
3701 El primer toqui volvió a tomar la palabra para decir que no debían apurarse, había que combatir con paciencia, los huincas eran como la mala yerba: cuando se corta, vuelve a brotar con más bríos; ésta sería una guerra de ellos, de sus hijos y los hijos de sus hijos.
3702 Nos preguntábamos qué estaría sucediendo en el resto del mundo, si habría conquistas españolas en otros territorios, nuevos inventos, qué sería de nuestro sacro emperador, que según las últimas noticias que habían llegado al Perú, un par de años antes, estaba medio chiflado.
3703 Aprovechábamos hasta el último rayo de luz natural para trabajar, después debíamos recogernos en una pieza de la casa -amos, indios, perros y hasta las aves de corral- con una o dos bujías y un brasero. Cada uno buscaba en qué entretenerse para pasar las horas de la tarde.
3704 No apostábamos dinero, para evitar disputas, no dar mal ejemplo a la servidumbre y ocultar cuán pobres éramos. Se tocaba la vihuela, se recitaba poesía, se conversaba con mucho ánimo. Los hombres recordaban sus batallas y aventuras, celebradas por la concurrencia.
3705 Con las tierras y encomiendas que se repartieron entre los más esforzados soldados de la conquista, habría más que suficiente en el futuro para vivir muy bien, decía Valdivia, aunque por el momento fuesen sólo sueños, y quien más bienes poseyera, más deberes con su pueblo tendría.
3706 Santiago salió casi intacto del lodo y la ventolera de los meses invernales, cuando debimos sacar el agua con baldes; las casas resistieron el diluvio y la gente estaba sana. Incluso nuestros indios, que se morían con un resfrío común, pasaron los temporales sin graves problemas.
3707 Hasta Sancho de la Hoz dejó, por una vez, de conspirar desde su celda. El gobernador anunció que pronto reanudaríamos la construcción del bergantín, volveríamos a los lavaderos de oro y buscaríamos la mina de plata anunciada por el curaca Vitacura y que había resultado de lo más escurridiza.
3708 Me parecía imprudente dividir nuestras fuerzas, que ya eran bastante exiguas, pero ¿quién era yo para objetar la estrategia de un soldado avezado como él? Cada vez que intentaba disuadirlo de una decisión militar, porque el sentido común me lo mandaba, se ponía furioso y terminábamos enojados.
3709 Desde la azotea de la casa de Aguirre, convertida en torre de vigía, los vimos alejarse. Era un día despejado y las montañas nevadas que rodean el valle parecían inmensas y muy cercanas. A mi lado estaba Rodrigo de Quiroga, tratando de disimular su inquietud, que era tanta como la mía.
3710 Este joven capitán era, a mi parecer, el mejor hombre de nuestra pequeña colonia, después de Pedro, por supuesto, era valiente como ninguno, experimentado en la guerra, callado en el sufrimiento, leal y desinteresado; además, tenía la rara virtud de inspirar confianza en todo el mundo.
3711 Tan poco acogedor era su hogar, que pasaba mucho tiempo en el nuestro, ya que la casa del gobernador, siendo la más amplia y cómoda de la ciudad, se había convertido en centro de reunión. Supongo que contribuía a nuestro éxito social mi afán para que no faltaran comida y bebida.
3712 Su compañera era Eulalia, una de las siervas de Cecilia, una hermosa joven quechua, nacida en el palacio de Atahualpa, que tenía la misma apostura y dignidad de su ama, la princesa inca. Eulalia se enamoró de Rodrigo desde el primer momento en que éste se juntó con la expedición.
3713 Tenían una relación delicada; él la trataba con una cortesía paternal y respetuosa, inusitada entre los soldados y sus mancebas, y ella atendía sus menores deseos con prontitud y discreción. Parecía sumisa, pero yo sabía, por Catalina, que era apasionada y celosa.
3714 Conocía su cuerpo porque me había tocado curarlo cuando llegó enfermo de los Chunchos y cuando había sido herido en encuentros con los indios; era delgado, pero muy fuerte. No lo había visto completamente desnudo, pero según Catalina: «Tendrías que estar viendo su piripicho, pues, señoray».
3715 Las mujeres del servicio, a quienes nada escapa, aseguraban que estaba muy bien dotado; en cambio Aguirre, con toda su concupiscencia... bueno, qué importa. Recuerdo que el corazón me dio una patada al pensar en lo que había oído de Rodrigo y me sonrojé tan violentamente que él lo notó.
3716 Había sido inútil asignarle un jergón o lugar fijo para dormir, se echaba en cualquier parte, sin siquiera una manta para taparse. En esa hora incierta poco antes del amanecer, sentí redoblarse la inquietud que me tenía con un nudo en el estómago desde que Pedro se fue.
3717 Me asomé a la plaza y noté la tenue luz de una antorcha en el techo de la casa de Aguirre, donde habían puesto a un soldado de vigía. Pensando que el pobre hombre debía de estar cayéndose de cansancio después de muchas horas de solitaria guardia, calenté un tazón de caldo y se lo llevé.
3718 Descendí a saltos, seguida por el perro, y corrí a la casa de Rodrigo de Quiroga, en el otro extremo de la plaza. Desperté al indio de guardia, que dormía atravesado en el umbral de lo que un día sería la puerta, y le ordené que convocara al capitán de inmediato.
3719 Le entregó a su mujer la estatuilla de Nuestra Señora del Socorro, se despidió de ella con un beso largo en la boca, bendijo a su hijo, cerró la cueva con unas tablas y disimuló la entrada con paletadas de tierra. No encontró otra forma de protegerlos que sepultándolos en vida.
3720 Unos ocho mil o diez mil... Los dos grupos de caballería salieron al galope a enfrentarse a los primeros atacantes, centauros furiosos, rebanando cabezas y miembros a sablazos, reventando pechos a patadas de caballo. En menos de una hora, sin embargo, debieron replegarse.
3721 Una lluvia de flechas incendiarias cayó sobre los techos de las casas, y la paja, a pesar de que estaba húmeda por las lluvias de agosto, comenzó a arder. Comprendí que debíamos dejar a los hombres con sus arcabuces mientras las mujeres tratábamos de apagar el incendio.
3722 Para entonces empezaban a llegar los primeros heridos, algunos soldados y varios yanaconas. Catalina, mis mujeres y yo habíamos alcanzado a organizarnos con lo habitual, trapos, carbones, agua y aceite hirviendo, vino para desinfectar y muday para ayudar a soportar el dolor.
3723 Su herida había cicatrizado gracias a las hechicerías de Catalina, pero estaba débil y no podía sostenerse de pie por mucho tiempo. Disponía de dos arcabuces y un yanacona que lo ayudaba a cargarlos, y durante ese largo día causó estragos entre los enemigos desde su asiento de inválido.
3724 En ese instante se aproximaron Rodrigo de Quiroga, blandiendo la espada como un molinete por encima de su cabeza y gritando que me pusiera a salvo, y mi perro Baltasar, gruñendo y ladrando con el hocico recogido y los colmillos al aire, como la fiera que no era en circunstancias normales.
3725 Los asaltantes salieron disparados, seguidos por el mastín, y yo quedé en medio de mi huerta en llamas y con los cadáveres de mis animales, completamente desolada. Rodrigo me cogió de un brazo para obligarme a seguirlo, pero vimos un gallo con las plumas chamuscadas que trataba de ponerse en pie.
3726 Catalina llegó a buscarme y al comprender lo que hacía me ayudó. Entre las dos pudimos salvar esas aves, una pareja de puercos y dos almuerzas de trigo, nada más, y lo pusimos todo a buen resguardo. Para entonces Rodrigo y el capellán ya estaban de vuelta en la plaza batiéndose junto a los demás.
3727 Entre Catalina y otras mujeres le cauterizaron la herida, le lavaron la cara y le dieron a beber agua, pero no lograron que descansara ni un momento. Aturdido y medio ciego, porque se le hincharon los párpados monstruosamente, salió a trastabillones a la plaza.
3728 Me di cuenta de que nada podía hacer por él y llamé al capellán, quien acudió apurado a darle los últimos sacramentos. Tirados en el suelo de la sala había muchos heridos que no estaban en condiciones de regresar a la plaza; debían de ser por lo menos veinte, la mayoría yanaconas.
3729 Se terminaron los trapos y Catalina rasgó las sábanas que con tanto primor habíamos bordado durante las noches ociosas del invierno, luego debimos cortar las sayas en tiras y por último mi único vestido elegante. En eso entró Sancho de la Hoz cargando a otro soldado desmayado, que dejó a mis pies.
3730 Al coro de alaridos de los hombres cauterizados con hierros y carbones al rojo, se sumaban los relinchos de los caballos, porque allí mismo el herrero remendaba como podía a las bestias heridas. En el suelo de tierra apisonada se mezclaba la sangre de los cristianos y la de los animales.
3731 Aguirre se asomó a la puerta sin desmontar de su corcel, ensangrentado de la cabeza a los estribos, anunciando que había ordenado el desalojo de todas las casas, menos aquellas en torno a la plaza, donde nos aprontaríamos para defendernos hasta el último suspiro.
3732 Les ordené a varias mujeres que llevaran agua y tortillas a los soldados, que luchaban sin tregua desde el amanecer, mientras Catalina y yo despojábamos el cadáver de López de su armadura, y tal como estaban, empapadas en sangre, me coloqué la cota de malla y la coraza.
3733 Quedaban en pie una parte de la iglesia y la casa de Aguirre, donde manteníamos a los siete caciques cautivos. Don Benito, negro de pólvora y hollín, disparaba desde su taburete con método, apuntando con cuidado antes de apretar el gatillo, como si cazara codornices.
3734 No sé lo que me pasó entonces. A menudo he pensado en ese fatídico 11 de septiembre y he tratado de entender los sucesos, pero creo que nadie puede describir con exactitud cómo fueron, cada uno de los participantes tiene una versión diferente, según lo que le tocó vivir.
3735 Estábamos trastornados, luchando por nuestras vidas, locos de sangre y violencia. No puedo recordar en detalle mis acciones de ese día, de necesidad debo fiarme en lo que otros han contado. Recuerdo, eso sí, que en ningún momento tuve miedo, porque la ira me ocupaba por completo.
3736 Dirigí la vista hacia la celda, de donde provenían los alaridos de los cautivos, y a pesar del humo de los incendios distinguí con absoluta claridad a mi marido, Juan de Málaga, que me venía penando desde el Cuzco, apoyado en la puerta, mirándome con sus lastimeros ojos de espíritu errante.
3737 El resto no lo recuerdo bien. Uno de los guardias aseguró después que decapité de igual forma a los otros seis prisioneros, pero el segundo dijo que no fue así, que ellos terminaron la tarea. No importa. El hecho es que en cuestión de minutos había siete cabezas por tierra.
3738 Semillas casi no quedaron, sólo teníamos cuatro puñados de trigo. Rodrigo de Quiroga, como los demás, creyó que yo había enloquecido sin vuelta durante la batalla. Me llevó en brazos hasta las ruinas de mi casa, donde todavía funcionaba la improvisada enfermería, y me dejó con cuidado en el suelo.
3739 Catalina y otra mujer me quitaron la coraza, la cota de malla y el vestido ensopado en sangre buscando las heridas que yo no tenía. Me lavaron como pudieron con agua y un puñado de crines de caballo a modo de esponja, porque ya no quedaban trapos, y me obligaron a beber media taza de licor.
3740 Monroy y Villagra, en mejores condiciones que otros capitanes y enardecidos por la contienda, tuvieron la peregrina idea de perseguir con algunos soldados a los indígenas que huían en desorden, pero no hallaron un solo caballo que pudiera dar un paso y ni un solo hombre que no estuviese herido.
3741 Juan Gómez había luchado como un león pensando durante todo el día en Cecilia y su hijo, sepultados en mi solar, y apenas terminó la batahola corrió a abrir la cueva. Desesperado, quitó la tierra a mano, porque no pudo hallar una pala, los atacantes se habían llevado cuanto había.
3742 Como no había tiempo para largas discusiones, decidieron enviar el mensaje por dos vías, la que ofrecía Cecilia y un yanacona, ágil como liebre, quien intentaría cruzar el valle de noche y alcanzar a Valdivia. Lamento decir que ese fiel servidor fue sorprendido al amanecer y muerto de un mazazo.
3743 Mejor no pensar en su suerte si hubiese caído vivo en manos de Michimalonko. El cacique debía de estar enfurecido por el fracaso de sus huestes; no tendría cómo explicar a los indómitos mapuche del sur que un puñado de barbudos había atajado a ocho mil de sus guerreros.
3744 Mucho menos podía mencionar a una bruja que lanzaba cabezas de caciques por los aires como si fuesen melones. Le llamarían cobarde, lo peor que puede decirse de un guerrero, y su nombre no formaría parte de la épica tradición oral de las tribus, sino de burlas maliciosas.
3745 Después de que Rodrigo de Quiroga recorrió las ruinas de Santiago y le entregó a Monroy el cálculo de las pérdidas, vino a verme. En vez del basilisco demente que había depositado en la enfermería poco antes, me encontró más o menos limpia y tan cuerda como siempre, atendiendo a los muchos heridos.
3746 Al cuarto día Pedro de Valdivia llegó con un destacamento de catorce soldados de caballería, mientras los infantes lo seguían lo más deprisa posible. Montado en Sultán, el gobernador entró a la ruina que antes llamábamos ciudad y calculó de un solo vistazo la magnitud del descalabro.
3747 La ciudad nada importaba, porque había brazos y corazones fuertes para reconstruirla de las cenizas. Debíamos comenzar de nuevo, dijo, pero eso no podía ser motivo de desaliento, sino de entusiasmo para los vigorosos españoles, que jamás se daban por vencidos, y los leales yanaconas.
3748 Las versiones que le habían dado eran exageradas, no me cabe duda, y así fue estableciéndose la leyenda de que yo salvé la ciudad. «¿Es cierto que tú misma decapitaste a los siete caciques?», me había preguntado Pedro apenas nos encontramos solos. «No lo sé», le contesté honestamente.
3749 Pedro nunca me había visto llorar, no soy mujer de lágrima fácil, pero en esa primera ocasión no intentó consolarme, sólo me acarició con esa ternura distraída que algunas veces empleaba conmigo. Su perfil parecía de piedra, la boca dura, la mirada fija en el cielo.
3750 Mi memoria del pasado remoto es muy vívida y podría relatar paso a paso lo ocurrido en los primeros veinte o treinta años de nuestra colonia en Chile, pero no hay tiempo, porque la Muerte, esa buena madre, me llama y quiero seguirla, para descansar por fin en brazos de Rodrigo.
3751 A veces, sin pensarlo, lo llamo Ngenechén, y a la Virgen del Socorro la confundo con la Santa Madre Tierra de los mapuche, pero no soy menos católica que antes -¡Dios me libre!-, es sólo que el cristianismo se me ha ensanchado un poco, como sucede con la ropa de lana al cabo de mucho uso.
3752 He adelgazado, parezco un esqueleto cubierto de pellejo, como en los tiempos del hambre, sólo que entonces era joven. Una vieja flaca es patética, se me han puesto las orejas enormes y hasta una brisa puede tirarme de bruces. En cualquier momento saldré volando.
3753 Lo demás se vería por el camino, pero debíamos tener fe en el futuro, habría oro, plata, mercedes de tierra y encomiendas de indios para trabajarlas, aseguró. ¿Indios? No sé en cuáles estaba pensando, porque los chilenos no habían dado muestras de complacencia.
3754 Pedro ordenó a Rodrigo de Quiroga que juntara el oro disponible, desde las escasas monedas que algunos soldados habían ahorrado durante una vida y llevaban escondidas en las botas, hasta el único copón de la iglesia y lo poco extraído del lavadero en Marga-Marga.
3755 Un tercio de los soldados se turnaba para vigilar de día y de noche, mientras los demás, convertidos en labriegos y albañiles, sembraban la tierra, reconstruían las casas y levantaban el muro para proteger la ciudad. Las mujeres trabajábamos codo a codo con los soldados y los yanaconas.
3756 Supongo que a los quechuas de Vitacura no les faltaba lo esencial, pero los indios chilenos destruyeron sus propios sembradíos, decididos a morir de inanición si así acababan con nosotros. Acuciados por la hambruna, los habitantes de las aldeas se dispersaron hacia el sur.
3757 Me adelgacé tanto, que cuando me tendía de espaldas en el lecho se me salían los huesos de las caderas, las costillas, las clavículas, podía palparme los órganos internos, apenas cubiertos por la piel. Me endurecí por fuera, el cuerpo se me secó, pero se me ablandó el corazón.
3758 De los que teníamos al principio, murieron varios en esos dos inviernos y los demás tenían los huesos al aire, vientres hinchados y ojos de anciano. Preparar la magra sopa común para españoles e indios llegó a ser un desafío mucho mayor que el de los sorpresivos ataques de Michimalonko.
3759 Me quedaba muda ante esas raterías de lástima, porque Gómez habría tenido que azotar a los criados en castigo y eso sólo habría empeorado nuestra situación. Había bastante sufrimiento, no podíamos agregar más. Engañábamos el estómago con tisanas de menta, tilo y matico.
3760 Los cachorros que nacieron ese año fueron a dar a la olla apenas se destetaron, porque no podíamos alimentar más perros, pero hicimos lo posible por mantener vivos a los demás, ya que eran la primera línea de ataque contra los indígenas, por eso se salvó mi fiel Baltasar.
3761 Me avergüenza contarlo, pero sospecho que en ocasiones hubo canibalismo entre los yanaconas y también entre algunos de nuestros hombres desesperados, tal como trece años más tarde lo hubo entre los mapuche, cuando el hambre se extendió por el resto del territorio chileno.
3762 La guerra de la Araucanía causó hambruna. Nadie podía cultivar el suelo, porque lo primero que hacían tanto indios como españoles era quemar las siembras y matar el ganado del otro bando, después vino una sequía y el chivalongo o tifus, que causó terrible mortandad.
3763 Para mayor castigo, cayó una plaga de ranas que infestaron el suelo con una baba pestilente. En esa época terrible, los españoles, que eran pocos, se alimentaban de lo que arrebataban a los mapuche, pero éstos, que eran miles y miles, vagaban desfallecientes por los campos yermos.
3764 El hambre... quien no la ha sufrido no tiene derecho a pasar juicio. Me contó Rodrigo de Quiroga que en el infierno de la selva caliente de los Chunchos los indios devoraban a sus propios compañeros. Si la necesidad forzó a los españoles a participar en ese pecado, se abstuvo de mencionarlo.
3765 Cuando se lo dije a Pedro me hizo callar, temblando de indignación, pues le parecía imposible que un cristiano cometiera semejante infamia; entonces debí recordarle que, gracias a mí, él comía un poco mejor que los demás en la colonia, y por lo mismo debía callarse.
3766 Pedro fingía no darse cuenta, pero sé que le halagaba la callada atención del muchacho y su prontitud para servirlo: bruñía su armadura con arena, afilaba su espada, ensebaba sus correas si conseguía un poco de grasa, y, sobre todo, cuidaba a Sultán como si fuese su hermano.
3767 Las personas tampoco pertenecen a otros. ¿Cómo pueden los huincas comprar y vender gente si no es suya? A veces el muchacho pasaba dos o tres días mudo, huraño, sin comer, y al preguntarle qué le sucedía, la respuesta era siempre la misma: «Hay días contentos y días tristes».
3768 Cada uno es dueño de su silencio. Se llevaba mal con Catalina, quien desconfiaba de él, pero se contaban los sueños, porque para ambos la puerta estaba siempre abierta entre las dos mitades de la vida, nocturna y diurna, y a través de los sueños la divinidad se comunicaba con ellos.
3769 Los criados tenían prohibido montar los caballos, bajo pena de azotes, pero con Felipe se hizo una excepción, ya que él los alimentaba y era capaz de domarlos sin violencia, hablándoles al oído en mapudungu. Aprendió a cabalgar como un gitano y sus proezas causaban sensación en esa aldea triste.
3770 Se pegaba sobre la bestia hasta ser parte de ella, iba con su ritmo, sin forzarla jamás. No usaba montura ni espuelas, guiaba con una leve presión de las rodillas y llevaba las riendas en la boca, así las dos manos le quedaban libres para el arco y las flechas.
3771 Podía subirse cuando el caballo iba a la carrera, dar vuelta sobre el lomo y quedar mirando hacia la cola o colgarse con brazos y piernas, de modo que galopaba con el pecho contra el vientre del animal. Los hombres le hacían ruedo y, por mucho que lo intentaron, ninguno pudo imitarlo.
3772 Al centro de la plaza estaba el tronco ensangrentado donde se aplicaban las penas de azote, pero a Felipe no parecía causarle ningún temor. Para entonces se había convertido en un adolescente delgado, alto para alguien de su raza, puro hueso y músculo, de expresión inteligente y ojos sagaces.
3773 Los soldados admiraban su estoicismo y algunos, para entretenerse, lo ponían a prueba. Tuve que prohibirles que lo desafiaran a coger un carbón encendido con la mano o clavarse espinas untadas en ají picante. Invierno y verano se bañaba por horas en las aguas siempre frías del Mapocho.
3774 Nos explicó que el agua helada fortalece el corazón, por eso las madres mapuche sumergen a los niños en agua apenas nacen. Los españoles, que huyen del baño como del fuego, se instalaban en lo alto del muro a observarlo nadar y cruzar apuestas sobre su resistencia.
3775 Lo peor de esos años fue el desamparo y la soledad. Esperábamos socorro sin saber si habría de llegar, todo dependía de la gestión del capitán Monroy. Ni siquiera la infalible red de espías de Cecilia pudo dar razón de él y los otros cinco bravos, pero no nos hacíamos ilusiones.
3776 El mundo se nos redujo a unas cuantas cuadras dentro de un murallón de adobe, a las mismas caras estragadas, a los días sin noticias, a la eterna rutina, a las esporádicas salidas de la caballería en busca de comida o a repeler a un grupo de indios atrevidos, a rosarios, procesiones y entierros.
3777 Hasta las misas se redujeron a un mínimo, porque nos quedaba sólo media botella de vino para consagrar y habría sido un sacrilegio usar chicha. Eso sí, no faltó agua, porque cuando los indios nos impedían ir al río o atascaban con piedras los canales de riego de los incas, hicimos pozos.
3778 Esperábamos a los indios con las armas en la mano, esperábamos que cayera un ratón en las trampas, esperábamos noticias de Monroy. Estábamos cautivos dentro de la ciudad, rodeados de enemigos, medio muertos de hambre, pero había cierto orgullo en la desgracia y la pobreza.
3779 Al igual que Cecilia y otras mujeres de los capitanes, carecía de sayas decentes, pero pasábamos horas peinándonos y nos teñíamos los labios de rosa con el fruto amargo de un arbusto que, según Catalina, era venenoso. Ninguna se murió de eso, pero es cierto que nos producía una cagantina muy fea.
3780 A veces la partida de mozalbetes entra con violencia en la casa de la chica, amarra a los padres y se la lleva pataleando, pero después se arregla el entuerto, siempre que la novia esté de acuerdo, cuando el pretendiente paga la suma correspondiente en animales y otros bienes a sus futuros suegros.
3781 González de Marmolejo, quien solía asistir a mis lecciones de mapudungu, explicó a Felipe que esta desenfrenada lascivia era prueba sobrada de la presencia del demonio entre los mapuche, quienes sin el agua sagrada del bautismo terminarían asándose en las brasas del infierno.
3782 El muchacho le preguntó si también el demonio estaba entre los españoles, que tomaban una docena de indias sin retribuir con llamas y guanacos a los padres, como se debe, y además les pegaban, no les daban a todas igual trato y cuando se les antojaba las cambiaban por otras.
3783 Yo debí salir deprisa y a tropezones de la habitación para no reírme en las venerables barbas del clérigo. Pedro y yo estábamos hechos para el esfuerzo, no para la molicie. El desafío de sobrevivir un día más y mantener en alto la moral de la colonia nos llenaba de energía.
3784 Nunca estuvimos más unidos, nunca hicimos el amor con tanta pasión y sabiduría como en esa época. Cuando pienso en Pedro, son ésos los momentos que atesoro; así quiero recordarlo, como era a los cuarenta y tantos años, estragado por el hambre, pero de ánimo fuerte y decidido, lleno de ilusión.
3785 Sé que murió pensando en mí. En el año de su muerte, 1553, yo me hallaba en Santiago y él guerreando en Tucapel, a muchas leguas de distancia, pero supe tan claramente que agonizaba y moría, que cuando me trajeron la noticia, varias semanas más tarde, no derramé lágrimas.
3786 Pedro de Valdivia salió al galope con varios capitanes rumbo a la playa. Es difícil describir el alborozo que se apoderó de la ciudad. Era tanto el alivio, que esos endurecidos soldados lloraban, y tanta la anticipación, que nadie hizo caso al cura cuando llamó a una misa de acción de gracias.
3787 Monroy era un hombre simpático y tenía el don de la palabra fácil; cayó tan bien a los indios, que no lo trataron como prisionero, sino como amigo. Al cabo de tres meses de agradable cautiverio, el capitán y el otro español lograron escapar a caballo, pero sin los arreos imperiales, por supuesto.
3788 La nave nos trajo soldados, alimento, vino, armas, municiones, vestidos, enseres y animales domésticos, es decir, los tesoros con los que soñábamos. Lo más importante fue el contacto con el mundo civilizado; ya no estábamos solos en el último rincón del planeta.
3789 Seguramente así lo percibió de lejos el taimado cacique, porque no volvió a atacar la ciudad, aunque fue necesario combatirlo a menudo en los alrededores y perseguirlo hasta sus pucaras. En cada uno de esos encuentros quedaba tal mortandad de indios, que cabía preguntarse de dónde salían más.
3790 Gracias a eso empezamos a prosperar. El gobernador también convenció al curaca Vitacura que nos cediera indios quechuas, más eficaces para el trabajo pesado que los chilenos, y con nuevos yanaconas pudo explotar la mina de Marga-Marga y otras de que tuvo noticia.
3791 Entra el sol de la mañana por las altas ventanas y sus rayos resplandecientes cruzan la nave como lanzas, iluminando a los santos en sus nichos y a veces también a los espíritus que me rondan, ocultos tras los pilares. Es una hora quieta, propicia a la oración.
3792 Mientras pueda moverme, seguiré yendo a la iglesia y no dejaré mis obligaciones: el hospital, los pobres, el convento de las agustinas, la construcción de las ermitas, la administración de mis encomiendas y esta crónica, que tal vez se alarga más de lo conveniente.
3793 Rodrigo temía el momento en que ya no pudiéramos hacer el amor. Creo que temía más que nada hacer el ridículo, los hombres ponen mucho orgullo en ese asunto; pero hay muchas maneras de amarse, y yo habría inventado alguna para que, incluso ancianos, siguiéramos retozando como en los mejores tiempos.
3794 Echo de menos sus manos, su olor, sus anchas espaldas, su cabello suave en la nuca, el roce de su barba, el soplo de su aliento en mis orejas cuando estábamos juntos en la oscuridad. Es tanta la necesidad de estrecharlo, de yacer con él, que a veces no puedo contener un grito ahogado.
3795 Nunca me ha gustado la gente achacosa y débil de carácter, como Marina. Me da lástima, porque hasta los parientes que trajo consigo de España, y ahora son prósperos vecinos de Santiago, la olvidaron. No los culpo demasiado, porque esta buena señora es muy aburrida.
3796 Cómo estará de sola esa desventurada mujer, que espera mis visitas con ansiedad y si me atraso la encuentro lloriqueando. Bebemos tazas de chocolate mientras disimulo los bostezos y hablamos de lo único que tenemos en común: Pedro de Valdivia. Marina vive en Chile desde hace veinticinco años.
3797 Llegó alrededor de 1554, dispuesta a asumir su papel de esposa del gobernador, con una corte de familiares y aduladores decididos a disfrutar de la riqueza y el poder de Pedro de Valdivia, a quien el rey había otorgado el título de marqués y la Orden de Santiago.
3798 Pero Marina se encontró con la sorpresa de que era viuda. Unos meses antes su marido había muerto en manos de los mapuche, sin siquiera haberse enterado de los honores recibidos del rey. Para colmo, el tesoro de Valdivia, que tantas habladurías provocara, resultó ser puro humo.
3799 Por allí por la misma época en que murió Pedro, me parece. El joven necesitaba título de rey para realizar el enlace y como su padre no pensaba dejarle el trono todavía, decidieron que Chile sería un reino y Felipe su soberano, lo que no mejoró nuestra suerte, pero nos dio categoría.
3800 En la misma nave en la que llegó Marina -quien entonces tenía cuarenta y dos años y era corta de luces pero hermosa, con esa belleza deslavada de las rubias maduras- venían Daniel Belalcázar y mi sobrina Constanza, de quienes me había despedido en Cartagena en 1538.
3801 Se quedaron casi dos años en Chile estudiando el pasado y las costumbres de los mapuche, de lejos, eso sí, porque no era cosa de ir a meterse entre ellos, la guerra estaba en su apogeo. Belalcázar decía que los mapuche se parecen a algunos asiáticos que había visto en sus viajes.
3802 Los consideraba grandes guerreros y no disimulaba su admiración por ellos, tal como después le sucedió al poeta ese que escribió una epopeya sobre la Araucanía. ¿Lo he mencionado antes? Tal vez no, pero ya es un poco tarde para ocuparme de él. Ercilla se llamaba.
3803 Se lo propuse a González de Marmolejo y ambos luchamos por años para crear escuelas, pero nadie se interesó en el proyecto. ¡Qué gente tan bruta! Temen que si el pueblo aprende a leer, caerá en el vicio de pensar, y de allí a rebelarse contra la Corona no hay sino un suspiro.
3804 Como decía, hoy no ha sido un buen día para mí. En vez de atenerme al relato de mi vida, me he puesto a divagar. Cada día me cuesta más centrarme en los hechos, porque me distraigo; en esta casa hay mucho bochinche, aunque tú asegures que es la más tranquila de Santiago.
3805 Acuérdate también de que dejaré un fondo de dinero para mantener a Marina Ortiz de Gaete hasta el último día de su vida y para dar de comer a los pobres, que están acostumbrados a recibir su plato diario en la puerta de esta casa. Creo que ya te he dicho todo esto, perdona si me repito.
3806 Aguirre quiso aprovechar el malentendido para inaugurar la primera plaza de toros, pero los animales venían ensimismados por el viaje marítimo y no servían para dar cornadas. No se perdieron, ya que diez fueron convertidos en bueyes y se usaron para labranza y transporte.
3807 Al paso acelerado en que crecía la ciudad, pronto el valle quedaría despojado de árboles, tanta era la pujanza de nuestras construcciones. No puedo decir que la vida fuese holgada, pero no volvió a faltar alimento y hasta los yanaconas engordaron y se pusieron flojos.
3808 Santiago fue declarada capital del reino. Había mas población y más seguridad; los indios de Michimalonko se mantenían a la distancia. Eso nos permita, entre otras ventajas, organizar paseos, almuerzos campestres y partidas de caza en las riberas del Mapocho, que antes eran tierra vedada.
3809 Pedro de Valdivia, jugador entusiasta, siguió con la costumbre de organizar partidas de cartas en nuestra casa, sólo que entonces se apostaban ilusiones. Nadie tenía un maravedí, pero las deudas se anotaban en un libro con meticulosidad de usurero, aun a sabiendas que jamás se cobrarían.
3810 Pedro comenzó a escribir largas misivas al emperador Carlos V contándole de Chile, de las necesidades que pasábamos, de sus gastos y deudas, de su forma de hacer justicia, de cómo, muy a su pesar, morían muchos indios y faltaban almas para el trabajo de las minas y la tierra.
3811 Gonzalo Pizarro, uno de los hermanos del fallecido marqués, se había tomado el poder en abierta rebelión contra nuestro rey, y eran tales la corrupción, las traiciones y los perjuicios en el virreinato, que finalmente el emperador Carlos V mandó a La Gasca, un fraile empecinado, a poner orden.
3812 Llevaba ocho años alejado de los centros de poder y secretamente deseaba viajar al norte para reencontrarse con otros militares, hacer negocios, comprar, lucirse con la conquista de Chile y poner su espada al servicio del rey contra el insubordinado Gonzalo Pizarro.
3813 La idea fue suya, yo nada tuve que ver en ella. Pedro anunció con bombo y platillo que enviaría la nave de Pastene al Perú, y aquellos que desearan partir y llevarse su oro, podían hacerlo. Esto causó un entusiasmo delirante, no se habló de otra cosa en Santiago por semanas.
3814 Les explicó que Valdivia partía al Perú a defender al rey, su señor, y a buscar refuerzos para la colonia en Chile, por eso se había visto obligado a hacer lo que hizo, pero prometía devolverles hasta el último doblón con su parte correspondiente de la mina de Marga-Marga.
3815 Puedo comprender las razones de Pedro, que vio en ese engaño, tan impropio de su recto carácter, la única solución al problema de Chile. Puso en la balanza el daño que hacía a esos dieciséis inocentes y la necesidad de impulsar la conquista, beneficiando a miles de personas, y pesó más lo segundo.
3816 Creo, más bien, que temió que yo intentara retenerlo. Se fue llevándose lo mínimo indispensable, pues si hubiese empacado como correspondía, yo habría adivinado sus propósitos. Partió sin despedirse de mí, tal como muchos años antes se fuera de mi lado Juan de Málaga.
3817 Quedé debatiéndome en mis ligaduras, poseída por el demonio, con Juan de Málaga instalado a los pies de mi cama, burlándose de mí. Al poco rato acudió González de Marmolejo, muy deprimido, porque era el más anciano de los engañados y daba por descontado que nunca se repondría de la pérdida.
3818 De hecho, no sólo recuperó sus bienes con intereses, sino que al morir, varios años más tarde, era el hombre más rico de Chile. ¿Cómo lo hizo? Misterio. Supongo que en parte yo le ayudé, porque nos asociamos en la crianza de caballos, idea que me rondaba desde el inicio del viaje a Chile.
3819 Unos meses antes el malvado cortesano había intentado asesinar a Valdivia. Como todos los planes que se le ocurrían, ése también era bastante pintoresco: se fingió muy enfermo, se metió en la cama, anunció que agonizaba y quería despedirse de sus amigos y enemigos por igual, incluso del gobernador.
3820 En esa ocasión advertí nuevamente del peligro a Pedro, quien al principio se rió a carcajadas y se negó a creerme, pero después aceptó investigar a fondo el asunto. El resultado dio por culpable a Sancho de la Hoz, quien fue condenado a la horca por segunda o tercera vez, ya perdí la cuenta.
3821 Terminé de vestirme, despedí a Cecilia con una disculpa y corrí a hablar con el capitán Villagra para repetirle las palabras de la princesa y asegurarle que si De la Hoz tenía éxito, los primeros en perder la cabeza serían él mismo y otros hombres leales a Pedro.
3822 Y sin más arrestó al intrigante y lo hizo decapitar de un hachazo esa misma tarde, sin darle tiempo ni de confesarse. Después ordenó pasear la cabeza por la ciudad, cogida por los pelos, antes de clavarla en una picota para escarmiento de los dudosos, como es usual en estos casos.
3823 Para encontrarse con el ejército de La Gasca, los hidalgos debieron trepar las cumbres heladas de los Andes forzando a los caballos, que caían vencidos por la falta de aire, mientras a ellos el mal de altura les reventaba los oídos y les hacía sangrar por varios orificios del cuerpo.
3824 Sabían que La Gasca, quien carecía por completo de experiencia militar, aunque era un hombre de ejemplar temple y voluntad, debería enfrentarse con un ejército formidable y con un general avezado y valiente. A Gonzalo Pizarro se le podía acusar de cualquier cosa menos de pusilánime.
3825 La tropa recuperó de inmediato la confianza, porque con ese general a la cabeza sentía la victoria segura. Valdivia comenzó por asegurar el buen ánimo de los soldados con las palabras justas, producto de muchos años de tratos con sus subordinados, y luego procedió a evaluar sus fuerzas y pertrechos.
3826 Avanzaba con sus tropas como una fila de insectos en la maciza presencia de las montañas moradas: roca, hielo, cumbres perdidas en las nubes, viento y cóndores. Raíces petrificadas surgían a veces de las grietas y de ellas se aferraban los hombres para descansar un momento en el terrible ascenso.
3827 Las patas de las bestias resbalaban en los riscos, y los soldados, unidos por cuerdas, debían sujetarlas por las crines para evitar que rodaran a los profundos abismos. El paisaje era de una belleza abrumadora y amenazante, aquél era un mundo de luz refulgente y sombras siderales.
3828 Se adelantó sin ser visto con un grupo de valientes, aprovechando la neblina de la sierra, hasta uno de los pasos cortados por Pizarro, donde ordenó a los indios trenzar las cuerdas de seis en seis, al modo tradicional de los quechuas, y hacer puentes de criznejas con ellas.
3829 Un día después llegó La Gasca con el grueso del ejército y encontró el problema resuelto. Pudieron transportar al otro lado a casi mil soldados, cincuenta caballeros, innumerables yanaconas y armamento pesado, balanceándose en las cuerdas sobre el pavoroso precipicio, entre los aullidos del viento.
3830 Tan seguro estaba del triunfo, que prometió a La Gasca que perderían menos de treinta hombres en la contienda, y cumplió. Apenas resonó la primera andanada de cañonazos entre los cerros, los pizarristas comprendieron que se hallaban ante un formidable general.
3831 Muchos soldados, incómodos con la idea de batirse contra el rey, abandonaron las filas de Gonzalo Pizarro para unirse a las de La Gasca. Cuentan que el maestre de campo de Pizarro, viejo zorro con muchísimos años de experiencia militar, adivinó al punto con quién debía batirse.
3832 Días más tarde fue decapitado en el Cuzco, junto a su anciano maestre de campo. La Gasca había cumplido su cometido de sofocar la insurrección y devolver el Perú a Carlos V; ahora le tocaba ocupar el cargo del depuesto Gonzalo Pizarro, con el inmenso poder que ello implicaba.
3833 Me he preguntado cien veces por qué no me llevó con él en ese viaje. Si lo hubiera hecho, muy distinta habría sido nuestra suerte. Iba en una misión militar, es cierto, pero yo fui su compañera en la guerra tanto como en la paz. ¿Se avergonzaba de mí? Manceba, barragana, concubina.
3834 Eulalia, tu madre, quien mucho te quiso a ti y a Rodrigo, falleció ese año durante la epidemia de tifus. Tu padre te condujo de la mano a mi casa y me dijo: «Cuidádmela por unos días, os lo ruego, doña Inés, mirad que debo ir a dar cuenta de unos salvajes, pero pronto estaré de regreso».
3835 Los indios de Michimalonko, en el norte, se preparaban desde hacía años para un levantamiento masivo, pero no se atrevían a atacar Santiago, como hicieron en 1541; en cambio, concentraron su esfuerzo en los pequeños villorrios del norte, donde los colonos españoles se hallaban casi indefensos.
3836 En el verano de 1549 murió don Benito de mal de barriga, por comer ostras malas. Era muy querido por todos nosotros, lo considerábamos el patriarca de la ciudad. Habíamos llegado hasta el valle del Mapocho impulsados por la ilusión de ese viejo soldado, quien comparaba Chile con el Jardín del Edén.
3837 Venían de La Serena, viajando de noche y ocultándose de día para evitar a los indios. Contaron que una noche el único vigía de la pequeña ciudad de La Serena, recién fundada, alcanzó apenas a dar la alarma antes de que masas de indios ensoberbecidos se abalanzaran sobre el pueblo.
3838 Los asaltantes torturaron a muerte a hombres y mujeres, destrozaron a los niños estrellándolos contra las rocas y redujeron a ceniza las casas. En la consiguiente confusión, los dos soldados lograron escabullirse y, con infinitas penurias, trajeron a Santiago la horrenda noticia.
3839 Era imposible proteger las minas y las haciendas, que fueron abandonadas, mientras la gente se refugió en Santiago. Las mujeres, desesperadas, se instalaron en la iglesia a rezar de día y de noche, mientras los hombres, incluso los ancianos y los enfermos, se dispusieron a defender la ciudad.
3840 Los alaridos de dolor de los indios torturados contribuían a ponernos los nervios de punta. Fueron inútiles mis súplicas de compasión y el argumento de que mediante suplicio jamás se obtenía la verdad, porque la víctima confesaba lo que su verdugo deseaba escuchar.
3841 Meses después de la campaña militar de Villagra, el cabildo envió al norte a Francisco de Aguirre con la misión de reconstruir las ciudades avasalladas por los indios y conseguir aliados, pero el capitán vasco aprovechó la oportunidad para dar rienda suelta a su impulsivo y cruel temperamento.
3842 Así estuvo a punto de exterminar por completo a la población indígena y, según él mismo contaba riéndose, después debió preñar a las viudas para repoblar. Y no doy más detalles porque me temo que estas páginas contienen más truculencia de la que puede tolerar un alma cristiana.
3843 En el Nuevo Mundo nadie anda con remilgos a la hora de ejercer violencia. ¿Qué digo? Violencia como la que practicaba Aguirre existe por igual en todas partes y en todos los tiempos. Nada cambia, los seres humanos repetimos los mismos pecados una y otra vez, eternamente.
3844 De nada le sirvió la ayuda prestada al rey y a La Gasca para derrotar a Gonzalo Pizarro y devolver la paz al Perú, ya que de todos modos fue enjuiciado. Además de los enemigos envidiosos que Valdivia se granjeó en el Perú, había otros detractores que viajaron desde Chile con el fin de destruirlo.
3845 Como hidalgos españoles que eran, Pedro y Rodrigo nunca se ocuparon de la gerencia de sus bienes o de los negocios; Pedro murió pobre y Rodrigo vivió rico gracias a mí. A pesar de simpatizar con el acusado, a quien tanto debía, La Gasca llevó a cabo el juicio hasta las últimas consecuencias.
3846 No se hablaba de otra cosa en el Perú y mi nombre andaba de boca en boca: que era bruja, usaba pociones para enloquecer a los hombres, había sido meretriz en España y luego en Cartagena, me mantenía lozana bebiendo sangre de recién nacidos, y otros horrores que me abochorna repetir.
3847 Puse a todos a pintar, lavar cortinas, plantar flores en los maceteros, preparar las golosinas que a él le gustaban, tejer mantas y coser sábanas nuevas. Era verano y ya producíamos en las huertas de los alrededores de Santiago las frutas y verduras de España, sólo que más sabrosas.
3848 Iba descalza y no pude menos que comparar sus pies perfectos de princesa con los míos, de tosca campesina. Llevaba el cabello suelto y su único adorno eran unos pesados pendientes de oro, herencia de su familia, traídos a Chile por los mismos misteriosos conductos que los muebles.
3849 No sé si sus palabras resultaron proféticas o si ella, que conocía hasta los secretos mejor guardados, ya estaba al tanto de lo que yo ignoraba. Para darme gusto, compartió conmigo sus cremas, lociones y perfumes, que me apliqué durante varios días esperando impaciente la llegada de mi amante.
3850 Lo recibí con una botella de mi mejor vino, ansiosa, porque sabía que me traía noticias. ¿Venía Pedro en camino? ¿Me llamaba a su lado? Marmolejo no me permitió seguir preguntando, me entregó una carta cerrada y se fue cabizbajo a beber su vino bajo la buganvilla de la galería, mientras yo la leía.
3851 Tal vez yo me había convertido en una bruja dominante, un marimacho; tal vez confié demasiado en la firmeza de nuestro amor, ya que nunca me pregunté si Pedro me amaba como yo a él, lo asumí como una verdad incuestionable. No, decidí por fin. La culpa no me correspondía.
3852 Es la única forma de que puedas permanecer en Chile. No faltarán hombres dichosos de desposar a una mujer con tus méritos y con una dote como la tuya. Al inscribir tus bienes a nombre de tu marido, no podrán quitártelos. Durante un buen rato no me salió la voz.
3853 De pronto me golpeó algo así como un puñetazo en el pecho que me cortó el aliento y me hizo tambalear. El corazón se me disparó en un corcoveo de caballo chúcaro, como nunca antes había sentido. Me subió toda la sangre a las sienes, me flaquearon las piernas y se me fue la luz.
3854 En esa postura esperé hasta que se regularizaron los latidos en mi pecho y recobré el ritmo de la respiración. Culpé del breve desvanecimiento a la ira y el calor, sin sospechar que se me había roto el corazón y tendría que vivir treinta años más con esa partidura.
3855 No se necesita ser nigromante para eso. Ser leal y alegre, escuchar -o al menos fingir que una lo hace-, cocinar sabroso, vigilarlo sin que se dé cuenta para evitar que cometa tonterías, gozar y hacerlo gozar en cada abrazo, y otras cosas muy sencillas son la receta.
3856 Podría resumirlo en dos frases: mano de hierro, guante de seda. Recuerdo que cuando Pedro me habló de la camisa de dormir con un ojal en forma de cruz que usaba su esposa Marina, me hice la secreta promesa de no ocultar mi cuerpo al hombre que compartiese mi lecho.
3857 Mantuve esa decisión y lo hice con tal desvergüenza hasta el último día que estuve junto a Rodrigo, que él nunca notó que se me habían aflojado las carnes, como a cualquier anciana. Los hombres que me han tocado han sido simples: actué como si fuese bella y ellos lo creyeron.
3858 Ahora estoy sola y no tengo a quién hacer feliz en el amor, pero puedo asegurar que Pedro lo fue mientras estuvo conmigo y Rodrigo también, incluso cuando su enfermedad le impedía tomar la iniciativa. Disculpa, Isabel, sé que leerás estas líneas algo turbada, pero es conveniente que aprendas.
3859 Un indio me abrió la puerta y me condujo a la sala, mientras mis acompañantes se quedaban en el polvoriento patio cagado por las gallinas. Eché una mirada alrededor y comprendí que había mucho trabajo por delante para convertir ese galpón militar, desnudo y feo, en un lugar habitable.
3860 Sería necesario reemplazar esos toscos muebles de palo y suela, pintar, comprar lo necesario para vestir las paredes y el suelo, construir galerías de sombra y de sol, plantar árboles y flores, poner fuentes en el patio, reemplazar la paja del techo con tejas, en fin, tendría entretención para años.
3861 Momentos después entró Rodrigo, sorprendido, porque yo nunca lo había visitado en su casa. Se había quitado el jubón dominical y vestía calzas y una camisa blanca de mangas anchas, abierta en el pecho. Me pareció muy joven y tuve la tentación de salir huyendo por donde había llegado.
3862 Por supuesto que ya le había llegado el rumor de lo ocurrido en el Perú con La Gasca y de la extraña solución que se le ocurrió al gobernador; todos los capitanes lo comentaban, en especial los solteros. Tal vez él sospechaba que sería mi elegido, pero era demasiado modesto para darlo por seguro.
3863 Quise explicarle los términos del acuerdo, pero no me dejó hablar, me tomó en sus brazos con tanta urgencia, que me levantó del suelo y, sin más, me tapó la boca con la suya. Entonces me di cuenta de que yo también había esperado ese momento desde hacía casi un año.
3864 No era el caso de ese noble hidalgo, soldado, amigo y marido. Nunca pretendió que olvidara a Pedro de Valdivia, a quien respetaba y quería, incluso me ayudó a preservar su memoria para que Chile, tan ingrato, lo honre como merece, pero se propuso enamorarme y lo consiguió.
3865 Media hora más tarde una fila de indios transportó mis baúles, mi reclinatorio y la estatua de Nuestra Señora del Socorro a la casa de Rodrigo de Quiroga, mientras los vecinos de Santiago, que se habían quedado esperando en la plaza de Armas después de la misa, aplaudían.
3866 El padre González de Marmolejo nos casó en lo que hoy es la catedral, pero entonces era la iglesia en construcción, con asistencia de mucha gente, blancos, negros, indios y mestizos. Arreglamos para mí un virginal vestido blanco de Cecilia, ya que no hubo tiempo de encargar la tela para otro.
3867 La boda fue con misa cantada y después ofrecimos una merienda con platos de mi especialidad, empanadas, cazuela de ave, pastel de maíz, papas rellenas, frijoles con ají, cordero y cabrito asado, verduras de mi chacra y los variados postres que pensaba preparar para la llegada de Pedro de Valdivia.
3868 El ágape fue debidamente regado con los vinos que saqué sin cargo de conciencia de la bodega del gobernador, que también era mía. Las puertas de la casa de Rodrigo se mantuvieron abiertas el día entero y quien quiso comer y celebrar con nosotros fue bienvenido.
3869 Entre la multitud corrían docenas de niños mestizos e indios y, sentados en sillas dispuestas en semicírculo, estaban los ancianos de la colonia. Catalina calculó que desfilaron trescientas personas por esa casa, pero nunca fue buena para sumar, podrían haber sido más.
3870 Avanzaríamos más rápido si no me acosaras con tantas preguntas, hija. Me divierte oírte. Hablas el castellano cantadito y escurridizo de Chile; Rodrigo y yo no logramos inculcarte las duras jotas y zetas castizas. Así hablaba el obispo González de Marmolejo, que era sevillano.
3871 Se murió hace mucho, ¿te acuerdas de él? Te quería como un abuelo, el pobre viejo. En esa época admitía tener setenta y siete años, aunque parecía un patriarca bíblico de cien, con su barba blanca y esa tendencia a anunciar el Apocalipsis que le vino al final de sus días.
3872 El obispo falleció el mismo año que mi buena Catalina; él padeció el mal de los pulmones, que ninguna planta medicinal pudo curar, y a ella la despachó una teja que cayó del cielo en un temblor y le dio en la nuca. Fue un golpe certero, no alcanzó a darse cuenta de que estaba temblando.
3873 La avaricia es un defecto que a los españoles, siempre dadivosos, nos repugna. No hay tiempo para detalles, hija, porque si nos demoramos esto puede quedar inconcluso y a nadie le gusta leer cientos de cuartillas y encontrarse con que la historia no tiene un final claro.
3874 Mi muerte, supongo, porque mientras me quede un soplo de vida tendré recuerdos para llenar páginas; hay mucho que contar en una vida como la mía. Debí empezar estas memorias hace tiempo, pero estaba ocupada; erigir y dar prosperidad a una ciudad es bastante trabajo.
3875 Sin él, mis noches transcurren casi enteras en blanco, y el insomnio es muy conveniente para la escritura. Me pregunto dónde está mi marido, si acaso me espera en alguna parte o está aquí mismo, en esta casa, atisbando en las sombras, cuidándome con discreción, como siempre hizo en vida.
3876 Se me ocurre que morir es partir como una flecha en la oscuridad hacia el firmamento, un espacio infinito, donde deberé buscar a mis seres amados uno por uno. Me asombra que ahora, cuando pienso tanto en la muerte, aún tenga deseos de realizar proyectos y satisfacer ambiciones.
3877 Debe de ser el puro orgullo: dejar fama y memoria de mí, como decía Pedro. Sospecho que en esta vida no vamos a ninguna parte, y menos apurados; se camina solamente, un paso cada vez, hacia la muerte. De modo que adelante, sigamos contando hasta donde me alcancen los días, ya que me sobra material.
3878 Logré ocultarlo de Rodrigo, cuya rectitud le impedía percibir mi carga de malos sentimientos. Como él era incapaz de bajeza, no la imaginaba en otros. Si le pareció extraño que no me apareciera por Santiago cuando Pedro de Valdivia estaba en la ciudad, no me lo dijo.
3879 Era una mañana tibia y clara. Salí al patio descalza y la brisa me acarició la piel bajo la camisa. Pensé en Rodrigo, y la necesidad de hacer el amor con él me hizo estremecer, como en mi juventud, cuando escapaba a los vergeles de Plasencia para yacer con Juan de Málaga.
3880 Rodrigo salió a recibirme asustado, temiendo una desgracia, pero le salté al cuello, lo besé en la boca y lo llevé de la mano a la cama. Esa noche comenzó verdaderamente nuestro amor, lo anterior fue entrenamiento. En los meses siguientes aprendimos a conocernos y darnos gusto.
3881 En los treinta años que habríamos de vivir juntos, Rodrigo nunca perdió el buen humor en nuestro hogar, por muy graves que fuesen las presiones externas. Compartía conmigo los asuntos de la guerra, el gobierno y la política, sus temores y pesares, sin que nada afectara nuestra relación.
3882 Tenía confianza en mi criterio, pedía mi opinión, escuchaba mis consejos. Con él no era necesario andar con rodeos para evitar ofenderlo, como sucedía con Valdivia y sucede en general con los hombres, que suelen ser quisquillosos en lo que se refiere a su autoridad.
3883 Por lo visto, Eulalia, tu madre, que lo amaba celosamente, nada le enseñó; la tarea de educarlo recayó sobre mí, y, una vez libre del rencor por Valdivia, la asumí muy gustosa, como puedes imaginar. Lo mismo había hecho con Pedro de Valdivia años antes, cuando nos conocimos en el Cuzco.
3884 Los hombres, como los perros y caballos, deben ser domesticados, pero pocas mujeres son capaces de hacerlo, ya que ellas mismas nada saben, no han tenido un maestro como Juan de Málaga. Además, la mayoría se enreda en escrúpulos, acuérdate del célebre camisón con el ojal de Marina Ortiz de Gaete.
3885 Habían encontrado una cabeza de caballo ensartada en la misma pica donde tantas cabezas humanas fueron expuestas a lo largo de los años. Al examinarla de cerca, se vio que pertenecía a Sultán, el corcel favorito del gobernador. Un grito de horror quedó atascado en todos los pechos.
3886 El toque de queda descartaba a toda la población mestiza e indígena de la ciudad, pero nadie imaginaba que un español fuese culpable de semejante aberración. Valdivia ordenó a Juan Gómez aplicar tormento a quien fuese necesario para descubrir al autor del ultraje.
3887 Los amigos se cuidaban de invitarnos juntos. Cuando nos topábamos en la calle o en la iglesia, nos saludábamos con una discreta inclinación de cabeza, nada más. Sin embargo, la relación de él con Rodrigo no cambió; Pedro siguió prodigándole su confianza y éste respondió con lealtad y afecto.
3888 Pero son como las cucarachas: aplastan a una y salen más por los rincones -le dije. Respecto a María de Encio, recuerdo que ninguno de los vecinos principales la recibía, a pesar de ser española y manceba del gobernador. Se limitaban a tratarla como a su ama de llaves.
3889 Volviendo a las mancebas que trajo Valdivia del Cuzco, supe por Catalina que le preparaban cocimientos de yerba del clavo. Tal vez Pedro temía perder su potencia viril, que para él era tan importante como su valor de soldado, y por eso bebía pociones y empleaba a dos mujeres para estimularlo.
3890 Aún no estaba en edad de que disminuyera su vigor, pero le fallaba la salud y le dolían sus antiguas heridas. La suerte de esas dos mujeres fue aventurera. Después de la muerte de Valdivia, Juana Jiménez desapareció, dicen que la raptaron los mapuche en una redada en el sur.
3891 María de Encio se volvió de mala índole y se dedicó a torturar a sus indias; cuentan que los huesos de las desdichadas están enterrados en la casa, que ahora pertenece al cabildo de la ciudad, y que por las noches se oyen sus gemidos, pero ésa también es otra historia que no alcanzo a contar.
3892 Juana, una gallega de corta estatura, pero proporcionada y de agradables facciones, me saludó con una reverencia de criada y me condujo a la habitación que antes yo compartía con Pedro. Allí estaba María, lloriqueando y poniéndole paños mojados en la frente al herido, que yacía más muerto que vivo.
3893 Debí colocar cada hueso en su sitio tanteando a ciegas, y sólo por milagro quedó más o menos bien. Catalina aturdía al paciente con sus polvos mágicos disueltos en licor, pero incluso dormido bramaba; se requerían varios hombres para sujetarlo en cada curación.
3894 Tantas veces Pedro sintió que moriría de dolor, que dictó su testamento a González de Marmolejo, lo selló y lo mandó guardar bajo tres candados en la oficina del cabildo. Cuando lo abrieron, después de su muerte, estipulaba entre otras cosas que Rodrigo de Quiroga debía reemplazarlo como gobernador.
3895 Al comienzo no pude creerlo, porque el joven mapuche adoraba al animal. En una ocasión en que Sultán fue herido por los indios en Marga-Marga, Felipe lo atendió durante semanas, dormía con él, le daba de comer de su mano, lo limpiaba y le hacía las curaciones, hasta que se repuso.
3896 Desafiando el toque de queda y aprovechando la oscuridad, plantó la cabeza en la plaza y escapó de la ciudad. Dejó su ropa y sus escasos bienes en un atado en la caballeriza ensangrentada. Partió desnudo, con el mismo amuleto al cuello con que llegara años antes.
3897 Lo imagino corriendo descalzo sobre la tierra blanda, aspirando a pleno pulmón las fragancias secretas del bosque, laurel, quillay, romero, vadeando charcos y arroyos cristalinos, cruzando a nado las aguas heladas de los ríos, con el cielo infinito sobre su cabeza, libre al fin.
3898 Sus frecuentes desapariciones no eran casuales, correspondían a una feroz determinación, casi imposible de imaginar en el niño que era entonces. Podía salir de la ciudad a cazar, sin ser molestado por las huestes hostiles que nos mantenían sitiados, porque era uno de ellos.
3899 Durante años Felipe se dedicó a estudiar los caballos, domarlos y criarlos; escuchaba con atención los relatos de los soldados y aprendía sobre estrategia militar; sabía usar nuestras armas, desde una espada hasta un arcabuz y un cañón; conocía nuestras fuerzas y flaquezas.
3900 Para derribar a los caballos sin matarlos -eran tan valiosos para ellos como para nosotros-, utilizó las boleadoras, dos piedras atadas a los extremos de una cuerda, que se enredaban en las patas y tumbaban al animal, o en el cuello del jinete para desmontarlo.
3901 Llevaba doscientos soldados bien apertrechados, cuatro capitanes, entre ellos el valiente Jerónimo de Alderete, cientos de yanaconas cargando los bultos, y además lo acompañaba Michimalonko, sobre su corcel regalado, a la cabeza de sus indisciplinadas pero bravas bandas.
3902 Antes de partir envió al temible Francisco de Aguirre a reconstruir La Serena y fundar otras ciudades en el norte, casi despoblado por las campañas de exterminio que el mismo Aguirre había llevado a cabo antes y por la retirada en masa de la gente de Michimalonko.
3903 Nombró a Rodrigo de Quiroga su representante en Santiago, el único capitán que era obedecido y respetado por unanimidad. Así, por una de esas vueltas inesperadas de la vida, volví a ser la gobernadora, cargo que siempre he ejercido de hecho, aunque no siempre fue ése mi título legítimo.
3904 Corre por la ribera del Mapocho, oculto en la vegetación de cañas y helechos. No usa el puente de cuerdas de los huincas, se lanza a las aguas negras y nada con un grito de felicidad sofocado en el pecho. El agua fría lo lava por dentro y por fuera, dejándolo limpio del olor de los huincas.
3905 Espera inmóvil en la orilla, mientras el aire tibio evapora la humedad de su cuerpo. Oye el graznido de un chon-chón, espíritu con cuerpo de pájaro y rostro de hombre, y responde con un llamado similar; entonces siente muy cerca la presencia de su guía, Guacolda.
3906 Debe hacer un esfuerzo para verla, aunque sus ojos ya se han acostumbrado a la oscuridad, porque ella tiene el don del viento, es invisible, puede pasar entre las filas enemigas, los hombres no la advierten, los perros no la huelen. Guacolda, cinco años mayor que él, su prometida.
3907 Ella era el enlace, la rápida mensajera. Fue ella quien lo condujo a la ciudad de los invasores, cuando él era un chiquillo de once años, con instrucciones claras de disimular y vigilar; ella quien lo observó a corta distancia cuando se pegó al fraile vestido de negro y lo siguió.
3908 La infantería sólo tiene protección en el pecho y la cabeza, con ella sirven las flechas. ¡Cuidado! Ellos tampoco tienen miedo. Hay que envenenar las flechas para que los heridos no vuelvan a batallar. Los caballos son vitales, se deben coger vivos, sobre todo las yeguas, para criarlos.
3909 Los huincas no son invencibles, duermen más que los mapuche, comen y beben demasiado, y necesitan cargadores porque los agobia el peso de sus pertrechos. Vamos a molestarlos sin tregua, seremos como avispas y tábanos -ordena-, primero los cansamos, después los matamos.
3910 En el norte quemaron vivas a tribus completas. Pretenden que aceptemos su dios clavado en una cruz, dios de la muerte, que nos sometamos a su rey, que no vive aquí y no conocemos, quieren ocupar nuestra tierra y que seamos sus esclavos. ¿Por qué?, pregunto yo a la gente.
3911 Por nada, hermanos. No aprecian la libertad. No entienden de orgullo, obedecen, ponen las rodillas en tierra, inclinan la cabeza. No saben de justicia ni de retribución. Los huincas son locos, pero son locos malos. Y yo les digo, hermanos, nunca seremos sus prisioneros, moriremos peleando.
3912 Mataremos a los hombres, pero cogeremos vivos a sus niños y mujeres. Ellas serán nuestras chiñuras y, si quieren, les cambiaremos a los niños por caballos. Es justo. Seremos silenciosos y rápidos, como peces, nunca sabrán que estamos cerca; entonces les caeremos encima por sorpresa.
3913 Han comenzado los torneos con semanas de anticipación, los candidatos ya han competido y se han ido eliminando uno a uno. Sólo los más fuertes y resistentes, los de mas temple y voluntad, pueden aspirar al título de toqui de guerra. Uno de los más fornidos salta al ruedo.
3914 Lo muestran, para que la concurrencia lo aprecie y calcule su peso, luego lo colocan con cuidado en las firmes espaldas de Caupolicán. Se doblan la cintura y las rodillas del hombre al recibir la tremenda carga y por un momento parece que caerá aplastado, pero de inmediato se endereza.
3915 Su única ventaja es la feroz determinación de morir en la prueba antes de ceder el primer puesto. Pretende dirigir a su gente al combate, desea que su nombre sea recordado, quiere tener hijos con Fresia, la joven que ha elegido, y que éstos lleven su sangre con orgullo.
3916 Acomoda el tronco apoyado en la nuca, sostenido por los hombros y los brazos. La corteza áspera le rompe la piel y unos hilos finos de sangre descienden por sus anchas espaldas. Aspira a fondo el aroma intenso del bosque, siente el alivio de la brisa y el rocío.
3917 En esa mirada le exige que triunfe: lo desea, pero sólo se casará con el mejor. En el cabello luce un copihue, la flor roja de los bosques, que crece en el aire, gota de sangre de la Madre Tierra, regalo de Caupolicán, quien trepó al árbol más alto para traérsela.
3918 También en las estrellas hay seres que son soñados y tienen sus propias maravillas. Somos sueños dentro de otros sueños. Estamos casados con la Naturaleza. Saludamos a la Santa Tierra, madre nuestra, a quien cantamos en la lengua de las araucarias y los canelos, de las cerezas y los cóndores.
3919 Que vengan los vientos floridos a traer la voz de los antepasados para que se endurezca nuestra mirada. Que el valor de los toquis antiguos navegue por nuestra sangre. Dicen los ancianos que es la hora del hacha. Los abuelos de los abuelos nos vigilan y sostienen nuestro brazo.
3920 Invoca a los espíritus de la Naturaleza para que defiendan su tierra, sus grandes aguas, sus auroras. Invoca a los antepasados para que conviertan en lanza los brazos de los hombres. Invoca a los pumas del monte para que presten su fortaleza y valentía a las mujeres.
3921 Fresia acerca a los labios resecos de Caupolicán una calabaza con agua. Él ve las manos duras de la amada en su pecho, palpándole los músculos de piedra, pero no las siente, tal como ya no siente dolor ni cansancio. Sigue hablando en trance, sigue marchando dormido.
3922 El sol calienta la tierra y despeja la niebla, se llena el aire de mariposas transparentes. Encima de las copas de los árboles se recorta contra el cielo la figura imponente del volcán con su eterna columna de humo. «Más agua para el guerrero», ordena la machi.
3923 Miles de mapuche han ido llegando en esas horas y la multitud ocupa el claro y el bosque entero, vienen otros por los cerros, suenan trutucas y cultrunes anunciando la hazaña a los cuatro vientos. Los ojos de Fresia ya no se desprenden de los de Caupolicán, lo sostienen, lo guían.
3924 Entró más y más en la Araucanía sin encontrar partidas numerosas de indígenas, sólo grupos dispersos, cuyos ataques sorpresivos y fulminantes cansaban a sus soldados pero no los detenían, estaban acostumbrados a enfrentarse a enemigos cien veces más numerosos.
3925 Los caballos se encabritaron y los jinetes debieron replegarse, mientras los arcabuceros lanzaban su primera andanada. Lautaro había advertido a sus hombres que cargar las armas de fuego demoraba unos minutos, durante los cuales el soldado estaba indefenso; eso les daba tiempo de atacar.
3926 El capitán y sus soldados se dispusieron a obedecerle sin chistar, aunque estaban convencidos de que iban a una muerte segura. Valdivia se despidió de su amigo con un abrazo emocionado. Se conocían desde hacía muchos años y juntos habían sobrevivido a incontables peligros.
3927 En pocos minutos una masa inmensa de guerreros rodeó a los españoles y Alderete comprendió al instante que continuar sería un acto suicida. Dio orden a sus hombres de reagruparse, pero las boleadoras impuestas por Lautaro se enredaban en las patas de los animales y les impedían maniobrar.
3928 Así se lo describió al rey en una de sus cartas: «Y apenas habían llegado los de a caballo, cuando los indios nos dieron las espaldas, y los otros tres escuadrones hicieron lo mismo. Se mataron hasta mil quinientos o dos mil indios, se lancearon otros muchos y prendimos algunos».
3929 Otros percibieron la figura de Nuestra Señora del Socorro, una dama hermosísima vestida de oro y plata, flotando en las alturas. Los indios prisioneros confesaron haber visto una llamarada que trazó un amplio arco en el firmamento y explotó con estruendo, dejando en el aire una cola de estrellas.
3930 Mientras unos soldados forzaban a los prisioneros a colocar el brazo sobre un tronco, para que los verdugos negros descargaran el filo del hacha, otros cauterizaban los muñones sumergiéndolos en sebo hirviente, así las víctimas no se desangraban y podían llevar el escarmiento a su tribu.
3931 En su carta al rey, dijo Valdivia que, una vez se había hecho justicia, juntó a los cautivos y les habló, porque había entre ellos algunos caciques e indios principales. Declaró que «hacía aquello porque les había enviado a llamar muchas veces con requerimientos de paz y ellos no cumplieron».
3932 Primero plantaban la cruz y el estandarte, si había cura oficiaban misa, luego erguía el árbol de justicia, o patíbulo, y empezaban a cortar árboles para construir la muralla de defensa y las viviendas. Lo más arduo era conseguir pobladores, pero poco a poco iban llegando soldados y familias.
3933 Los soldados contaban que en los vericuetos de la cordillera existía la afamada Ciudad de los Césares, entera de oro y piedras preciosas, defendida por bellas amazonas, es decir, el mismo mito de El Dorado, pero Pedro de Valdivia, hombre práctico, no perdió tiempo ni gente buscándola.
3934 Para congraciarse con sus soldados, el gobernador distribuía tierras e indios con su habitual generosidad, pero eran regalos de palabra, intenciones poéticas, ya que las tierras eran vírgenes y los nativos indómitos. Sólo mediante la fuerza bruta se podía obligar a los mapuche a trabajar.
3935 Recorría sin descanso la inmensidad del sur con su pequeño ejército, adentrándose en los bosques húmedos y sombríos, bajo la alta cúpula verde tejida por los árboles más nobles y coronada por la soberbia araucaria, que se perfilaba contra el cielo con su dura geometría.
3936 Cruzaban arroyos de aguas frías, donde los pájaros solían quedar congelados en las orillas, las mismas aguas donde las madres mapuche sumergían a los recién nacidos. Los lagos eran prístinos espejos del azul intenso del cielo, tan quietos, podían contarse las piedrecillas en el fondo.
3937 Las arañas tejían sus encajes, perlados de rocío, entre las ramas de robles, arrayanes y avellanos. Las aves del bosque cantaban reunidas, diuca, chincol, jilguero, torcaza, tordo, zorzal, y hasta el pájaro carpintero, marcando el ritmo con su infatigable tac-tac-tac.
3938 Y al fondo, siempre, las montañas nevadas, los volcanes humeantes, las nubes viajeras. En otoño el paisaje era de oro y sangre, enjoyado, magnífico. A Pedro de Valdivia se le escapaba el alma y se le quedaba enredada entre los esbeltos troncos vestidos de musgo, fino terciopelo.
3939 El Jardín del Edén, la tierra prometida, el paraíso. Mudo, mojado de lágrimas, el conquistador conquistado iba descubriendo el lugar donde acaba la tierra, Chile. En una ocasión, iba con sus soldados por un bosque de avellanos, cuando cayeron trozos de oro de las copas de los árboles.
3940 Incrédulos ante aquel prodigio, los soldados desmontaron deprisa y se abalanzaron sobre los amarillos peñascos, mientras Valdivia, tan asombrado como sus hombres, intentaba impartir orden. Estaban disputándose el oro, cuando los rodearon cien flecheros mapuche.
3941 Todo era cuestión de tiempo, decía, la Araucanía sería suya. No tardó en averiguar el nombre que andaba de boca en boca, Lautaro, el toqui que se atrevía a desafiar a los españoles. Lautaro. Jamás se le ocurrió que podía ser Felipe, su antiguo caballerizo, eso lo descubriría el día de su muerte.
3942 El gobernador escribía cartas al rey para reiterarle que los salvajes habían comprendido la necesidad de acatar los designios de su majestad y las bondades del cristianismo y que él había domado esa tierra bellísima, fértil y apacible, donde lo único que hacía falta eran españoles y caballos.
3943 Pastene, almirante de una flota compuesta de dos viejos barcos, seguía explorando la costa de norte a sur y a la inversa, luchando con corrientes invisibles, aterradoras olas negras, vientos orgullosos que desgarraban las velas, en vana búsqueda del paso entre los dos océanos.
3944 El gobernador insistía en continuar la conquista hacia el sur, pero cuanto más territorio ocupaba, menos podía controlar. Debía dejar soldados en cada ciudad para proteger a los colonos, y destinar otros a explorar, castigar a los indígenas y robar ganado y alimento.
3945 En esa época de reposo y oscuridad temprana, a Valdivia le rondaban demonios, se le ofuscaba el alma de premoniciones y arrepentimientos. Cuando no estaba a lomo de caballo y con la espada al cinto se le ensombrecía el alma y se convencía de que lo perseguía la mala suerte.
3946 Cada uno es dueño de su propio destino. Valdivia pasaba esos meses fríos bajo techo, arropado con ponchos de lana, calentándose con brasero y escribiendo sus cartas al rey. Juana Jiménez le servía mate, una infusión de yerba amarga que le ayudaba a soportar el dolor de las antiguas heridas.
3947 No sabía que sería su última visita, pero lo sospechaba, porque volvieron a atormentarlo negros sueños. Como antes, soñaba con matanzas y despertaba temblando en brazos de Juana. ¿Que cómo lo sé? Porque se medicaba con corteza de latué para espantar las pesadillas.
3948 Además, teníamos casas muy cómodas en las chacras del campo; me gustan amplias, de techos altos, con galerías y huertas de árboles frutales, plantas medicinales y flores. En el tercer patio pongo a los animales domésticos a buen resguardo, para que no los roben.
3949 Procuro que los criados dispongan de cuartos decentes; me enoja ver cómo otros colonos hospedan mejor a sus caballos que a la gente. Como no he olvidado que soy de origen humilde, me entiendo sin problemas con la servidumbre, que siempre me ha sido muy leal. Ellos son mi familia.
3950 Llevábamos más de dos años sin ver a mi antiguo amante, y su ausencia nos resultaba muy cómoda. Con su llegada, yo dejaba de ser la gobernadora, y me pregunté, divertida, si María de Encio estaría a la altura de las circunstancias. Me costaba imaginarla en mi lugar.
3951 Lo invitaremos con su María de Encio y, si quiere, también con la otra. ¿Cómo es que se llama la gallega? Rodrigo se quedó mirándome con esa expresión de duda que solían provocarle mis iniciativas, pero le planté un beso breve en la frente y le aseguré que no habría escándalo de ninguna clase.
3952 La puse a aplanchar un elegante vestido de seda tornasolada de un tono cobrizo, recién llegado de España, que acentuaba el color de mis cabellos... Bueno, Isabel, no necesito confesarte que mantenía el color con alheña, como las moras y las gitanas, porque ya lo sabes.
3953 El vestido me quedaba un poco apretado, es cierto, ya que la vida placentera y el amor de Rodrigo me habían envanecido el alma y el cuerpo, pero de todos modos luciría mejor que María de Encio, quien se vestía como una buscona, o su pizpireta criada, que no podía competir conmigo.
3954 Llevaba demasiado tiempo en guerra, se había acostumbrado a ser obedecido sin chistar por la tropa. Parece que así trataba también a sus capitanes y amigos, pero fue amable con Rodrigo de Quiroga; seguramente adivinó que éste no soportaría una falta de respeto.
3955 La casa lucía espléndida, llena de flores, grandes fuentes con frutas de la estación y jaulas de pájaros. Servimos vino peruano de buena cepa y un vino chileno, que Rodrigo y yo empezábamos a producir. Sentamos a treinta invitados en la mesa principal y a cien mas en otras salas y en los patios.
3956 Sacrificamos cochinillos y corderos, para ofrecer una variedad de platos, además de aves rellenas y pescados de la costa, que trajimos vivos en agua de mar. Había una mesa sólo para los postres, tortas, hojaldres, merengues, yemas quemadas, dulce de leche, fruta.
3957 Los invitados acudieron con sus mejores galas, rara vez había ocasión de sacar los trapos de lujo del fondo de los baúles. La mujer más bella de la fiesta fue Cecilia, por supuesto, con un vestido azulino ceñido por un cinturón de oro y adornada con sus joyas de princesa inca.
3958 Valdivia apareció con María de Encio, quien no se veía mal, debo reconocerlo, pero no trajo a la otra porque presentarse con dos concubinas habría sido un bofetón a la cara de nuestra pequeña pero orgullosa sociedad. Me besó la mano y me halagó con las galanterías propias de estos casos.
3959 En ese tiempo tomó una decisión que seguramente había pensado mucho: mandó a Jerónimo de Alderete a España a entregar sesenta mil pesos de oro al rey, el quinto correspondiente a la Corona, suma ridícula si se compara con los galeones cargados de ese metal que salían del Perú.
3960 La segunda parte de la misión de Alderete consistía en visitar a Marina Ortiz de Gaete, quien todavía vivía en el modesto solar de Castuera, darle dinero e invitarla a venir a Chile a ocupar el rango de gobernadora junto a su marido, a quien no había visto durante diecisiete años.
3961 Me encantaría saber cómo recibieron esta noticia María y Juana. Lamento que Jerónimo de Alderete no pudiese traer la respuesta positiva del rey. Su ausencia duró casi tres años, según recuerdo, debido a las demoras de navegar por el océano y porque el emperador no era hombre de andar con prisas.
3962 No puedo menos que compadecerla. Durante el tiempo que Pedro de Valdivia estuvo en Santiago nos vimos poco y sólo en reuniones sociales, rodeados de otras personas que nos observaban con malicia, esperando sorprendernos en un gesto de intimidad o tratando de adivinar nuestros sentimientos.
3963 La fortuna del clérigo sin duda era de origen milagroso. Me recibió su ama de llaves quechua, una mujer muy sabia, conocedora de plantas medicinales y tan buena amiga mía que no necesitaba disimular que hacía vida marital con el futuro obispo desde hacía años.
3964 El ama de llaves se retiró con discreción y cerró la puerta. Entonces, al verme a solas con Pedro, sentí que me latían las sienes y se me desbocaba el corazón, pensé que no sería capaz de sostener la mirada de esos ojos azules, cuyos párpados había besado a menudo cuando él dormía.
3965 Sonreí, él se rió también y ambos respiramos aliviados, se había roto el hielo. Me contó en detalle el juicio que enfrentó en el Perú y la condena de La Gasca; la idea de casarme con otro se le ocurrió a él como única forma de salvarme del destierro y la pobreza.
3966 Se descubrieron varias minas de ricas vetas, que atrajeron a nuevos colonos, incluso a vecinos de Santiago que optaron por dejar sus fértiles haciendas en el valle del Mapocho y partir con sus familias a los bosques misteriosos del sur, encandilados por la posibilidad del oro y la plata.
3967 Agregaban, envidiosos, que era tanto el oro acumulado y el que todavía quedaba en las minas de Quilacoya, que Valdivia era más rico que Carlos V. Así es de apresurada la gente para juzgar al prójimo. Te recuerdo, Isabel, que a su muerte Valdivia no dejó ni un maravedí.
3968 De pronto, un infernal chivateo rompió la paz idílica del paisaje y de inmediato los españoles se vieron rodeados por una masa de asaltantes. Tres de ellos cayeron atravesados por lanzas, pero dos alcanzaron a dar media vuelta y galoparon a matacaballo hacia el fuerte más próximo a pedir socorro.
3969 Entretanto se presentaron en Tucapel los mismos indígenas que siempre llevaban las vituallas, saludando con el aire más sumiso del mundo, como si no estuviesen enterados del suplicio que habían sufrido sus compañeros. Los soldados abrieron las puertas del fuerte y los dejaron entrar con sus bultos.
3970 El capitán tomó una medida desesperada para espantar a los mapuche que aguardaban el amanecer para atacar de nuevo. Había oído la leyenda de que yo salvé la ciudad de Santiago lanzando las cabezas de los caciques a las huestes indígenas y decidió copiar la idea.
3971 Durante las horas siguientes, el cerco mapuche que rodeaba el fuerte se fue engrosando, hasta que los seis españoles comprendieron que su única posibilidad de salvación era tratar de cruzar a caballo las filas enemigas al amparo de la noche y llegar al fuerte más cercano, en Purén.
3972 Tal vez los dejaron pasar con algún avieso propósito. En todo caso, con la primera luz de alba los indios, que habían esperado la noche entera en las cercanías, irrumpieron en el fuerte abandonado de Tucapel y se encontraron con los restos de sus compañeros en el patio ensangrentado.
3973 El joven ñidoltoqui acababa de formalizar su unión con Guacolda, después de pagar la dote correspondiente. No participó en la borrachera de la celebración porque no era amigo del alcohol y estaba muy ocupado planeando el segundo paso de la campaña. Su objetivo era Pedro de Valdivia.
3974 Gómez galopó hasta Purén y se colocó a la cabeza del pequeño destacamento. Después de escuchar los detalles de lo ocurrido en Tucapel, tuvo la certeza de que no se trataba de una escaramuza, como tantas del pasado, sino de un levantamiento masivo de las tribus del sur.
3975 Se abrieron las puertas del fuerte y salió el destacamento con Juan Gómez delante. A una señal suya se lanzaron cerro abajo a galope desatado, blandiendo sus temibles espadas, pero se llevaron la sorpresa de que esa vez no se produjo una desbandada de indígenas, sino que éstos esperaron formados.
3976 Empuñaban lanzas de tres varas de largo, que apuntaban al pecho de los animales, y pesadas macanas de mango corto, más manuables que los garrotes de antes. No se movieron de sus sitios y recibieron de frente el impacto de la caballería, que se ensartó en las lanzas.
3977 A pesar de la espantosa mortandad producida por los hierros españoles, los mapuche no se desanimaron. Una hora más tarde se oyó el tam-tam inconfundible de los cultrunes y la masa indígena se detuvo y retrocedió, perdiéndose en el bosque y dejando el campo sembrado de muertos y heridos.
3978 Los mapuche repitieron la estrategia cada hora: sonaban los tambores, desaparecían las huestes fatigadas y entraban a la batalla otras frescas, mientras los españoles se agotaban. Juan Gómez comprendió que era imposible oponerse a esa hábil maniobra con su reducido número de soldados.
3979 Al atardecer, Juan Gómez consideró que debían intentar un nuevo ataque, para no dar al enemigo ocasión de reponerse durante la noche. Varios de los hombres heridos declararon que preferían morir en la batalla; sabían que si los indios entraban al fuerte la muerte sería inevitable y sin gloria.
3980 No podían imaginar que Lautaro deseaba que Valdivia recibiera el mensaje y que por eso los dejó pasar, tal como hizo con los mensajeros que llevaban la carta de respuesta del gobernador, en la que indicaba a Gómez que se reuniera con él en las ruinas del fuerte Tucapel el día de Navidad.
3981 Era hábil con los naipes y le acompañaba la suerte en el juego, ganaba casi siempre. Los envidiosos aseguraban que al oro de las minas se sumaba el que arrebataba a otros jugadores y el conjunto iba a dar a esos baúles misteriosos de Juana, que no se han encontrado hasta hoy.
3982 Hizo el viaje de quince leguas, con su medio centenar de jinetes y mil quinientos yanaconas, a paso lento, pues debía adaptarse al de los cargadores. A poco andar se le espantó la pereza con que había iniciado la marcha, porque su instinto de soldado le advirtió del peligro.
3983 Por precaución mandó adelantarse a un grupo de cinco soldados para que tantearan la ruta y siguió cabalgando al paso, mientras procuraba calmar los nervios con la brisa tibia y el intenso aroma de los pinos. Como al cabo de un par de horas los cinco enviados no regresaron, su premonición se agudizó.
3984 Era un brazo, todavía dentro de la manga del jubón. Valdivia ordenó proseguir con las armas prontas. Unas varas más lejos vieron una pierna con la bota puesta, también suspendida de un árbol, y más allá otros trofeos, piernas, brazos y cabezas, sangrientos frutos del bosque.
3985 Lo peor que podían hacer era separarse, debían permanecer juntos hasta Tucapel, decidió. El fuerte quedaba en la cima de una colina despejada, porque los españoles habían cortado los árboles para construirlo, pero la base del cerro estaba rodeada de vegetación.
3986 Los toquis de guerra estaban al frente, protegidos por una guardia formada por los mejores hombres. Asombrado, pensó que los bárbaros habían descubierto por instinto la forma de luchar de los antiguos ejércitos romanos, la misma que empleaban los tercios españoles.
3987 El cabecilla no podía ser otro que ese toqui del cual tanto había oído durante el invierno: Lautaro. Sintió que lo sacudía una oleada de ira y se dio cuenta de que tenía el cuerpo bañado de sudor. «¡Le daré la muerte más atroz a ese maldito!», exclamó. Una muerte atroz.
3988 Aseguran que cuando su mujer, Fresia, lo vio arrastrado en cadenas, le lanzó a los pies a su hijo de pocos meses y exclamó que no quería amamantar al vástago de un vencido. Pero esta historia parece otra leyenda de la guerra, como la de la Virgen que se apareció en el cielo durante una batalla.
3989 Por Dios, se me van los nombres, quién sabe cuántos errores hay en este relato. Menos mal que yo no estaba presente cuando dieron tormento a Caupolicán, tal como no me ha tocado ver el frecuente castigo de «desgobernación», en que cercenan de un machetazo medio pie derecho de los indígenas rebeldes.
3990 Después de tales horrores, no podemos esperar clemencia de los indígenas. La crueldad engendra más crueldad en un ciclo eterno. Valdivia dividió a su gente en grupos, encabezados por los soldados a caballo y seguidos por los yanaconas, y les mandó descender la colina.
3991 Antes debía desarmar a los lanceros. En el primer encontronazo, los españoles y los yanaconas llevaron ventaja, y al cabo de un rato de lucha intensa y despiadada, pero breve, los mapuche se replegaron en dirección al río. Un alarido de triunfo celebró su retirada y Valdivia ordenó volver al fuerte.
3992 Los españoles, heridos, sedientos y agotados, enfrentaban en cada ronda una hueste mapuche descansada y bien comida, mientras los que se habían replegado se refrescaban en el río. Pasaban las horas, los españoles y yanaconas iban cayendo, y los ansiados refuerzos de Juan Gómez no llegaban.
3993 Una tinaja con agua sucia les permitió saciar la sed propia y de los caballos, pero no hubo tiempo de nada más, porque en ese momento comenzaban a ascender por la ladera miles y miles de indígenas. No eran los ebrios que vieran antes, éstos habían salido de los árboles sobrios y en orden.
3994 Resulta imposible creer que los hombres y caballos, que habían galopado desde Purén durante la noche entera, resistieran hora tras hora de lucha durante todo ese fatídico día, pero yo he visto batallar a los españoles y he luchado junto a ellos, sé de lo que somos capaces.
3995 Los escasos minutos que aquel héroe regaló a sus amigos, permitieron a éstos adelantarse un trecho, pero pronto los mapuche los alcanzaron de nuevo. Un segundo soldado decidió inmolarse, también gritó un último adiós y se detuvo cara a la masa de indios, ávidos de sangre.
3996 Y enseguida lo hizo un tercero. Y así, uno a uno cayeron seis soldados. Los ocho restantes, varios de ellos malheridos, continuaron la desesperada carrera hasta llegar a una angostura, donde otro debió sacrificarse para que pasaran los demás. También a él lo despacharon en pocos minutos.
3997 Entretanto, a Juan Gómez se le hundían los pies, porque las lluvias del invierno reciente habían convertido la zona en una espesa ciénaga. A pesar de estar sangrando de varios flechazos, extenuado, sediento, sin haber comido en dos días, no se sometió a la muerte.
3998 Escuchó claramente los alaridos de triunfo de los mapuche cuando encontraron su caballo caído y rezó para que el noble animal, que lo había acompañado en tantas batallas, estuviese muerto. Los indios solían torturar a las bestias heridas para vengarse de los amos.
3999 A media mañana del día siguiente, los hombres que marchaban hacia La Imperial vieron a un ser de pesadilla, cubierto de sangre y barro, que se arrastraba entre la tupida vegetación. Por la espada, que no había soltado, reconocieron a Juan Gómez, el capitán de los catorce de la fama.
4000 En la duermevela del amanecer sentí una opresión en el pecho que me aplastaba el corazón y me dificultaba respirar, pero no sentí angustia, sino gran sosiego y dicha, porque comprendí que era el brazo de Rodrigo, que dormía a mi lado, como en los mejores tiempos.
4001 Permanecí inmóvil, con los ojos cerrados, agradecida de ese dulce peso. Deseaba preguntarle a mi marido si había venido por fin a buscarme, decirle que me hizo muy feliz durante los treinta años que compartimos y que sólo lamenté sus largas ausencias de guerrero.
4002 Pero temí que al hablarle desapareciera; en estos meses de soledad he comprobado cuán tímidos son los espíritus. Con la primera luz de la mañana, que se coló por las ranuras de los postigos, Rodrigo se retiró de mi lado, dejando la huella de su brazo sobre mí y su olor en la almohada.
4003 Ese diciembre fatídico fue el comienzo de la insurrección de los mapuche, una guerra sin cuartel que no ha cesado en cuarenta años y no tiene para cuándo terminar; mientras quede un solo indio y un solo español vivos, correrá sangre. Debería odiarlos, Isabel, pero no puedo.
4004 Son mis enemigos, pero los admiro; si yo estuviese en su lugar, moriría luchando por mi tierra, como mueren ellos. Llevo varios días evitando el momento de relatar el fin de Pedro de Valdivia. Durante veintisiete años he procurado no pensar en eso, pero supongo que ha llegado la hora de hacerlo.
4005 Quisiera creer la versión menos cruel, que Pedro se batió hasta ser derribado de un mazazo en la cabeza, pero Cecilia me ayudó a descubrir la verdad. Sólo un yanacona logró escapar al desastre de Tucapel para contar lo ocurrido ese día de Navidad, pero él nada sabía de la suerte del gobernador.
4006 Dos meses más tarde, Cecilia vino a verme y me dijo que una muchacha mapuche, recién llegada de la Araucanía, estaba sirviendo en su casa. Cecilia estaba enterada de que la india, quien no hablaba ni una palabra de castellano, había sido encontrada cerca de Tucapel.
4007 Como no entendía nuestro idioma, parecía lerda, pero cuando le hablé en mapudungu comprendí que era habilísima. Esto es lo que pude averiguar por el yanacona que sobrevivió en Tucapel y lo que esa mapuche, quien estuvo presente en la ejecución de Pedro de Valdivia, me contó.
4008 Transcurrió el día entero lidiando. Al atardecer, Valdivia perdió la esperanza de que Juan Gómez acudiera con refuerzos. Su gente estaba extenuada, los caballos sangraban tanto como los hombres y por las colinas ascendían obstinadamente nuevos destacamentos enemigos.
4009 Escondido en el fuerte había otro yanacona que soportó la humareda del incendio debajo de un montón de escombros y logró escapar con vida dos días más tarde, cuando ya los mapuche se habían retirado. El sendero abierto ante Valdivia había sido hábilmente dispuesto por Lautaro.
4010 Los fugitivos no podían retroceder porque tenían al enemigo a sus espaldas. En la luz de la tarde vieron salir de los matorrales a cientos de indígenas, mientras ellos se hundían irremisiblemente en aquel lodo podrido, del que se desprendía un hálito sulfuroso de infierno.
4011 En el trayecto, las piedras y ramas filudas del bosque le rompieron la piel, y cuando lo depositaron a los pies del ñidoltoqui era un guiñapo cubierto de barro y sangre. Lautaro ordenó que le dieran de beber, para que despertara del desmayo, y lo ataran a un poste.
4012 Como simbólica burla, quebró en dos la espada toledana, inseparable compañera de Pedro de Valdivia, y la plantó en tierra a los pies del prisionero. Una vez que éste se repuso lo suficiente para abrir los ojos y darse cuenta de dónde estaba, se encontró frente a frente con su antiguo criado.
4013 Soy el Taita - insistió el cautivo. Lautaro lo escupió en el rostro. Había esperado ese momento durante veintidós años. A una orden del ñidoltoqui los mapuche, enardecidos, desfilaron ante Pedro de Valdivia con afiladas conchas de almeja, sacándole bocados del cuerpo.
4014 Por fin, al amanecer del tercer día, al ver Lautaro que Valdivia se moría, le vertió oro derretido en la boca, para que se hartase del metal que tanto le gustaba y tanto sufrimiento causaba a los indios en las minas. ¡Ay, qué dolor, qué dolor! Estos recuerdos son un lanzazo aquí, en medio del pecho.
4015 Creo que será el amanecer para siempre... Nunca se encontraron los restos de Pedro de Valdivia. Dicen que los mapuche devoraron su cuerpo en un rito improvisado, que hicieron flautas con sus huesos y que su cráneo sirve hasta hoy como recipiente para el muday de los toquis.
4016 Me preguntas, hija, por qué me aferro a la terrible versión de la criada de Cecilia, en vez de la otra, más misericordiosa, de que Valdivia fue ejecutado de un garrotazo en la cabeza, como escribió el poeta y como era la costumbre entre los indios del sur. Te lo diré.

Связаться
Выделить
Выделите фрагменты страницы, относящиеся к вашему сообщению
Скрыть сведения
Скрыть всю личную информацию
Отмена